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Capítulo 6

El crepitar del fuego arrasaba los restos de los vehículos. Frente a aquel panorama infernal Álvarez retrocedió, el resplandor del incendio dibujaba grietas de terror en su rostro. Su amigo intentó sujetarla del brazo; no obstante, su gesto quedó en nada al notar las siluetas acechando entre los árboles. No eran figuras humanas, no del todo: cuerpos encorvados, cubiertos con túnicas deshilachadas, máscaras de corteza y cuerno que ocultaban cualquier rasgo identificable.

—¡Mierda, mierda! ¿Qué carajos son esos? —balbuceó.

Desenfundó su pistola con un movimiento rápido.

—No preguntes. Corre —expresó Álvarez.

Corrieron.

El bosque los engulló con sus fauces de ramas entrelazadas. El suelo, una alfombra de agujas de pino y raíces serpentinas. Arthur lideraba, su respiración entrecortada marcaba el ritmo. El ex tropezaba, maldecía, arrastraba los pies. Camila escaneaba la espesura: cada crujido, cada suspiro podía ser un enemigo.

—¡A la izquierda! —gritó el más adelantado, empujando al otro contra un tronco musgoso.

Una flecha se clavó en la corteza, a centímetros de la cabeza del policía. El proyectil era tosco, la punta manchada de una sustancia negruzca que rezumaba lentamente. No había tiempo para el horror.

—Armas rudimentarias y letales —dijo en voz baja el policía, recargando el cargador con dedos ágiles—. Nos rodean.

—¿Qué haremos? —Daniel se encogió, y tenía los ojos dilatados parecidos a los de un animal acorralado.

—Aguantar todo lo que podamos. No tenemos muchas opciones.

El siguiente ataque llegó en ráfagas: tres flechas en sucesión, seguidas de un tableteo de ballestas. Gómez disparó hacia la maleza, el estruendo de los cartuchos desgarraba el mediodía. La agente distinguió movimientos furtivos: las túnicas oscuras se deslizaban entre los árboles, las máscaras se inclinaban para apuntar. Uno de los cazadores cayó, un agujero escarlata florecía en su pecho. El cuerpo se desplomó sin un gemido.

—¡Tienen números, no disciplina! —rugió el agente—. ¡Cubre mis flancos!

Álvarez se arrojó tras una roca cubierta de líquenes, el frío de la piedra le mordía la espalda. Su arma pesaba más de lo normal, aun así apretó el gatillo. El retroceso le sacudió los huesos. Alguien —algo— gritó entre la vegetación.

—¡Me queda solamente una bala! —advirtió.

—Consérvala.

Daniel, encogido junto al tronco, vomitó entre sollozos.

—No puedo... No puedo moverme...

—¡Si no te levantas, mueres aquí! —Camila lo zarandeó, sus uñas se clavaban en su hombro—. ¡Levántate de una vez!

Cada flecha, cada jadeo, se mezclaba con el zumbido de insectos. Arthur recargó su última recámara.

—Vámonos, no podemos contra ellos. Tenemos muy pocas municiones —ordenó, señalando hacia un barranco cubierto de helechos—. Nos dividimos: tú y este miedoso avanzan. Yo cubro.

—No nos separes —suplicó su colega, a pesar de ello, hizo caso omiso.

Una nueva andanada de proyectiles los obligó a arrastrarse. El ex gateó, sus rodillas estaban ensangrentadas, hasta alcanzar la protección de los helechos. La chica lo siguió, cada metro ganado era una victoria efímera. Detrás, el policía disparaba con precisión milimétrica: un segundo atacante cayó, luego un tercero. Las balas se agotaban, y las sombras seguían multiplicándose.

—¡Camila! —la voz de su compañero sonó distante, ahogada por un nuevo coro de trompetas—. ¡El barranco desciende hacia el río! ¡Es nuestra salida!

Asintió, aunque sabía que no podía verla. Daniel forcejeaba por incorporarse, sus manos buscaban apoyo en las rocas.

—¿Y si son... son...? —tartamudeó, sin terminar la pregunta.

La mujer lo arrastró hacia el borde del precipicio, donde el terreno se inclinaba en un desnivel traicionero. Abajo, el rumor de agua estancada prometía —tal vez— una ruta de escape.

Un alarido les causó escalofríos.

Arthur estaba retrocediendo, esquivando avispas enfurecidas. Su brazo izquierdo sangraba; una herida superficial, aunque suficiente para ralentizarlo. Álvarez levantó su arma, apuntó hacia la mancha más densa de vegetación, y disparó. El cuarto enemigo cayó.

—¡Ya no queda nada! —gritó, mostrando el arma vacía.

Gómez alcanzó el barranco, empujándola hacia el declive.

El agua los recibió con un golpe helado. Daniel chapoteó, tosiendo lodo, y una flecha rozándole la pierna antes de desaparecer bajo la superficie, mientras la policía buscaba a tientas una corriente que los arrastrara lejos.

Arriba, las máscaras de cuerno observaban desde el risco. No los siguieron.

El río los escupió en un remanso fangoso, donde el agua estancada olía a podredumbre metálica. Camila arrastró a su amigo hacia la orilla, sus manos resbalaban sobre la sangre que le escurría de la pierna. La herida no era profunda; sin embargo, la flecha había dejado un surco carnoso. Aún jadeante, señaló hacia arriba.

