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6. Una fina arena blanca

Aquello supuso un cúmulo de desgracias y no tan desgracias. Fue como si aquel cadáver hubiera estado esperando entre bastidores para salir a escena y jodernos a todos. Aquel acto no sólo representaba una muerte más, sino una tremenda desconfianza en la aldea: ¿quién lo había hecho? Además, escuché a mi abuelo contarle a su mujer, en secreto, que creía que la muerte anterior era demasiado sospechosa a pesar de no haber pruebas.

Nos tomaron declaración al día siguiente, yo estaba bastante cortado, como vergonzoso y por mi cabeza pasaban respuestas de burla hacia lo que me decían. Se pensaban que por ser unos niños éramos estúpidos, ¿cómo me iba a ocasionar un trauma que en el bosque donde había estado se encontrara un cadáver? Si ni lo había visto. Me mordí la lengua muchas veces, con ello, dejé que Sakura fuera quien respondiera casi todo.

—¿Estás bien, chico? —me preguntó el policía que había venido a la casa.

«Como una rosa no voy a estar, eso desde luego». Asentí con la cabeza y di un suspiro. Ya habían pasado dos días y si bien no había necesitado mucho tiempo para recuperarme, el susto todavía seguía en mi cuerpo. Quería estar solo. Eran muchas cosas las que se estaban juntando: ¿qué fue la silueta que vimos? ¿Tenía relación con la anterior muerte? ¿Y con el fantasma? Pero lo peor fue que todo había sucedido en el bosque, el dichoso bosque.

El policía se fue al cabo de una hora o dos. En realidad él no me preocupaba tanto. Más bien era mi familia. Se portaban de forma condescendiente con nosotros, agravaban ellos solos la situación; en su cabeza parecía como si se hubieran montado una película ajena a lo ocurrido. Nosotros no llegamos a ver nada, como mucho una silueta, todo ocurría mientras nosotros éramos ajenos a ello. Lo único que ocurrió fue una coincidencia que estuviéramos dentro del bosque cuando pasó. Era como cuando alguien va a una casa abandonada y le comentan que allí asesinaron a alguien. Lo mismo, solo que al mismo tiempo.

Lo que teníamos en el cuerpo era miedo, no sabíamos qué estaba ocurriendo en la aldea, de si todo se relacionaba con fantasmas o no. Yo quería dejar el tema, olvidarlo y creer que todo era un aviso para que dejáramos de indagar en lo que no debíamos. Eso me lo había inculcado mi madre. «No te metas en asuntos ajenos», me repetía, «a no ser que te pidan ayuda, olvida al resto. A veces la gente quiere hacer las cosas sola».

Sakura, por su parte, parecía más intrigada. No lo decía, pero sus ojos la delataban, su ausencia a pesar de estar allí en cuerpo parecía como si te lo gritara. «Podríamos haber muerto nosotros, podría no haber sido un fantasma», pensaba en decirle, pero por una vez me di cuenta de que era mejor callar.

Por supuesto, esto no solo nos jodió a nosotros. Mi madre estaba que se subía por las paredes, se la notaba más tensa, cada vez que alguien se le acercaba saltaba como si fuéramos a atacarla. Su mirada denotaba desconfianza y una histeria que quería acallar por dentro. Yo no lo entendía, ¿qué le pasaba?

Esa misma noche fui al baño y, mientras cruzaba el pasillo, escuché a mis padres hablar en su habitación. Huelga decir que unas puertas de papel no son la mejor forma de guardar la intimidad, ni mucho menos un suelo que cruje para espiar.

—Tienes razón —le decía mi padre, con una voz que sonaba a lamento.

—Entonces qué hacemos, ¿nos vamos? —Mi madre parecía más calmada que por el día; seguía sin sonar a la de siempre, con una voz tensa y escuchaba crujidos cada vez que ella hablaba.

Intenté contener la respiración con tal de que no me descubrieran en mitad del pasillo.

—No sé, no les veo casi nunca y ya no pueden venir a Saitama. —A mi padre la voz le temblaba, no supe averiguar si estaba triste, decepcionado o puede que igual que mi madre.

