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(11) Susurros Nocturnos

Me encuentro en mi habitación, aún dándole vueltas a lo que ha sucedido hace unas horas al regresar de la academia con Aisha. Su rostro, su expresión cuando me habló, sigue fresca en mi memoria. Puedo recordar con precisión sus palabras, la curiosidad en su voz cuando mencionó a Gabriella.

¿Cómo podría explicarle que la princesa solo estaba pendiente de nosotros por la apuesta? Aisha es dulce, pero no estoy segura de que comprenda la gravedad de la situación. Por eso, he decidido no decirle nada, al menos por ahora. No quiero preocuparla innecesariamente.

El cansancio del día empieza a pesarme, así que decido no darle más vueltas y me preparo para dormir. Me deshago de la ropa formal que he llevado todo el día y la cambio por un cómodo pijama. Una vez lista, me dejo caer sobre la cama, el suave colchón absorbe mi agotamiento, y cierro los ojos lentamente, esperando que el sueño me envuelva.

Pero, una pregunta se cuela en mi mente, perturbando mi calma: ¿Y si Gabriella nos estaba observando por otro motivo?

Abro los ojos de golpe, sorprendida por haber siquiera considerado esa posibilidad. Me esfuerzo por sacudir esa idea inoportuna de mi cabeza. Es absurdo. No puede haber ningún otro motivo más allá de la apuesta que explique por qué la princesa estuvo tan atenta a nosotros. ¿Verdad?

Apago la luz de la habitación, tratando de sofocar esos pensamientos, y me acomodo bajo las sábanas. Sin embargo, en lugar de dormir, agarro el teléfono y comienzo a deslizarme por internet, revisando las noticias recientes sobre el compromiso. La luz azul de la pantalla ilumina mi rostro en la penumbra de la habitación.

De repente, un titular llama mi atención, haciendo que mi corazón se detenga por un instante. Es una noticia relacionada con el Emirato Al-Nur, mi hogar. Mi dedo se detiene en seco, y mis ojos se fijan en las palabras frente a mí.

"El jefe de la casa Al-Saúd se posiciona ante el anuncio de compromiso de la hija del clan enemigo con un príncipe europeo."

Abdullah Bin Saúd, ahora gobernante del Emirato Al-Nur tras la expulsión de la casa Al-Rashid, ha hecho pública su desaprobación, interpretando el anuncio del compromiso como una amenaza directa.

"Se creen que, con este compromiso de conveniencia, podrán engañarnos, pero sabemos perfectamente lo que están buscando. Después de años en las sombras, ¿ahora aparecen con una noticia de tal magnitud? Quiero dejar algo claro: el Emirato Al-Nur ya no pertenece a la casa Al-Rashid."

"Si piensan que este matrimonio les otorgará algún tipo de poder o legitimidad, están completamente equivocados. La casa Al-Rashid ha sido desterrada y seguirá desterrada. No permitiremos que su hija, futura prometida de un príncipe extranjero, intente recuperar lo que ya no les corresponde."

"Cualquier intento de regresar al Emirato Al-Nur será considerado un acto de guerra. No duden de nuestra disposición para defender nuestro territorio y nuestra soberanía. La casa Al-Saúd no cederá ante maniobras diplomáticas o matrimoniales."

Mis manos tiemblan mientras leo estas palabras, cada línea resuena con una amenaza latente. La advertencia es clara: cualquier paso en falso podría desencadenar un conflicto devastador. Una mezcla de rabia, miedo e impotencia me invade.

Por un lado, la política y las luchas de poder me han arrastrado a esta situación sin mi consentimiento. Por otro, la seguridad de mi familia y de muchas personas depende de decisiones que están fuera de mi control.

Dejo el móvil a un lado, pero mis manos continúan temblando. Intento aferrarme a la suavidad de la almohada, buscando algún tipo de consuelo, algo que me ancle y me dé seguridad.

