2. Una falsa imagen
Las siguientes noches me sorprendieron bastante, si he de ser sincero. Aquel pensamiento hirió mi orgullo y lo traspasó de golpe sin pestañear ni un segundo. Yo, que odiaba esa aldea con todas mis fuerzas, yo, que estaba convencido de que venir aquí no me traería ningún beneficio. Era el tercer día de agosto y estaba que me subía por las paredes del aburrimiento, por los días me agobiaba y el calor, y por las noches me dedicaba a ver las estrellas.
La caída del sol me la pasaba mirando al cielo que, para mí, era como mirar el de otro planeta. De donde yo provenía no se veían muchas estrellas, sí unas pocas, pero no demasiadas. Aquí, que no había ninguna luz salvo las de las casas, pude contemplar, por primera vez en mi vida, un inmenso mar blanco que bañaba el oscuro y negro cielo, siendo más blanco que de cualquier otro color.
—No sabía que había tantas estrellas —confesó Sakura, incrédula. Levantó el brazo y extendió su mano, como si así pudiera agarrar una y llevársela consigo.
Por primera vez pude entender el cuento que solía escuchar durante el Tanabata, de aquellos dos amados que utilizaban las estrellas como un puente para reunirse. Y es que, ante aquel cielo, podría formarse uno perfectamente. Antes de venir yo pensaba que apenas había estrellas por el cielo.
Fue el día anterior por la noche cuando, mientras mirábamos los tres niños las estrellas desde la puerta que daba al exterior de nuestra habitación, que mi madre entró y dijo:
—Hay un pueblo por aquí cerca que visitaremos mañana durante casi todo el día, así que a las doce listos todos.
—¿Está muy lejos, Yukiko-san? —le preguntó Sakura, con los ojos brillantes.
—Está por aquí cerca, pero ya veréis, os va a gustar. —Y cerró la puerta sin esperar a que dijéramos algo más. Como una táctica para que no nos negáramos.
—Lo que me gustará va a ser irme de aquí —contesté en cuanto dejé de escuchar sus pasos por el pasillo.
—En serio que me amargas, onii-kun. —Esta vez no fue Sakura quien habló, sino mi hermana. Meneó la cabeza, desesperada ante mi actitud.
Preferí ignorarla, porque en el fondo temía que ella tuviera razón, y claro, mi orgullo ya estaba sufriendo bastante sabiendo que este lugar era una pizca (pero sólo una pizca) mejor de lo que yo esperaba. Sakura puso una mirada de satisfacción, porque descubrió que no era la única que pensaba así.
Pasamos el resto de la noche, antes de irnos a dormir, preguntándonos como sería el pueblo. Supusimos que era más grande que la aldea de mis abuelos y que, por lo tanto, más entretenido. Pero no teníamos muchas esperanzas en que fuera muy grande, así que yo me la terminé imaginando con cuatro calles.
«Bueno, siempre será mejor que pasarse la tarde jugando nada más que a Nintendo y dando carreras de un sitio para otro», pensé, antes de cerrar los ojos y dormirme.
—Ohinko, se llama Ohinko, pesado —me contestó mi madre aquella mañana, con una sonrisa traviesa en la boca, tras repetirle la misma pregunta varias veces.
Estábamos en la cocina al final del pasillo, a mano derecha. Era pequeña y lo único que tenía de decoración era una mesa rectangular y de cristal en el centro con cinco sillas alrededor. También tenía (y no sabía por qué) una cortina delante de la puerta. Había una encimera, con los fogones para cocinar y armarios. A la izquierda estaba la nevera. Incluso creía que era la única habitación de la casa con ventana.
—¿Pero está muy lejos?
—¿Tú recuerdas una cuesta que había antes de entrar al pueblo? —Asentí con la cabeza—. Pues por ahí.
—¿Y cómo es?
Ella suspiró y se llevó las manos al puente de la nariz. Por un momento no me hizo caso y, para disimular lo que yo creía que era ignorar a mi persona, se llevó un poco de su tostada a la boca. Una vez tragó me contestó:
—¿Y cómo lo voy a saber si es la primera vez que voy?
