La asíntota del leñador y la doncella.
I
A orillas de un calmo río de aguas claras, en una rústica chocita oculta en las profundidades del umbrío bosque L'Ancienne-Lorette, vivía un leñador alto y corpulento, en apariencia tosco e intimidante, mas era aún cándido cual todo infante, con un corazón en demasía frágil y, aún fácilmente impresionable, una mente repleta de sueños.
Vivía sin compañía alguna en la inmensidad de aquel Edén sombrío, deambulando entre los árboles cual espíritu errante, rogando día y noche, a un Dios que parecía ya haberse olvidado de él, para que alguien, quien sea, quien pudiera, escuchase sus tristes lamentos y se aproximara, y le hablara, y así calmara —aunque sea por un instante— su terrible soledad.
Bien se sabe —bien lo sabe él— que de aquel vacío emocional no se puede escapar fácilmente; que uno se acostumbra o por él enloquece, todo ello gradualmente. En sus primeros días como particular inquilino de aquella inhóspita naturaleza, el leñador perdió la cordura por un intervalo de tiempo todavía indefinido. No obstante, una mañana, un día cualquiera, se levantó y todo a su alrededor le pareció diferente. Se sentía un extraño, aun hallándose en su propio mundo. Se sentía enfermo, todo su ser corroído. Le molestaba una extraña sensación en la boca del estómago, percibió luego una ventisca helada que recorrió su pecho y le estremeció por completo, finalmente, confirmando esto su sospecha, una frialdad indescriptible se instaló en un rincón de su malherido corazón, y supo entonces que se había acostumbrado a tener como único amigo a un sentimiento tan grotesco como ese. Se había rendido, pues ya abatido y exhausto no consiguió fuerzas dentro de sí para seguir luchando. Creía, pues, no tener otra opción.
Abandonado en una canastilla de mimbre por la mujer que le dio a luz, fue alimentado, educado y protegido por un hombre de alma altruista y bondadosa, aunque huraño y circunspecto aun así; de muy pocas palabras y muestras de afecto. Al morir aquel al que durante toda su vida conoció como padre —aquel, el único que cuidó de él y le quiso tanto como podía—, el joven quedó destrozado y a la deriva con un corazón roto.
Del hombre al muchacho pasó la labor del leñador, y a cada cierto tiempo, como era ya tradición, del pueblo que colindaba con el bosque L'Ancienne-Lorette enviaban al mediodía un pequeño grupo de hombres tanto para retirar el cargamento de madera requerido para la época, como para dejar frente a la choza una canasta de alimentos destinada a su hosco dueño. Para cuando el leñador regresaba a casa tras un día de trabajo, miraba con asombro y tristeza el claro donde antes descansaba la montaña de madera, y frente a su puerta, observaba entre muecas, yacía la canasta con legumbres, frutas y pan rancio. Nuevamente, nadie se había quedado a esperarlo. Por mucho que mirara y buscara en derredor suyo jamás atisbaba persona alguna, ni un solo rastro de ellos. Y aunque así sucedía todo el tiempo, el leñador aún tenía la esperanza de que, un día, al llegar a casa, alguien le recibiese con una sonrisa sincera, con un simple saludo de cortesía.
Un día, tras meses y meses sin que del pueblo enviaran alguna comisión para retirar el encargo, el leñador personalmente se adjudicó la tarea de llevarles la madera, pues pensaba: «Esto lo convertirán en casas..., serán también las fogatas que calentarán los hogares de muchas familias al llegar el invierno. Ellos lo necesitan; o lo necesitarán muy pronto. Por ello, y por todos, debo entregarla lo antes posible». Y así, insuflándose de valor, de una fuerza, una convicción, un deseo, que no había sentido hacía tanto tiempo, emprendió su viaje. Mas al llegar, cuánto se arrepintió de su decisión.
Le recibieron con muecas, con cínicas carcajadas. Le miraban algunos con desdén, otros, con cierta aversión. Algunos le temían, le juzgaban, y sin conocerle, le rechazaron. Y el pobre leñador, ya muy herido, despreció a todos como ellos le despreciaron, y volvió al bosque, ahora menos cándido, menos soñador, y sin el brillo que con fervor resplandecía en sus ojos. Regresó enfadado, perdido, temeroso cual niño, y se hundió tres leguas más en el ominoso océano que poco a poco se formó en su pecho; aquel que era entonces el hogar de todas las emociones mortíferas, de todos los recuerdos y los fantasmas que tanto le atormentaban; aquel que se formó lágrima por lágrima.
