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1. La aldea Fubasa

Y, cuando despertó, todos murieron.

Había oído esa frase miles de veces a lo largo de mi infancia y hoy, que ya era casi un adolescente, seguía sin entenderla. Mi madre nos contaba a mi hermana y a mí por las noches un cuento, en él se mencionaba dicha frase. Dentro de él un alma en pena buscaba venganza, un yokâi, para ser exactos —seres de nuestro folclore japonés similares a los fantasmas—. Ella nos contaba que vagaba por las noches y mataba a quienes veía por las calles, así nos motivaba a dormir, para así no morir en la noche.

Ella siempre creyó en todos esos cuentos, principalmente porque mi abuela, ya difunta, se las contaba. Yo no compartía su entusiasmo, y siempre he pensado que simplemente es por las ganas de la gente en animar sus vidas. Aunque a día de hoy no pienso lo mismo agradezco, en gran medida, aquellos cuentos que me contaban a pesar de verlos absurdos.

Hacía poco que por fin me habían dado las vacaciones de verano y estaba entusiasmado, pues planeaba hacer muchas cosas. Sin embargo, mis padres tenían otros planes para mí. Resulta que tendrían este año todo el mes de agosto de vacaciones, por lo que planearon un viaje desde el día uno hasta el treinta. A primera vista, cualquiera se sentiría entusiasmado por irse de vacaciones un mes entero, pero yo no.

A lo largo de mis doce años siempre me había criado en la ciudad. En la prefectura de Saitama, Kanto, había mucha civilización donde ver, y más cuando vivías cerca de la capital. Así que el pueblo nunca me atrajo, me parecían aburridos y con poca cosa que hacer. ¿Cómo se entretenía la gente en aquellos lugares? Yo, personalmente, me habría sacado los ojos.

Por si fuera poco, en aquel momento, no sólo estaba preparando las maletas para irme a un pueblo, sino a una aldea. Lo cual era aún peor. Había entrado al instituto aquel año con nuevos compañeros, y yo quería causar buena impresión. ¿Qué iban a pensar de mí cuando les dijera a todos ese septiembre que no había hecho nada? Seguro que se reirían de mí. Al menos tenía a mi amiga Sakura.

Había tenido un poco de suerte en ese aspecto, era un hecho que iba a estar solo, además, mi hermana tenía siete años, tampoco iba a hacer gran cosa con ella. Incluso ni siquiera sabíamos si iba a haber niños de mi edad. Por ello conseguí convencer a mis padres de traer conmigo a mi amiga Sakura, incluso los suyos aceptaron.

En cierto modo me sentía un poco mal por arrastrarla conmigo hacia ese horrible infierno. Esperaba que eso no dañara nuestra amistad, porque le mentí un poco diciéndole que no sería tan pequeño. Pobre Sakura, amante de los pueblos. En serio, ¿cómo le podían gustar a la gente?

Así que, el uno de agosto, ahí estaba yo, esperando para irme a una aldea remota. El sol se alzaba en el cielo, no muy alto, pues seguía siendo temprano por la mañana. Mi hermana estaba sentada frente a la puerta de nuestro jardín, y yo estaba dándole la espalda a la calle, disfrutando de la última vez que vería mi casa. Deseaba con todas mis fuerzas quedarme allí, pero no podía ser.

De reojo miraba a mi padre, en el coche, con odio. Todo había sido culpa suya. Sus padres, es decir, mis abuelos paternos, vivían en una remota aldea de Iwate, en la región de Tôhoku. Por si fuera poco, me iba al norte de Japón. Además, esa región era de las menos habitadas y llenas de naturaleza. Estaba seguro de que me pasaría todo el mes evitando picaduras de bichos y ensuciándome.

—¿Seguro que le dijiste bien la hora a Sakura? —me preguntó mi madre. Una mujer cerca de la madurez me miraba, con ese pelo castaño suelto y fino, el cual yo había heredado. Sus ojos eran pequeños, pero imponían.

