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Capítulo 9

El hedor a carne quemada y salmuera antigua llenaba el claro. Camila forcejeó contra las cuerdas de cáñamo que le desgarraban las muñecas, su aliento formaba nubes en el aire frio. Frente a ellos, el lago regurgitaba espuma verdosa sobre las piedras del altar, donde otra estatua del Devorador —ahora vibrante, palpitante— supuraba aquella sustancia alquitranada que goteaba sobre el suelo.

El adepto supremo alzó un cuchillo ritual de obsidiana.

—Zha'rath khal'vrak! Tulgrim fa'eth! (¡Sangre para el que todo lo consume!) —gritó.

Su voz sonó con cadencia hipnótica, cada sílaba se incrustaba en los troncos. Los aldeanos, postrados en círculos concéntricos, golpeaban el suelo con fémures de venado en una cacofonía que vibraba en las costillas de los prisioneros.

La criatura avanzó.

Sus seis miembros terminados en garras curvadas —hueso vivo cubierto de membranas viscosas— se hundían en la tierra con chasquidos glutinosos. El torso translúcido pulsaba al ritmo de las llamas de las antorchas, revelando vísceras negras que se contorsionaban bajo la piel semitransparente. Al pasar junto a Daniel, una lengua bifurcada y cubierta de pústulas emergió de sus fauces, rozando la mejilla del ex desde la clavícula hasta la sien.

—Esto no puede ser verdad —dijo Gómez entre dientes, los tendones de su cuello en tensión al intentar liberar un brazo.

Se arrastró hacia el claro donde yacían los cuatro. De su boca sin labios brotaban vapores sulfúreos, que ascendían en espirales grisáceas antes de disolverse en el aire enrarecido.

El Devorador se inclinó sobre Daniel, sus fosas nasales —meras grietas sangrantes— se expandieron. El rastro comenzó en los botines lustrosos, ascendió por el traje de diseñador manchado de barro, y se detuvo frente a su cuello, donde latía una vena hinchada por el pánico.

El hedor a vanidad llenaba el aire: notas de colonia carísima mezcladas con el ácido acre de la cobardía no admitida. El monstruo emitió un sonido inhumano, una vibración que hizo temblar las hojas muertas. El sujeto era un festín de arrogancia, un banquete de ego frágil bajo capas de mentiras. La garra central del Devorador se cerró alrededor de su torso, levantándolo. Un hilillo de saliva negra cayó sobre la mejilla del sujeto.

Arthur, era el siguiente. Su camisa rasgada dejaba ver moretones en forma de mapas, y sus manos —callosas, marcadas por años de trabajo honesto— se aferraban a la madera. El Devorador olfateó sus botas gastadas, siguió el rastro de sudor salino de su piel, y se detuvo a la altura de su corazón.

Allí, el aroma era distinto: tierra recién arada, café compartido en noches de guardia, acciones buenas aunque nadie las viera. La criatura inclinó la cabeza, confundida. Por un instante, pareció que el monstruo retrocedería. Y entonces, del mismo modo que un perro que descubre un hueso que había ocultado hace tiempo, hundió sus fauces en el costado del oficial. No para devorar, sino para saborear. La bondad, al parecer, tenía un regusto a miel silvestre para esa cosa.

La joven desconocida intentó quitarse las ataduras. Su vestido de algodón barato, ahora convertido en jirones, revelaba marcas de látigo en la espalda. El Devorador la detectó al instante. Avanzó con pasos que dejaban hoyos en la tierra. Al inclinarse para olfatearla, se irguió bruscamente. El olor a desesperación cruda, a noches en vilo por heridas de abandono, le resultaba rancio, insípido. Un gruñido sacudió el claro, muy violento. La joven se encogió, cubriéndose la cara con manos que habían conocido más golpes que caricias.

Álvarez no intentó huir. Se mantenía de pie, aunque las ataduras en sus muñecas habían abierto surcos profundos. Observó cómo el Devorador se acercaba, cada paso hacía temblar el mundo bajo sus patas deformes. No hizo el rastreo habitual. Se detuvo a un metro de distancia.

Lo que brotaba de la policía era un contraste asombroso: rabia pura templada en furia justiciera, dolor antiguo fermentado en resiliencia, y bajo todo eso, un núcleo incorruptible que olía a hierro forjado al rojo vivo. El Devorador extendió una garra, deteniéndose a centímetros de su pecho. La piel se le erizó; no de miedo, sino de una ira tan fría que hizo retroceder a la bestia por primera vez en siglos.

El Devorador retrocedió con movimientos espasmódicos hacia el sendero que llevaba hacia la espesura. Desde las profundidades del bosque, dos puntos luminosos —similares a brasas sumergidas en brea— lo delataban. El guía, erguido, alzó un cuerno tallado con runas y gritó:

—¡Nythra'al vorsk! (¡La cosecha comienza!).

Una anciana encorvada, vestida con harapos y en la mano ese líquido espeso que burbujeaba en el altar se acercó a Daniel. Sus dedos, nudosos, untaron la sustancia negra sobre su frente, dibujando símbolos que goteaban lágrimas de alquitrán. Los guardias lo desataron de un tirón, arrastrándolo hacia el borde del sendero. Su pierna, destrozada por las púas de la trampa, dejaba un reguero de sangre que atraía enjambres de moscas iridiscentes.

—¡Basta! —la policía se abalanzó hacia adelante—. ¡Es suficiente!

