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Capítulo 4

Arthur empujó la pesada puerta de la comisaría y salió, donde el frío de la noche lo recibió con un abrazo húmedo. Ya estaba varios pasos adelante, su figura recortada contra la neblina que se arremolinaba en las calles desiertas. La siguió sin prisa, sabiendo que no había forma de convencerla de abandonar su obsesión.

—Camila —llamó, su voz estaba repleta de una tensión que no podía ocultar—. No tienes opción. Voy contigo.

Ella se detuvo, girándose lentamente.

—No entiendes. Esto no es tu responsabilidad. No tienes por qué venir.

—Ya lo decidí —respondió, acortando la distancia entre ellos—. No voy a dejarte sola en esto.

La chica, inmersa en sus propios pensamientos, apenas replicó. La urgencia de su misión la impulsaba a ignorar cualquier súplica o argumento contrario. Mientras avanzaban por avenidas angostas y empinadas, un vehículo inusual recorría la vía a cierta distancia, oculto entre el ir y venir del tráfico. Ninguno de los dos notaba la presencia persistente de aquel automóvil, cuya existencia parecía engendrar un incómodo destino fatal.

En el transitar por la carretera, la atmósfera cada vez era más y más hostil. Entre murmullos de asfalto y el constante rumor de neumáticos.

Fue entonces cuando el agente notó algo en el retrovisor del auto. Un par de luces distantes, apenas visibles entre la neblina. Parpadeó, intentando asegurarse de que no era una ilusión óptica. Las luces persistieron, manteniendo una distancia constante.

—¿Ves eso? —preguntó, señalando hacia atrás.

Miró por el espejo lateral; no obstante, las luces ya habían desaparecido.

—No hay nada —dijo, volviendo a fijar su mirada en la carretera—. Estás cansado.

Él no insistió; a pesar de eso, la sensación de que algo no estaba bien no lo abandonó.

La oficial rompió el silencio:

—Anoche tuve un sueño perturbador —confesó—. Soñé que mi padre se encontraba al borde de un precipicio. Me miraba con un desprecio que jamás había experimentado.

El hombre replicó con cautela:

—Ese sueño no augura nada bueno. En la aldea no hallarás respuestas; allí solo te esperan complicaciones. Sé que lo que te hizo tu padre fue terrible..., tú hiciste lo más difícil de todo, y lo que pasó después no fue tu culpa.

—No lo entiendes —replicó, con un tono que rayaba en la desesperación—. Algo está mal. Algo está muy mal.

Cuando finalmente llegaron a la aldea, la sensación de inquietud se intensificó. El lugar aparentaba ser abandonado, aunque no del todo. Las ventanas estaban oscuras. El policía tuvo la extraña sensación de que algo o alguien los observaba desde el interior.

Cerca del lago, cientos de velas se alineaban en el suelo, sus mechas carbonizadas indicaban que habían sido encendidas recientemente. El viento llevaba consigo el olor a cera quemada, combinado con algo más, algo que Gómez no podía identificar y que le provocaba náuseas.

Se acercaron a las casas. Todas puertas estaban abiertas, y en el umbral de cada casa colgaba un objeto extraño, una especie de amuleto hecho de ramas y huesos. El hombre lo tocó con cautela, sintiendo cómo la madera crujía bajo sus dedos.

—Mira esto —dijo, llamando la atención de la chica.

Ella se acercó, examinando el objeto.

—Son símbolos —dijo finalmente—. No los reconozco... parecen antiguos.

Adentrándose, examinaron diversas viviendas. En cada una, la configuración era desconcertante: en vez del mobiliario convencional, se hallaban dispersos numerosos ejemplares de velas, dispuestas en formaciones geométricas; sillas de aspecto vetusto y mantas abandonadas sobre el suelo sugerían un modo de vida alejado de lo moderno. Los habitantes, por razones desconocidas, preferían reposar directamente sobre la madera, como si la tradición dictara tal costumbre. Cada rincón del interior impregnado de rituales ancestrales, y la ausencia de camas o mobiliario habitual resaltaba la singularidad del lugar, donde la vigilia y el sueño se integraban en una coreografía ritualista que desafiaba la lógica contemporánea.