—Ya te he dicho mil veces que sí —respondí. Y era cierto, le dije que a las diez estuviera delante de casa, pero que no pasaba nada por si se retrasaba un poco. De Saitama a Iwate había unas seis horas y cuarto en coche, me había dicho mi padre. Yo esperaba estar allí a las siete de aquella tarde. Cuanto más tarde, mejor.

Al poco rato, mientras observaba el entorno que me rodeaba, un coche apareció delante de mi casa, en mitad de la calle. Tenía un aspecto un poco viejo y no era de tamaño muy grande, además de poseer un diseño simple, era de color verde. Era el de Sakura. Dentro de él, una niña pelirroja y con pecas, sentada en el asiento trasero, se echaba hacia delante para besar a los dos adultos que había delante. Tardaron un poco hasta que cogió su maleta y, con algo de esfuerzo, la sacó.

—Pásatelo bien, y no olvides telefonearnos todos los días —dijo su madre, mientras bajaba la ventanilla del coche y saludaba a la mía con la mano. Era como una copia de su hija unos veintisiete años mayor.

Su padre, de igual manera, se despidió con una sonrisa torcida y se alejaron. Dejamos de verlos tras girar en la esquina a la que daba mi casa, junto a un poste de la luz. La chica estaba emocionada porque se iba de viaje y me abrazó. No nos habíamos visto desde el tercer día de vacaciones (que fue hace dos semanas) y ya me echaba de menos.

Tras saludarnos con efusividad, ambos sonreímos y mi padre sacó el coche de lo que nosotros llamábamos garaje. En realidad, solo era una parte a la derecha de nuestro jardín cubierta por un techo, pero que estaba al aire libre. Mi casa era bastante grande, con dos pisos, el de arriba un poco más pequeño que el de abajo. El tejado anaranjado me gustaba, pues era mi color favorito. Sabía que la echaría de menos, y más ahora que no la vería hasta el último día de agosto.

Jamás pensé que tendría tantas ganas de volver al instituto.

—Tranquila, Sakura, hablaré con tu madre de vez en cuando para que vea que no te pasa nada —la tranquilizó mi madre. No sabía por qué los adultos tenían tanta obsesión por controlar a los niños.

Una vez el coche estuvo fuera, comenzamos a dejar las maletas y demás cosas en el maletero. Mi hermana pequeña, Akira, llena de ilusión y de vida, se montó la primera de todos, como si no fuera con ella la cosa. A veces me irritaba un poco su comportamiento tan feliz. Cuando todos colocamos nuestras pertenencias en el maletero, lo primero que pensé fue que me parecía increíble que todo cupiera. Es decir, nos llevábamos muchísimas cosas, pues estaríamos un mes fuera, y eso significaba dejar la casa vacía. Volví a mirar una última vez mi ciudad, esta vez por la ventana, mientras aquella mañana nos desplazábamos en coche hasta Iwate.

Los edificios del centro de la ciudad eran altos y grises, pese a ser temprano, la gente andaba por las aceras, ajetreadas en su vida cotidiana —algunas hablando, otras entrando en tiendas y comprando—. Algunos gatos callejeros caminaban ajenos a todo. En ese momento me alegré de no tener mascota, no me hubiera gustado separarme de ella. Puede que hubiéramos tenido que dejársela a la pareja insufrible de enfrente.

Di un suspiro.

—Anímate —me dijo mi amiga. Sabía que todo esto me resultaba desesperante—. El pueblo no está tan mal, verás bosques, ¿no?

—Sí —dijo mi padre, con una suave risa después—. La aldea en la que me crie tiene hasta un bosque justo al lado. Incluso está rodeada de montañas.

—¿Aldea? —me reprochó Sakura. Ella estaba sentada en el centro, junto a mi hermana y a mí. Arqueó una ceja y me lanzó una mirada que acuchillaba por sí sola—. Me dijiste que era un pueblo.

—Lo entendería mal —mentí.

Kantô destacaba por ser una región llana y densa, esperaba poder acostumbrarme al sistema montañoso que me esperaba. Con el paso del tiempo, creía que por mediodía, vimos que el relieve cambiaba y todo se volvía más irregular.

