(17) Cicatrices del Pasado
El sonido de disparos resuena en el pasillo, seguido de gritos y caos.
Nos separamos, abruptamente, el momento anterior hecho añicos por la violencia que estalla a nuestro alrededor. El miedo y la preocupación se apoderan de mí mientras miro a Gabriella.
—¿Qué está pasando? —pregunto, mi voz temblorosa.
La princesa se acerca a la puerta, entreabriéndola con cautela para mirar fuera.
—No lo sé, pero lo más importante ahora mismo es estar a salvo —responde, cerrando la puerta con cuidado y volviendo hacia mí—. Necesitamos encontrar un lugar seguro.
Gabriella me toma de la mano, este simple gesto hace que parte de mi tensión se desvanezca en el momento.
—Vamos, Layla, debemos salir de aquí —dice con voz firme.
Seguimos un estrecho pasillo que se aleja de la sala principal, nuestras pisadas apresuradas resonando en el mármol. Las luces parpadean, y los gritos lejanos añaden una capa de inquietud al ambiente.
Mientras avanzamos, noto la creciente tensión en Gabriella. Finalmente, incapaz de contener mi curiosidad, pregunto:
—Gabriella, ¿qué está pasando realmente?
Ella me mira con seriedad, pero continúa caminando mientras me responde.—Layla, esto no es un ataque al azar. Todo esto ha sido orquestado por la Casa Al-Saúd.
Me detengo en seco, procesando lo que acaba de decir. Ella aprieta mi mano, instándome a seguir adelante mientras comienza a resumir una conversación que tuvo hace poco.
—Tuve una reunión de última hora con mi padre y con el tuyo—comienza, su voz baja pero urgente—. Me llamaron porque recibieron varias amenazas de la Casa Al-Saúd respecto a la gala de esta noche.
—¿Amenazas? —pregunto, preocupada.
—Sí, amenazas serias —confirma la princesa—. Aumentaron la seguridad, pero por lo que he visto, estaban más preocupados por mantener las apariencias y avanzar con los acuerdos que por todo lo demás. Mi padre me dijo, literalmente, 'Debemos priorizar lo que el acuerdo puede ofrecer a Luxemburgo.'
Me parece surrealista. ¿Por qué no me dijeron nunca nada? Miro a Gabriella, desesperada por entender la gravedad de la situación.
—Gabriella, por favor, si hay algo más que deba saber, dímelo ahora —le pido con urgencia, recordando el día en que hicimos nuestro propio acuerdo de ser sinceras la una con la otra.
Gabriella parece pensárselo, y eso me inquieta aún más.
—¿Gabriella, qué sabes? —le pregunto, mi tono reflejando mi creciente ansiedad.
—Se han enviado las primeras tropas al Emirato Al-Nur —confiesa finalmente—, y eso ha provocado que la Casa Al-Saúd intervenga en el proceso del compromiso. Creo que han enviado un pelotón con el objetivo de acabar contigo o con mi hermano.
Me detengo en seco otra vez.—Si es así, debemos ir a ayudar a Oliver.
La princesa parece pensar algo seriamente, pero no quiere confesarlo. Su silencio solo aumenta mi inquietud.
—Gabriella, debemos encontrarlo ahora —insisto.
Finalmente, ella suspira y me mira con una expresión de conflicto.
—Layla, hay algo más que debes saber —dice, su voz temblando ligeramente—. Oliver estaba al tanto de que se habían enviado las tropas al Emirato Al-Nur y formó parte de la autorización del plan.
La respiración se me queda atrapada en la garganta. ¿El príncipe estaba al tanto de todo? ¿Por qué lo hizo? ¿Acaso no sabe cuánto me importa mi gente?
Entiendo que pueda estar dominado por el peso de la corona, pero debería al menos reflexionar sobre todo esto. Sé que no es mala persona, y Gabriella seguramente también lo sabe.
Me tomo un momento para calmarme y organizar mis pensamientos. Al final, suspiro y miro a la princesa con determinación.
—Ha cometido un error, como podemos hacerlo todos —digo con firmeza—. Pero ahora mismo, eso no importa. Debemos ir a ayudarlo y asegurarnos que todos estén bien.
Ella asiente lentamente, y veo en sus ojos que comparte mi preocupación.
Retrocedemos unos pasos por el pasillo y, de repente, unos murmullos se oyen desde una sala privada con la puerta mal cerrada.
