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21. A la deriva


Disfruten el capítulo.

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La noticia había llegado a todos los medios nacionales. El empresario más importante de industrias Kofmant —luego de una ardua búsqueda de rescate— fue declarado muerto.

Y aunque para algunos su muerte no tenía la más mínima importancia, en otros significaba una nueva era en la cabeza del poder.

Al no estar presente un cuerpo físico en el féretro, el funeral se presentó como algo simbólico.

La asistencia a la mansión fue exclusiva, sólo las personas más allegadas a la familia se les permitió el acceso como parte del protocolo a seguir.

La pelinegra se encontraba en la oficina de su padre, bebiendo una copa de whisky, quizá pensando en sus siguientes movimientos. Aunque solo fue una excusa para no ir al salón donde todos se mantenían expresando sus condolencias. En su fuero interno divagaba los sueños que nunca pudo cumplir, los que anheló tener y los propósitos que prometió realizar para demostrarle su mayor aprecio.

Aunque Mario Kofmant no fue el mejor padre siempre veló por el bienestar de sus únicos hijos. A su manera intentó formarlo con fuerza y carácter para que nunca fueran pisoteados por la dura sociedad.

Y lo consiguió. Para la pelinegra, él fue su modelo a seguir y la inspiración que necesito para darle sentido a su existencia. Lo agradeció, aunque nunca pudo decírselo personalmente.

Un golpeteo suave en la puerta captó su atención. No ansiaba ser molestara pero debido a la presencia de algunos socios, intentaría no ser descortés.

—Adelante —expresó fría. Se acomodó mejor en el asiento y bebió la última gota de licor en el vaso.

Mirándola desde la entrada, la rubia apreció el semblante perdido de Silvana. Le causó pena el sufrimiento y la manera tan reservada de atravesar su dolor. Porque aunque intentará negarlo, ella sufría tanto o más de lo que aparentaba.

—Tu hermano pregunta por tí —susurró acercándose a ella.

—Él puede arreglárselas sólo.

Notó que su humor no era el mejor en ese momento. Con el paso del tiempo y su convivencia había aprendido lo difícil que era cuando se ponía a la defensiva y aunque le costaba trataba de buscar una solución adecuada.

—Puede que así sea, pero él te necesita. Ambos se necesitan —Silvana no mencionó nada. Al contrario, la observó preguntándose ¿cómo es que dejó que “su novia” estuviera metida en un asunto que fue meramente familiar?

“... A su regreso. Pasó a visitar a Renata, probablemente como un medio de distracción o quizá sólo un deseo inconsciente.

Tocó el timbre un par de veces, revisó su reloj preguntándose dónde es que se había metido. Ya era demasiado tarde para que anduviera en la calle sola. La simple idea de que estuviera haciendo lo que solía hacer —como cuando la conoció—, recorrió su razón.

—Soy una idiota —susurró negando. Volvió a sus pasos hasta el auto. Justo a un costado de la acera, se estacionaba un taxi con la joven adentro.

Silvana estaba por subir y marcharse antes de que la viera pero la rubia la reconoció acercándose de inmediato.

—¡Volviste! ¿Pensé que vendrías mañana? —se acercó con entusiasmo a saludarla. Se abalanzó a su cuerpo sin notar lo molesta que se encontraba la otra. Silvana ya se había hecho a la idea que Renata seguía saliendo a esos sitios seduciendo a otros hasta conseguir su cometido.

Nunca cambiaría. Pensó indignada.

—Ahórrate las preguntas. ¿Por qué estás afuera tan noche? ¿Qué se supone que andas haciendo? —la confrontó. La rubia le sorprendió su cambio repentino y le asustó la mirada fría que tenía.

Estaba por contarle que tenía un empleo —algo que tenía planeado hacer más adelante— y por eso llegaba a dicha hora pero una llamada al celular de la pelinegra las interrumpió. Las cosas parecían no verse bien, Renata notó el cambio de voz y sus expresiones de tristeza. Entendió que algo malo le ocurría.

—Entiendo. Te veo en un rato, Mario —finalizó la llamada. Buscó las llaves en su bolsillo dispuesta a irse de inmediato.

—¿Sucede algo, Sil? —la sujetó de la mano para que no se fuera sin hablar.

—No es nada. Luego nos vemos —habló pero la otra no se lo permitió.

—Por favor —solicitó. Su voz delicada, la postura firme y su mirada risueña fueron suficientes para detener a la pelinegra de querer salir huyendo. Odiaba la manera en que su cuerpo se conducía con la presencia de Renata. Odiaba sentirse expuesta ante esos ojos irradiando cariño o preocupación. Sabía que todo era falso, pero no comprendía porque se dejaba llevar.

—Es mi padre. Él… falleció —desvió la vista a la avenida. No quería mostrarse débil ante ella, ante nadie. Tampoco quería palabras de aliento que la gente —por compromiso— dice para mostrar su apoyo moral.

Lo que la dejó sorprendida fue lo que vino enseguida. Unos brazos la envolvieron con lentitud alrededor de su cintura, la rubia reclinó su rostro a la altura de su pecho suspirando entrecortada y dejando que el silencio les diera la fuerza para lo que viniera.