Al principio incluso ver montañas me pareció extraño, aunque no mucho. Akira señalaba las montañas y nos calentaba la cabeza a todos diciendo lo que estaba viendo, como si fuera la única con ojos. No sabía qué sucedía esa vez, quizás porque yo no compartía su entusiasmo, pero de verdad que parecía que todos no habían visto una montaña en su vida, y eso que en Kantô hay. A lo mejor era por la falta de costumbre o el aburrimiento de verlo todo llano.

A un poco entrada la tarde paramos a descansar en una gasolinera en mitad de la nada. Di gracias a dos cosas: la primera que era de día, la segunda que había gente. Mi madre se habría puesto a decirnos que eso estaría lleno de fantasmas y que el bar que había al lado podía estar maldito. Ya teníamos suficiente con casos aparecidos en las noticias y leyendas, como para que ella contribuyese.

Nos encontrábamos en un lugar donde de fondo se veía el monte, por el que había campos de cultivo. El pasto estaba seco y sin árboles. Era evidente que el verano había hecho mella en este lugar y, al igual que mi entusiasmo, la vegetación se estaba marchitando. Esperaba que el lugar que nos esperaba tuviera más vida.

—¡Hiku-kun, alegra esa cara! —me gritó Sakura, dándome una palmada en la espalda, haciendo que diera un respingo. Me giré con mala cara, frunciendo el ceño, luego, agotado, di un suspiro—. Deja de estar de morros, que me deprimes.

—¿Y cómo quieres que esté? —repuse de mala gana. Ella no me contestó.

Estábamos sentados sobre una roca, bebiendo un refresco. Mis padres estaban sentados alrededor de una mesa de madera, junto a mi hermana. Ellos comían bolitas de arroz, contemplando el paisaje de atrás. Veía a nuestro alrededor a gente emocionada yendo de un sitio para otro. Creí incluso detectar a gente alemana, aunque no estaba seguro, para mí todos los occidentales eran iguales, ¿cómo se diferenciaban entre ellos?

—Eres la alegría en persona —dijo Sakura y mi hermana rio sin disimulo. Una corriente de viento nos dio en la cara y uno de sus mechones rojos me dio un golpe—. ¿Cómo se llama donde viven tus abuelos?

Puse los ojos en blanco, más bien con la intención de mirar hacia arriba en dirección a las nubes. Me quedé pensativo durante un momento, pues apenas había escuchado el nombre de la aldea.

—Fubasa.

—¡Es la primera vez que vamos! —añadió mi hermana, contenta y dando un salto.

—Sí, siempre suelen ser ellos los que vienen a Saitama a vernos, pero esta vez ha sucedido al revés. —Me dio un poco de curiosidad saber por qué era esta vez así, si parecía que nunca hubo impedimentos para visitarlos. ¿Sería, tal vez, porque ese lugar era un muermo? Genial, ya estaba deseando morirme.

—Seguro que será divertido.

—Sí, con viejos de noventa años —comenté, sarcástico.

Mi madre dio un grito, avisándonos de que ya debíamos partir. Me dio un poco de rabia, no habíamos descansado ni media hora. «Al menos», pensé, «hemos perdido una hora». Caminé despacio, volviendo al coche y prosiguiendo nuestra marcha.

Seguimos el viaje mientras el sol empezaba a descender y veía el paisaje cambiar. Ver la playa, con edificios muy altos delante, me animó un poco, pues esta me gustaba mucho. Por otra parte, me entristecía ver a esa gente disfrutando del mar en un área metropolitana y yo no. Quizás el próximo verano.

Poco a poco, el área dejaba de estar tan transitada, subiendo por varias montañas y adentrándonos en bosques. El «olor» a naturaleza se sentía muy extraño, por si fuera poco, yo sentía que estábamos en otro país. Los cánticos de mi hermana eran insoportables y varias veces mi padre la hizo callar, pero ella ni caso.

Finalmente, estuvimos muy cerca de nuestro destino. La carretera desapareció para dejar paso a un camino que era más tierra que otra cosa, hacía un tiempo que no veíamos nada más que árboles y todo se volvía más profundo.

Mi padre exhaló un poco de aire, complacido.

