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Capítulo 3

El motor del auto rugía con un sonido áspero. Arthur mantenía las manos firmes sobre el volante, sus nudillos estaban blanquecinos por la presión. A su lado, Camila permanecía inmóvil, la frente apoyada contra el vidrio frío de la ventanilla. Sus ojos, vacíos y distantes, seguían el paisaje que se desvanecía a medida que se alejaban del bosque. Los árboles, altos y retorcidos, buscaban la forma de seguirlos, intentando alcanzarlos una última vez antes de perderlos de vista.

El silencio dentro del auto era insoportable. El hombre lanzó una mirada rápida hacia su compañera, y ella no lo miró. No había necesidad de palabras; ambos sabían que algo había cambiado. Algo que no podían nombrar, algo que se había infiltrado en sus mentes igual que una niebla persistente.

De repente, Álvarez se incorporó bruscamente, con una respiración entrecortada. Los dedos se aferraron al borde del asiento.

—¡Para! —exclamó.

Pisó el freno de inmediato, el auto deteniéndose en medio de la carretera desierta.

—¿Qué pasa? —preguntó con preocupación.

Abrió la puerta y salió del auto, sus pasos rápidos y decididos la llevaron de vuelta hacia el borde del bosque. Gómez la siguió, maldiciendo otra vez en voz baja.

—¿Qué demonios está pasando? —gritó, alcanzándola justo cuando su colega se detuvo en el lugar donde había visto... algo.

Álvarez investigó el área con una intensidad febril, sus ojos recorrían cada rincón, cada sombra entre los árboles. Nada. No había nadie.

—Estaba aquí —habló en voz baja.

—¿Quién? ¿Quién estaba aquí? —su colega la agarró del brazo, obligándola a mirarlo.

Lo evitó, su mirada estaba perdida en la espesura.

—Nada. No importa.

El hombre soltó un suspiro exasperado, soltando su brazo.

—Esto no es nada. Estás dejando que este lugar te afecte demasiado. No podemos permitirnos perder la cabeza.

La chica se apoyó contra el auto.

—Lo vi. Era mi padre. Estaba ahí, mirándome.

Se quedó quieto, sus ojos la estudiaban al principio con incredulidad luego con compasión.

—Tu padre está muerto. Esto no puede ser real. Este lugar... está jugando contigo. Con ambos.

Cerró los ojos, tratando de ahuyentar las imágenes que la perseguían.

—Lo sé. Lo sé —su voz se quebró, y él notó cómo sus hombros se hundían bajo el peso de algo que no podía ver.

—Escúchame —dijo, bajando la voz—. No podemos quedarnos aquí. Este lugar no es seguro. No para ti, ni para nadie. Debemos irnos. Ahora.

Asintió lentamente. Gómez la llevó de vuelta al auto.

El viaje continuó en silencio, y con ello la tensión que no se disipó. El oficial conducía con determinación, alejándose de la aldea y de todo lo que representaba. La chica, por su parte, se sumergió de nuevo en su propio mundo, sus pensamientos giraban en una gran tormenta de recuerdos y miedos.

Dos días después, la ciudad les ofrecía su bullicio habitual. Los sonidos de la vida cotidiana, los coches, las conversaciones, las risas, todo tan normal, tan alejado de la pesadilla que habían dejado atrás. La oficial Álvarez intentó sumergirse en la rutina, en los informes, en las llamadas, aunque algo en su interior seguía inquieto. Una parte de su mente aún estuviera atrapada en ese bosque.

Fue en la tercera noche cuando todo cambió de nuevo.

El teléfono de la comisaría sonó, un timbre agudo que cortó el aire. Camila atendió.

—Comisaría, ¿en qué puedo ayudarle?

Del otro lado de la línea, una voz débil, estremecida, respondió.

—¿Hola? ¿Hola? Por favor, necesito ayuda.

La policía se quedó helada. Reconoció esa voz. Era la misma persona que había llamado días atrás, la misma que los había llevado a la aldea.

—¿Señora? ¿Está bien? —preguntó, tratando de mantener la calma.

—No... no estoy bien. Estoy escondida, no sé cuánto tiempo más podré aguantar. Estoy muy débil. Por favor, vengan a buscarme.

Sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

—Ya fuimos a la aldea. No encontramos a nadie. Ni siquiera la cueva que mencionó.

—Estoy aquí —la voz sonaba desesperada—. El lugar es grande, tal vez tomaron el camino equivocado. Estoy aquí. Y si no vienen pronto... moriré.

—¿Cómo se llama? ¿Puede darme su nombre?

Hubo un silencio en la línea, seguido de un crujido estático. Luego, nada. La llamada se había cortado.

Bajó el teléfono lentamente, su mirada estaba clavada en la pared de en frente. Gómez, que había estado observándola desde su escritorio, se acercó.

—¿Qué pasó? —interrogó.

La chica lo miró, sus ojos estaban llenos de una inquietud que no podía ocultar.

—Era la misma mujer. Dice que todavía está allí.

Su compañero cruzó los brazos.

—Esto no tiene sentido. Ya revisamos ese lugar. No había nadie.

—Lo sé... —susurró—, ¿y si nos equivocamos? ¿Y si todavía está ahí, esperando?

—No podemos seguir persiguiendo fantasmas.

