Capítulo 2
Avanzaron hacia el bosque, pasando cerca del lago que se extendía a su izquierda. Las aguas, oscuras y quietas, reflejaban el cielo grisáceo del atardecer, había algo en su superficie que absorbía la luz. El lago aparentaba estar hecho de tinta. Camila se detuvo un momento, observando las pequeñas ondulaciones que rompían la superficie, aunque no había viento que las explicara.
—¿Qué pasa? —preguntó Arthur, notando su mirada fija en el agua.
—No lo sé —respondió—. Este lago.
Lanzó una mirada escéptica hacia el agua, incluso él no pudo ignorar la sensación de inquietud que emanaba del lugar.
—No empieces con eso —dijo, su voz sonaba menos segura de lo habitual—. Ya tenemos suficiente con lo que vimos en la casa.
Por un momento no pudo articular ni una sola palabra. Su mente volvió a la llamada de la noche anterior, a la voz de esa mujer pidiendo ayuda. ¿Quién era? ¿Y por qué no volvió a llamar? ¿Estará en peligro? La preocupación se apoderó de su pecho, con una creciente sensación de urgencia.
—Tenemos que encontrarla —dijo finalmente, rompiendo el silencio—. Esa mujer... no sonaba a alguien que estuviera inventando cosas. Algo terrible le pasó, y si está aquí, en este lugar...
Él la miró, su expresión era comprensiva.
—Lo sé —dijo, con un tono más suave—. No podemos perder la cabeza. Si hay algo aquí, algo peligroso, tenemos que ser cuidadosos. No podemos ayudarla si nos pasa algo a nosotros.
Coincidió, aunque su mirada seguía fija en el lago. Por un momento, le pareció ver algo moverse bajo la superficie, una sombra grande y oscura que desapareció tan rápido como apareció.
—Vamos —dijo el hombre, tocando su brazo para llamar su atención—. El bosque no va a ser más seguro cuando anochezca.
Se alejó del lago con reluctancia. La imagen de esa sombra bajo el agua no la abandonaría fácilmente.
Una fuerza maligna parecía atraparlos, arrastrándolos hacia atrás con cada intento de alejarse. Las piernas de la oficial se sentían hechas de plomo, y el aire a su alrededor se había vuelto denso irrespirable. Su amigo, siempre práctico, intentó racionalizar la sensación; sin embargo, no podía ignorar el aura siniestra que emanaba del lugar.
—No podemos quedarnos aquí —dijo, su voz era tensa—. Tenemos que alejarnos de esta aldea.
La franja de lazos negros que separaba la aldea del bosque flameaba levemente, daba la sensación de que unas manos imaginarias las agitaba. Los huesos de animales estaban esparcidos por el suelo y las calaveras ensartadas en estacas de madera añadían un toque macabro al paisaje. El lugar estaba diseñado para disuadir a cualquiera que se atreviera a adentrarse.
—Tenemos que encontrar esa cueva —murmuró Álvarez—. La mujer en el teléfono dijo que estaba cerca.
El oficial la miró con escepticismo; sin embargo, no protestó. Sabía que discutir en ese momento no llevaría a nada. En lugar de eso, ajustó la pistola en su cinturón y avanzó hacia el bosque, con su colega siguiéndolo de cerca.
Al cruzar la franja de lazos negros, una sensación extraña los invadió. Atravesaron un umbral, un límite entre lo conocido y lo desconocido. El bosque que se extendía ante ellos era inquietantemente silencioso. No había rastro de pájaros, ni de insectos, ni siquiera del susurro habitual de las hojas. Solo el crujido ocasional de las ramas moviéndose con el viento, un sonido que, en lugar de ser reconfortante, aumentaba la sensación de aislamiento.
—Esto no está bien —murmuró Arthur, escaneando el área con mirada alerta—. No debería estar tan quieto.
La atención de la mujer estaba clavada en el suelo, donde unas huellas recientes indicaban el paso de algo grande. No eran de un animal común; la forma era irregular, casi humana. Siguió las marcas con la mirada hasta que desaparecieron entre los árboles.