—Qué bien volver al lugar en el que me crie —dijo, desde el espejo retrovisor pude ver que sonreía—. La aldea estará por aquí cerca, tras pasar un puente. ¡Tranquilos! No es de madera.

Si aquello era un chiste no me había hecho mucha gracia. Por un momento me imaginé a ese hombre no muy alto, siendo un niño. Sin esas arrugas que tenía en la frente y con el mismo cabello castaño y alborotado que había llevado siempre. Ensuciándose esa piel pálida en el barro y tostándose los veranos.

Seguimos por un camino y mis ánimos habían decaído más, sí es que eso era posible.

—No, no es posible —susurró Sakura, yo abrí mucho los ojos ante el asombro y aparté mi vista de la ventana, quedándome mirándola embobado. Ella rio—. Conque he acertado y pensabas si era posible que tu ánimo fuera más bajo.

—¿Cómo sabes eso? —dije, intentando bajar la voz para que mis padres no nos oyeran.

—Porque llevas todo el viaje pensando en lo amargado que estás. —Se encogió de hombros y suspiró.

—¡Mirad! —gritó mi padre con alegría, señalando al frente y haciendo que todos olvidáramos lo que estábamos haciendo. Salvo mi hermana, que seguía jugando con su Nintendo—. Allí está Fubasa.

No muy lejos de nosotros, justo al frente, había varias casas ya algo viejas detrás de un descenso del relieve. No era un acantilado ni mucho menos, pero sí lo suficientemente hondo como para que se construyera un puente, aunque alguien podría pasar por el descenso sin necesidad de él. Al fondo se extendían una serie de montañas que tapaban un poco del sol a la aldea. Por la zona de entrada los rayos de sol la iluminaban, tiñéndola de un color naranja débil.

Todo estaba lleno de árboles y flores, propio de un bosque. Tenía que admitir que el paisaje era muy bonito y tranquilizante, lo que dañó mi orgullo.

Justo antes de pasar el puente, vi que a mi izquierda había un caminito que ascendía por una montaña, y yo me pregunté hacia dónde conduciría. El puente era de piedra gris, con una carretera lo suficientemente ancha como para que pasaran dos coches a la vez. A los extremos había aceras para que pasara la gente, con unas barandillas altas, así que nadie vería ese... ¿Cómo llamarlo? ¿Agujero? Sí, esa era la palabra adecuada.

Una vez dentro de aquella aldea que yo ya odiaba incluso antes de saber sobre su existencia, pude oír (algo tapado por el sonido de las ruedas del coche sobre la tierra) el canto de las cigarras. Recordaba oírlo también en el parque Culo de caballo de mi ciudad. Algún día me gustaría conocer a la mente brillante tras ese nombre.

Mi padre caminó con lentitud por el pueblo, pero de manera directa hacia la casa de mis abuelos. Se conocía el lugar como la palma de su mano (viendo el tamaño de este sitio, dudaba sobre cuál de las dos fuera más grande) y supo hacia dónde dirigirse. Si no recordaba mal, mi madre había estado aquí un par de veces cuando eran novios, pues se conocieron cuando él fue de vacaciones a Tokyo y ambos coincidieron.

Mi padre aparcó delante de una casa de paredes blancas de un solo piso, hecha de madera y de aspecto algo antiguo, quizás de a principios del siglo pasado. La madera de las paredes, eso sí, se encontraba en buen estado, las puertas de las casas eran correderas y tenía unos muros de piedra que rodeaban la casa. Había un enorme jardín dentro, con unos pocos árboles y malas hierbas en él.

Mi padre llamó a la puerta y dio un grito de aviso mientras el resto de nosotros cogía las maletas del coche. Yo estiré un poco las piernas. Sakura me imitó, dando un bostezo que le dio un aura angelical a su endemoniado ser.

Mi abuela abrió la puerta principal, y mostró una sonrisa al vernos. Tenía el pelo canoso y recogido en un moño con algunos cabellos sueltos, con arrugas en la frente. A pesar de su edad, se movía con agilidad y aún poseía energías. Sus achinados ojos lo estaban todavía más con esas enormes mejillas que, en su juventud, quizás estaban sonrojadas.