Cierro los ojos, obligándome a respirar profundamente, a calmar mi acelerado pulso. Necesito claridad, un plan. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras todo a mi alrededor comienza a desmoronarse.

Primero, tengo que hablar con Gabriella. Ella necesita saber lo que está ocurriendo, y aunque su naturaleza puede ser impredecible, es una pieza clave. Pero no solo ella. Necesito más aliados, personas en las que pueda confiar dentro del palacio. Oliver podría ser una opción. Sin embargo, su postura resignada hacia los deseos de su familia me preocupa.

Mi mente trabaja a mil por hora, trazando escenarios y estrategias. Todo esto apenas está empezando y no puedo permitirme ceder ante el miedo. Necesito encontrar una salida donde nadie sufra.

A pesar de la tormenta de pensamientos, siento el peso del cansancio caer sobre mí, arrastrándome lentamente hacia el sueño. Mi cuerpo, agotado por el día, finalmente cede. Pero en cuanto cierro los ojos, no encuentro el descanso que anhelo. Los recuerdos, esos que he intentado mantener sepultados, comienzan a emerger como una corriente imparable.

En mi sueño, me veo a mí misma, unos años después de abandonar el Emirato Al-Nur, con apenas 11 años.

Estoy escondida en mi habitación, acurrucada en un rincón oscuro detrás del armario. Mi corazón late con fuerza y el miedo me hace temblar. Puedo oír los pasos pesados de los guardaespaldas de papá subiendo furiosamente las escaleras.

—¡Layla! —gritan, abriendo la puerta de mi habitación de golpe.

Siento el aire frío entrar en la habitación mientras los hombres de mi padre registran cada rincón. Trato de hacerme aún más pequeña, deseando ser invisible. Pero no pasa mucho tiempo antes de que uno de ellos me encuentre y me arrastre fuera de mi escondite.

—Vamos, tu padre te está esperando —dice uno de los guardaespaldas con voz áspera, tirándome del brazo.

—No quiero ir... —murmuro, mi voz apenas audible.

Sé por qué tengo que ir. Desde que mamá ya no está, papá ha jurado recuperar lo que una vez fue suyo, y no permitirá que nada se interponga en su camino. Desde entonces, ha impuesto una disciplina estricta sobre mí, inculcándome los valores familiares y tradiciones con una rigidez que me asfixia.

Me llevan a rastras por los pasillos hasta llegar a la oficina de mi padre. La puerta se abre y me empujan dentro. Papá está de pie, con una expresión severa en el rostro. Su mirada fría.

—Layla, ¿cuántas veces te he dicho que no debes esconderte? —su voz es un trueno que resuena en la habitación— ¿Desde cuándo debes mostrar este tipo de debilidad?

—Lo siento, papá... —respondo con la cabeza baja, sin atreverme a mirarlo a los ojos.

—Tienes que ser fuerte. No tenemos tiempo para tus caprichos de niña. Necesitas prepararte. Debes aprender a obedecer sin cuestionar.

Sus palabras son como golpes, cada una de ellas reforzando la pesada carga de responsabilidad que ha colocado sobre mis hombros. Me habla de la importancia de nuestra familia, de las tradiciones y los valores que debo seguir.

—Tu deber es preservar el honor de nuestra familia. Eres una Al-Rashid, y eso significa que no puedes permitirte mostrar debilidad alguna. No puedes ser como esas mujeres modernas, queriendo mostrar que tienen tanto poder como los hombres. Tu madre era como tú, y mira que le pasó al intentar desafiar las tradiciones... Tu lugar está al servicio de tu familia, tu futuro esposo y tus futuros hijos.

Me duele escuchar esas palabras hirientes, pero no me atrevo a replicar, no debo replicar. Solo asiento con la cabeza. Escuchar y callar, tal como me ha enseñado. Cada vez que intento levantar la mirada, me encuentro con esa mirada fría e impenetrable, recordándome una vez más, que no debo cuestionarle.

Mi padre me pone una mano en el hombro.

