Capítulo 8
La aldea olía a humedad podrida y cera derretida, los encerraban en un abrazo claustrofóbico. La agente forcejeó contra las cuerdas que le mordían las muñecas. Los nudos, endurecidos por algo más que habilidad, no cedieron. A su lado, Arthur y Daniel, sus rostros marcados por hematomas violáceos.
Atrás, el ídolo de seis brazos extendía sus miembros descarnados hacia el cielo. Los cuernos retorcidos de la criatura se alzaban parecidos a espirales de hueso antiguo, y en sus manos petrificadas descansaban ofrendas marchitas: flores secas, cráneos de aves, y un cuchillo de obsidiana cuya hoja absorbía el resplandor de las llamas. Bajo sus pies, un charco de sustancia viscosa y negra burbujeaba con lentitud perversa, emanando un vapor que hacía arder los pulmones.
El líder se adelantó. Su túnica, tejida con hilos dorados que dibujaban constelaciones aberrantes, arrastraba contra el suelo. La máscara que ocultaba su rostro —una amalgama de rasgos animales y humanos fundidos en bronce— reflejaba distorsionados los rostros de los prisioneros. Al retirarla, reveló un rostro anguloso, piel cetrina pegada a huesos prominentes, y una melena blanca que caía en mechones rígidos. Sus ojos, dos pozos de ónice sin pestañas.
—Voryn'drak kael Zha'rath —pronunció, las palabras saliendo de sus labios agrietados en un idioma ancestral (El Devorador despierta) —. Tu sangre no es tuya, sobrina de Salomón. Es de Zha'rath.
Camila la miró sorprendida por mencionar a su abuelo.
—Tu abuelo entendió el precio de la eternidad. Ofreció a su primogénito... el ritual falló. La sangre de tu padre era indigna. Débil.
Álvarez escupió al suelo, donde la saliva se mezcló con la sustancia negra, produciendo un siseo breve.
—¿Creen que asustarme con cuentos funcionará? —gruñó, aunque el temblor en su mandíbula delataba su fachada—. Mi familia no tiene nada que ver con esta mierda.
El anciano sonrió.
—Ignorancia esperable de quien desconoce su legado —murmuró, acercándose hasta que el aliento del sujeto la hizo apartarse—. Salomón no huyó de esta aldea por virtud. Huyó por cobardía. Por miedo a cumplir su rol en la profecía. La sangre siempre encuentra su destino. Tú... eres la perfección que jamás alcanzó.
Con un gesto teatral, señaló el ídolo.
—Zha'rath no se alimenta de carne, sino de esencia —continuó, mientras los lugareños entonaban una letanía en aquel idioma grotesco—. Las almas colmadas de pasión, ya sea odio o amor, valentía o ambición... son un manjar. Sin embargo, los vacíos... —su mirada se desvió hacia la joven desconocida, cuyo rostro demacrado brillaba de sudor—, esos no son más que cáscaras insípidas. Tú, en cambio... —una uña larga y amarillenta acarició la mejilla de la policía—, llevas siglos de fervor acumulado en tus venas. Odias a quienes fallaron. Amas con furia. Te aferras a una justicia que sabes ilusoria. Eres... deliciosa para él.
La agente intentó apartarse, y la cuerda le cortó la piel. Una gota de sangre cayó sobre el altar, y la sustancia negra estalló en un hervor frenético, emanando un gemido agudo que heló la médula de los presentes.
—Mañana, cuando la luna reemplace al sol —prosiguió, extasiado—, el Devorador ascenderá desde las profundidades del lago. Los elegidos —su mano abarcó a los lugareños—, seremos inmortales. Gobernaremos un mundo purgado de su podredumbre. Y tú... —se acercó aún más —, serás recordada como la madre de nuestra redención.
La joven desconocida, hasta entonces silenciosa, rompió a llorar.
—¡Es mentira! —gritó, sacudiéndose—. ¡El Devorador no perdona! ¡Nos consumirá a todos!
Un encapuchado, más bajo y ágil, se abalanzó sobre su humanidad y le hundió un puñal en el muslo. La muchacha gritó. El sonido se apagó cuando otro le apretó la garganta.
—Kyr'vosh naftal —escupió el atacante (El débil no merece voz).
El maestro alzó una mano, y el silencio volvió.
—Tienes suerte —susurró—. Tu muerte tendrá significado. Los demás... —sus ojos recorrieron al ex, quien jadeaba por contener la ira, y a Gómez, cuyos párpados se cerraban por el agotamiento—, serán un aperitivo. Zha'rath preferirá saborearlos vivos.
