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Capítulo 1

Los relatos de pérdida nos dejan cicatrices en el alma. Cada lágrima y cada paso en la oscuridad nos recuerda aquello que juramos nunca vivir de nuevo. La muerte es el impulso para avanzar o la razón para quedarnos en un lugar. Es el abismo de la desesperación, allí es donde se revela el valor de la luz y la esperanza. De entre las heridas nace el coraje, forjado en el fuego de experiencias dolorosas, marcando el inicio de un renacer. Este es el preludio de la lucha eterna entre la memoria y la redención, ese es el precio de la vida.

Camila Álvarez, de veintinueve años, llevaba varios años vistiendo el uniforme de la policía. Su cabello castaño, siempre recogido en una coleta ajustada, y sus ojos cafés, profundos y alerta, reflejaban la determinación de alguien que había visto demasiado en tan poco tiempo. Trabajaba en una ciudad que olvidaba la presencia del mundo, un lugar que, a pesar de su aparente calma, escondía grietas por donde se colaba lo peor de la humanidad. Era el año 2012, y aunque la tecnología avanzaba a pasos agigantados, algunas cosas nunca cambiaban: el miedo, la desesperación y las llamadas que llegaban en las horas más oscuras de la noche.

Esa noche, al igual que muchas otras, estaba en su oficina. El edificio de la comisaría estaba casi vacío, salvo por el zumbido intermitente de las luces fluorescentes y el sonido lejano de los pasos de algún colega en los pasillos. Sobre su escritorio, una taza de café frío y una pila de informes esperaban su atención. Sin embargo, algo en el ambiente esa noche era distinto. No podía precisar qué, pero una sensación incómoda se había instalado en su pecho.

El sonido del teléfono la sobresaltó. No era el tono habitual de las llamadas internas, sino el timbre agudo y urgente de la línea de emergencia. Lo miró por un instante, dudando de su propia percepción, antes de alargar la mano y descolgar el auricular.

—Unidad Álvarez, ¿en qué puedo ayudarle? —su voz era firme, profesional; sin embargo, un ligero temblor en sus dedos delataba la tensión que había estado acumulando.

Del otro lado de la línea, una voz femenina irrumpió en un torrente de palabras entrecortadas.

—¡Por favor, necesito ayuda! ¡Está viniendo por mí! ¡No sé qué hacer! —la mujer hablaba con tal desesperación que las palabras se amontonaban, casi incomprensibles. El sonido de la llamada era irregular, la señal luchaba por mantenerse estable.

Se enderezó en su silla, agarrando el teléfono con más fuerza.

—Tranquila. Estoy aquí para ayudarla. ¿Dónde se encuentra? ¿Puede darme su ubicación?

La desconocida sollozó, y durante un momento, solo se escuchó el crujido de la estática.

—Estoy... estoy en una aldea. Me alejé... me escondí en unas cuevas. No sé exactamente dónde estoy. ¡Por favor, vengan rápido! Ya llamé antes..., el policía que enviaron... se volvió loco. ¡Quiere matarme! ¡Estoy escondiéndome de esa persona!

Las palabras la golpearon como un puñetazo. No era la primera vez que recibía una llamada de alguien en pánico; no obstante, había algo en esta que la hacía distinta. La voz no sonaba a falsedad ni a exageración. Era el tono de alguien que había tocado fondo, que había visto algo que no podía explicar.

—Necesito que se calme. ¿Puede decirme su nombre? ¿Cómo llegó ahí? —intentó mantener la calma, pero su mente ya estaba trabajando a toda velocidad. ¿Qué policía había sido enviado antes?

Antes de que pudiera responder, un sonido extraño interrumpió la comunicación. Era una voz que no hablaba en español ni en ningún idioma que pudiera reconocer. Las palabras eran guturales, casi inhumanas, y resonaban con una cadencia que heló la sangre en sus venas.

La desconocida en la línea gritó, y luego... silencio. La llamada se cortó abruptamente, dejando a Álvarez con el auricular pegado a la oreja y un vacío que se extendía en su mente.

Soltó el teléfono lentamente. Miró a su alrededor, esperando que alguien más hubiera escuchado lo que acababa de ocurrir. La oficina estaba vacía.

Sin perder tiempo, se dirigió al despacho de su jefe, el comisario Morales. Él estaba revisando unos informes. Levantó la vista al verla entrar, y su expresión cambió al notar la palidez en su rostro.

—¿Qué pasa, Álvarez? Pareces haber visto un fantasma.

Camila respiró hondo antes de hablar.

—Acabo de recibir una llamada de emergencia. Una mujer dijo que estaba escondida en unas cuevas. Afirmó que ya había llamado antes, que enviaron a un policía, y este se volvió loco y quería matarla. La llamada se cortó después de que se escuchara... algo. Alguien hablando en un idioma extraño.

