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Capítulo 5

Las ramas se partían igual que huesos diminutos bajo las botas de Camila. Arthur avanzaba a su lado, con la mirada puesta en el sendero serpentino que los había devuelto a aquel infierno de corteza y agujas de pino. No había elección: las órdenes del líder los arrastraban de vuelta, igual que a su emisario armado. La bruma se aferraba a los troncos, viscosa, el bosque exudaba su propio sudor frío.

—No nos vieron —murmuró Gómez, aunque la certeza le resbalaba entre los dientes—. Tenemos que volver.

Tras unos instantes de examen minucioso, el vigilante no encontró rastro alguno de la pareja oculta y, sin emitir palabras, retornó hacia la posición de su superior. Al percatarse de la ineficacia de la vigilancia, los dos policías abandonaron su escondite de inmediato. Su siguiente destino era la ladera donde se alzaban las casas deshabitadas; construcciones que, en su abandono, evocaban el paso inexorable de eventos infortunados. La ruta que los separaba de su vehículo se revelaba un camino estrecho y polvoriento, flanqueado por altos pinos igual que centinelas en una procesión interminable. La arena, suelta y engañosa, amenazaba con entorpecer cada paso, y la prisa impuesta por la situación los obligaba a una marcha casi frenética.

—Ahora —susurró la chica.

Se deslizaron entre los pinos, siguiendo el contorno de una quebrada seca. El suelo cedía bajo sus pies, se asemejaban a arenas movedizas que amenazaban con tragarse cada huella, cada prueba de su paso. Cuando el hombre giró hacia donde habían estado, ellos ya eran sombras entre sombras, fantasmas que el bosque reclamaba como suyos.

—Tenemos que desaparecer —urgió su amigo al alcanzar el límite del bosque—. Antes de que envíen más.

La aldea los recibió con esa misma frialdad de siempre. Corrieron entre las casas, el viento silbaba a través de los postigos rotos. Algo olía a podrido aquí, no a carne, sino a madera en descomposición, a tierra demasiado húmeda. El vehículo estaba donde lo dejaron: un sedán viejo con placas del país, ahora cubierto de una pátina de polvo rojizo.

Fue la mujer quien lo vio primero.

—No... —dijo, y luego señaló—. Ese auto.

Detrás de su coche, otro de color negro brillaba bajo la luz mortecina. El policía desenfundó.

—¿Reconoces la placa?

—Es de Daniel —afirmó, y el nombre cayó pesadamente entre ellos—. Mi ex.

Las hojas de pino crujieron a sus espaldas. Un individuo salió de la casa más cercana, la chaqueta de cuero impecable, el pelo peinado para ocultar la calvicie incipiente.

—Haciendo turismo en pueblos fantasmas —dijo, las llaves danzaban en su mano—. Siempre tan... dramática.

Ella avanzó hacia el sujeto y le preguntó:

—¿Qué haces aquí?

—Buscándote. Tres semanas sin contestar llamadas, sin... —hizo un gesto vago—. Pensé que un escenario apropiado ayudaría —su risa era un cuchillo sin filo—. Aunque esto supera incluso tus gustos lúgubres.

El compañero interpuso su cuerpo entre ellos.

—Señor, esto no es un juego. Hay personas muertas.

Lo miró como si acabara de encontrar insectos en su plato de comida.

—¿Y tú eres...? Ah, claro. El remplazo.

El intercambio de palabras se prolongó en medio de la incertidumbre, mientras cada término encerraba una verdad dolorosa del pasado. La conversación se vio interrumpida abruptamente cuando, de repente, el retumbar de instrumentos de viento —una secuencia sonora inusual y estridente— irrumpió en el ambiente. El sonido, que recordaba a trompetas en una marcha fúnebre, impuso un nuevo ritmo a la escena y obligó a la oficial a tomar una postura decisiva:

—Tenemos que irnos. Ahora —ordenó—. Si quieres hablar, será en la comisaría.

Él se zafó, y después de unos segundos su sonrisa se desvaneció.

—¿Crees que sigo tus órdenes? Me costó encontrarte. No pienso...

Gómez sacó la pistola y lo apuntó directo a la cabeza del sujeto.

—La próxima palabra que digas serán tus últimas —dijo el policía—. Sube a tu maldito auto y síguenos.

Daniel palideció, y fue la mirada de su ex lo que lo quebró. No estaba solamente nerviosa; estaba aterrada, y él conocía esa expresión. La había visto muchas noches.

—Está bien —cedió, retrocediendo hacia el auto—. Esto no termina aquí.

El motor del sedán rugía, devorando el camino de arena entre los pinos. Gómez apretaba el volante con tal fuerza que los tendones de sus manos dibujaban cordeles bajo la piel. Por el retrovisor, los faros del coche los perseguía, un par de ojos ámbar que no parpadeaban.

El camino era una vía de escape traicionera, en la que cada curva y cada tramo de arena ocultaba nuevos peligros. La inminente amenaza se cernía en cada recoveco del trayecto. La carrera contrarreloj se tornaba en una contienda con fuerzas desconocidas, donde la única certeza era la imperiosa necesidad de huir.

En esos minutos decisivos, los silencios y las palabras tejían una red de emociones complejas: la oficial, atrapada entre el deseo de redención y el temor a un pasado que se rehusaba a quedar atrás; su ex, cuyo egoísmo y convicción lo hacían reacio a abandonar lo que consideraba suyo; y el agente, que con la fría lógica de un profesional entendía que cada decisión podía marcar la diferencia entre la supervivencia y la perdición.