—No sé, ¿porque ya has estado con papá aquí antes? —repuse, arqueando las cejas y en un intento de ataque.
—A ver, que no he llegado ni a la semana, Hikaru. —Noté que se puso a comer con más rapidez, mientras miraba el reloj que había en la pared izquierda del salón—. Y ahora termina de desayunar y vístete, que vamos a llegar tarde.
—¡Pero si da igual si nos retrasamos un poco!
—¡Qué comas! —Terminó así la discusión. A veces me ponía un tanto pesado con ella. Nunca fue una mala mujer, y siempre fue atenta tanto en su trabajo como en casa, pero sí que tenía algo de carácter. Me arriesgaría a decir que más paciencia que este, pues apenas mostraba su ira y era capaz de soportarme a mí y a mi hermana.
Me vestí con rapidez viendo que era el único que quedaba por arreglarse. Por si esto fuera poco, mi padre estaba ya delante del coche, poniendo mirada seria. Para ser alguien de baja estatura, a veces ponía una expresión que lo primero que querías hacer era huir por tu vida.
Me despedí de mis abuelos con una rápida y muy mal hecha reverencia y me calcé todo lo rápido que pude. «Malditos cordones de los zapatos», dije, muriéndome de vergüenza por tardar tanto. Pero, como ya he dicho varias veces, mi orgullo era tal que me impedía ver que, en realidad, había tardado a propósito porque no me apetecía ir a aquel lugar.
Resultó que el pueblo sí que pillaba un poco retirado, a unos quince minutos en coche calculé, mirando el tiempo que habíamos tardado. Resultó ser más grande de lo que me esperaba. En comparación con Fubasa, aquello podría ser una ciudad, pero claro, seguía siendo un pueblo, y seguía siendo pequeño.
Al principio vimos que este lugar estaba situado al pie de una montaña, pero que no estaba rodeado en su totalidad por esta. El lugar por el que entramos seguía repleto de árboles y con unas casas humildes y de madera, rodeadas de jardines.
Agradecí ver que Ohinko tenía carreteras que conducían al interior del pueblo. Tampoco es que fueran muy buenas, y se veían separadas, pero había carriles. Estaban rodeados de pequeños caminitos que iban a otras casas fuera alejadas de la carretera, pero estaban bastante juntas entre sí. También pude notar campos de cultivo al lado de esta.
Nos acercábamos al centro, y los huertos se extinguían, dejando paso a calles rodeadas de construcciones de la época actual. Pude ver postes de electricidad y añoré que aquí no se escucharan tantas cigarras como en la aldea. Mi padre decidió aparcar en un aparcamiento delante de un súper mercado. Yo esperaba que los de la tienda no nos dijeran nada.
—Antes de irnos nos pasaremos por aquí para comprar algo —anunció. Eso me consoló un poco, al menos no se cabrearían por ocupar una plaza.
Hicimos un poco de turismo por el pueblo. Pasado el mediodía era algo normal que no hubiera nadie por el pueblo, y más por agosto, pues hacía un calor que muy pocos serían capaces de soportar. El pueblo era como cualquier otro japonés, con sus callejones y casas muy juntas. Descubrí unos edificios más altos a lo lejos, bajando una cuesta que era tan empinada y larga, que me daba hasta vértigo. No me hubiera gustado mucho vivir por las casas de allí. Yo ya estaba sudando cuando fuimos a parar a un bar de sushi.
Dejé escapar una enorme sonrisa.
—Estas vacaciones hay que disfrutarlas —dijo mi padre, señalando al edificio. Me contenté al saber que íbamos a comer allí. Mi madre rio.
—¿Por eso querías que viniéramos tan temprano? —Él asintió, complacido porque su idea había gustado a todos.
Cuando entramos el lugar no estaba completamente lleno, pero sí había gente sentada en la barra o en las mesas, las cuales daban a ventanas que mostraban la calle. También estaban decoradas con macetas llenas de flores. Había una luz tenue y oscura, perfecta con las paredes negras y marrones que ofrecían ese mismo tono. Unos cuantos farolillos colgaban del techo frente a la barra, detrás de la cual había varios platos colocados en estanterías.