La anciana llamó a mi abuelo mientras abrazaba a mi padre con alegría. Hacía como dos años que no se veían, al igual que yo a ellos. Quizás fueran un poco extraños por criarse en este entorno, pero eran buena gente, incluso mi madre hablaba bien de ellos.

Mi amiga, mi hermana y yo cogimos nuestras respectivas maletas y avanzamos con ellas hacia el interior. El recibidor tenía un escalón para llegar al pasillo, con un suelo de madera que rechinaba. A la derecha, junto a un mueble para guardar los zapatos (aunque dejamos los nuestros fuera de él), había un espejo alargado. Al verme en él, descubrí que presentaba un aspecto lleno de sudor y despeinado. Qué asco.

El pasillo seguía recto y torcía hacia a dos lados: izquierda y derecha. Había un cuadro con mi padre de niño. No paraba de mirar a todos lados por pura curiosidad, y todo estaba limpio, no como me lo imaginaba yo, lleno de telarañas. Un señor (mi abuelo) que iba encorvado, apareció por el ala izquierda de la casa y nos saludó con la mano.

—Qué bien conocer a tu amiguita —comentó mi abuela, haciendo una reverencia que respondimos. Sakura tenía las manos agitándose y con una sonrisa forzada. Ella siempre sonreía cuando se sentía incómoda y no sabía qué decir o hacer.

Mi abuelo hizo otra reverencia a la que respondimos todos.

—¡Qué alegría veros sanos y salvos! —Esperaba, por el amor de algún Dios, que no empezara a decir cosas extrañas de fantasmas, ni mucho menos que mi madre se emocionara y le siguiera el juego—. Los niños, venid por aquí, os guiaré a vuestros dormitorios.

Él hizo un ademán para que le siguiéramos y caminó hacia la derecha. El pasillo, algo más oscuro por carecer de ventanas, conducía a unas cinco habitaciones. Cómo no, las puertas eran de madera y papel, correderas. Había una justo antes de girar la esquina, tres en medio y otra al final del pasillo.

—Como estas dos —explicó, señalando las puertas que había tras girar la esquina— ya las estamos utilizando, vosotros tres dormiréis juntos en esta.

Nos condujo a la tercera puerta y, tras darle un golpe fuerte, se abrió. Era de un tamaño medio, con un pergamino a la pared. En vez de ventanas, tenía otra puerta que mi hermana abrió corriendo y dio al jardín. Mis ojos agradecieron poder ver la luz del día y escuchar el canto de las cigarras.

Había un armario a mano derecha, y supuse que ahí estarían los futones. La puerta que daba al jardín tenía un escalón donde sentarse. Parecía todo relajante, pero, aunque de primeras a un chico de la ciudad esto podía parecerle interesante, sabía que tarde o temprano me aburriría.

—Iré con vuestros padres, Hikaru, os dejaré solos para que deshagáis todo. —Y, dicho esto, mi abuelo se dio media vuelta y cerró la puerta.

Abrimos el armario y, en efecto, los futones ocupaban todo el espacio. Así pues, al lado había una cómoda vacía en la que tardamos en reparar. Yo metí en ella mis cosas y la de mi hermana. En el cajón de arriba Sakura metió sus pertenencias. Mis padres me decían que era mejor que yo solito hiciera mis tareas para así crecer como persona.

Traje mis consolas portátiles, porque no estaba seguro de que mis padres me dejaran enchufar las de sobremesa en televisión y porque pesaban demasiado. Lo único que deseaba era que aquí hubiera algún enchufe.

Luego de salir de la habitación, los tres seguimos por el pasillo al a la izquierda. En medio estaba el baño, del cual no me asomé por miedo a saber qué encontrarme. Ojalá no estuvieran esas bañeras de madera en las que tenías que calentar tú el agua de a saber qué forma.

En la parte izquierda de la casa sí entraba luz. Esta vez el pasillo tenía una ventana que daba al exterior, por la que se veía la aldea y la parte de asfalto que había en frente de la casa. También pude comprobar nuestro coche, parado y mirando en dirección al hogar. Hacia el fondo de la casa pude divisar una cocina.