Miro a la princesa, y ella asiente, dándome su aprobación para acercarnos.
Nos escondemos junto a la puerta entrecerrada, espiando una conversación de lo que parecen ser diferentes voces masculinas.—Casi toda la gente ha escapado, incluida la familia real. Se nota que han doblado la seguridad...
En ese instante, abro los ojos sorprendida y vuelvo a mirar a Gabriella, quien está junto a mí apoyada en la pared.—Son ellos, los soldados enviados de la Casa Al-Saúd —le susurro, asegurándome de que no nos oigan.
Gabriella se sorprende al saberlo.—Deberíamos irnos ya Layla, aprovechemos ahora que están reunidos.
Sacudo la cabeza.—No podemos irnos sin saber exactamente qué plan tienen. De esa manera tendremos ventaja sobre ellos o al menos sabremos qué quieren hacer exactamente.
La princesa parece indecisa, pero finalmente asiente, dándome la razón. Así que continuamos escuchando un poco más.
—Estamos rodeados. Es imposible que podamos escapar sin enfrentarnos. El plan era acabar con Layla. El príncipe nos da igual si ha escapado. Debemos acabar con la dinastía Al-Rashid, y eso termina con la hija de Malik.
Mierda.
Al oír eso, siento un escalofrío recorrerme. Miro a Gabriella con urgencia.
—Debemos irnos ahora mismo.
Ella asiente, viendo la desesperación en mi rostro, y comenzamos a dar pequeños pasos hacia atrás, tratando de no hacer ruido. Pero sin querer, choco contra un busto de mármol, que cae al suelo rompiéndose en mil pedazos.
Las voces en la sala cesan abruptamente, y un par de soldados salen y nos descubren. La mirada en sus ojos revela que han reconocido a su objetivo.
—¡Ahí está! —grita uno de ellos, alzando su arma.
Sin poder escapar, demandan que levantemos los brazos y así lo hacemos. Nos obligan a entrar en la sala de donde salieron, y la sensación de peligro que siento es inminente.
Una vez dentro, nos atan las manos a la espalda y nos rodean apuntándonos con sus armas.
—Las mujeres siempre tan idiotas —dice uno de ellos, con desprecio.
—Sí, hemos atrapado dos pájaros de un tiro —añade otro, riendo.
El tercero, con una mirada oscura y una cicatriz en la ceja, no se ríe. Está sentado en una silla junto a la puerta, observándonos con frialdad. Se levanta lentamente, y los otros dos paran de reír abruptamente, claramente intimidados por su presencia.
Se aproxima hacia nosotras y, una vez frente a mí, se pone de rodillas y me levanta el mentón con el dedo índice. Es entonces cuando puedo verle bien la cara.
—Así que tú eres Layla, ¿eh? —dice con una voz calmada y peligrosa—. Debo admitir que has cambiado mucho. Te has convertido en una mujer.
Aproxima intimidantemente su rostro al mío. Sintiéndome asqueada, lo embisto con mi hombro, haciendo que pierda el equilibrio y caiga hacia atrás. Él, seguidamente, solo se ríe. Su risa no se parece para nada a la de sus compañeros, su risa está llena de maldad.
Luego simplemente se levanta y me mira fríamente a los ojos.—Me gusta, eres peleona, igual que lo era tu madre. Pero qué pena que eso no le haya servido para nada y ahora, las dos terminaréis compartiendo el mismo destino.
Mis ojos se abren de par en par y mi respiración se acelera al reconocer a ese hombre. Él estuvo en casa el día que mi madre desapareció...
Esa mañana era clara y soleada. Yo jugaba en el jardín, corriendo tras las mariposas que volaban entre las flores. Mamá estaba en la cocina, preparando el desayuno. De repente, escuché unos golpes provenientes de la entrada principal.
—Layla, ¿puedes abrir la puerta? —me llamó mamá desde la cocina—. Seguramente es tu padre.
Con una sonrisa, corrí hacia allí. Al abrirla, me encontré frente a frente con un hombre intimidante, uniformado, con una pistola en la mano. Por un momento, pensé que era uno de los hombres de mi padre, pero nunca lo había visto antes.
—Hola, pequeña —dijo el hombre con una sonrisa falsa—. ¿Está tu madre en casa? Necesitamos hablar con ella.
Detrás de él, vi a dos hombres más uniformados, observando atentamente. Inocentemente, me giré y fui a buscar a mi madre.