El sushi estuvo delicioso y me quedé con el sabor en la boca. Terminamos sobre las dos de la tarde y el resto del día, hasta principios de la tarde, hicimos turismo por el lugar. El sol seguía en lo alto y el calor no menguaba, con varias nubes sobre el cielo.
Uno de los detalles más característicos de Ohinko eran sus cuestas. Había demasiadas y me estresaban. Incluso tenía varios callejones que a saber adónde iban a parar.
Sakura se terminó interesando por un templo que había en lo alto de la colina, mirando en dirección al sol de la tarde, y nosotros decidimos hacerle caso y visitarlo. Así que, tras subir más cuestas dejamos atrás el pueblo para meternos en la naturaleza, ahí los insectos invadían el lugar y tenía que apartarlos con la mano para que me dejaran en paz.
Los árboles nos rodeaban y pudimos suspirar tranquilos al descubrir que nos daban sombra y el calor no se volvía tan asfixiante. Cuando llegamos al templo y pasamos por la estructura de madera que hacía de entrada, pude contemplar el edificio.
El templo constituía una padoga de tres pisos y de un color rojo. En cada esquina de los tejados de color azulado, había colgadas unas campanillas que tintineaban con el viento. Unas escaleras de cuatro peldaños llegaban a la entrada principal. A lo alto del templo había una columna que me recordaba a una antena parabólica. También se alzaban otras varias que lo sostenían. Estaba rodeado por un jardín lleno de diversas estatuas de Niô, un dios musculoso y guardián de buda. Aquella cara de furia y pose en posición de ataque me ponía incómodo.
Fue curioso encontrarse con más niños allí. Mi hermana, que siempre era muy extrovertida, corrió hacia ellos saludándolos. Ellos se voltearon y pude notar que en su mirada había un punto de análisis. Mi madre fue tras ella y la agarró de la mano antes de que pudiera estar cerca de los otros.
—¡Pero yo quiero hablar con ellos! —gritó Akira, molesta y con descontento.
—¡Que no! —repuso mi madre.
Después de eso, entramos al templo en el que había una columna central enorme que lo sostenía todo. A ambos lados había unas escaleras que conducían al piso superior, en donde supuse que estaría todo lo interesante, pues en este no había nada.
Tal y como esperaba, el primer piso consistía en una amplia sala donde había alfombras para arrodillarse y tres estatuas de dioses que no supe reconocer. Había una lámpara redonda que iluminaba todo de un color amarillo que volvía dorada la estancia También algunos pergaminos que rezaban algunos kanji en ellos.
Tras la visita salimos del edificio y escuché a los niños llamarnos.
—¡Ey, vosotros! ¿Jugáis? —giramos la cabeza para ver al mismo grupo de antes, con unas sonrisitas en su cara.
Yo me encogí de hombros y eché una mirada indiferente a Sakura. Ella sonrió y asintió, era curiosa nuestra amistad que, cuando nos daba la gana, podíamos comunicarnos a base de gestos.
—Por mí... —dije, ajeno a todo.
—Tenemos que ir al supermercado ese a comprar —explicó mi madre, mirando a aquel grupo de niños—. Como vamos a tardar bastante porque hay que hacer la compra de toda una semana, podéis quedaros los dos aquí y luego, a las siete, esperar a que vengamos en coche al final de las escaleras.
—¡Genial, pues venid aquí que vamos a jugar todos! —exclamó una niña, dando un salto. En su voz pude notar alegría.
Nos despedimos con un rápido movimiento de mano a mi familia, en la que mi hermana puso mofletes y me sacó la lengua, envidiosa de que yo me fuera por ahí con otros niños. Mi madre se negó a que se quedara con nosotros, pues le parecían niños mayores que ella y creía que no encajaría. Puede que cuatro o tres años fueran poco, pero para nosotros era una considerable diferencia.