Seguimos hasta entrar en el salón, que tenía una mesita de madera. Encima había un mantel y varias bebidas. Para mi suerte encontramos tres granizados (todos de fresa) y yo, con alegría, fui rápido a probar uno de ellos. El suelo en esa habitación era de bambú, creo que era la primera vez que lo veía, pues el de mi casa era una moqueta y el de mis amigos o lo mismo o de madera.

Aquí tampoco había una ventana, más bien otra puerta de madera pero con varios cristales en ella que mostraban el exterior. En una esquina había una tele, parecía de las que se hacían antes y no las planas, por lo menos había que ver algo. Miré hacia arriba, una lámpara colgaba del techo. Estaba hecha de papel.

Vi que, a mi derecha, uno de los pocos muebles que decoraban la sala era un aparador con unos cuadros encima junto a un jarrón de flores. Tenía una vitrina con lo que parecían ser varios libros. A su lado otro pergamino y un calendario. Genial, así podría contar cuántos días me quedaban aquí.

Detrás de nosotros sentí a mi abuela aparecer por la puerta.

—Os he hecho esto como una bienvenida —dijo ella, mientras con lentitud se sentaba delante de nosotros en la mesa. Echó un vistazo rápido a la televisión y después volvió a cruzar miradas—. Vuestros padres están en la cocina, hablando del viaje y esas cosas. ¿Qué tal vosotros?

—Pues Hikaru se lo ha pasado entero amargado —contestó Sakura con picardía. Parecía que el nerviosismo e incomodidad ya se le había pasado.

Le di un fuerte codazo y ella me miró, sacándome la lengua. Casi no veía a mis abuelos y no me apetecía nada que supieran que odiaba estar aquí. Me dio penita, porque sabría que eso les deprimiría.

—Es que ha sido muy largo y hace mucho calor —respondí para intentar arreglarlo. Esperaba que eso ayudara algo, porque mi abuela se mostraba seria y no daba ninguna señal de si estaba triste o alegre.

—¡Rico granizado! —gritó mi hermana mientras comía.

—Katashi —Ese era el nombre de mi abuelo— ha dicho que luego os llevará por la aldea para que la conozcáis.

Puse una sonrisita, no es que me apeteciera conocer el lugar, pero quería saber de sus lugares y a lo mejor había algún punto de interés que pudiera sentirme de utilidad. Lo dudaba bastante, pero me podría llevar una sorpresa.

Mis padres y mi abuelo llegaron al salón, empezamos a hablar sobre nuestras vidas y lo que nos ha estado sucediendo a lo largo de estos años, mis abuelos no poseían teléfono móvil, por lo que no hablábamos mucho. Yo tampoco tenía uno y esperaba que para los trece me lo regalaran.

Como era verano y no anochecía hasta las nueve u ocho de la tarde, mi abuelo siguió con la idea de enseñarnos la aldea por encima. Mis padres rechazaron la propuesta porque estaban cansados, pero que ya lo harían mañana. El monte que rodeaba la aldea se teñía de un color naranja, al igual que el cielo, pero yo esperaba que la noche tardara en llegar. Verlo desde el salón, sentado en el suelo era un coñazo, pero era lo más entretenido que tenía.

—Aquí no hay calles, las casas sólo tienen números —nos comenzó a explicar mi abuelo, cuando estábamos de tour por Fubasa—. La mía se encuentra al oeste. Luego está el centro, que es más bien una plaza en la que se plantó un árbol que creció y ahora está enorme. Hay varias casas construidas en círculos y es lo único que está asfaltado en todo el sitio. También está la única tienda de Fubasa.

Aquella última frase fue como una punzada en el corazón, no albergaba muchas esperanzas de que hubiera gran cosa si sólo había una tienda en toda la aldea.

—También hay un bar, y está el ayuntamiento. Fubasa no es muy grande, tiene poco más de cien habitantes, así que nos conocemos todos. —Él mostró una sonrisa ladina y nos miró de reojo, luego ladeó la cabeza.