El señor frunció el ceño, no pareció tan impresionado como esperaba.

—¿Tienes una ubicación exacta? ¿Algún nombre?

—No, capitán. La señal estaba muy mala, y no pudo darme detalles concretos...algo no cuadra. Dijo que ya habían enviado a alguien antes; sin embargo, no hay registro de esa llamada.

Morales se reclinó en su silla, cruzando los brazos.

—Mira, Álvarez, lo más probable es que haya sido una broma. Alguien con demasiado tiempo libre y ganas de asustar a la policía. No es la primera vez que pasa.

La mujer apretó los puños, sintiendo cómo la frustración se mezclaba con su inquietud.

—Capitán, no sonaba a alguien que estuviera bromeando. Estaba aterrada. Y lo que escuché al final... no era normal.

El comisario suspiró, cansado de discutir.

—Está bien. Revisa los registros de llamadas de los últimos días, por si acaso. Solo te pido que no te obsesiones con esto. No quiero que vuelva a afectarte lo de... ya sabes.

Ella asintió, aunque no estaba convencida. Al salir del despacho, se encontró con Arthur Gómez, de 29 años, su compañero y amigo desde la academia. Arthur destacaba fácilmente entre la multitud por su altura imponente. El cabello castaño oscuro caía ligeramente sobre su frente, parte de una cabellera que, aunque usualmente peinada con descuido, encajaba perfectamente con su estilo relajado. Sus ojos, completamente negros, reflejaba determinación que acompañaba cada observación. Era simpático, cariñoso y muy leal, cualidades que lo convertían en alguien en quien se podía confiar. Su presencia emanaba una sensación de seguridad, tal vez porque él siempre estaba dispuesto a proteger a quienes le importaban, sin importar las circunstancias.

—¿Qué pasa? Pareces haber visto un fantasma —le dijo a su colega al acercarse.

Le contó lo sucedido, detallando cada palabra de la llamada y la reacción del jefe. Él escuchó con atención, y al final, solo se encogió de hombros.

—El capitán tiene razón, ¿sabes? Probablemente fue una broma. No dejes que esto te afecte demasiado.

Álvarez no respondió. Sabía que solo intentaba ayudarla, algo en su interior le decía que esta vez no era tan simple. Esa llamada, esa voz desconocida... no encajaba en ninguna explicación lógica.

Al día siguiente, no pudo sacarse de la cabeza la llamada de la noche anterior. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba aquella voz desesperada, aquel idioma gutural que no podía comprender. Sabía que su jefe no autorizaría una investigación sin más pruebas, a pesar de eso, algo en su instinto le decía que no podía quedarse de brazos cruzados. Necesitaba respuestas.

Fue así como, después de su turno, se acercó a Arthur. Estaba revisando unos papeles en su escritorio. Levantó la vista al notar su presencia.

—¿Qué pasa? Pareces... distraída.

Respiró hondo antes de hablar.

—Necesito que vengas conmigo. Quiero investigar esa llamada de anoche. No puedo ignorarla.

El hombre estaba claramente incómodo con la idea.

—¿En serio? El capitán dijo que probablemente era una broma. ¿Para qué perder el tiempo?

—No fue una broma —replicó—. Estaba aterrada, y lo que escuché... me sigue aterrorizando. No te pido que me creas, solo que me acompañes. Si no encontramos nada, te dejo en paz. Pero si hay algo ahí, no podemos ignorarlo.

La miró fijamente, intentando descifrar si estaba bromeando. Finalmente, suspiró y se levantó.

—Está bien. Si esto resulta ser una pérdida de tiempo, me debes una cena.

Agradeció su compañía. Sabía que no estaba convencido, a pesar de ello, su amistad y lealtad pesaban más que su escepticismo.

El viaje hasta fue largo y agotador. Salieron de la ciudad en la tarde, cuando ya no estaban en servicio, y condujeron durante horas por carreteras secundarias que se adentraban en lo más profundo del bosque. La vegetación se volvía más densa con cada kilómetro, y el aire se enfriaba, daba la impresión de que el sol no pudiera penetrar del todo entre los árboles. El camino estaba en mal estado, lleno de baches y ramas caídas, y el coche patinaba en ocasiones sobre el barro acumulado.

—¿Estás segura de que esto es el lugar correcto? —preguntó su amigo, ajustando el volante para evitar una roca grande en el camino.

—Mencionó una aldea cerca de unas cuevas. Según la localización de la llamada y el mapa, esto es lo más cercano —respondió con dudas, incluso ella comenzaba a dudar. El bosque aparentaba no tener fin, y la sensación de aislamiento era abrumadora.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegaron a un claro en el bosque. Allí, entre los árboles, se alzaba la aldea.