II
Hubo una joven e incauta doncella que atraída por la hechizante belleza del bosque se extravió y encontró una chocita en la mitad de la nada; la encontró ya cuando pensaba, temerosa, que jamás saldría de aquella intrincada y lóbrega arboleda; ya cuando creía, desesperada, que se hallaba perdida y que nadie podría encontrarla —que nadie, ciertamente, iría a buscarla—. Qué alivio sintió aquella al vislumbrar entre los árboles la choza de madera; qué feliz se sentía, porque en ella, con certeza, habría alguien que podría ayudarle.
Al llegar se alisó con las manos la falda, acomodó tres cabellos que salían rizados de su tocado, y al sentirse presentable, tocó la puerta tres veces y aguardó un instante. Segundos transcurrieron, pero nadie abría y ni el menor rumor se escuchaba dentro de la rústica casita. Estaba entonces por tocar una cuarta y quinta vez, cuando una voz profunda, trémula, nada más que un susurro, se escuchó a sus espaldas.
Al principio al leñador aquello le pareció un espejismo, pensó que finalmente había enloquecido, pero al acercarse cada vez más, más nítida se volvía la meliflua voz de la joven; a cada dos pasos que daba, se percibía con mayor intensidad la dulce fragancia que desprendían sus áureos cabellos y su colorido ropaje. Debía ser real, por supuesto. Debía ser real, ya que ningún sueño, ilusión o imaginación suya podrían crear tan bella criatura.
El leñador, aún sin poder confiar en lo que veía, le preguntó en un murmullo quién era.
La joven, de la impresión, profirió un ligero chillido que rápidamente ahogó con sus manos, sin embargo este fue lo suficiente para exaltar al pobre leñador que de un salto se ocultó tras un árbol. La doncella, ya más calmada, se acercó a él despacio y le pidió disculpas por su arrebato; le aseguró no querer asustarlo, le explicó que tan solo quería su ayuda. Le contó que se había perdido en el bosque, que estaba hambrienta y cansada, que solo quería alguien que le indicara el camino a seguir para regresar al pueblo.
El leñador, todavía incrédulo, balbuceó a duras penas la dirección que debía seguir la doncella, y con su dedo señaló el camino que debía recorrer para volver a casa. La joven le sonrió, y al sonreírle ablandó su corazón; aquel simple gesto tanto le conmovió que aunque había olvidado cómo hacerlo, también le sonrió.
El sol se ocultaba, muy pronto la oscuridad engulliría el bosque y sería muy peligroso ya el deambular en él. El leñador se ofreció a acompañarla al pueblo a primera hora de la mañana, le recomendó que por ahora descansara. La joven, agradecida, concordó con lo dicho y aceptó su propuesta. Y así sucedió, ella con él se quedó. Ambos conversaron hasta ya muy entrada la madrugada..., conversaron hasta que la doncella finalmente se durmió, entretanto el leñador, hallándose por ella completamente cautivado, se desveló pensando en lo maravillosa que era, y en lo sublime que había sido la velada.
Al amanecer el leñador aguardó por la doncella para acompañarla al pueblo, mas ella obvió aquello y le pidió que le mostrara, en cambio, cómo era su rutina de trabajo. Así, pues, rebosante de alegría, el leñador la llevó a los rincones más hermosos de la arboleda, a los más bellos parajes del bosque, y con cada sonrisa, con cada risa, carcajada o exclamación que ella profería, las sombras, el dolor, la tristeza que albergaba en su corazón, todo desaparecía poco a poco.
No obstante, aún tenía miedo; miedo de confiar, de creer, de tener fe en este algo y por credulidad ser herido nuevamente; no lo soportaría ya.
Mas todo aquel miedo irracional podía disiparse con una pregunta, una sola pregunta que al leñador, por temor, se le hacía complicado pronunciar, pero a la cual correspondía una respuesta simple que terminaría de dispersar las pavorosas sombras que aún persistían en su interior. Una pregunta que con el paso del tiempo la doncella deseó escuchar, pero que al nunca oír se marchitó su corazón, confundió entonces la situación y, sin más, se marchó.
Quería escuchar un «¿Quieres quedarte conmigo?»
Al cual respondería «Sí».
Pero al jamás escucharlo imaginó que su amado no deseaba estar con ella; que amaba más su soledad que su compañía. Así que ella se fue; y se fue para jamás volver.
Y es que a veces las preguntas son complicadas y las respuestas son simples.
Y es que por miedo nos acobardamos, y callamos, y retrocedemos, y por ello perdemos grandes cosas, como por ejemplo: aquello que más amamos.
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