El amigo, con un esfuerzo sobrehumano, logró arrastrarse unos centímetros.
—Si le tocas un pelo...
—¿Qué harás? —interrumpió el anciano, divertido—. ¿Golpearme con tu moralidad? ¿Tu bondad? —la palabra fue un veneno— Eres igual que tu pareja. Un alma benevolente. El Devorador disfrutará cada bocado.
La uniformada cerró los puños. Las palabras de su abuelo, al que apenas recordaba, resonaron en su mente: «Nunca permitas que te definan». Ahora, ese mismo legado la condenaba.
—¿Por qué esperar? —desafió, buscando ganar tiempo—. Si soy tan especial, ¿por qué no matarme ahora?
El guía entrecerró los ojos.
—La noche es un evento tan común... pocos entienden su poder —respondió—. La noche perfecta es aquella que tiene más significado, mañana se cumplirá un año más desde que el devorador ya no está en forma física..., también será el día en el que volverá.
Se veía muy convencido.
—Los portales requieren... preparación —señaló la sustancia negra, que ahora pulsaba igual que un corazón gigante—. La brecha entre reinos es frágil. Mañana, cuando el cielo sangre, derramarás tu vida en esta poción. Y Zha'rath caminará de nuevo.
Uno de los encapuchados se acercó al altar y vertió un frasco de líquido verde en la sustancia. El vapor se tornó verdoso.
—Descansa —le dijo el maestro, colocándose de nuevo la máscara—. Tu noche final será... memorable.
La celebración comenzó con un redoble de tambores fabricados con piel tensa, cuyos golpes resonaban similares a los latidos de un corazón. Los encapuchados, ahora despojados de sus máscaras, giraban en espirales hipnóticas alrededor de los prisioneros. Sus pies descalzos en el pasto, mientras entonaban cánticos en una lengua cuyas sílabas se retorcían. "Shal'gurath! Vek'toria Zha'rath!" (¡La carne es polvo! ¡La eternidad es del Devorador!). El ex, apretaba los dientes para no gritar. Su pierna, hinchada y amoratada bajo el pantalón rasgado, exudaba un líquido verdoso que atraía moscas de caparazón iridiscente.
El oficial intentó mover los dedos entumecidos, las cuerdas de cáñamo impregnadas con resina le habían sellado las muñecas a un anillo de hierro incrustado en la madera. Su rostro, deformado por la hinchazón de los golpes, apenas permitía entreabrir un ojo. La amiga captó su mirada y forcejeó contra sus ataduras, sintiendo cómo las fibras le desgarraban la piel.
—Tenemos que... —una costra de sangre seca en sus labios ahogó el resto.
La desconocida comenzó a reír. Un sonido agudo, desequilibrado, que escaló hasta convertirse en un sollozo.
—¿Ven las sombras en el agua? —susurró, fijando sus pupilas dilatadas en el charco negro—. Ya está aquí. Nos observa. Mañana, cuando rompa la superficie, nos arrastrará a su reino.
—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó la uniformada, buscando distraerla de la histeria.
—Ellos me dijeron —la muchacha señaló a los guardianes, dos figuras inmóviles con máscaras de madera tallada—. Cuando me capturaron, me dijeron que Zha'rath habla a través de los sueños... y yo lo soñé.
La fiesta duró horas. Los aldeanes bebían de copas hechas de cuernos, derramando líquido espeso sobre el pasto mientras danzaban. Algunos se desplomaban, convulsionando, para levantarse con sonrisas desencajadas. Cuando por fin se retiraron, dejando solo a los guardianes, el frío de la noche se intensificó.
Daniel gimió al intentar cambiar de posición.
—Si no me muero de la pierna... —tosió, escupiendo un hilo de saliva sanguinolenta—, me matará el olor a podrido.
Álvarez examinó su herida con el rabillo del ojo. La carne desgarrada brillaba bajo una capa de pus, y el hueso asomaba en fragmentos blanquecinos. Se estaba descomponiendo muy rápido.
—No hables —ordenó, aunque sabía que era inútil.
El amanecer llegó con un coro de graznidos lejanos. Los aldeanos regresaron, esta vez portando braseros que despedían un humo dulzón y espeso. La agente tosió al inhalarlo; el aire le quemó la garganta. Visiones brotaron en su mente: su abuelo Salomón, joven y aterrorizado, firmando un pacto con tinta negra; su padre, gritando en una habitación llena de runas idénticas a las del altar.