—Sé que aún no eres del todo una mujer, pero por tu seguridad y por respeto a la familia, he decidido que deberás llevar el hiyab a partir de ahora. Asegúrate que la próxima vez que te vea, ya lo tengas puesto.

Las palabras de mi padre resuenan en mi mente mientras me despido y regreso a mi habitación.

Una vez allí, me miro en el espejo, mi larga melena marrón y ondulada cae en cascada sobre mis hombros. Recuerdo cómo mi madre solía cepillarme el pelo cada día, con una ternura que ahora parece tan lejana.

La tristeza me envuelve y no puedo contener las lágrimas. ¿Sería tanto pedir regresar a esos momentos en los que me sentía segura y querida?

Veo el hiyab ya encima de la cama, y con el corazón encogido, empiezo a cortarme el cabello yo sola.

Las tijeras se sienten pesadas en mis manos, pero sigo adelante, mechón tras mechón, viendo cómo mi identidad se transforma en algo que no reconozco.

Cada corte es más que un simple cambio de apariencia; es un símbolo de la niña que una vez fui desapareciendo. Esa niña estaba arraigada en los recuerdos de mi madre, en las esperanzas de lo que quería ser. Mi cabello, el cual mi madre cuidaba con tanto amor, se ha convertido en un recordatorio doloroso de un pasado que ya no tiene cabida en mi vida.

Y debe desaparecer.

La decisión de ponerme el hiyab no es solo una imposición de mi padre, es una aceptación de mi nuevo papel. Entiendo que mi vida ya no puede ser sobre lo que yo quiero o lo que yo espero. Todo lo que importa es cumplir con mi deber y preservar el honor de mi familia.

De esta forma, quizás, papá también me dará el amor y la aprobación que tanto anhelo.

Cuando termino, me miro en el espejo nuevamente. El reflejo que me devuelve la mirada es el de una niña que ha perdido algo importante, pero que ahora tiene una gran responsabilidad.

Mi yo del pasado y mi yo del presente se encuentran frente a frente.

—¿Hice bien, Layla? —me pregunta esa pequeña entre lágrimas, mirándome con un dolor profundo.

—Hiciste lo que debías hacer para sobrevivir —respondo, mi voz temblando.

Abrazo a la pequeña mientras esta se desvanece poco a poco entre mis brazos.

Me levanto de la cama de un sobresalto, jadeando mientras trato de calmar los latidos acelerados de mi corazón. Coloco una mano en mi pecho, presionando suavemente, como si pudiera tranquilizarme con ese simple gesto. ¿Cuándo podré descansar de verdad?

Me abrazo a mí misma, rodeando mis piernas con mis brazos, y me quedo allí, sentada, mirando la pared oscura de la habitación, envuelta en un silencio incómodo.

El sueño aún me ronda la cabeza, como un eco lejano pero persistente. La mirada de esa pequeña Layla, la niña que fui, buscando desesperadamente mi aprobación, se clava en mí. ¿Qué me diría si estuviera aquí ahora? ¿Qué vería en la mujer en la que me he convertido?

Abro la luz de la mesita para poder observarme en el espejo. El reflejo que me devuelve la mirada es diferente al de mi sueño, más maduro, pero en el fondo, sigo viendo a esa niña que soñaba con un mundo mejor. Esa niña que solía creer en un futuro lleno de esperanza, que anhelaba la calidez de su madre, y que buscaba desesperadamente la aprobación de su padre.

Con un suspiro, enciendo la lámpara de la mesita de noche. La luz suave inunda la habitación y, sin pensarlo demasiado, me giro hacia el espejo. El reflejo que veo es de una mujer de 21 años, con una mirada más madura, más serena. Pero, si miro con atención, ahí está: la niña que aún vive dentro de mí, escondida detrás de esa fachada de obediencia que he aprendido a perfeccionar con el tiempo.

La niña que fui y la mujer que soy se encuentran en este reflejo, y ambas saben que el camino por delante es difícil, pero no imposible.

Y es esa pequeña Layla, con su corazón lleno de sueños, la que me da el coraje para seguir adelante. Porque sé que, mientras esa chispa siga viva dentro de mí, siempre habrá una oportunidad de cambiar mi destino.

El reloj marca las cinco de la mañana. La oscuridad aún envuelve el palacio, pero sé que el amanecer no está lejos. No tengo sueño, no después de la pesadilla que una vez fue real.

Me giro hacia la cama, donde la tela del hiyab descansa, pero hoy, no puedo soportar la idea de cubrirme. No después de haber soñado con la niña que alguna vez fui, libre y llena de esperanza. Necesito sentir el aire, dejar que mi cabello se mezcle con la brisa. Necesito ser yo, al menos por un momento.

El palacio duerme, y eso me da el valor de tomar esta pequeña libertad. Con cuidado, deslizo mis pies descalzos sobre el suelo frío, el contacto me devuelve una sensación de realidad, de conexión con el presente.

Abro la puerta de mi habitación, asegurándome de que no haga ningún ruido. El silencio en los pasillos es absoluto, como si el palacio entero estuviera envuelto en un sueño profundo.

Cuando llego al jardín, me recibe el aroma fresco de las flores nocturnas, y el aire de la madrugada acaricia mi piel. El cielo aún es oscuro, pero las primeras señales del amanecer comienzan a asomar tímidamente en el horizonte.

Respiro profundamente, cerrando los ojos mientras la brisa juega con mi cabello suelto, desordenándolo con suavidad. Siento una libertad que rara vez me permito, un respiro de la carga que llevo día tras día. Aquí, bajo las estrellas que poco a poco se van apagando para dar paso a la luz, soy simplemente yo.

Mientras el sol empieza a despuntar en el horizonte, decido sentarme en uno de los bancos para apreciar mejor el amanecer.

Camino hacia un banco en particular, pero al acercarme, me sobresalto al ver una figura recostada en él. Un pequeño grito ahogado escapa de mis labios antes de que pueda contenerlo, y la figura se mueve lentamente.

—¿Qué... qué pasa? —murmura una voz conocida, arrastrada y somnolienta.

Me congelo un segundo antes de darme cuenta de que es Gabriella, quien intenta incorporarse con dificultad mientras se frota los ojos. Su cabello está desordenado, y su ropa es la misma que llevaba la noche anterior cuando salieron de copas. El olor a alcohol en el aire confirma mis sospechas: seguramente llegó hace poco.

—¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Por qué no estás en tu cama? —pregunto, preocupada, observándola con atención.

Busco al príncipe por los alrededores. Sin embargo, parece que no está en ningún sitio.

—¿Y dónde está Oliver?

Gabriella parpadea como si aún no estuviera completamente despierta, y en lugar de responder, suelta una carcajada suave. Me mira, como si estuviera procesando la pregunta a cámara lenta.

—Oh... Oliver... —dice entre risas, claramente bajo los efectos del alcohol— Se fue antes, siempre tan... tan aburrido... Pero yo no iba a dejar la fiesta a medias... ¡Liam y Sheila, qué noche, eh! —comenta, entre risitas y tambaleos.

Intento mantener mi seriedad, pero no puedo evitar sonreír un poco por lo absurda que suena. Gabriella, la siempre tan compuesta, ahora sentada en un banco como si fuera cualquier estudiante de universidad después de una noche de fiesta loca.

—Gabriella, deberías volver a tu habitación. —le sugiero, preocupada por su estado, mientras me siento junto a ella— ¿Quieres que te acompañe?

Antes de que pueda decir más, Gabriella me sorprende al posar una mano cálida sobre mi mejilla. El contacto es inesperado y su toque suave me deja momentáneamente paralizada.

Pasan unos segundos en los que ninguna de las dos diga nada, solo nos miramos a los ojos, enredadas en un silencio que parece alargarse indefinidamente.