En una vivienda en particular, la atmósfera se tornó aún más enigmática. Tras adentrarse en una sala vacía, el policía tomó la figura de madera que había encontrado colocado justo en frente de la puerta abierta, esta figura estaba presente en todas las casas ubicadas en el mismo sitio. Al sostenerla, se percató de que los símbolos, finamente grabados, revelaban patrones que se repetían en diversas zonas de la aldea. La superficie de la pieza, marcada por vetas y relieves, encerraba un mensaje oculto, un testimonio de antiguas creencias. Mientras tanto, la compañera examinaba los rincones de la estancia, descubriendo que cada objeto, desde una vela casi consumida hasta una silla maltrecha. La combinación de elementos tradicionales con detalles inexplicables aumentaba el miedo, dejando entrever que aquello era más que una simple costumbre local.

Ambos comenzaron a teorizar sobre el significado de aquellos símbolos. La hipótesis de que se trataba de un legado ritual, transmitido de generación en generación, cobraba fuerza a medida que descubrían coincidencias entre la decoración de las. La presencia de las cuerdas negras y la disposición meticulosa de las velas sugerían un intento de canalizar energías antiguas, quizá para proteger o invocar algo olvidado. Esta intersección entre tradición y misterio les impulsaba a profundizar, convencidos de que cada signo era una pieza fundamental en el rompecabezas que definía la identidad del lugar.

El policía tomó otro camino paras seguir investigando, dejando sola a su compañera.

Mientras la agente se sumergía en la minuciosidad de los detalles, una llamada resonó desde la retaguardia de la aldea. La voz del colega, inconfundible, se alzó entre el rumor de la congregación.

La llamada surgió aún más fuerte desde la retaguardia del poblado.

—¡Camila! —llamó con urgencia—. He descubierto un sendero.

La compañera se incorporó de inmediato y, dirigiéndose hacia la procedencia del llamado, preguntó:

—¿Dónde estás?

La respuesta no se hizo esperar. Con voz serena, el colega hizo notar su presencia:

—Aquí estoy.

El trayecto hasta el inicio del camino resultó tan desconcertante. A cada paso, la arquitectura del lugar, llena de reminiscencias de ceremonias ancestrales, evocaba relatos inconfesables y antiguas leyendas. El ambiente, saturado de símbolos, se erigía igual que un puente entre un pasado remoto y lo inefable. La brisa llevaba consigo un aroma a cera derretida y tierra húmeda, reforzando la convicción de que estaban inmersos en un rito de dimensiones desconocidas. Era una invitación irrevocable a adentrarse en lo prohibido, prometiendo respuestas a cambio de un riesgo incalculable.

Al final del sendero, el paisaje se volvió aún más inquietante. El dosel de ramas se hacía tan invasivo que el cielo se perdía en una negrura impenetrable, creando una atmósfera en la que la realidad se disolvía en un abismo de enigmas. Cada paso revelaba signos tallados en la corteza de los árboles y esculpidos en las piedras a lo largo del camino, mensajes cifrados de un pasado remoto. La pareja, inmersa en temor y fascinación, sentía que cada elemento del entorno conspiraba para arrastrarlos hacia un destino desconocido. Los rumores del viento, imperceptibles e insistentes, daban la impresión de que recitaban versos de antiguas invocaciones, y la vibración sutil de la tierra marcaba un compás ancestral. A medida que avanzaban, las rocas se disponían en patrones que evocaban símbolos arcanos, y cada espacio ofrecía pistas que retaban su comprensión. La atmósfera se cargaba de una energía misteriosa, un pulso latente que invitaba a la introspección y al enfrentamiento de miedos ocultos. Fijando su atención en un horizonte indistinto, comprendieron que la travesía no era solo una búsqueda de respuestas, sino un viaje que los confrontaría con la esencia de sus creencias y temores. La convicción que los impulsaba se combinaba con una sensación creciente de urgencia.