—¿Lo ven? —la anciana que se acercó a Camila tenía la piel cubierta de cicatrices rituales formando constelaciones—. La sangre de Salomón siempre regresa.
Con un pincel de cerdas grises, pintó símbolos en la frente de la víctima usando un pigmento que olía a cobre y azufre. Al retirarse, dos acólitos depositaron cuchillos de obsidiana sobre el altar, sus filos alineados con precisión geométrica.
El oficial, aprovechando que los guardianes se unieron al ritual matutino, logró arrancar un clavo. Comenzó a serrar las cuerdas de su amiga.
—Más rápido —susurró, fingiendo mirar al suelo mientras la sustancia negra burbujeaba con mayor intensidad.
Daniel, ahora presa de fiebre, reía entre dientes.
—¿Sabían que el lago tiene dientes? —murmuró—. Me los mostró en mis sueños. Dientes hechos de espadas... —decía la desconocida.
Los aldeanos, en trance, coreaban una nueva letanía. "Rak'vel zhar! Rak'vel Zha'rath!" (¡La ofrenda está lista! ¡El Devorador espera!).
Al mediodía, trajeron un caldero de sopa fría y grumosa. La joven se negó a comer, los obligaron a tragar unos sorbos. El efecto fue inmediato: sus pupilas se dilataron, y el oficial comenzó a hablar sobre "arañas de sombra" trepando por las paredes de las casas.
—Nos están drogando —Álvarez escupió el líquido tras fingir un trago—. Para debilitar nuestra resistencia.
Al caer la tarde, el líder reapareció. En sus manos sostenía un cetro de hueso esculpido con figuras de almas gritando.
—Es hora —anunció, y la multitud prorrumpió en vítores.
Los preparativos finales fueron meticulosos. Cuatro personas desnudas, sus torsos pintados con glifos, limpiaron el altar con hierbas humeantes. Una mujer colocó velas negras en forma de pentagrama. Y entonces, el guía alzó un cuchillo.
—Kyth'ral mordon! (¡Que comience el éxtasis!)
Arthur, con las cuerdas casi rotas, dio un tirón final. La fibra cedió, y su compañera liberó una mano. Un guardia, alertado por el movimiento, se abalanzó hacia ellos.
—¡Ahora! —gritó la agente, lanzándose contra las piernas del encapuchado.
El oficial lo golpeó con el clavo oxidado, hundiéndolo en su cuello. Cayó con un gorgoteo, el segundo guardia corrió hacia el adepto supremo, alertándolo con gritos.
—¡Insignificantes! —exclamó el anciano, señalándolos—. ¡Inmovilicen a los herejes!
Logró soltarse por completo y ayudó a su colega, y después al otro.
—Corran —les habló en voz baja.
Todo fue en vano, los superaban en número, tenían armas, ese acto fue más bien de desesperación, un último intento. El guía, impasible, ordenó que los sujetaran con cadenas.
—Nada cambiará lo inevitable —dijo, mientras el cielo se teñía de rojo oscuro.
El cielo, teñido de rojo carmesí, se reflejó en el lago. El adepto supremo alzó el punzón de hierro —una reliquia oxidada con signos gemelas a las del altar— y clavó su mirada en el sacrificio.
—Tres gotas para el puente, tres para el despertar —entonó, trazando un círculo en el aire con la herramienta—. Tu abuelo creyó que podía engañar al destino. Pero tú... tú eres la corrección de sus errores.
Antes de que la agente pudiera reaccionar, el hierro frío perforó su antebrazo. Un dolor eléctrico ascendió por sus nervios, y la sangre brotó en gruesos hilos que el anciano recolectó en la copa de oro con precisión quirúrgica.
—Mira —susurró, sumergiendo un dedo en el líquido escarlata y dibujando tres líneas diagonales en su frente que convergían en un ojo estilizado—. El Ojo de Zha'rath. El mismo que vigila desde las profundidades.
El símbolo ardía. Intentó retroceder; no obstante, las cadenas la inmovilizaron. Los hombres, inconscientes, fueron arrastrados hasta el borde del altar. El líder tomó una daga de pedernal y cortó sus palmas con menosprecio, dejando que su sangre gotease sobre las escrituras grabadas en el suelo.
—Sangraderas de almas mediocres —escupió—. No merecen ser ofrendas. Solo polvo para el camino del Devorador.
De la copa, ahora llena hasta el borde, salía un vapor que olía a metal quemado. La sostuvo en alto, y los seguidores prorrumpieron en un cántico:
—Veth'ruul! Veth'ruul ka Zha'rath! (¡La puerta se abre! ¡El Devorador asciende!).