El atardecer manchaba el cielo de tonos anaranjados y morados; no obstante, dentro del bosque, la luz era suficiente para ver el camino. Aun así, la atmósfera era opresiva. Siguieron con cautela.
Después de unos minutos, encontraron lo que se asemejaba a restos frescos de un animal. La carcasa estaba destrozada, algo lo desgarró con fuerza bruta. La sangre aún brillaba bajo la luz, y el olor era nauseabundo, una mezcla de carne podrida y algo más, algo extraño.
—Esto no tiene más de unas horas —dijo el hombre, examinando los restos con precaución—. ¿Qué demonios pudo hacer algo así?
Ella estaba observando el suelo alrededor de los restos, donde unas marcas extrañas formaban un patrón circular. Parecía el lugar de un ritual, con piedras dispuestas en forma de símbolos y ramas rotas clavadas en el suelo.
—Mira esto —dijo, señalando los lazos negros que colgaban de los árboles cercanos—. Parecen marcar un camino.
—No me gusta esto. No hay cuevas aquí, solo... esto. Y no quiero quedarme a averiguar qué lo causó.
La oficial lo miró, en su expresión se reflejaba su decisión.
—Tenemos que seguir. Si hay algo aquí, algo que pueda explicar lo que está pasando, no podemos ignorarlo.
Su amigo suspiró, y accedió. Sabía que no había forma de disuadirla una vez que se había puesto algo en la cabeza.
Caminaron siguiendo los lazos negros, que los guiaban más adentro del bosque. La sensación de estar siendo observados no desapareció; si acaso, se intensificó. Cada sombra entre los árboles se movía, cada crujido de ramas sonaba igual que un paso sigiloso.
—¿Escuchas eso? —preguntó su compañera en voz baja, deteniéndose de repente.
Se detuvieron, escuchando atentamente. Al principio, no había nada. Luego, un sonido leve, casi imperceptible, llegó a sus oídos. Era un gemido, bajo y prolongado, algo estaba sufriendo en la distancia.
—No —dijo él, negando con la cabeza—. No vamos a investigar eso.
Camila lo miró, y antes de que pudiera responder, el sonido se repitió, esta vez más cerca. Era imposible ignorarlo.
—No tenemos elección —aseveró, y estando decidida no podía ocultar el temor—. Sea lo que sea, ya sabe que estamos aquí.
Arthur maldijo en voz baja. Sacó la pistola de su cinturón y avanzó con precaución, con su colega apoyándolo de cerca. El gemido los llevó más adentro del bosque, hacia un claro donde la luz del atardecer apenas llegaba.
Lo que vieron allí los dejó sin aliento. En el centro del claro había una estructura improvisada, hecha de ramas y huesos. Colgando, y atado con cuerdas gruesas, había un cuerpo. No podían distinguir si era humano o animal. Estaba cubierto de heridas abiertas y su piel parecía... moverse, algo estaba debajo.
—Dios mío —murmuró la chica, llevándose una mano a la boca.
Su compañero apuntó con la pistola, escaneando el área en busca de amenazas.
—Tenemos que irnos. Ahora.
Antes de que pudieran moverse, el cuerpo colgante se sacudió violentamente. Las cuerdas que lo sostenían crujían bajo la tensión. Retrocedieron instintivamente, sus pistolas apuntaban hacia la figura que se movía de manera antinatural. Los movimientos de aquella cosa eran de algo que estaba luchando por liberarse de su prisión de carne y hueso. De repente, algo se desprendió de la masa ensangrentada. Un cuervo, enorme y de plumaje brillante, emergió de entre los restos, sus alas se desplegaron con un aleteo seco y estrepitoso. El ave los miró fijamente, sus ojos eran negros semejantes a unos pozos sin fondo, antes de lanzarse al cielo con un graznido agudo que aparentaba ser una advertencia.