Cuando nos acercamos pude contar a cinco personas arrinconadas en una esquina del templo. Se dispersaron un poco en cuanto los tuvimos cara a cara. El que más cerca estaba de nosotros habló:
—Soy Takeshi. —Tenía una cara muy redonda y bastantes mofletes que le apretaban los ojos, tapándoles bastante. Su cabeza estaba rapada a tal punto que sólo se veía la raíz—. ¡Vamos a jugar al escondite!
Los otros gritaron al unísono, alzando el puño. Otra chiquilla, igual de horrenda que Takeshi, se acercó a nosotros. Creo que la propia vida la odiaba y le dio un puñetazo en la cara, no tenía otra explicación.
—Yo soy Ai. —Fui a hacerle un gesto para saludarla con la mano, pero se giró con aires de chulería y con un pelín de asco hacia nosotros.
No es que me gustara verme obligado a jugar a un juego así sin más; sin embargo, ya no me quedaba otra opción.
—Muy bien —dijo un chico del fondo, señalándonos con el dedo índice—, como sois los nuevos, os toca buscar. ¡Tres, dos, uno, ya!
Nos obligaron a contar hasta diez, mirando en dirección a la pared, mientras oía al resto correr en diversas direcciones. Una vez terminamos, avisamos de que empezábamos a buscar y me fijé en que, o bien estaban bajo el hueco que había en la base del templo (cosa que dudaba porque no cabían en un sitio tan estrecho), o bien se habían metido entre los árboles.
—¿Desde cuándo dos buscan en el escondite? —inquirió Sakura, indignada.
—Desde que se quieren burlar de ti.
—Cállate. Tú busca por ahí. —Señaló a la izquierda, con unos cuantos árboles muy juntos, haciendo que hubiera bastante espesura—. Yo iré por aquí.
Y así, me adentré entre el bosque, mirando a todas partes, escuchando cualquier cosa y vigilando que no hiciera ningún ruido. Cumplí las dos primeras cosas, pues los nervios me atacaban y pisaba ramas o golpeaba cualquier cosa que viera por mi entorno.
Al principio me pareció normal no encontrar a nadie, supuse que ya estarían acostumbrados al lugar y sabrían dónde esconderse. Luego vi que quizás estuvieran muy adentrados. Terminé por saber que no era un bosque muy grande, por lo que no tardé mucho en explorarlo por completo.
Los árboles no eran lo suficientemente grandes como para que se subieran a ellos, así que descarté la idea. Además, eso mismo pasaba a la hora de ocultarse, no eran válidos. ¿Dónde estaban? ¿Y si se habían ido y nos habían dejado tirados? ¿Estarían en la otra parte? Lo más seguro era que ya hubieran llegado el templo. Me había pasado horas buscando como un tonto para nada.
Me llevé una mano a la cara.
El nerviosismo se fue, dejando paso a la ira. Miré alrededor. Nada. Se habían ido, sí, era eso mismo. Dejé escapar un grito por lo bajo y golpeé la pared. Decidí mirar por si se habían ocultado bajo el templo, pero tampoco encontré a nadie. Además, había telarañas y estaba lleno de polvo, sólo un loco entraría ahí.
Sin nada más que hacer me propuse entrar en la zona que Sakura había dicho que miraría. El panorama no fue precisamente alentador. Aparte de encontrarme más de lo mismo, a la única persona que terminé hallando fue a una Sakura molesta y con el ceño fruncido.
—Saku-chan, ¿no has visto a nadie? —Ella meneó la cabeza.
—No, llevo aquí un buen rato. ¿Y qué haces tú aquí?
—En mi parte no había nadie, he mirado alrededor del templo y bueno, supongo que sabrás qué tal me ha ido. —Suspiré, estaba lleno de matorrales y me sentía un poco sucio.
—Vámonos, estos niñatos nos han engañado.
Así terminó el juego tras media hora y sintiéndonos como unos estúpidos porque nos habían tomado el pelo. Cuando salimos de aquel bosque, rendidos, nos sentamos en un banco que había delante del templo, mirando al cielo. Nos quedamos quejándonos y hablando del pueblo, comentando las cosas que habíamos visto.
