Capítulo 7
El alambre de púas se hundía en la carne como una serpiente metálica sedienta. Cada movimiento imprudente desgarraba más su pantorrilla, y el pastizal, alto e impenetrable, se mecía bajo un viento que no llegaba a borrar el sonido de pasos aplastando hierbas secas.
—¡No podemos detenernos aquí! —exclamó el oficial, agachado, a punto de quitar el último alambre.
El gemido se mezcló con un chasquido seco: el último alambre cedió. Camila tiró con fuerza, liberando la pierna del hombre. La sangre brotó al instante, empapando el suelo.
—¡Arriba! —ordenó el chico, sin apartar la vista de aquel mar de hierbas que se agitaba de forma antinatural—. El terreno está sembrado de trampas. Sigan mis huellas. Exactamente.
Daniel se incorporó. Su respiración era un fuelle roto. La chica lo sostuvo por el torso, sintiendo el calor viscoso de la herida a través de su ropa. Avanzaron en fila: pisaban con precisión militar.
De pronto, una voz ronca atravesó el aire. Provenía de algún lugar al norte, donde el pastizal imposibilitaba la visión.
—K'varth nor'agal...
Gómez se detuvo.
—¿En dónde están? —masculló.
—La sangre abre el camino —tradujo la oficial en voz baja. No sabía cómo lo sabía. La frase se había incrustado en su mente.
Su amigo no tuvo tiempo de preguntar. Una flecha silbó junto a su oreja, clavándose en un árbol. Cinco figuras emergieron del pastizal: las mismas túnicas negras rasgadas, máscaras de cuerno retorcido, ojos vacíos tallados en madera podrida. Dos llevaban ballestas; los otros, arcos tensados.
—¡A los árboles, rápido! —exclamó el policía, apurándolos.
Las flechas llovieron. Una rozó el brazo de la policía, desgarrándole la manga. Daniel cayó de rodillas, ella lo arrastró tras las piedras. Gómez disparó tres veces: dos impactos secos, un grito. Uno de los enmascarados cayó. Los otros tres retrocedieron, ocultándose en el pastizal.
—Tendremos que cruzar —jadeó el oficial, recargando su arma con movimientos mecánicos—. Si llegamos al bosque, tendremos ventaja.
La agente miró hacia atrás. Las hierbas se movían de nuevo.
—No... no todos llegaremos.
—No me hagas perder el tiempo—gruñó al ex—. Tú vas primero. Yo cubro la retaguardia.
Se aferró al brazo de su expareja.
—El terreno es una trampa mortal —dijo su amiga.
—Entonces sigan mis pasos —cortó el uniformado—. Ahora.
Avanzaron igual que fantasmas, pisando las huellas del policía. Cada paso era una eternidad. El pastizal crujía, las túnicas negras se acercaban, y de pronto, ella sintió el suelo ceder bajo su bota.
—¡Quieta! —su colega la agarró del brazo, deteniéndola milímetros antes de activar otra trampa—. Despacio.
El grupo de enmascarados reapareció, esta vez a menos de veinte metros. Una flecha se clavó en uno de los troncos.
—¡Corran! —el policía los empujó hacia adelante—. ¡Yo los retengo!
La chica no obedeció. Con un movimiento brusco, se arrojó al pastizal, rodando entre las hierbas. Las flechas la siguieron, perforando el aire donde había estado. Arthur maldijo, aun así, comprendió el plan: distracción. Disparó su última recarga. Un enmascarado cayó, agarrándose el pecho.
—¡Ahora!
La policía se incorporó, corriendo en zigzag. Una flecha le rozó la cadera, otra se clavó en su mochila. Su compañero, ya en el límite del bosque, le tendió la mano. El otro, pálido y tambaleante, se apoyaba contra un pino.
—¡Vamos! —gritó su colega.
Fue entonces cuando la flecha lo alcanzó. Un proyectil ancho, de punta dentada, se hundió en su hombro izquierdo. Gómez rugió, rompiendo el astil con un movimiento brusco.
—¡Al bosque! ¡Ya!
Corrieron. Los enmascarados los persiguieron hasta el borde de los árboles; no obstante, se detuvieron allí, murmurando entre sí en aquella lengua gutural. Vreth'kal... vreth'kal...
—¿Por qué no entran? —jadeó Daniel, desplomándose contra un roble.
—No importa —Álvarez revisó la herida de su amigo—. Tenemos que vendar esto.
Su compañero la apartó.
—Más adelante. Este lugar no es seguro.
El bosque era una catedral de bastones entrecruzadas. La luz apenas penetraba, y el suelo, estaba cubierto de raíces y hongos brillantes. Sangre y sudor guiaban su camino.
—Ahí —señaló la agente al vislumbrar una formación rocosa—. Una cueva.
La entrada era estrecha, oculta por helechos gigantes. El ex entró primero, arrastrándose. Camila siguió, y el otro policía, retrocedió con el arma lista, fue el último.
Dentro, el aire olía a tierra húmeda y óxido. Álvarez encendió una linterna: las paredes estaban cubiertas de símbolos tallados, similares a los de las máscaras.
—Parece un santuario —expresó Daniel.
Se dejó caer contra la pared, respirando entre dientes.
—Da igual. Nos escondemos hasta el anochecer. Luego, moverse.
La oficial sacó un botiquín de su mochila. La flecha en el hombro del oficial había dejado un surco profundo.
—Esto dolerá —advirtió, empapando una gasa en alcohol.
La cueva era un vientre de piedra que latía con cada gota de agua que se colaba desde las grietas. Daniel jadeaba, inclinado contra la pared, mientras presionaba una venda improvisada sobre su pierna. La tela ya estaba negra de sangre. Gómez, acostado junto a la entrada, contaba los segundos entre cada rumor exterior: pasos arrastrados, aquel idioma que ahora entendían sin necesidad de traducción. Vreth'kal. La palabra era una condena.
—No podemos quedarnos —habló Álvarez al cabo de una hora—. La herida se infectará. Y ellos... saben que estamos aquí.
Su compañero coincidió, sin apartar los ojos del bosque donde las sombras del atardecer danzaban sobre el pastizal. Su brazo izquierdo colgaba inerte, su hombro estaba inflamado bajo la camisa rasgada.
—Escondite temporal —reconoció—. Trazaremos una ruta hacia el sur. Evitaremos el camino principal.
Con la linterna agonizante, dibujaron un mapa en la tierra húmeda. Las líneas temblorosas representaban arroyos y riscos que habían visto, y la línea recta era el camino principal. Arthur señaló una curva estrecha.
—Si cruzamos aquí... tendremos más oportunidades.
—Y si hay más trampas... —expresó su preocupación la mujer—. La última vez casi morimos.
—No hay elección —cortó el colega—. Movámonos en tres minutos.
La noche los envolvió. Avanzaron en formación cerrada: Camila sostenía a su expareja, cuyo peso se hacía más pesado con cada paso. El arroyo era una cicatriz plateada bajo la luna. Cruzaron con el agua helada mordiéndoles los tobillos, arrastrando consigo el miedo.
La garganta se alzó ante ellos: dos murallas de roca musgosa, altas torres derruidas, entre las cuales seguía recto un sendero empedrado. El aire olía a humedad y raíces podridas.
—Es... hermoso —susurró Daniel, delirante—. Un portal.
Una piedra pequeña rodó por la pared oriental.
—No corran —advirtió Gómez, en voz baja—. Sigan el ritmo.
Subieron. Las paredes se estrecharon, aprisionándolos. El sonido del agua se amplificó, enmascarando sus pisadas. Un golpeteo comenzó a escucharse desde la cima. El uniformado alzó la linterna: el haz reveló siluetas encapuchadas alineadas en el borde, con antorchas en mano.
—¡Arriba! —rugió.
Demasiado tarde.
Los primeros dardos fueron avispas envenenadas. Uno se clavó en el muslo del ex, otro perforó la mochila de la chica. Arthur intentó empujarlos hacia un recoveco; sin embargo, un proyectil lo alcanzó en el cuello. Cayó de rodillas, tocándose la herida con dedos entumecidos.
—Es... veneno... —balbuceó, antes de desplomarse.
Camila alcanzó a ver las antorchas descendiendo hacia ellos, iluminando máscaras de cuerno pulido. Luego, la oscuridad.