—¡Maldita sea! —exclamó Arthur, bajando lentamente el arma—. Es solo un cuervo. Me asustó.
La mirada de su amiga seguía al cuervo, que se perdía en la distancia, llevando consigo un mensaje que no podía desentrañar.
—Tenemos que irnos —expresó el policía—. No hay nada aquí. Ni la cueva, ni la mujer, ni respuestas. Solo... esto. Tal vez unos locos colgaron este animal aquí, y considerando el aspecto de la aldea, es lo más lógico. Tenemos que irnos, este lugar nos ha dado muchas advertencias.
Ella estaba enojada, en su rostro había frustración y preocupación. Sabía que tenía razón, pero algo en su interior se resistía a abandonar el lugar. La llamada de esa mujer, la voz desesperada, no podía ser una coincidencia.
—¡No podemos simplemente irnos! — exclamó —. Algo está pasando aquí. Algo que no entendemos.
—Lo sé —respondió, con un tono más suave—. No podemos quedarnos a averiguarlo. No ahora. La noche está cayendo, y este lugar... no es seguro.
Álvarez miró a su alrededor, notando cómo las sombras entre los árboles aumentaban. El bosque estaba preparándose para algo. El aire se había vuelto más frío, y una neblina ligera comenzaba a formarse a ras del suelo.
—Está bien —aceptó finalmente, aunque con reluctancia—. Volveremos. No debemos dejar esto así.
El amigo suspiró, aliviado de que no discutiera más. Juntos, comenzaron a retroceder, siguiendo el camino marcado por los lazos negros. Cada paso que daban los aliviaba un poco. El sitio estaba permitiéndoles irse... por ahora.
Al salir del bosque, pasaron de nuevo por la aldea. Las casas colgantes, ahora bañadas por la luz frágil del atardecer le daba un aspecto más tétrico. Camila no pudo evitar sentir que algo las observaba desde las ventanas vacías. Se obligó a seguir avanzando.
Fue entonces cuando lo vio.
Se detuvo en seco, sus ojos estaban sujetos en la figura que había aparecido entre las casas colgantes. El corazón le latía con tal fuerza que sentía que podría salírsele del pecho. La silueta era alta, delgada, con una postura que le resultó inquietantemente familiar.
Era su padre.
No podía ser, lo sabía. Había muerto años atrás, y sin embargo, allí estaba, asomándose desde la negrura como si nunca se hubiera ido. Su rostro, iluminado delicadamente por la luz moribunda del atardecer, llevaba una sonrisa que la congeló. No era la sonrisa cálida y cordial que recordaba de su infancia, sino algo retorcido, casi grotesco, daba la impresión de que una fuerza oscura tomó su forma y la había pervertido.
—Oye—habló en voz baja—. ¿Ves eso?
Él siguió su mirada; no obstante, la figura ya había desaparecido.
—¿Qué? —preguntó, escaneando el área con mirada alerta—. No veo nada.
La mujer luchaba por procesar lo que acababa de presenciar. Sabía que no podía ser real, que su padre estaba muerto. La imagen había sido tan vívida, que le costaba convencerse de que era solo su imaginación.
—Nada —dijo finalmente—. Solo... imaginaciones.
La observó con preocupación, pero no insistió. Sabía que este lugar estaba afectándola, del mismo modo que lo estaba afectando a él.
—Vamos —dijo, tocando su brazo suavemente—. Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde.
No pudo evitar mirar hacia atrás una última vez. Las casas fueron más siniestras que nunca, sus ventanas vacías eran ojos que las observaban desde la oscuridad. La figura de su padre seguía rondando su mente. Algo en este lugar estaba profundamente mal.
Mientras caminaban, alejándose de la aldea y del bosque, no podía sacudirse la sensación de que algo la seguía. Cada paso, acompañado por la imagen de esa sonrisa deformada. Recordó los últimos días con su padre, antes de que muriera. Había sido una época difícil, llena de silencios incómodos y batallas colosales. Ahora, esa sonrisa bufona se burlaba de los tiempos pasados.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro