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Capítulo 3

Tienes veinticuatro horas para recoger tus cosas y abandonar el templo.

Debía ser un mal chiste. No podía creer que no volvería al único sitio donde se sentía totalmente cómoda, donde no tenía que esconderse. Quizá no tenía muchos amigos, y no conocía ni a la mitad de las personas que vivían dentro del templo, pero en definitiva le gustaba más que el resto de Zeohl.

Resopló y uno de sus mechones se elevó con ligereza. Tomó la fotografía que descansaba en su buró y la guardó dentro de la mochila repleta de sus pertenencias, antes de salir hacia los jardines.

Estaba nerviosa, sentía sus piernas temblar ante la idea del inevitable encuentro que tendría con sus hermanas cuando llegaran a la isla para buscarla. Porque, si, también se le había prohibido marcharse de Zeohl.

—¡Espera!

La voz masculina logró asustarla, dando un ligero saltito. Giró rápido, encontrándose con un muchacho unos centímetros más alto que ella, de bonita pero maltratada piel tostada y negros cabellos con algunos mechones teñidos de azul. Llevaba un coqueto piercing en el lóbulo de la oreja izquierda, y las uñas pintadas de forma perfecta de color negro. Aun así, su rasgo más hipnotizante eran sus brillantes ojos azules, que le hicieron sentir intimidada. Desvió la ojerosa mirada a otro lado.

—¿Sí?

—¿Selene Harrison?— preguntó aquel, mirándola con cierta curiosidad. Los músculos de la chica se tensaron. ¿Qué querría de ella? ¿Reprocharle su conducta como ya lo habían hecho otros? Estaba cansada como para escuchar más al respecto.

—¿Si?— inquirió aún más dudosa que la primera vez.

El chico sonrió con ternura, tendiéndole la mano.

—Jason Mayer. Apóstata nivel 5.

No estaba entendiendo nada.

—Harry— contestó devolviendo el gesto.

—Yo fui— dudó. Parecía que las palabras no fluían tan fácil— Estuve presente durante tu juicio.

Selene hizo un gesto que indicaba que seguía sin comprender qué quería.

—Yo solo— por alguna razón que a Harry le era ajena, el chico se sonrojó — solo quería decir que fue muy valiente lo que hiciste.

Harry continuó sin emitir palabra pero sintiéndose más tranquila, como si todo lo que había hecho en el juicio no hubiera sido sólo una humillante estupidez.

—Gracias.— Mayer sonrió.

Harry comenzó a sentir su rostro caliente.

—N-no. Descuida, creo que al final no ha servido para mucho.— Se sintió vulnerable, decidiendo huir de tan inusual interacción bajo la excusa de "prepararse para la llegada de sus verdugos".

Pero la verdad era que estaba buscando a la tal Cayla Anderson, la persona que había robado toda su atención en el juicio.

La había visto un par de veces y a simple vista le pareció intimidante, aunque ahora cambiaría dicha etiqueta por "valiente".

La encontró cerca del estanque, acariciando a un perrito que bebía agua.

—¿Cayla? — pronunció bajito, como si no quisiera llamar su atención. Por fortuna, ella logró escucharla y se levantó en su dirección.

Harry se permitió admirarla durante unos segundos: era más alta que ella, de espalda ancha y busto pequeño. Su piel era clara, como si nunca en su vida se hubiera expuesto al sol. Llevaba el cabello castaño rapado del lado izquierdo, y con unas exóticas puntas blancas naturales del lado derecho. Llevaba los labios pintados de rojo, y las uñas de verde agua.

Un piercing adornaba su ceja derecha.

En definitiva, a Harry le pareció genial.

—¿Eh?— preguntó. En su tono fue imposible distinguir si había reproche, curiosidad o fastidio.

Dudosa, Harry respondió.

—Solo quería agradecerte por lo que hiciste en mi juicio.