Con cada latido acelerado y cada respiro contenido, avanzaban hacia lo desconocido, conscientes de que el sendero, colmado de símbolos y presagios, era la llave para entender los misterios.

La agente se volvió hacia Arthur, con la inquietud dibujada en el semblante:

—Creo que el final de este camino es la clave de todo.

El contraste fue violento: tras la opresiva bóveda de ramas, una pradera infinita se extendía bajo un cielo cuyas nubes bajas rozaban el pasto. La hierba, de un verde fosforescente, brillaba bajo la tenue luminosidad del atardecer. La belleza era engañosa. En el centro del valle, una colina se alzaba como un túmulo ancestral, su cima estaba coronada por las nubes que tocaban el verde pastizal.

—Allí —susurró Camila, señalando la elevación—. Vamos a investigar.

Ascendieron agachados, cada metro ganado ampliaba la visión del rito. Al alcanzar la cima, Gómez contuvo una maldición. Abajo, en el corazón del claro, una treintena de figuras vestidas con túnicas deshilachadas formaban un círculo perfecto. En el centro, una joven yacía de rodillas, las manos atadas con cuerdas trenzadas que le sangraban las muñecas. Los rostros de los congregados estaban cubiertos con máscaras de corteza tallada con espirales y triángulos invertidos.

Uno de ellos, un hombre alto con una capa de pieles irregulares alzó un puñal de hoja curva. Su voz retumbó en el valle:

—Kharad ghol'nath!

La multitud repitió la frase en un coro diabólico. Arthur notó que su colega tensaba los músculos, su mano rozaba la culata de su arma.

—No —murmuró él, agarrándole el brazo—. Somos dos contra treinta. Mira sus espaldas. Tienen armas.

Entre los pliegues de las túnas, relucían machetes oxidados y lo que se asemejaban a ballestas primitivas. El líder giró hacia la muchacha, el puñal describía un arco plateado antes de hundirse en su pecho. Un sonido húmedo resonó, seguido por un grito ahogado que se transformó en burbujeo sanguíneo. La chica se incorporó, pero su amigo la derribó contra el suelo con un movimiento brusco.

—¡Están armados hasta los dientes! —expresó, sintiendo el sudor frío en su nuca—. Si nos ven, somos cadáveres.

—¿Y ella? ¡La están matando! — discutió.

—Ya está muerta. Nosotros no. Tenemos que irnos para después volver con apoyo, es lo único que podemos hacer ahora.

El círculo comenzó a moverse en dirección contraria a las manecillas del reloj, cantando en una lengua que mezclaba sílabas cortantes con gemidos prolongados. Gómez notó que el pasto alrededor del cuerpo comenzaba a ennegrecerse, la tierra absorbía la sangre en patrones deliberados.

El líder detuvo su danza. Bajo la máscara de roble, dos orificios vacíos se alinearon con su posición.

—Vra'keth —rugió, señalando la colina.

Sospechó que algo se movía por allá. Ordenó a alguien para que revise para confirmar la presencia, porque para el líder aquella inusual señal demandaba precaución.

La sugerencia se dispersó entre los presentes, mientras uno de ellos se encaminaba con cautela hacia la dirección indicada con una ballesta. A lo lejos, una silueta se deslizaba entre las formaciones del terreno, un movimiento tan sutil que carecía de forma definida era Arthur, ubicado a pocos pasos. Tomó el brazo de su compañera y dijo discretamente:

—Vámonos, rápido.

Sin romper el silencio imperante, la pareja se dirigió hacia una zona resguardada, dejando en suspenso la revisión del movimiento observado. La sospecha persistía, incitándolos a avanzar con meticulosidad; sin embargo, todo indicaba que el peligro pronto se materializaría en un enfrentamiento directo.

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