—Ya han muerto dos personas, ¿cómo sabremos que no seremos las siguientes?

¿Era eso por lo que mi madre estaba así? En dos días se había vuelto distante, cualquier sonido débil le provocaba un susto y pedía que siempre dijéramos algo cuando entrábamos en una habitación. Hasta le prohibió a Akina salir a la calle. Cuando alguien habría una puerta que daba al exterior no decía nada, pero lanzaba una mirada asesina. Hasta esta misma tarde tuve que cerrar una porque me dio miedo.

—La primera fue un accidente, casualidades de la vida.

—No me seas tonto —inquirió mi madre, con un tono de furia y diciendo las palabras muy rápido—. Ni yo me creo que alguien no se dé cuenta de que en su jardín hay avispas enormes, si hasta cuando hay pequeñitas te enteras.

Mi padre permaneció en silencio. Ella tenía razón, aunque había otro problema. Suponiendo que alguien las puso allí, ¿cómo se las apañaría para que no le picasen? Debería ponerse un traje de esos y algo así llamaría mucho la atención.

—Mira, ya sabes que tenemos una casa al lado de la playa por aquí cerca —propuso él, también parecía incómodo con la situación, la voz le temblaba como si quisiera echarse a llorar—. Podríamos quedarnos unos días allí.

Mi madre suspiró.

—De acuerdo, si el problema lo tengo con el pueblo.

—Si yo entiendo que tras dos muertes te sientas así. —Mi padre intentó permanecer más calmado, pero el balbuceo y las pausas lo delataban—. Yo estoy histérico, aunque salga la gente..., desconfío de la gente. En el fondo intento tranquilizarme porque encima Hikaru está mal, ha sufrido un trauma y no quiero afectarle mucho.

A veces me hacía gracia que la gente exagerara tanto las cosas, pero bueno, al menos me esperaban unos días en la playa. Eso tampoco era bueno, arena pegajosa, agua sucia y calor.

Esa mañana terminé solo con mi abuelo en el saloncito que allí tenían. Si mis padres estaban mal, lo de mi abuelo era otro nivel. Mi padre me contaba que cabrearlo o decir algo delante de él que no le gustaba era mucho peor que un grito. Él jamás había gritado a nadie, recuerdo incluso de pequeño, cuando me portaba mal, que él no me había regañado nunca. Era peor. Se callaba, se volvía un espectador de la escena y si intercambiabas miradas con él sus ojos decían: «me has decepcionado». Entonces te sentías horrible.

Pues así estaba en ese momento. No me miró como acostumbraba, no me saludó como siempre. Tenía un té en las manos, la televisión estaba apagada y se podían escuchar a las puñeteras cigarras que no se callaban cantar. Ojalá ardieran. El piar de los pájaros se podía oír un poco, opacado por los insectos.

No me senté a su lado, hasta quería irme a la cocina —y lo habría hecho, de no ser porque estaba llena de gente y, si ya de por sí me incomodaba comer con compañía, esa condescendencia que percibía me irritaba—. Era como una estatua que emanaba un aura de incomodidad, te decía que algo malo pasaba y que las cosas iban a ir a peor. Permanecía encorvado; mantenía la cabeza agachada mientras con los brazos rodeaba la taza, a veces soplaba dentro. No conocía el motivo.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta, fueron golpes débiles. Escuché la voz de Mitsuki preguntando por mí, sin pensármelo empecé a comerme el arroz deprisa (me atraganté), tuve que toser como un descosido y avergonzado por que me escuchara. Más que nada, porque apenas la conocía y no había demasiada confianza.

—Hikaru, una amiga pregunta por ti —gritó mi abuela, que aún conservaba unos buenos pulmones.

Peinándome con las manos a pesar de que no hiciera falta, me asomé a la puerta y vi a Mitsuki mirando al cielo, embobada. Daba miedo. Parecía aquella típica niña que aparecía en las películas de terror, con los ojos hacia arriba y donde casi no se distinguían las pupilas. Su boca estaba torcida, así como su cabeza, no había rastro de emoción en ese rostro.

—¿Mitsuki?

Cuando me observó y puso una sonrisa, fue como si aquella fuera otra niña distinta a la anterior. Había arrugas en su rostro marcadas por su sonrisa, con los pómulos más elevados y marcándose mejor. Una chica peculiar.

—Ah, sí, perdón. —Meneo la cabeza, con eso su cabello se revolvió y se lo apartó del rostro—. Venía a preguntar cómo estabas. ¿Qué tal todo?

—Bien, fue un susto muy gordo, pero ya se ha pasado.

No parecía muy convencida de mis palabras. Frunció el ceño y arrugó la frente, parecía algo preocupada, hasta se mantenía más distante de mí que lo habitual.

—No es nada, de verdad —insistí, eso no ayudó—. Vimos una silueta, no a ningún muerto ni sangr... Que no pasó nada grave.

—Es que me siento culpable. —Agachó la cabeza y entrelazó las manos, puso una vocecilla que casi era un susurro.

—Pero si tú no hiciste nada.

—Ya, pero el tonto de Kazuo se pone siempre a picar a la gente. —Al oír su nombre me recorrió un escalofrío por la espalda, ya ni siquiera recordaba que fue él quien nos animó a entrar. Todo me parecía tan lejano, a pesar de haber pasado tres días.

—Pero fue él, no tú.

Mitsuki levantó la cabeza, se encogió de hombros. Era más resignación que otra cosa, no dejaba de poner esa mueca de tristeza que me recordaba a la de los perros cuando te pedían comer. Resultaba inquietante, te llegaba hasta al fondo y sentía que debía ayudarla, aunque en realidad no pasara nada.

—Supongo que tienes razón. —Pareció animarse un poco—. Bueno, ¿tú y Sakura estáis bien?

—Sí, dentro de poco nos vamos a la playa, seguro que eso nos anima.

—Qué bien, pues mira...

Mitsuki se metió la mano en el pantalón y sacó una notita, ver que estaba mal recortada por los bordes me exasperó. Cuando me la tendió vi un número escrito con rojo, hecho que me disgustaba más, ¿quién escribía con ese color? De todas formas, llamó mi atención el detalle de que era un número de teléfono.

—El número de mi casa, por si quieres llamarme y charlar mientras estás en la playa.

—¡Sí! —chillé entusiasmado, lo veía como una forma de acercarme más a ella y ser su amigo. Era muy simpática y cálida conmigo—. Lo haré cuando vaya a la playa.

—Y cuándo os vais, por cierto.

Como si hubiera visto a un fantasma me puse serio. Se me contrajo hasta la cara. ¿Qué le iba a responder? ¿Que sabía que me iba porque la noche anterior había escuchado a mis padres planearlo? Noté una gota que me caía desde la frente hasta el pecho, colándose por el pijama. Me encogí de hombros y fingí no saber nada.

—Aún no lo sé —susurré.

—¿Cómo? —Mitsuki no alcanzó a oírme.

—Que aún no lo sé —respondí más alto.

—Aaah, bueno. —Dio dos pasos de espaldas y se giró, después meneó la mano mientras miraba de lado—. Ya nos veremos, era solo eso, para ver como estabas.

Quise darle las gracias, aunque no me salió y todo terminó en ella marchándose mientras corría y yo diciendo adiós con la mano. Cerré la puerta y entonces llegó la noticia.

—Hikaru, prepárate que nos vamos —avisó mi madre, iba a mi habitación para despertar a Sakura y a Akina. Parecía apurada, de un lado a otro y la seguía notando un poco tensa. Al menos, se notaba más tranquila.

Cuando Sakura y mi hermana salieron de la habitación yo entré a vestirme. Fue curioso, yo no pregunté por qué íbamos allí ni el punto exacto, ni nadie se molestó en darme detalles. Supuse que no importaba, que quizás unos días fuera de Fubasa ayudaban a ver que los fantasmas no tenían nada que ver en todo esto.

Fue casi como un parpadeo. Yo estaba en el coche, intenté hacer un esfuerzo para recordar las cosas que habíamos hecho hasta llegar allí. Avisamos a mis abuelos de nuestra ida, Akina no hacía más que molestar y Sakura (no lo aparentaba, pero se podía ver que algo en el viaje no le convencía) empezaba a planear por ambos nuestras actividades. Aún seguía sorprendido de estar en mitad de una carretera, con una extensión de rocas a mi izquierda y al otro lado una playa. De fondo estaba el pueblo, nosotros no nos hospedaríamos en él pero casi. La zona de la playa se encontraba en las afueras, lugar de mayor tranquilidad y donde podías matar a alguien que nadie se enteraba.

El caso era que el pueblo, más grande que Hokindo, no acogía mucho turismo. Era tranquilo, nadie se molestaba en hacer que vinieran más visitantes, daba igual si el centro no estuviera apegado al mar. La casa que compraron mis abuelos hacía años estaba un poquillo más lejos (de ahí que les saliera barata). Había visto fotos y nada más, pero eran del exterior, así que tampoco sabía qué me esperaba. Yo me imaginaba un lugar con unas pocas casas alrededor, algo así como un recinto privado, no de lujo, puede que bien cuidado, en primera línea de playa y con arbustos decorando el entorno, además de taparnos del resto.

Como la vida me odiaba, o puede que ese mes de agosto quería demostrarme que todo podía empeorar, lo que vi le pegó una buena bofetada a la realidad. Y, si ya de por sí esperaba algo mediocre, mis ánimos decayeron. Ir a la playa desde un principio no me apeteció, si acepté fue más porque no me gustaba ver a mi madre histérica y a un padre decaído. Tampoco me sentía cómodo, sentía que yo tenía la culpa de aquellas dos muertes por entrar en la escuela. Quería escapar.

Por eso acepté, la culpabilidad me carcomía por dentro y estar en un ambiente con el que no me encontraba cómodo no ayudaba. Deseaba huir, no me importaba una arena que se te pegaba en todo el cuerpo, con un sol que quemaba mi piel sensible, incluso estaba dispuesto a bañarme en el mar. ¿Qué me importaba que el cuerpo se me volviera pegajoso por la sal?

Ver allí una casa que me recordaba a la escuela me hizo plantear si de verdad todo era buena idea. Estábamos solos, teníamos enfrente la playa tras bajar unas escaleras y detrás una llanura al raso, con algunos árboles. Al fondo había montañas, eran de color verde oscuro, me relajaba ver todo lleno de vida y de una misma tonalidad. También distinguíamos el poblado que se situaba sobre la montaña, al parecer, ni siquiera había playa. Claro está, por muy bonito que fuera todo esto no ayudaba: la casa estaba hecha de madera, se notaba cada tablón colocado, todos estaban en su sitio y se mantenían. Se notaba que el tiempo ya había hecho mella porque se distinguían arañados y muchas marcas y partes en los que la madera parecía comida.

Cuando salí del coche sentí libertad, una carencia de miedo e inseguridad. No miraba a todas partes, al acecho de que algo que temiera hiciera acto de presencia. Me sentía tan seguro y completo que durante unos segundos el tema de la casa no me importó. Respiré el olor a mar, que me sabía a gloria y por una vez sonreí. Ya nada parecía importarme.

—¿Pero qué es este sitio? —preguntó Akina, poniendo cara de asco. «Bienvenida al siglo XX», pensé.

—Es un sitio que construyeron hace mucho tiempo, pero ya verás como te gusta —respondió mi padre, él creía que todo el mundo compartía su amor por lo antiguo. Resultó que, tras meter la llave e intentar abrir la puerta, algo no funcionaba—. Se ha quedado atascada.

—¡Esto es un rollo!

Resultó que para abrir la estupenda puerta de última generación había que darle tres golpes seguimos con el dorso de la mano. Después de eso, un olor a polvo y el frío nos recogió. Tosí varias veces y eso me bastó para comprender que mi optimismo no era suficiente, seguías dándome un mal augurio todo aquello. El pasillo era estrecho y en el recibidor el espejo estaba roto, una obscuridad nos envolvió y ella fue nuestra anfitriona. Pareció que no quería irse por el momento, al intentar encender la luz las bombillas centelleaban hasta dar un tenue brillo que no era de ayuda.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sakura, acabábamos de entrar y la electricidad no iba bien, eso lo averiguó al intentar encender la televisión, que no funcionaba.

—Quien hizo esta casa la construyó muy apartada y a veces la luz y el agua no van bien. Lo hubiéramos arreglado, pero para un par de días que solemos estar... —Mi padre se encogió de hombros, parecía resignado y era el único que no veía los problemas que conllevaba la casa.

Desconocía quién fue el anterior propietario, pero hasta yo, que tenía doce años, sabía que había tenido una buena idea vendiéndola.

Arriba había dos habitaciones, por supuesto el reparto fue el de siempre: niños por un lado, adultos por otro. El techo era bajo aunque no hacía falta que nos agacháramos, con forma triangular parecía un desván. Estaba bastante fresquito, lo que era un alivio tras salir del coche y pisar el exterior.

—Toda la casa entera cruje —me quejé, porque con cada paso que daba hacía ruido y eso terminaba por irritarme. Me encontraba guardando la ropa en un cajón donde había arañas y me planteaba si dejarla toda en la mochila o meterla allí.

—Seguro que es un yanari.

—¿Pero esos no eran los que provocaban temblores?

—Síii, y también provocan los crujidos —bromeó ella, no tuvo cuidado al echar el futón en el suelo y me echó el polvo encima. Tosí.

—¿Es ese duendecillo que había al entrar? —Sakura y yo nos quedamos pálidos ante la pregunta de mi hermana. ¿Qué duende? ¿De qué estaba hablando? Un sudor frío me recorrió el cuerpo, la habitación me pareció gélida y me quedé estático; ignoré lo incómodo que me sentía por estar de rodillas.

—¿De qué hablas? —preguntó Sakura.

—Un tipo bajito estaba al fondo del pasillo, cuando hemos entrado. —Hizo una pausa, la miré. Sakura estaba junto a ella, miró de soslayo en mi dirección, parecía implorar mi ayuda. Estaba mudo, no sabía que decir y todo era muy chocante al ver la naturalidad con la que Akina contaba todo—. Se ha ido cuando papá ha encendido las luces.

—¿Y crees que nos haría algo? —farfullé, no sabía qué otra cosa decir. El tema de los fantasmas empezaba a disgustarme más y más, hasta se había vuelto tabú.

—No lo sé, se ha ido muy rápido.

—¿Y no has visto nada más? —Sakura estaba blanca, con la cara seria y sin ninguna expresión.

—No, nada más. —Akina miró hacia la puerta, puede que se hubiera percatado de que estábamos muy incómodos con lo que había dicho. Ahora a ella tampoco le gustaba estar con nosotros. El silencio se hizo presente, incómodo. Las piernas me pedían huir, yo me quedé estático, la araña era lo que tenía mi atención—. Me voy a bañarme.

Le dijimos que fuera con alguno de mis padres y aceptó, de mala gana, hacerlo.

—No, si aquí me da que murió alguien —susurró Sakura. Meneé la cabeza.

—Estaba oscuro, a lo mejor se lo ha imaginado.

—Yo ya no sé qué creer.

Miré la araña. Era o que se metiera en mi ropa o matarla. Bah, qué demonios, iba a estar allí como mucho tres días. Volví a guardar la ropa en la maleta.

No hicimos nada más durante el resto del día, al día siguiente visitaríamos la playa que estaba pegada al pueblo. Pero hoy era quedarse en aquella casa mugrosa, bañarse en la playa que teníamos delante y nada más, a la noche miraríamos las estrellas hasta que el sueño pudiera con nosotros. Dado que odiaba el agua de mar, me quedé mirando el horizonte durante un tiempo mientras todos estaban dentro. Me entretuve con la arena cuando me aburrí de lo otro y pude notar que estaba caliente, era relajante. Se escurría entre mis dedos, por mucho que la agarrara o apretara el puño.

Me recordó al tiempo que me quedaba allí, por mucho que yo intentara aferrarme a algo se terminaría escapando de mis manos. No lo recuperaría más. Como una fina arena blanca, la cual cae y se separa de ti. 



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