—Mamá, hay unos hombres en la puerta que quieren hablar contigo —dije al llegar a la cocina.
La expresión de mamá cambió instantáneamente. Se tensó.—Gracias, cariño —respondió, tratando de sonar tranquila—. No te preocupes, todo está bien. Quédate aquí y juega, ¿sí?
—¿Está todo bien, mamá? —pregunté, sintiendo que algo no estaba bien.
—Sí, todo está bien —aseguró, sonriendo forzadamente—. Cuando regrese, te traeré unos dulces del mercado. No tardaré.
Con esas palabras, mamá me abrazó con toda su fuerza, un abrazo que ahora recuerdo como una despedida. Sentí su calor y su amor envolviéndome, y aunque no lo entendía completamente en ese momento, sabía que algo importante estaba ocurriendo.
—Te amo, Layla —susurró, soltándome con suavidad.
La vi caminar hacia la entrada, su postura firme pero resignada. El hombre de la pistola la miró con una sonrisa cruel y le indicó que lo siguiera. Mamá se giró una última vez y me lanzó una mirada llena de amor y tristeza antes de desaparecer por la puerta.
La memoria me golpea con fuerza, y la rabia y el dolor se mezclan en mi interior. Miro al hombre frente a mí, reconociendo al responsable de la muerte de mi madre.
—Fuiste tú... —susurro, con la voz temblorosa por la furia contenida.
El hombre sonríe, una sonrisa fría y cruel.—Al fin me recuerdas, ¿eh? —dice con desdén—. Qué pena que las dos...
—¡Bastardo! —le grito, llena de rabia—. ¡Te juro que me vengaré de ti!
Gabriella, que está a mi lado también atada, intenta calmarme.—Layla, por favor, no les grites. No tenemos muchas cartas que jugar ahora mismo.
Pero mi furia es incontenible. La mirada fría del hombre solo alimenta mi deseo de venganza.
—Me aseguraré de vengarme de ti —digo con determinación—. Pagarás por lo que hiciste.
El hombre se ríe de nuevo, una risa malvada que resuena en la sala.—Tanta determinación como la de tu madre. Y mira ahora dónde está —dice con un tono burlón—. Enterrada bajo tierra...
Mis manos se cierran en puños, y mi respiración se vuelve más rápida y pesada. La rabia y el dolor se mezclan en mi interior, pero sé que Gabriella tiene razón. Debo mantener la calma y buscar una manera de salir de esta situación.
—Entonces, solo me quieren a mí, ¿no? —digo, con la voz firme—. ¿Qué hace la princesa Gabriella aquí? Si tienen que matarme, que lo hagan ya, pero déjenla fuera de esto.
—Layla, ¿qué estás diciendo? —me interrumpe Gabriella—. No pienso dejarte sola.
El hombre vuelve a reír, una risa fría y cruel.—Pero qué adorables. ¿Para qué matar solo a una cuando puedes matar a ambas?
—¡Déjala fuera de esto! —le grito, mi voz llena de desesperación y rabia.
Uno de sus hombres, con una expresión preocupada, interviene.—Pero jefe, eso no era parte del plan. Nos han pagado para matar solo a la hija de Malik. Si nos cargamos a la princesa de Luxemburgo, tendremos a toda Europa en nuestra contra...
El hombre de la cicatriz suspira, irritado.—Ogh, odio que tengas razón, Harem. Pues lo haremos así. Que la princesa solo observe cómo muere Layla.
Levanta la pistola y la apunta a mi sien. Siento el frío metal contra mi piel, y mi corazón late con fuerza.
Gabriella grita, desesperada.
—¡No! ¡Por favor, no lo hagas!
Siento el gatillo a punto de apretarse, y mi vida pasa por delante de mis ojos. Pienso en Gabriella, en su seguridad. Mejor que sea yo y no ella. Que tenga la oportunidad de vivir es lo que importa. Si tan solo hubiera tenido un poco más de tiempo para confesarle todo lo que siento...
De repente, las sirenas empiezan a sonar afuera. La pistola se despega de mi sien abruptamente.
—Mierda, nos están rodeando —dice uno de los hombres, mirando a través de la cortina—. Saben que estas dos están aquí. ¿Qué hacemos, jefe?
El hombre de la cicatriz frunce el ceño, pensativo.
—Necesitamos una moneda de cambio. Debemos finalizar el trabajo, pero necesitamos entregar al menos a la princesa para asegurarnos nuestra libertad.