—Te ves muy bonita sin el hiyab —murmura, sus palabras arrastradas y su voz apenas audible. Sus ojos comienzan a cerrarse lentamente, como si se estuviera quedando dormida de pie.

Me quedo sin palabras. El cumplido inesperado me golpea con una mezcla de sorpresa y algo que no consigo identificar. Mi pulso se acelera, y justo cuando creo que este momento no puede volverse más extraño, Gabriella pierde el equilibrio, tambaleándose hacia atrás.

—¡Gabriella! —exclamo, lanzándome hacia ella para evitar que caiga al suelo.

La sostengo justo a tiempo, pero su cuerpo se siente pesado y completamente descoordinado. Con cuidado, la ajusto entre mis brazos para que no se desplome.

—¿Estás bien? —le pregunto, sacudiéndola suavemente, mi preocupación aumenta al ver que apenas responde.

Ella murmura algo ininteligible, y me doy cuenta de que está medio consciente, claramente afectada por el alcohol. Lo mejor será llevarla a su habitación antes de que alguien más la vea en este estado. Con mucho esfuerzo, consigo levantarla y ponerla en pie. Me sorprende lo ligera que es, pero aun así, guiar a una persona en este estado no es tarea fácil.

—Vamos, vamos... —murmuro, más para mí que para ella, mientras la ayudo a caminar a trompicones por el jardín y hacia los pasillos del palacio.

Gabriella se apoya pesadamente en mi hombro, balbuceando cosas entre risas adormiladas. Su fragancia a alcohol mezclada con perfume caro flota en el aire, y aunque apenas puedo entender lo que dice, cada palabra que logro captar me desconcierta más.

—La apuesta... está funcionando muy bien, ¿sabes? —dice entre risas torpes— Oliver habló de ti... toda la noche... Se nota que... le empiezas a gustar de verdad...

Mis pasos vacilan por un instante. Intento mantenerla en pie mientras avanzamos, pero la confusión empieza a nublar mi mente. ¿Oliver hablando de mí toda la noche? No puedo evitar preguntarme si lo que dice tiene algún sentido o si es solo producto del alcohol.

—Gabriella, no te preocupes por eso ahora. —digo, esforzándome por mantener la calma— Hablaremos en otro momento, ¿de acuerdo?

Ella asiente débilmente, aunque sus balbuceos continúan, más suaves, menos coherentes. Después de lo que parece una eternidad, finalmente llegamos a su habitación. Con una mano temblorosa abro la puerta y la ayudo a entrar. Gabriella se deja caer en la cama sin resistencia, su cuerpo completamente relajado por el alcohol y el agotamiento.

Justo cuando estoy a punto de retirarme, siento un tirón suave en mi brazo. Gabriella ha agarrado mi muñeca.

—Layla... —susurra, su voz débil y arrastrada— Siento... haber sido tan dura contigo al principio... Tu llegada... me asustó... yo me sentí...

Sus palabras se desvanecen mientras su agarre se afloja, y antes de que pueda responder o preguntar qué quiso decir, se queda dormida. Su respiración se vuelve regular, su pecho subiendo y bajando de manera rítmica.

Me aseguro de no hacer ruido mientras apago la luz y salgo de la habitación. Cierro la puerta suavemente tras de mí y me detengo un momento en el pasillo oscuro. Respiro profundamente, tratando de ordenar todo lo que acaba de pasar, pero mi mente sigue atrapada en un torbellino de confusión.

Regreso a mi habitación, el eco de sus palabras aún resonando en mi mente. Me dejo caer al suelo, apoyándome contra la pared, sintiendo el frío del suelo a través de mis piernas desnudas. Llevo una mano a mi mejilla, la misma que Gabriella había tocado antes, como si aún pudiera sentir el rastro de su cálido contacto.

—¿Qué te está pasando, Layla? —susurro para mí misma. El nudo en mi pecho apretándose más. 

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