La frágil calma se veía perturbada por la presencia ineludible de Daniel, cuyo vehículo seguía de cerca, proyectando una amenaza constante que evocaba viejos episodios marcados por la agresividad y la manipulación.

—¿Por qué no gestionaste una orden de alejamiento? —preguntó su compañero con tono áspero, dejando entrever su preocupación genuina por la seguridad de su compañera— No debes dejar que te haga daño. Si quieres podrías darle una paliza tú misma, ¿por qué dejaste que te golpeara?

La amiga no apartó la vista de la ventana. En el vidrio, su reflejo se fundía con las sombras del bosque.

—Me prometió que no volvería a hacerlo, que solo fue un accidente —murmuró—. Y le creí. Después empezó a tratarme mal, y yo... solo me quedé ahí, perdida.

—Solo porque tú me lo pediste no lo golpeé —el oficial golpeó el tablero, haciendo saltar una llave del contacto—. La próxima vez que vuelva a aparecer así ya no tendré en cuenta eso, te juro que...

Antes de que pudiera terminar la oración Camila divisó algo extraordinario al costado del camino. Una figura femenina corría entre los árboles, desplazándose con una agilidad que contrastaba con la torpeza del entorno.

La imagen revivió en la oficial la angustia de una llamada recibida días atrás, en la que la desconocida suplicaba auxilio, buscando desesperadamente un refugio para preservar su existencia. Sin dudarlo ordenó:

—Detén el vehículo ahora mismo.

—¿Estás loca? ¡No podemos...!

—¡Para! ¡Es ella, para!

Agarró el volante. El coche zigzagueó, y las ruedas traseras patinaron sobre el asfalto. La inercia los lanzó contra los cinturones.

—¿Qué diablos te pasa? —rugió, aunque su compañera ya estaba fuera, corriendo hacia el muro de árboles donde la figura había desaparecido.

El que venía atrás se detuvo a centímetros del sedán. Bajó la ventanilla y dijo:

—¿Se volvieron dementes?

Gómez, sin brindar explicaciones, no se dignó a responder. En lugar de ello, extrajo rápidamente el arma que llevaba consigo y salió corriendo en dirección al bosque, impulsado por la urgencia de protegerla.

Las agujas de pino crujían bajo sus botas, cada paso se hundía en un colchón de musgo podrido. El aire olía a resina fermentada.

—¡Espere! —gritó hacia la figura que se movía veinte metros adelante—. ¡Estamos aquí para ayudarla!

La figura apenas se percataba de su llamada, continuando su marcha en dirección contraria. Arthur, inmerso en su propia celeridad, se unió a la persecución con la firme intención de alcanzar a su amiga, mientras el otro, observando desde una posición cercana, también abandonaba su vehículo.

Alcanzó a su compañera a la altura de un roble caído.

—Esto es una trampa —jadeó—. Lo sabes.

Se zafó, señalando la cabaña que emergía entre los árboles. Una estructura de apariencia austera y deteriorada con troncos carcomidos, y el techo hundido bajo el peso de enredaderas. La puerta colgaba de un gozne oxidado, balanceándose con el viento que ahora ululaba entre las ramas.

La búsqueda resultó infructuosa; la cabaña estaba desierta, carente de señales de vida, la fugitiva se desvaneció en el mismo olvido que azotaba aquel edificio.

La chica entró primero en la cabaña. El interior apestaba a moho y excrementos de animal; sin embargo, lo que la detuvo fue la pared del fondo. Marcas. Decenas de líneas talladas en la madera, algunas rectas, otras formando espirales que convergían en un símbolo central: un ojo con la pupila rasgada verticalmente.

—Nadie ha vivido aquí en décadas —murmuró la chica, tocando una de las marcas. Su dedo salió manchado de un polvo negruzco—. Esto es carbón.

El agente inspeccionó el suelo. Huellas. Pequeñas, de pies descalzos, que terminaban abruptamente frente a la chimenea llena de hojas secas.

—Como si se hubiera evaporado —dijo.

El sonido regresó. Primero un gemido, luego una nota estridente que vibraba en los molares.

—Las trompetas... están aquí —dijo la agente.

Daniel los alcanzó.

—¿Van a explicarme qué...?

Un estruendo los paralizó. No eran trompetas esta vez: sonaba a vidrio estallando, a metal retorciéndose. Desde el camino, una columna de humo negro ascendía hacia el cielo.

—Los autos —susurró Arthur—. Mierda.

Corrieron de vuelta al camino, esquivando raíces que parecían estirarse hacia sus tobillos. Cuando llegaron, el espectáculo los dejó inmóviles. Ambos vehículos ardían, las llamas lamían la pintura con lenguas azuladas. Del auto del ex solo quedaba un esqueleto retorcido; el sedán del agente vomitaba chispas por las ventanas rotas.

—¿Qué demonios...? —Daniel avanzó hacia las llamas, pero Gómez lo detuvo.

—Mira —señaló el suelo.

Entre las huellas de los neumáticos, algo había sido dibujado en la arena: el mismo ojo de la cabaña, esta vez gigante, sus pestañas eran marcas de garras profundas.

Daniel retrocedió. Por primera vez, su voz perdió el tono de superioridad.

—¿Qué está pasando?

La oficial se acercó al borde del bosque. En la línea de árboles, siluetas se alzaban estáticas. Demasiado altas, demasiado delgadas. Una de ellas levantó un brazo, señalando hacia el grupo.

—Nos ven —susurró.

Arthur le quitó el seguro a su arma.

—Ya saben que estamos aquí.

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