El adepto supremo giró hacia su presencia, sus ojos reflejaban el fulgor de las antorchas. No pronunció palabra. No era necesario. El júbilo de la multitud bastaba: voces entonaban cánticos que imitaban el zumbido de avispas, mientras pies descalzos golpeaban la tierra en ritmo letárgico.

Logró incorporarse, apoyándose en un codo. Al mirar a su expareja, sus ojos —antes fríos, calculadores— brillaron con un destello que no había visto en años:

—Perdóname —murmuró, sus lágrimas se mezclaban con la sustancia oscura—. No supe... no supe ser más que esto. Lo siento por haberte causado tanto dolor.

El Devorador emergió del sendero en un movimiento fluido, sus garras se cerraron alrededor del tobillo sano. El tirón fue brutal, dislocando la articulación. Gritó desesperadamente, y después el sonido se apagó cuando su cuerpo fue estrellado contra rocas y troncos, arrancando cortezas y musgo en su arrastre.

Vio cómo su expareja desaparecía entre los árboles, las manos arañaban la tierra inútilmente. Desde las entrañas de la floresta, llegó el sonido de la muerte.

El líder alzó los brazos, y la multitud prorrumpió en alaridos de éxtasis. La anciana, ahora arrodillada frente al altar, recogió el líquido que goteaba de la mesa en un cuenco de arcilla y lo bebió con avidez.

—¡No! —la voz de la uniformada, ronca y visceral. Las cuerdas mordieron más profundo en sus muñecas mientras se debatía, sangre tibia resbalaba por sus palmas.

El guía se acercó hasta quedar a un palmo de su rostro.

—¡Monstruos! ¡Todos sois putos monstruos!

La congregación estalló en carcajadas. El aliento del guía—a hierbas amargas y carne cruda— le golpeó el rostro:

—¿Monstruos? —susurró, deslizando el filo de su puñal por su mejilla—. El verdadero monstruo es el que niega su naturaleza. Tú... —la hoja del cuchillo se detuvo en su ojo izquierdo—. Tu abuelo y tu padre se mintieron a sí mismos durante años, creyendo que podían detenerlo —señaló al sendero donde los últimos gritos de Daniel aún vibraban—. Quieren quitarle al mundo la posibilidad de ser libres, ¿quién es más bestia?

Dio una palmada. Dos ancianas con ojos velados por cataratas avanzaron, sus manos sostenían cuencos de hueso llenos de la sustancia negra. Gómez, aún encadenado a un poste, intentó retroceder.

—¡No lo toquen! — su compañera escupió. Una de las viejas le lanzó un puñado de polvo amarillento a la cara. La tos la dobló, cegándola temporalmente.

Intentó hacer un último escape; sin embargo, Las cadenas habían sido engrasadas con sebo animal. La primera anciana le pintó un ojo invertido en la frente; la segunda, una espiral que terminaba en su sien derecha. La sustancia olía a pólvora mezclada con gangrena.

—Por favor —suplicó a las mujeres, sin reconocer el sonido de su propia voz—. No tiene nada que ver con esto.

Las ancianas ni siquiera alzaron la mirada. La más joven —quizá de sesenta años— habló en su lengua extraña mientras ataba una soga alrededor del cuello del siguiente sacrificado, apretándola hasta dejar marcas violáceas.

Los guardias lo liberaron. Lo arrastraron hacia el sendero. El policía, demacrado y con los labios agrietados, logró incorporarse.

—¿Tanto miedo me tienen que necesitan a una bestia para matarme? — soltó sangre por la boca—. Ven aquí monstruo, no te tengo miedo.

El silencio fue breve.

Un ruido se escuchó en el bosque. Luego otro. Y otro. Cada uno más cercano, más pesado, el suelo luchaba por soportar lo que se aproximaba.

Se irguió, desafiante, aunque las piernas le fallaban:

—¡Ven aquí, maldito! ¡No me asustas!

Los ojos aparecieron primero: dos orbes antinaturales a cuatro metros de altura, brillando con la intensidad de brasas en un horno crematorio. Luego, la silueta: hombros deformes que rozaban las copas de los pinos, seis brazos oscureciendo la luna, y una boca que no era boca, sino un tajo supurante del que goteaba esa misma sustancia negra.

El Devorador avanzó. Cada paso hacía saltar piedras del camino. Retrocedió instintivamente,

—No... —su amiga suplicó al verlo en esa situación.

—¡Ahora — el líder alzó un cuerno tallado—, ¡Una nueva ofrenda al Devorador!

Entonces sucedió...

El guardia de la izquierda cayó con una flecha de plumas grises clavada en la clavícula. Su grito se mezcló con el estallido de una botella que incendió la túnica del adepto supremo.

—¡Traidores! —exclamó una anciana, arrojando su cuenco de brea contra un arbusto que ardió en llamas violetas.

Otra flecha seccionó la cuerda que sujetaba a Álvarez. La tercera impactó en el muslo del guardia que custodiaba a la desconocida.

—¡Las armas! —el guía se abalanzó hacia el lago para apagar las llamas.

El oficial aprovechó el caos para arrastrarse. El Devorador, confundido por el fuego, golpeó árboles al azar con sus garras mientras un nuevo proyectil incendiario estallaba a su lado.

—¿Qué está pasando? —Camila intentó distinguir figuras entre las sombras.

La respuesta fue otra flecha.

Esta vez, atravesó el ojo derecho del guardia que intentaba escapar. Su cuerpo colapsó sobre el altar, derramando frascos de ungüentos que humearon al contacto con la tierra.

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