Nos asustamos un poco en cuanto vimos de nuevo al grupo de niños, subiendo las escaleras todos juntos. Después me cabreé bastante y casi me levanté del asiento para gritarles, pero me contuve. ¿De qué iba a servir? ¿Para que se rieran de mí?
—¡Qué bien nos habéis buscado! —contestó Takeshi, fingiendo molestia. Lo hizo bastante mal, pues su cara ha mostrado un ligero disgusto en cuanto nos vio; sin embargo, bien que hacía un momento estaba tan feliz.
—Sí, pues haber dicho los lugares en los que se podía esconder alguien —contesté, cruzándome de brazos y volviendo a girarme hacia Sakura.
—Haber preguntado —contestó otra niña.
Hubo un silencio incómodo por parte de ambos grupos, que terminó con mi amiga sentándose en el banco de nuevo, suspirando y volviendo a mirarme. Ellos se acercaron a nosotros, para ser tan pequeños tenían mala idea.
—Si os cabreáis... —dijo el único chico de ellos a excepción de Takeshi—. El dios Tabu-Tabu os castigará.
—¿Tabu-Tabu? —preguntamos Sakura y yo al unísono. No podíamos creer la tontería que nos estaban contando.
—El Dios de los malos sentimientos. Dicen que cuando tienes uno cerca de un templo... —nos contó la única chica de pelo castaño, cuyo nombre todavía no sabía. Hizo una pausa para añadir más dramatismo—. ¡Os cortará el brazo derecho!
Puse los ojos en blanco.
—En realidad dicen que te lleva con él y te hace desaparecer. Por eso siempre hay que ser buena persona —contó Ai. Me resultó irónico que ella misma dijera eso, siendo una borde de mierda.
—Olvidadnos —sentencié. Estaba cansado, se habían burlado de nosotros y habíamos caído como unos tontos. Estaba muy molesto, porque sus burlas seguían ahí. Además, ni siquiera se habían disculpado con nosotros.
Intenté hacer un ademán para levantarme e irme de allí, Sakura me imitó, pero los muy niñatos nos rodearon, fingiendo inocencia.
—Tabu-Tabu os va a secuestrar —siguió Ai. Pude ver en su cara pura malicia, se aburrían bastante y querían siguiendo burlarse de nosotros.
—Dejadnos de una vez —intentó seguir Sakura, pero la niña le cortó antes de que siguiera hablando. Ella bufó, estaba tan cansada como yo.
—¡Mirad el templo y veréis a Tabu-Tabu! —dijo. Y nos agarró del brazo, intentando estirar de él para que entráramos. Tuvimos suerte de que teníamos más fuerza y nos zafamos de su agarre.
—No somos unos niños pequeños que se lo creen todo—dije, ya me estaban hartando. Se creían que podían burlarse de nosotros tanto como quisieran, como si así fueran mejores. Eran unos críos irritantes y me alborotaban. Notaba que sus burlas comenzaban a dejar de ser muy sutiles.
—¿Ah, sí? ¿Qué edad tenéis? —nos preguntaron varios. Se acercaron a nosotros, mirándonos de cerca en la cara y eso me puso nervioso.
—Doce —respondió Sakura, desviando la mirada.
—¡Pues nosotros tenemos trece! —mintieron.
—No aparentáis ni diez —dijo, entrecerrando los ojos.
Ellos rieron. ¿Qué les hacía tanta gracia? No lo entendía y ya me estaban cansando. Intenté alejarme de ellos, pero se juntaron en dirección hacia donde iba, así que volvía a estar rodeado. Contuve las ganas de moverme, mi padre me había dicho que cuando te encontrabas con alguien indeseable, lo mejor era no mostrar si estabas nervioso, alegre, o cualquier estado.
—Bueno, nos has pillado —admitió Takeshi—. Tenemos casi todos diez, menos Junko, que tiene once. —Entonces descubrí que la niña de pelo castaño se llamaba Junko. Otra gran ironía, porque lo último que veía en ella era bondad.
—¿Y de dónde venís? —dijo Ai. ¿Y qué importaba eso ahora? Qué ganas de irme, ojalá no me hubiera quedado con ellos, debí haberme ido con mis padres.