—Miren...

Colgando de las ramas de un sauce llorón, al menos diez cuerpos se balanceaban inertes. No eran cadáveres recientes: la piel, curtida y ajada, se adhería a los huesos en tiras parduscas. Vestían harapos similares a las túnicas de sus perseguidores, pero sus cabezas estaban desnudas, sin máscaras. En lugar de rostros, solo quedaban cavidades vacías donde los ojos y la lengua habían sido arrancados. Las raíces del árbol se enroscaban alrededor de sus tobillos, la tierra los había atrapado para exhibirlos.

—Advertencia —masculló el agente, apretando los dientes mientras su colega le desgarraba la manga de la camisa para hacer un torniquete—. Tal parece que los que son atrapados... terminan aquí.

—¿Qué haremos? —tiró del tejido con fuerza—. ¿los matamos a todos?

—Este es su territorio... nosotros somos la presa.

Una máscara de cuerno yacía entre los juncos. El policía la levantó: un armazón tosco, tallado con runas que se retorcían en forma de gusanos petrificados. Los cuernos, largos y curvos, pertenecían a ningún animal conocido. Al tacto, la superficie estaba caliente, vibrante, conservando el aliento de su portador.

—No es solo un disfraz —susurró la agente, rechazando tocarla—. Es... algo más.

—Un pacto —Gómez arrojó la máscara al agua, donde se hundió con un burbujeo sofocado—. Tal vez alguien les dio poder a cambio de lealtad. O de miedo.

Caminaron hacia el interior del bosque. Daniel iba a la zaga, escudriñando cada movimiento entre los árboles. La sangre había empapado el torniquete, y el dolor le nublaba la mirada.

—¿Por qué no nos matan de una vez? —preguntó el ex—. Si son tantos...

—Porque el miedo es un condimento —Arthur tosió, escupiendo tierra—. Saborean nuestra desesperación.

El sol aún regía el firmamento, derramando su calor sobre ellos. El avance inexorable del ocaso prometía transformar la calidez del día en una amenaza creciente. Cada minuto que pasaba aumentaba la urgencia de hallar un refugio seguro, y la fatiga ya se notaba en cada paso. Tras una extensa marcha, el grupo emergió en un claro de dimensiones insospechadas. Allí, el pasto se alzaba en un mar verde que alcanzaba la cintura, moviéndose en una cadencia que evocaba una danza; sin embargo, esa aparente calma escondía un gran peligro.

Mientras avanzaban cautelosamente por aquel espacio, un grito inesperado rasgó la tranquilidad. Daniel, se vio atrapado por una trampa rudimentaria. Alambres retorcidos y afilados se enredaron en torno a su pierna, inmovilizándolo de forma brutal y dejándolo tendido en el suelo. La caída fue violenta, y el sujeto quedó incapaz de liberarse por sí mismo. Camila se precipitó hacia él, luchando desesperadamente contra el mecanismo infernal; no obstante, la trampa se mostraba obstinada, diseñada con la precisión de un verdugo.

El grito los paralizó.

—¡No puedo! ¡No puedo moverme!

—¡No lo toques! —ordenó el oficial, desplomándose junto a ellos—. Es una trampa de presión. Si liberas una parte, la otra se cierra.

—¿Y entonces? —la chica buscó algo, cualquier herramienta en su cinturón vacío.

—Yo tengo herramientas en mi mochila. Tenemos que hacerlo juntos. Esto le dolerá bastante.

—¡No, por favor! —dijo él.

—Si no lo hacemos correctamente, el alambre te desgarrará la arteria al intentar escapar —el oficial deslizó un cuchillo de su bolsillo y se lo dio a su compañera, y después él sacó un alicate de su mochila.

Gómez, con la vista aguda a pesar de la situación, se incorporó para inspeccionar el terreno circundante. Fue entonces cuando observó, con precisión inquietante, que el claro estaba sembrado de trampas similares, dispuestas de manera casi artística para atrapar a los incautos. Solo uno de esos dispositivos se mostraba a simple vista; los otros estaban hábilmente ocultos entre el denso pasto. Con voz urgente, compartió su hallazgo, dejando en claro que la senda estaba minada y que cada paso era una apuesta con la muerte.

La sangre ya formaba un charco oscuro alrededor de la trampa. Estaban dispuestos a actuar, cuando un murmullo lejano los detuvo. Voces bestiales, y palabras extrañas en una lengua desconocida.

—¡Rápido! —exclamó la agente—. Tenemos que hacerlo.

—¡Váyanse sin mí!

—No te dejaremos —gruñó ella, a pesar de todo el dolor que le causó, quería salvarlo.

El primer alambre cedió con un chasquido seco. El hombre mordió su propio brazo para ahogar el grito. El segundo, más grueso, resistió. Las voces se acercaban; ahora se distinguían pasos entre la hierba, múltiples, sincronizados.

—¡Ya! —urgió Camila.

Cada herida que la vida nos impone es una lección que nos enfrenta a la cruda realidad de nuestro destino. La brutalidad, en su forma más despiadada, revela que la lucha por la supervivencia es la única verdad que nos obliga a despojarnos de ilusiones.

Arthur miró hacia el bosque y dijo:

—Ya vienen por nosotros.

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