La primera impresión fue de extrañeza. Las casas, construidas con madera envejecida, no estaban asentadas en el suelo. En su lugar, se alzaban sobre pilares gruesos, como si flotaran a medio metro de la tierra. Los soportes, tallados con intrincados diseños que les recordaba a runas o símbolos desconocidos, se hundían en el suelo, similar a unas raíces torcidas. Ninguna estructura tocaba la tierra directamente, dando la impresión de que el contacto con el suelo estuviera prohibido.

—¿Qué demonios? —murmuró Arthur, bajando lentamente del coche.

Su amiga no respondió. Su atención estaba fija en la entrada. Un arco de piedra, cubierto de musgo y grietas, marcaba el acceso. En su superficie, talladas con precisión, había más de esos símbolos extraños. No eran letras ni números, sino formas geométricas y líneas que se entrelazaban de manera hipnótica. Un letrero colgaba del arco, también cubierto de los mismos dialectos desconocidos. Era imposible descifrar su significado, a pesar de no saber lo que decía transmitían una sensación de advertencia.

Más allá del arco, el paisaje se abría. El lugar estaba rodeado por un gran lago, cuyas aguas oscuras reflejaban el cielo grisáceo del atardecer. A un lado del lago, un cementerio se extendía igual que una mancha sombría. Las tumbas no tenían lápidas tradicionales; en su lugar, lazos negros ondeaban en estacas clavadas en el suelo, parecidos a las banderas de un reino olvidado. Entre ellas, calaveras de animales —o al menos eso parecían— estaban ensartadas en postes, sus cuencas vacías miraban hacia el bosque.

El suelo no estaba cubierto de arena ni de tierra, sino de un césped corto y uniforme que aparentaba demasiada perfección. No había caminos, solo extensiones verdes que conectaban las casas flotantes. El silencio era absoluto, roto solo por el sonido constante de los grillos, una canción monótona y eterna.

—Esto no tiene sentido —dijo el hombre, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está todo el mundo?

Cada detalle del lugar parecía diseñado para incomodar, para desafiar la lógica. Las casas intactas, tenían un aire de abandono. Las ventanas estaban cerradas, y ninguna luz brillaba en su interior. No había señales de vida: ni personas, ni animales, ni siquiera pájaros en los árboles.

—Vamos a echar un vistazo —dijo ella, decidida—. Con cuidado.

El oficial accedió, aunque su expresión era de clara incomodidad. Juntos, avanzaron por el césped, sintiendo cómo sus pasos se hundían ligeramente en el suelo blando. El aire olía a humedad y a algo más, algo metálico y dulzón que no podían identificar.

Al acercarse a la primera casa, Camila notó que la madera estaba cubierta de una sustancia negra y pegajosa que goteaba desde el techo. Las ventanas limpias reflejaban el bosque detrás de ellos, distorsionando las imágenes.

—¿Escuchas eso? —preguntó Arthur de repente, deteniéndose.

La oficial aguzó el oído. Entre el sonido de los grillos, había algo más: un murmullo bajo, casi imperceptible, que venía de todas las direcciones. No eran palabras, sino sonidos extraños, daba la sensación de que el bosque mismo estaba hablando.

—Vamos a revisar una de las casas —dijo Camila, ignorando el escalofrío que recorrió su espalda.

Su amigo no protestó. Su mano se acercó instintivamente a la pistola en su cinturón. Subieron las escaleras de madera que llevaban a la primera casa, notando cómo crujían bajo su peso. La puerta estaba entreabierta, solo faltaba empujarla con cuidado.

El interior estaba vacío. No había muebles, ni decoración, ni señales de que alguien hubiera vivido allí. Las paredes, sin embargo, estaban cubiertas de más símbolos tallados. Alguien había pasado años grabándolos en la madera. En el centro de la habitación, una mancha oscura en el suelo llamó su atención. Era grande, irregular, y parecía haberse secado hace mucho tiempo.

—Eso parece sangre —habló en voz baja el oficial, mirando la mancha—. ¿Crees que fue un animal?

—No lo sé —interrumpió, su mente ya estaba haciendo conexiones. La llamada, la voz desconocida, las casas flotantes, la mancha en el suelo... Todo apuntaba a algo mucho más siniestro de lo que podían imaginar.

Salieron de la casa. El ruido en el bosque se intensificó, envolviéndolos en una red de sonidos indescifrables. Miraron a su alrededor; no obstante, el sitio seguía igual: desierta, inmóvil.

—Tenemos que estar alerta —expresó Arthur, con urgencia—. Deberíamos irnos. Ahora.

Su compañera estuvo de acuerdo; sin embargo, no podía apartar la mirada de ese bosque. La observaba. El lago, oscuro y quieto, reflejaba el cielo cada vez más gris, y los lazos negros del cementerio se agitaban con una brisa que no sentían.

—Algo pasó aquí —murmuró Camila—. Algo terrible.

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