—Fubasa —dije secante.
Los niños se apartaron, dejándonos más espacio. A continuación nos miraron como si acabaran de ver a un fantasma, abriendo la boca y eliminando todo rastro de maldad en sus caras. Nosotros empezamos a sentirnos incómodos, ya no porque nos parecía que se reían de nosotros, sino como si supieras que algo malo estaba pasando.
—¿Esa aldea...? —dijo uno de ellos, aunque le costó hablar.
—¿Qué pasa con ese sitio? —repuso Sakura, no era una pregunta, era una exigencia.
—¿No lo sabéis? —inquirió el mismo chico.
—No, estamos allí de vacaciones —respondió mi amiga, cruzándose de brazos. Estábamos cansados, sinceramente. Yo deseaba irme de allí porque, desde luego, el don de la paciencia no era lo mío.
—Se cuentan muchas cosas de esa aldea. Dicen que hace años la gente desaparecía sin dejar rastro para luego encontrarlos muertos —explicó Ai, con una voz seria, la cual me extrañaba mucho. No, seguro que eso era otra broma—. Y que hay un edificio en el que vive un fantasma.
Nosotros intentamos irnos, dejándolos atrás. Así lo decidimos en cuanto nos abordaron con esa burla, a mí me parecían estúpidos esos cuentos y para Sakura un tremendo insulto a los muertos. Con esos temas no se jugaban. Ellos nos llamaron y, ante su insistencia, nos giramos antes de bajar por las escaleras.
Aquella tarde pasó de insufrible a extraña. Un viento cálido soplaba, meciendo las hojas de los árboles y dándonos más calor del que ya teníamos. Si he de decir la verdad, creo que fue uno de los momentos más incómodos de mi vida, al menos hasta ese momento
—Creo que era una fábrica —nos dijo Ai, andando en nuestra dirección.
—¿Una fábrica en una aldea? —pregunté yo, incrédulo.
—A mí me dijeron que era una casa —contestó Junko. Sus palabras eran atropelladas y rápidas, siendo más un balbuceo que una frase.
—¿No era otro edificio? ¿Una vieja mansión? —dijo el chico cuyo nombre no sabía.
—Sí..., ya —contesté, y entonces me di media vuelta dispuesto a esperar al final de las escaleras a mis padres, pues según el reloj de Sakura eran cerca de las siete.
Antes de alejarnos lo suficiente como para dejar atrás a los niños, una voz femenina nos paró. Era distinta a las que habíamos escuchado, y supuse que era la chica que no había hablado mucho. Ambos nos giramos y pudimos notar en su cara verdadero terror y nerviosismo. Tenía el pelo suelto, producto de habérselo tocado mucho con las manos, y estaba bastante sudada. Sus facciones eran muy angulares, con una piel pálida.
—Tened cuidado —nos avisó por la espalda—. Con ese pueblo jamás se bromea, y si no preguntadlo por ahí.
—Lo haremos —dijo Sakura, antes de irnos y darle de lado. Decidimos pasar de sus advertencias, pues seguía llamándonos. Apreté los puños, pero no me calmaba—. Yo creo que intentaban meter miedo.
—Yo también lo creo —respondí. Entonces volví a recordar cuando estábamos hacía unos días delante del bosque, aquella sensación de que algo siniestro acechaba—. Pero si quieres podemos preguntarle a mi abuelo, quién sabe, a lo mejor nos cuenta algo.
Ya estábamos al final del todo, junto a un camino de tierra por el que esperábamos que el coche de mis padres no tardase en llegar. Ella sonrió, era una sonrisa muy bonita, con unos dientes que no eran blancos, incluso uno de ellos estaba un poco torcido, pero eso no le daba su belleza. Era bella no por su perfección, sino porque mostraba una inocencia pura.
—¿Ahora crees en todo eso?
—Me espera casi un mes entero en una aldea sin nada, me vale cualquier cosa para entretenerme. Además, es visitar un edificio abandonado, no vamos a ponernos a practicar la ouija —respondí, me crucé de brazos y suspiré.