—¿Y si no son fantasmas? —replicó—. ¿Y si hay algo más en ese lugar?

Arthur la observó con frustración. La llamada había sacudido la vida de su compañera, y podía verlo reflejado en cada uno de sus movimientos: en sus piernas que temblaban ligeramente, en sus manos que se aferraban al borde del escritorio sintiendo, tal vez, que era el único sostén en un mundo que se desmoronaba. Sabía lo mucho que aquella voz al otro lado del teléfono la había afectado, y aunque intentaba racionalizarlo, no podía evitar sentir que algo más siniestro se escondía detrás de todo esto.

—Oye, escúchame—dijo finalmente—, esto no tiene sentido. Ya fuimos a esa aldea. No había nadie. Nada. Esa persona... tal vez solo sea alguien jugando una broma pesada. Gente aburrida con demasiado tiempo libre. No podemos seguir persiguiendo algo que simplemente no está ahí.

Sus ojos, vidriosos y distantes, parecían perdidos en algún lugar entre el presente y el pasado. Él suspiró, acercándose un poco más.

—Mira, estás agotada. Esto te está consumiendo. Deberías irte a casa, descansar. Yo me quedaré aquí, tomaré tu turno. No hay nada más que podamos hacer esta noche.

Por un momento pensó que iba a discutir. Pero luego, algo en su interior cedió. El comisario Morales, que había estado observando la escena desde su oficina, se acercó y apoyó la decisión.

—Tiene razón. Necesitas descansar. Esto no es saludable —dijo Morales, con voz paternal.

Finalmente cedió. Recogió su abrigo y salió de la comisaría, sintiendo la frialdad de la noche. El aire frío de la ciudad la golpeó al salir; no obstante, no logró despejar la neblina de su mente. Caminó hasta su apartamento en silencio.

Al llegar, la recibió la soledad que siempre estaba ahí al llegar a su apartamento. Solo estaba su gato, un pequeño felino de apenas ocho meses, que maulló suavemente al verla entrar. Lo levantó entre sus brazos, sintiendo el suave ronroneo del animal contra su pecho. Le dio de comer, mecánicamente, cada movimiento era parte de una rutina que la mantenía anclada a la realidad. Luego, se dirigió a su habitación, dejando que el cansancio la arrastrara hacia la cama.

El descanso no llegó fácilmente. Esa noche, fue atormentada por sueños inquietantes. En su pesadilla, se encontraba de nuevo en la aldea, rodeada por aquellos árboles ensortijados que la atrapaban en una especie de sueño diabólico. De repente, vio a su padre. Estaba allí, en medio de la aldea, su rostro pálido y demacrado, los ojos llenos de una ira que nunca había visto. Lo siguió, casi sin querer, hasta un acantilado donde una tormenta rugía con furia. Las olas golpeaban las rocas con un estruendo ensordecedor, y el viento aullaba como un ser vivo.

—¿Por qué me abandonaste? —gritó su padre—. Fuiste una mala hija. No pudiste salvarme. ¡No hiciste nada!

Intentó responder. Quería explicarse, decirle que lo había intentado, que lo había amado a pesar de todo. Su padre se acercó más, su rostro estaba llena de furia. De repente, extendió una mano, intentando empujarla hacia el abismo. Camila retrocedió, sintiendo el vacío que había detrás, y de repente despertó bruscamente, cubierta de sudor frío.

La habitación estaba sumida en la oscuridad. Encendió la lámpara de su mesita de noche, iluminando el cuarto con una luz frágil. Fue entonces cuando notó que la puerta de su habitación se abría lentamente, con un chirrido paulatino. De la oscuridad emergió su gato, saltando con gracia sobre la cama y acurrucándose a su lado. Su dueña, complaciéndolo, lo acarició, sintiendo cómo el ronroneo del animal la calmaba poco a poco. Con el gato a su lado, logró conciliar el sueño de nuevo, aunque esta vez más ligero, más alerta.

A la mañana siguiente regresó a la comisaría con una audacia que se lo haría sentir a su amigo. Arthur la vio entrar y notó de inmediato el aspecto demacrado de su compañera. Sus ojos estaban rodeados de sombras oscuras, y su postura denotaba una tensión que no había estado allí antes.

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose.

Ella lo miró directamente a los ojos y le dijo:

—Voy a regresar a la aldea. Algo muy extraño está ocurriendo allí, y no puedo simplemente dejarlo pasar.

—¿Estás loca? ¿A caso no eres consciente de lo que esto te está haciendo? Pareces un fantasma. No has dormido, no has comido... Esto no es sano.

—No me importa —replicó—. No puedo ignorarlo. Si no vienes conmigo, iré sola.

Gómez intentó encontrar alguna grieta en su resolución; sin embargo, no la encontró. Finalmente, soltó un suspiro exasperado.

—Esto es una locura. No puedes seguir así. Mira lo que te está haciendo.

La mirada de la oficial era fría, distante. Ya había tomado una decisión que nadie podía cambiar. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta.

—¡Camila! —gritó, pero la chica no se detuvo.

La puerta de la comisaría se cerró con un golpe seco, dejando a su compañero con la impotencia de no poder hacer que cambie de opinión. Se quedó allí, inmóvil, preguntándose cuánto más podría resistir su compañera antes de que algo se rompiera por completo.

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