Uno de ellos agarra a Gabriella por el brazo, apartándola de mí. Ella se resiste, luchando con todas sus fuerzas para no ser separada.
—¡No, suéltame! —grita Gabriella, forcejeando.
—Por favor, déjenme hablar con ella, una última vez —les suplico.
El hombre de la cicatriz se ríe, una risa cruel y despectiva.—¿Y por qué deberíamos hacer eso?
—Porque... —mi voz tiembla, pero me obligo a mantener la calma—. Porque al menos merecemos despedirnos. Por favor.
Él me mira, evaluando mis palabras, su expresión, mostrando una mezcla de curiosidad y desprecio.
—De acuerdo —dice finalmente, levantando una ceja—. Tienes un minuto.
—Gabriella, escúchame —digo con urgencia, mirando fijamente a sus ojos llenos de lágrimas—. Solamente tienes que evitar que todo esto empeore. Sé que puedes hacerlo. Sé qué eres capaz de hacer que esta pesadilla termine. Solo prométeme eso.
Ella niega con la cabeza, las lágrimas desbordándose.
—Layla, yo prometí protegerte. No puedo dejarte así, no —dice, su voz rota por el llanto.
—Gabriella, por favor. Prométeme que estarás a salvo y que siempre elegirás la opción que ayude a más gente.
—No puedo abandonarte.—susurra, desesperada.
Uno de esos hombres nos separa bruscamente, interrumpiendo el momento. Siento cómo me arrastran hacia un lado mientras Gabriella es llevada hacia la puerta. Los soldados están tensos, las sirenas cada vez más fuertes afuera.
—¡Déjala ir! —grito, mi voz quebrándose.
El hombre de la cicatriz sonríe de nuevo, su risa resonando en mis oídos.
—No te preocupes, Layla. Esto terminará pronto.
Lo último que puedo oír es como carga la pistola.
En ese momento, una explosión sacude el edificio, y los soldados se giran, alarmados. Aprovecho el caos para lanzarme hacia el hombre de la cicatriz, tumbándolo al suelo. Los otros miran la escena, sorprendidos.
El hombre de la cicatriz se levanta del suelo, con una expresión de furia. Me apunta y presiona el gatillo.
Sin poder evitarlo, veo cómo Gabriella se lanza delante de mí, cubriéndome con su cuerpo.
El disparo resuena, y el tiempo parece detenerse. Gabriella cae al suelo, y una mezcla de horror y desesperación me consume.
—¡Gabriella! —grito, arrodillándome a su lado, lágrimas corriendo por mi rostro—. No, no, no...
La bala le ha atravesado el hombro, y el sangrado es intenso. Desesperada, presiono la herida con mi mano, tratando de detener la hemorragia.
Los hombres detrás de nosotros comienzan a agitarse, acusándose unos a otros.
—¡Se suponía que la estabas vigilando! —grita uno, su rostro enrojecido de ira—. ¿Se puede saber qué mierda has hecho?
—¡Es la princesa de este maldito país! —responde otro, su voz cargada de pánico—. ¿No sabes las consecuencias que tendremos ahora?
—¡Cállense los dos! —ordena el hombre de la cicatriz, su voz firme pero teñida de miedo.
Me centro en Gabriella, quien agoniza de dolor en el suelo. Sus ojos se cierran y abren lentamente, su respiración rápida y superficial.
—Aguanta, Gabriella, por favor... —susurro, desesperada.
Antes de que pueda decir algo más, la puerta de la habitación se abre de un portazo, y varios soldados irrumpen, apuntando sus armas a los hombres.
—¡Arriba las manos ahora mismo! —grita el líder de los soldados, su voz resonando con autoridad.
Los hombres de la Casa Al-Saúd levantan las manos. Sus expresiones llenas de miedo y resignación. Los soldados se mueven con precisión, desarmándolos y asegurando la sala.
—Va a estar bien, Gabriella —le susurro, mientras los paramédicos llegan corriendo con un equipo médico—. Todo va a estar bien.
Los soldados aseguran a los hombres capturados, y uno de ellos se acerca a mí.—Vamos a llevarla a un lugar seguro, señorita. Usted también necesita atención médica.
Asiento, dejando que me guíen.
Lo último que puedo ver es a la princesa inconsciente tumbada en la camilla siendo llevada fuera de la habitación, su figura desapareciendo poco a poco mientras mi corazón se encoge lleno de incertidumbre de lo que está por venir.
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