En ese estado de desamparo, su mente se sumergió en un sueño perturbador. El ambiente del desmayo se transformó en un escenario onírico, y ante sus ojos se desplegó la imagen de una aldea, en este punto, familiar. Allí, las fachadas se adornaban con candelabros y antorchas. En el centro de la aldea, una figura imponente emergía: un individuo portaba una máscara con cuernos, que le confería un aspecto intimidante.
Su padre estaba de pie en el centro de la aldea, la máscara de cuernos retorcidos cubriendo su rostro. Las casas flotaban a su alrededor, suspendidas sobre pilotes de hueso, velas encendidas en cada ventana. Extendió una mano putrefacta.
—¿Por qué me abandonaste? —preguntó la figura, retirando la máscara y revelando un rostro consumido por la descomposición.
El rostro que se mostró ante su presencia era el de su padre, marcado por el deterioro y el olvido. La revelación la estremeció, mientras su mente se debatía entre el terror y la confusión. La aldea, en ese sueño vívido, bullía de actividad: hombres, mujeres, jóvenes y ancianos, sin el anonimato de sus velos, observaban la escena con miradas fijas y actitudes inmutables.
—Hija, mi ausencia se debió a mis propias debilidades —dijo su padre, con tono frío, mientras apartaba la máscara y dejaba al descubierto la corrupción de su rostro.
La imagen se profundizaba en su delirio. En el centro de la aldea, cerca de un majestuoso panteón, varias figuras estaban presentes.
—Hija, mi abandono fue fruto de lo que no pude soportar —reiteró el rostro de su padre, con voz que, tal vez, venía desde lo profundo del infierno —. Ahora debes aceptar el juicio que se nos ha impuesto.
El sueño se deshizo tan abruptamente como había llegado, y sintió cómo la inconsciencia se apoderaba de su ser, arrastrándola de vuelta a una realidad tan cruda: estaban atados con cuerdas de tendones secos a postes de madera carcomida, sus bocas selladas con cintas. Junto a ellos, una cuarta figura: una joven, vestida con harapos, dispuestos en semicírculo entorno a Camila quien estaba atada a una estatua de piedra negra. La deidad tenía seis brazos, cada uno terminado en garras, y una cabeza compuesta por dos cuernos interminables. Y en frente de ellos, un altar manchado de sustancias oscuras.
Arthur forcejeaba en silencio, su hombro supuraba. Daniel, inconsciente, colgaba de sus ataduras. La joven desconocida —cabello enmarañado, piel marcada con cicatrices rituales— los observaba con ojos desenfocados.
La aldea volvía a la vida. Donde antes había vacío, ahora decenas de personas pululaban entre las casas elevadas: ancianas con vestidos antiguos, niños descalzos portando cuchillos de hueso, cuyos torsos exhibían símbolos quemados. Ninguno llevaba máscaras. Sus rostros eran mapas de cicatrices y devoción.
Un individuo alto, de cabello blanco trenzado con cuentas de hueso, se adelantó. En sus manos sostenía un collar de dientes humanos.
—K'varth nor'agal —entonó, extendiendo los brazos hacia la estatua.
La multitud repitió la frase, una letanía que vibró en los huesos de los atrapados. El hombre se acercó a Daniel, tocando su herida con dedos largos y afilados. Era el líder, el guía, el adepto supremo.
—Ya tenemos al primero —dijo en un español perfecto—. La deidad prefiere la sangre de los más inocentes... esta noche tienes suerte, aceptará la suya.
Álvarez, la única que no tenía una cinta que le cubría la boca, tiró de sus ataduras. Las cuerdas cortaron su piel.
—¡No! —gritó—. ¡Por qué están haciendo esto!
El líder giró hacia su ubicación, sonriendo. Sus dientes estaban limados en punta.
—Tú... entiende. Su sangre lleva la culpa. —señaló a su compañero—. Él lleva la arrogancia. —Finalmente, a la mujer desconocida—. Ella... ya está vacía.
Risas agudas estallaron entre la multitud. Alzó una mano, y el silencio cayó de golpe.
—Todos son dignos. Todos... serán consumidos.
De la estatua brotó un gemido, profundo y orgánico. Los ojos vacíos comenzaron a supurar un líquido ambarino. El altar tembló.
Camila cerró los ojos, buscando en su mente un plan, una debilidad, cualquier cosa. Solo encontró la imagen de su padre descompuesto, susurrando: Ahora debes aceptar el juicio que se nos ha impuesto.
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