La aldea era tal y como me esperaba, llena de naturaleza y muchos árboles que yo no había visto. Algunas casas ofrecían un aspecto viejo, otras eran más modernas y parecían estar construidas no hace mucho en comparación. Me gustó ver un riachuelo cruzar por el río, no tenía pinta de ser muy profundo (se veía el fondo), hasta yo haría pie en él y no me llegaría ni a la cintura. Pude ver peces nadando contra la corriente..

El puente que había sobre el riachuelo era de madera y sujetado con cuerdas muy gruesas aunque un poco peladas. Mi hermana, justo antes de pasar por él, dio un gritito de susto, pensando que se derrumbaría, cosa que no fue así, pues incluso ningún tablón se movió.

Conforme nos acercábamos al centro pudimos notar que las casas estaban más juntas, no demasiado, claro está, pero sí más próximas. He de admitir que el centro me hizo gracia: tal y como me había dicho mi abuelo, había un círculo de casas muy juntas, dejando cuatro huecos (norte, este, oeste y sur) para entrar y con unos pocos establecimientos. Pude ver, por primera vez, a unos niños pequeños menores de diez años correteando por la plaza. Justo en el centro, plantado en el único hueco de tierra, un árbol crecía. Estaba intacto, con sus múltiples ramas llenas de hojas que daban sombra a los bancos que había bajo él.

Ver aquellas hojas, meneándose entre sí, con unas ramas gruesas y arrugadas, era hipnótico. Frotaban, danzaban, pero no lo hacían como cualquier otro árbol, este parecía hacerlo a propósito, como si quisiera formar parte de un espectáculo pero manteniendo su sofisticación. Qué poético podía ser cuando quería, incluso yo me sorprendía. Las ramas habían levantado algunos peldaños del asfalto, pues eran grandes y fuertes.

Era la primera vez, incluso, que veía aquí farolas. Había unas ocho en círculo, más o menos por los extremos. Supuse que por aquí tendrían que vivir sobre un tercio de la gente.

—¿Este es el centro? Es muy pequeño —comentó mi hermana. Quizás ella se esperaba algo más grande, pues venía de una ciudad. Perfectamente esto podrían ser las afueras de donde yo venía, o incluso ni eso.

—Es lo que tiene vivir en un sitio con ciento sesenta y dos habitantes —nos dijo una voz proveniente de detrás. Cuando nos giramos contemplé a un hombre ya entrado en años, pero sin alcanzar la vejez. Algunas canas sobresalían de su pelo negro, tenía una cara afilada y sus ojos parecían casi occidentales, pero no del todo. En su sonrisa pude ver unos dientes muy amarillos.

—Este es el señor Takeshi —nos presentó mi abuelo. Yo arrugué la frente, pues algo me decía que este hombre no era de fiar—. Vive por esta zona. Estos son mis nietos, salvo esta niña —explicó mi abuelo, señalando a Sakura— que es amiga del chico.

—Conque una novieta, ¿eh? —supuso él, a mí y a Sakura nos molestó aquello, pues sólo por ser un chico y una chica ya nos emparejaban. Además de lo estúpido que sonaba aquella tontería.

—Otro gracioso que hace la misma broma —me susurró al oído, sin dejar de sonreír, pero mostrándome su descontento. Ella era así, no era nada transparente y, si quería, tú no serías capaz de averiguar su estado de ánimo.

Tras ese encuentro no muy afortunado, abandonamos el centro pues tampoco había gran cosa que ver. Mi hermana se decepcionó un poco, porque esperaba que, al menos, le compraran un helado. Mi ánimo decrecía por cada sitio que veíamos, que era casi nada. Además, la poca gente que andaba por la calle era mayor y, exceptuando a los niños de la plaza, no había visto más. Me alegré de haberme llevado a Sakura conmigo.

Dimos un rodeo por la aldea, que no fue gran cosa, ya que, quitando el centro, no había más construcciones interesantes. El tamaño era irregular, con una zona que parecía nueva y con casas de aspecto contemporáneo. Apenas había gente viviendo allí y se notaba que, ante el crecimiento de la aldea, se había extendido en esa dirección sur.