Pasados unos minutos de la siete mis padres llegaron y nosotros nos montamos con rapidez. Para entonces ya teníamos acordado pillar a uno de mis abuelos esa noche y preguntarle, entre los dos, si por el pueblo se encontraba algún edificio abandonado.
Finalmente llegó la noche, y estábamos nerviosos porque no sabíamos cómo abordar el tema. ¿Por dónde empezar? Además, teníamos vergüenza porque queríamos pillarlos a solas, pues temíamos que alguien se metiera de por medio. Tuvimos suerte porque después de cenar mi hermana se fue a dormir antes de la medianoche, y mis padres habían ido al jardín junto con mi abuela.
Así pues, ambos niños en el sofá mientras veíamos un anime, optamos que aquella era la mejor situación para preguntarle a mi abuelo sobre aquella leyenda. Decididos, nos giramos hacia la mesa, donde estaba sentado comiéndose una mandarina. Me fascinó porque esa fruta me parecía más de otoño, ¿de dónde la había sacado?
—Abuelo —dije con algo de timidez.
—¿Sí? —dijo con tono neutral.
Estaba muy nervioso, con el corazón latiéndome fuerte, al igual que las sienes. Sakura estaba a mi lado y yo esperé tenerla de apoyo por si me echaba para atrás, cosa que ya no podía hacer, pues habíamos empezado con nuestro cuestionario.
—Hay una cosa que te queremos preguntar sobre la aldea —intenté seguir.
—Adelante —siguió él, con ese tono neutral que me mataba.
—¿Hay alguna leyenda sobre la aldea de fantasmas? —preguntó Sakura, dado que vio que yo no iba a decir nada más, porque estaba muerto de vergüenza y con la cara roja. Le di mil gracias con la mirada. Aunque me disgustó que mencionara leyendas y no algún edificio abandonado.
Curiosamente la respuesta de mi abuelo no era la que yo espera, pero eso no significaba que fuera positiva.
—¡Tonterías! —farfulló, con las manos temblándole mucho—. Aquí no hay fantasmas ni esas cosas, no os pongáis en modo detectives y dejaos de tonterías.
—Es que nos... —intenté decir yo, para que no se molestara mucho con mi amiga, porque si hacía falta yo me cargaría el muerto.
—Anda, anda, olvidad esos cuentos, que luego os quieren comer la cabeza —me cortó, y eso me hizo sentir horrible.
Al final desistimos y nos dimos cuenta de que lo mejor era dejar el tema. Abandonamos el salón y nos fuimos a nuestra habitación; la puerta que daba al exterior estaba abierta y mi hermana durmiendo con un ventilador dándole en la cara. Entre susurros para que nadie nos oyera, empezamos a hablar.
—Se ha comportado muy raro —admití yo—. A él le gustan estas cosas, no entiendo su actitud.
—Me da que en el pueblo hay algo.
—¿Crees que nos queda algo en la aldea por ver? —susurré, controlando el volumen de mi voz; podía oír a mi familia hablando desde la otra parte del jardín y no quería que nos oyeran.
—Bueno, estamos de vacaciones. En la aldea podemos ir a nuestro aire sin padres —explicó, con cierto aire de confidencialidad, como si tramara algo.
—¿Qué quieres decir? —Arqueé mis cejas.
—Que vayamos a explorar por ahí mañana mismo a ver si ese edificio existe —sugirió, subiendo y bajando las cejas con velocidad.
—Mira, no creo mucho en fantasmas, pero tengo curiosidad sobre qué sucede aquí.
Sakura pidió que, si íbamos a visitar algún edificio, que fuera por el día, pues a ella le daba mala espina hacerlo de noche. Yo le dije que era aburrido y que no tenía emoción, por lo que acordamos un término medio y acordamos que por la tarde.
Nos fuimos a dormir casi a las dos de la mañana. Antes de hacerlo me quedé mirando al techo, con esa vocecita en mi cabeza me decía que aquella aldea ocultaba algo bajo su imagen de tranquilidad.
Y yo, por supuesto, que no tenía nada que hacer, iba a averiguarlo.
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