Ella negó, sintiendo que en realidad no había hecho nada fuera de lo común.

—Lo que esos ancianos hicieron contigo fue injusto, Cenicita— explicó, aunque Harry comenzó a divagar en la razón para llamarla de aquella absurda forma— Pero más me molestó que nadie quisiera señalarlo.

—Trato de entenderlos. Muchos de los Apóstatas tienen miedo de las Túnicas— declaró, haciendo esfuerzo por no sentirse molesta ante la actitud de la gran mayoría.

—El miedo no puede impedirnos decir o hacer lo correcto.

Harry se sintió incómoda ante dicha aseveración, recordando todas aquellas veces en que prefirió callar o mirar hacia otra parte, como había hecho con la situación de violencia y acoso que su amiga Elizabeth llevaba mucho sufriendo.

—¿Ellos te castigaron?— preguntó a falta de ideas.

Cayla sacó una pelota y la lanzó para que su perrito fuera a buscarla.

—Revocaron mi nivel como Apóstata.

—Lo siento.

—No importa— contestó sin más, mirando a su compañero regresar moviendo la cola— no me arrepiento por eso.

12 horas más tarde...

"La policía llegó al lugar y aseguró a los responsables del intento de secuestro de Elizabeth García. Los hombres de Jonathan Bateson, narcomenudista conocido del Barrio Bajo, se dirigen ahora a interrogatorio.".

A continuación, la reportera Mary Álvarez dio inicio a la entrevista grabada que había tenido con García. A través de la pantalla, se miraba aturdida y nerviosa ante las numerosas preguntas, pero negó firme saber qué había ocurrido con sus secuestradores

—Ella no va a delatarte.

James Harrison bebió de su taza de café con absoluta tranquilidad, como si todo el asunto de la purga no fuera más que un mal chiste producto de la escasa imaginación de Zenobia o las Túnicas Blancas. Su hija le miraba incrédula, con unas pronunciadas ojeras gracias a las dos escasas horas que durmió después del asunto de Elizabeth. Eran las 4:37 cuando llamaron a la policía, y el noticiero del mediodía estaba ya cubriendo la nota del caso más popular sobre agresión a una mujer, y James no hacía más que mirar las noticias en lugar de empacar para la huida.

—Papá, ya deberías estar recogiendo tus cosas— regañó impaciente mientras movía frenética los dedos. James ni siquiera se inmutó. —¡Papá!

—No tiene sentido.

Tres palabras bastaron para hacerla enojar, apretando los puños. Al mismo tiempo se sentía confundida.

—¿De qué estás hablando?

—Irnos. No tiene ningún sentido, los dioses saben dónde estás, y no te perderán de vista de nuevo como sucedió hace más de trece años.

—Estás confundido— afirmó.— Yo no puedo irme, pero tú sí. Debes ponerte a salvo.

—Eso sería cobarde.

Los nudillos de Selene comenzaban a tornarse blancos. Tenía miedo, pensaba en todo lo que podía ocurrir cuando sus hermanas arribaran a la isla en su búsqueda, y en la posibilidad de no estar lista para enfrentarlas. ¿Sentarse a esperar, realmente eso le estaba sugiriendo?

—Sé que es difícil— continuó James— pero Zenobia te ha preparado por años para el momento en que las encuentres cara a cara. Soy tu padre, y ya que no puedo protegerte, al menos quiero acompañarte, esperar contigo. Además— emite una ligera risita— eres pésima para cocinar, no vas a sobrevivir sola.

—Empaca— insistió ella sin pensar demasiado sobre las palabras de su padre— al menos tú debes estar a salvo.

James sonrió, comprendiendo al fin la mayor preocupación de su hija. Se levantó de su lugar y abrazó con fuerza a Selene, sintiendo como aquella le devolvía el gesto y su ropa comenzaba a empaparse de lágrimas.

—Yo no iré a ningún lugar sin ti.

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