Salieron rumbo a la mansión por la carretera principal. Silvana no estaba muy convencida de que fuera pero su insistencia en apoyarla, provocó que accediera a acompañarla…”

Renata se arrodilló al costado de la silla. Con cuidado, tomó su mano que mantenía sujeto el vaso de vidrio retirándolo para hablar. No era partidaria de que la gente resolviera sus problemas con el alcohol.

—Sé que es una situación difícil. No me imagino el dolor que debes estar atravesando. Pero es necesario que vivas este duelo con la gente que te ama y no suprimas nada. Después de todo… —cruzó la mirada con ella—. El dolor está en nuestra naturaleza y esto no nos hace débiles. Sino más bien humanos.

Silvana la observó con intriga. No estaba acostumbrada a que alguien se metiera en sus asuntos pero algo en sus palabras se sintió bien. La hizo sentir querida.

—Entiendo —suspiró—. En un momento voy.

Ambas se dirigieron al enorme salón donde todos esperaban. Su hermano se acercó y le agradeció a la rubia el gesto al conseguir sacar a Silvana de su madriguera. Renata se alejó para darles espacio. Al hacerlo un hombre de avanzada edad se acercó a los hermanos.

—Lamentó mucho su pérdida, hijos —Silvana escuchó la voz detrás haciéndola reaccionar.

—¿¡Qué cree que hace aquí!? —lo fulminó con la mirada. Mario se sorprendió de la reacción de su hermana.

—Veo que aún estás resentida por culpa de mi hija.

—Y seguirá siendo así, por el resto de mi existencia. Ahora lárguese. Si no quiere que lo saquen a patadas —habló con discreción.

—Silvana tranquilízate —su hermano se acercó. Al final pudo recordar el porqué de su reacción y comprendió el enojo de Silvana. Tantos años pasaron desde la última vez que vio a su abuelo materno. Las circunstancias tiempo atrás y las acciones de la que fue su madre se convirtieron en una constante lucha para intentar ser feliz, sobre todo a su hermana.

—Está bien. Me iré. Sólo quiero que sepas. Si necesitas algo, cuenta conmigo.

—Ya larguese y no vuelva a aparecer en nuestras vidas. ¡Seguridad! —llamó al personal quienes no demoraron en aparecer—. Encarguense de conducir al hombre a la salida. Y tráigame al responsable de dejarlo pasar.

—Enseguida, señorita Kofmant.

—¿Está todo bien? —la rubia se acercó cuando vio el ajetreo y las personas de seguridad hablando con su novia.

—No te preocupes. Todo está en orden —Mario tranquilizó a la angustiada rubia. Se quedaron esperando a que Silvana terminara de hablar con su personal. No necesitaban ser unos genios para distinguir la reprenda a uno de los empleados.

Se incorporaron con ella cuando la hallaron sola y aunque Renata veía todo con confusión, prefirió no preguntar nada para no engrandecer el problema.

Para la madrugada, todos los presentes se retiraron. El cuarto de baño estaba impregnado de un aroma fresco que relajaba la tensión en el cuerpo de quién prevalecía en la bañera.

El pesado trabajo de los últimos días, la mantenían bajo mucho estrés y luego con lo que ocurrió en el salón, sólo lo complicó aún más…

“... La pequeña pelinegra de apenas seis años de vida salía de la habitación. Aunque demoró más de lo planeado, al fin había conseguido dormir al bebé que no dejaba de llorar.

Estaba por entrar a su dormitorio cuando en el piso de abajo, escuchó las voces de sus padres en algo que identificó como gritos. Descendió por las escaleras con sigilo, metiéndose entre los muebles de la cocina para que no pudieran descubrirla espiar.

—¿Qué quieres decir? ¿Te vas? —La voz grave de su padre la hizo saltar del susto siendo la primera vez que le escuchaba hablar así.

Las maletas estaban en la entrada. La mujer que vestía ajustados jeans y un abrigo de piel miraba al hombre que recién regresaba de su taller. Aunque le hubiera gustado irse antes de que la viera, la posición ahora le permitía restregarle lo que él nunca pudo darle.

—Así es. Me voy. A dónde me ofrecen lo que merezco. Me case contigo pensando que podrías darme lujos y comodidades, no esté mugroso lugar donde me tienes viviendo.

—¿Y qué hay de los niños? Silvana y el bebé.

La mujer hizo un gesto de fastidio. Escuchar el nombre de esos dos la ponía de mal humor.

—Sabes perfectamente que nunca quise tenerlos. Por ellos, gasté mis mejores años. Y ahora que tengo una nueva oportunidad, no la pienso desaprovechar. 

—Baja la voz. Silvana te puede escuchar.

—No me importa. Es más —levantó la voz—. Que se entere que su padre es un incompetente que no sabe sacar un negocio de computadoras adelante. Además, la aborrezco. Por su culpa perdí mi hermosa figura.

—¡No digas estupideces! ¡Es tu hija!