—Por siglos, tu linaje intentó huir —vociferó, volviéndose hacia la chica—. La sangre siempre encuentra su cauce. Salomón corrió, tu padre se escondió... y tú, has sido tan amable de entregarte.
Con movimientos ceremoniosos, el anciano caminó hacia el lago, donde las aguas negras habían cesado su oleaje.
Sumergió la copa en el agua. Un chasquido se escuchó bajo la superficie, algo enorme había mordido el anzuelo. Al retirarla, el recipiente estaba vacío.
—¡Contemplad este mundo carcomido por su propia arrogancia! —su voz sonó más fuerte de lo habitual sobre el lago, ahora quieto, parecido a un espejo de obsidiana—. Cada respiro de la humanidad es un veneno. Cada pensamiento, una ofensa. ¿Qué han visto en sus vidas, sino guerras disfrazadas de progreso? ¿Amor convertido en transacción? ¡Miren a nuestro alrededor! Bosques convertidos en desiertos de cemento. Ríos que arrastran lágrimas de químicos. Almas que mendigan sentido en lo insustancial.
El anciano extendió sus brazos, las mangas de su túnica se desplegaban similares a las de un buitre.
—Zha'rath no es destrucción. No viene a matar, sino a cambiar el mundo. Arrancará la máscara de civilización que oculta la podredumbre innata. ¿Acaso no son todos cómplices? —su dedo acusador recorrió la multitud—. El padre que vendió a su hijo por comodidad. El sabio que silenció su conciencia. ¡Hipócritas que se creen héroes!
Una risa áspera, cargada de desprecio, escapó de sus labios.
—Esta noche... esta noche gloriosa, los elegidos seremos redimidos. El Devorador no nos aniquilará. No, no lo hará. Sus fauces no distinguen entre culpables e inocentes... porque no hay inocentes. Solo carne esperando ser purgada —alzó la copa de sangre, ahora brillante bajo la luz lunar—. Esta es la última sangre derramada por nosotros los humanos. Mañana, cuando Zha'rath camine entre nosotros, las reglas se reescribirán. No habrá más falsedad. Solo el orden puro.
Las personas estaban muy emocionadas, algunos mordiendo sus propios brazos en éxtasis.
—¡Nosotros —continuó, bajando a un susurro cargado de fervor—, los fuertes, los que no temimos mirar al abismo y que este nos devuelva la mirada, seremos los cimientos de esta nueva civilización! Levantaremos catedrales de hueso sobre las ruinas de las ciudades. Gobernaremos un mundo donde cada acto tendrá consecuencia inmediata. Donde el débil servirá al fuerte... y el fuerte, al Devorador —sus ojos se posaron en la chica—. Tú, sobrina de Salomón, serás recordada no como víctima, sino como la primera semilla de la cosecha eterna.
El lago empezó a burbujear.
—El día del hombre ha terminado. ¡Que anochezca eternamente los días del monstruo!
—Zha'rath, voryn'drak en'kai! (¡Despierta y reclama tu tributo!) — gritó, arrojando la copa al centro del lago.
El silencio fue una losa.
Las aguas se separaron con violencia, lanzando proyectiles de lodo y algas podridas. Dos estructuras óseas emergieron primero: cuernos curvos de un negro azulado, cubiertos de percebes y cicatrices de batallas ancestrales. Luego, una frente abovedada, protegida por escamas irregulares que chirriaban al rozarse. Los ojos del Devorador se alzaron, esferas incandescentes sin pupila ni blanco, solo un fulgor amarillento que iluminó la noche con claridad de pesadilla.
La criatura abrió su boca, revelando cinco filas de colmillos serrados, cada uno muy largo. Un rugido escapó de su garganta, una frecuencia tan baja que hizo vibrar los órganos internos de los presentes. Varios cayeron, sangrando por los oídos y las fosas nasales.
El líder, postrado en el lodo, alzó los brazos con lágrimas de éxtasis.
—¡El tiempo de la purificación ha llegado! ¡Bienvenido señor!
Zha'rath se arrastró hacia la orilla. Su torso, delgado, se retorcía bajo una piel translúcida que dejaba ver venas negras bombeando un líquido espeso. Los seis brazos —apéndices terminados en garras de hueso retorcido— se clavaron en la tierra, dejando surcos humeantes. Con cada movimiento, el lago hervía tras su avance, vomitando peces mutilados y huesos blanquecinos.
El Devorador despertó.
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