Por lo demás se escuchaba en canto de los insectos y era interesante en un gratificante silencio al que yo no estaba acostumbrado. Había muchos árboles muy verdes, al igual que las flores que habían crecido, que estaban abiertas. Supuse que ahí solería llover para que en verano estuviera todo tan verde. El calor era insoportable y daba gracias a que la noche le echaba a patadas.

—Hay un último sitio que quiero que veáis —dijo mi abuelo .Su voz estaba emocionada y echó a andar ligeramente más rápido que antes.

Resultó que lo que quería enseñarnos mi abuelo estaba subiendo una colina. No era muy alta, aunque nosotros no estábamos muy acostumbrados a subir cuestas. Tuvimos que subir unas escaleras para llegar y nos encontramos justo delante de un templo diminuto. Las cigarras se habían adueñado del lugar y su canto no cesaba pese a que la noche estaba cayendo.

Miré por encima la construcción que no me interesó mucho, ya que yo no creía en deidades. Me atrajo más el final de aquella calle que había entre el templo y las escaleras. Lo que se hallaba era un bosque. Tenía los árboles muy juntos y muy altos, con hijas finas en sus ramas. Los colores de la madera eran de un marrón claro y podían notarse las arrugas del tronco. Las hojas eran oscuras y, por ello, se distinguían con el resto de naturaleza que rodeaba aquella zona.

—Esto de aquí es el Bosque de las Luciérnagas, el bosque Hotaru.

—Pues no se calentaron mucho la cabeza poniéndole el nombre.... Hotaru no mori... Bosque Hotaru... —dijo Sakura, intentó que su voz sonara amigable, hasta añadió una risa al final, pero eso no contentó a mi abuelo.

—Lo importante no es el nombre —repuso de mala gana—, lo importante es lo que significa. Se dice que en él yacen las almas de aquellos que no pueden ir al más allá y vagan por el bosque esperando a cumplir aquello que les faltó en vida. Por eso, cuando se ven luces en él, la leyenda dice que son las almas errantes, transformadas en las luces de las luciérnagas.

Aquello sonaba como un cuento de hadas, aunque me vi obligado a admitir que tenía cierto encanto. Pero no mucho.

—Eso es muy bonito —dijo Sakura, dando varios pasos hacia el bosque—. ¿Hay alguna anécdota?

—Prefiero no contar las experiencias vividas por otros sobre las almas que aquí yacen, para así mostrar un respeto —contestó mi abuelo con voz seria. Sus pequeños ojos miraban en dirección al bosque y no apartaban la vista de él. ¿Tan importante era? Seguro que todo eran supersticiones—. Akira, no te adentres mucho, venga, es hora de irse.

Mi hermana mostró una exclamación de molestia e hizo caso a mi abuelo. Algo en mí me decía que fue una suerte que no entrara allí, como si una voz que nosotros no escuchábamos en aquel momento la estaba llamando para que se reuniera con las demás almas. Que mi abuelo fue listo y apenas la dejó entrar un palmo en el bosque porque, de haber sido un poco más descuidado y haberle restado importancia a que entrara un par de metros, ya hubiera sido muy tarde, porque mi hermana no le habría oído y habría entrado, perdiéndose para siempre en aquel lugar. Algo en mí, quizás yo mismo, me decía que aquel lugar era extraño y no era un simple bosque.

Pero seguramente todo eran suposiciones.

Porque aquella noche todos regresamos a casa juntos, aquella misma noche cenamos alrededor de la mesa, con Sakura un tanto incómoda al sentirse una extraña, y yo haciéndole bromas para que se relajara. Para después irnos a dormir y yo estar al lado de mi amiga y Akira, mi hermana, quien dormía tranquilamente en su futón. Porque aquellas vacaciones no se convirtieron en una desgracia y el único que estaba triste era yo.

Pero claro, esa vocecita dentro de mi cabeza seguía diciéndome que ese sitio no era del todo seguro. Por suerte esa noche pude acallarla.

Pero sólo por esa noche.

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