—No. Ya no. Es tuya. Te la regalo. A los dos.

—Eres una desgraciada. Es con él ¿Verdad? ¿El que quiere comprarme mi negocio?

—Si. Y de hecho, harías bien aceptar lo que te propone. Podrías pagar todas tus deudas.

El hombre jamás creyó escuchar tanta basura de una mujer hermosa. Cuando la conoció pensó que era la indicada para hacer su vida. Pero a medida que transcurrió el tiempo, su codicia, la sed de poder fue más, que el amor que pensó tener por él.

—¡Nunca! Me oíste. Nunca lo haré. Creí ciegamente que cambiarías por nosotros pero me equivoqué. El amor y el poder no van de la mano —la miró con desprecio. Aborreciendo con todas sus fuerzas los sentimientos que tenía por ella. Su amor siempre fue guía para seguir luchando sin cansancio los sueños que tenía cuando joven. Ahora se daba cuenta que todo fue una mentira, una ilusión que solo los estúpidos de corazones blandos se permitían tener—. Maldita la hora en que te conocí.

—Eres tan patético, Mario —se burló la mujer. Para finalmente salir con maletas en mano y un auto de lujo esperando en la puerta de la que fue su hogar.

La pequeña pelinegra comprendió, que en esta vida, sólo había espacio para una cosa y el amor no era un buen compañero pues solo ocasionaba sufrimiento…”

Silvana abrió los ojos al fundirse en recuerdos crudos. Salió de la bañera y una vez arreglada se metió en la cama donde una lectura serviría para antes de dormir.

Al otro lado de la puerta, se encontraba Renata. No quería ser inoportuna pero deseaba pasar a ver cómo seguía su novia, antes de irse a descansar.

Tocó un par de veces hasta que la voz al otro lado le permitió el acceso.

—¿Sucede algo? —preguntó Silvana sin apartar la vista de su lectura.

—Nada. Sólo vine a ver qué estuvieras bien.

—Okay…

—¿Quieres hablar, Sil? —Tomó asiento a un costado de la cama. La pelinegra suspiró con pesadez. Estaba cansada por el día y lo que menos quería era hablar con alguien de algo que no era de su agrado. 

—No hay nada que hablar. Las cosas son como son y nada puede cambiar.

—Sé que no son mis asuntos, pero hace rato te sentí molesta —acarició su mano y la sintió helada. El frío afuera comenzaba a descender y la calefacción estaba apagada—. Me preocupaste.

Silvana levantó la ceja. Dejó el libro a un lado y se reclinó al frente para estar en contacto con la rubia. 

—De verdad. ¿Te preocupas por mí?

—Por supuesto. ¿Por qué te cuesta trabajo entenderlo?

Siempre le costaba trabajo y mucho. Pero jamás lo aceptaría tan sencillo. Suspiró nuevamente y como respuesta, colocó su mano sobre su mejilla acariciándola. Dejándose llevar por la mirada hipnótica de Renata.

—No soy alguien que se deja fiar tan fácil —susurró—. Pero tú… eres alguien que me hace sentir tanto alboroto innecesario.

—¿Es un problema? —expresó temerosa.

—Más bien, es mi problema —rozó la punta de sus labios con la yema de sus dedos—. Un problema que quiero tener cerca, por mucho tiempo más.

Renata sonrió sonrojada.

—Gracias por estar aquí —expresó de vuelta. Desde el fondo de su corazón.

—Recuerdalo. Siempre estaré para tí —sus palabras fueron suficientes para caldear los sentidos de la pelinegra.

Necesitada e impulsada por sus propios deseos. La acercó para besarla con un cariño que nunca había expresado en mucho tiempo. Una magia que jamás creyó encontrar la consiguió en esa mujer que la volvía loca de muchas formas posibles.

Acaso ¿Era amor?

Renata fue la primera en romper distancia. Observó a la pelinegra más calmada a diferencia de cuando entró a verla, observó una pequeña sonrisa oculta y por esos breves momentos, es porque seguiría intentando deshilar su fuerte corazón.

—Puedo… ¿Puedo dormir contigo? —soltó la rubia aventurada.

—Suena interesante —sonrió maliciosa. Pese a que le hubiera gustado conseguir algo con esa propuesta, el ambiente del día no le daba para disfrutar como lo desearía—. Anda. Ven aquí.

Ambas se acostaron. Cada una ocupando un espacio en cada extremo de la enorme cama. El aire, aunque frío no era nada comparado con la tensión que se respiraba. Debía intentar conciliar el sueño a pesar de la presencia de Renata a su lado. Y estaba por cumplirlo de no ser por una rubia que se acercaba a ella, más de lo debido.

—Así está mejor —susurró antes de cerrar los ojos. 

—¿Qué voy a hacer contigo, Renata? —la dejó ser. Apagó las luces y cubierta por un nuevo manto de calor, se sumergieron en los sueños que las dejaban a la deriva de lo que pudiera ocurrir en un futuro.

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Silvana está cayendo poco a poco.

¿Qué sucederá?

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Nos leemos luego.

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