[ C a p í t u l o - (2 0) : E r i k a ]
-Creo que deberíamos hablar más seguido – Dijo Loren a Grant – Fue muy lindo hablar contigo.
- ¿Sabe algo, señorita Parr? – Dijo Grant – Pienso exactamente lo mismo.
-Si... Jamás me había soltado a hablar así con alguien antes. Creo que eres el más normal de esta prisión.
-Esto no es una prisión, Loren.
-Oye, ¿dónde quedó "señorita Parr"?
-Creí que ya podía hablar con más confianza y sin ser refinado, no busco ser vulgar.
-Jamás lo serías Grant – Loren miró con cierta gracia a Grant.
Ambos, a la par que caminaban, se sintieron observados. Loren lo hizo notar mirando a su alrededor, mientras que Grant buscaba algo que parecía desprender un "hedor" a merodeador. Era una sensación demasiado extraña para lo que significaba caminar por pasillos abandonados en una enorme instalación.
Lorena sentía la angustia de Grant tanto como él sentía la suya. Los dos ignoraron esta situación. A la par que caminaban sin prestarle atención, una persona emergió de las tinieblas, cuando ellos habían abandonado por completo el pasillo. Se trataba de una mujer, una mujer que su apariencia podría resultar desagradable a cualquiera; tenía un rostro de muñeca.
No era de lejos una anomalía dentro de todo. Tenía un lindo cabello oscuro, el cual era retenido por una coleta con un lazo oscuro. Sus cejas eran delgadas, sus mejillas rojizas cual manzana y sus ojos, color verde hoja en otoño, veían de forma acosadora a la pareja de amigos.
Su rostro era una composición inquietante para cualquiera que quisiera ver un rostro femenino. No era bello, o al menos no en una descripción general de belleza. Su rostro era la viva imagen de una muñeca de porcelana. Sus mejillas con brillo rojizo, sus dientes perfectos, sus mejillas con pecas, sus ojos vivaces y cristalinos. Era una composición tan antinatural que podría dar más miedo que un sentimiento de atracción a quien lo viera.
Esta mujer, vestía de color verde, con una falda que llegaba a la mitad de sus piernas. El patrón de este vestido tenía el rostro de un bebé, remarcado con la tela verde en todo su diseño. El verde era opaco y brillante a la vez. La cintura era recubierta por un listón blanco. Sus manos y sus muslos, al igual que sus mejillas, tenían un brillo extraño y un matiz de colores rojizos que no eran normales.
La mujer, con un movimiento inquietante de manos, acariciaba lentamente su vientre, como si algo estuviera creciendo dentro de ella. Sus delicados tanteos mostraban cariño y ternura a algo que nadie podía ver. Ella decía con tranquilidad a su vientre:
-Mis pequeñas criaturas... las amaré eternamente.
Al igual que ella, siendo no solo ella la criatura merodeadora en las tinieblas, William notó la presencia de la mujer, viendo de forma sospechosa a Loren y a Grant. Era desagradable a la vista como algo así podía acariciar su vientre, en especial para William, quien no parecía sentir humanidad dentro de aquel ser "sin alma".
- "No es normal lo que veo... En lo más mínimo" – William vio como la mujer se alejaba de donde había estado todo el periodo en el cual escuchó hablar a Loren y a Grant. No hizo nada sino seguirla lentamente, no caminando con fuerza, conteniendo su respiración y tomando solo pasos sin impulso. El paso del aire tenía el mismo efecto que él. Tenía la fuerza suficiente para caminar, sin hacerse notar. Sus pisadas eran inexistentes, tal y como su respiración, la cual solo sonaba en los oídos más paranoicos.
William siguió caminando detrás de la mujer, quien tenía un rumbo incierto. No había notado ninguno de los lugares que ahora esa extraña mujer lo estaba conduciendo. Notó cada uno de los sitios que le eran familiares, para poder tener así una descripción mental más acorde a lo que se presentaba allí.
Varios pasillos tenían puertas varias, las cuales reflejaban los puestos y figuras de autoridad presentes en la academia. No hubo vuelta hacia la gran estancia o el comedor comunitario. Todo era un laberinto son asidero. Los pasillos estaban repletos de oficinas que producían ruidos extraños. Todos estos cuartos sin ventanas y con puertas metálicas causaban en William un sentimiento de curiosidad, graciosamente macabra.
William, mientras caminaba, tenía la ligera impresión de que aquellas puertas podrían ser un pasadizo oculto a un horror indescriptible. Eran sitios o podían ser lugares con objetos y situaciones fuera de su comprensión. Quizá podía encontrarse a una mujer con una cabeza de caballo, que significaba algo más, algo oculto, algo grotesco y mórbido inclusive.
O quizá el miedo más grande que podía encontrarse allí era tan humano como él, y sería algo explicito como órganos brotando por todas partes, sangre en el suelo o algo similar; aterrador pero humano, al final del día. Los horrores que William, hasta ese momento había experimentado, no eran más que representaciones humanas del terror. Aquella mujer le ocasionaba un encanto no humano.
No le causaba mucha comodidad o nostalgia encontrarse con una situación así. Le producía colera y a la par, atracción a un nivel más espiritual. Seguía el paso de aquella mujer, hasta comenzó a detectar un hedor muy fétido; demasiado notorio para no darse cuenta; es hedor podrido y a la par a algo oxidado, que te hace pensar en algo metálico sin serlo; era un hedor que solo podía significar algo; había tuberías de Gas.
La oscuridad del pasillo donde William había llegado no le parecía más que incomoda e imposible de traspasar. Había encontrado un sitio repleto de tubos y válvulas de gas. Ahora solo debía ver que había entre ellas. Sin embargo, su vista no le era suficiente.
William entonces, recordando el camino, decidió regresar por donde vino, no sin antes preguntarse, antes de dar la vuelta, a que lugar aquella dama lo había dirigido. De la nada, a su vez que regresaba, sintió un portazo metálico en una de las oficinas que lo hizo perder la tranquilidad. Toda esa situación lo hacía sentir más extraño y distante de la humanidad; mucho más que antes.
Las puertas, al inspeccionarlas bien, pudo notar William que no eran de un metal que el conociera con exactitud. No tenían la sensación de ser un metal ya existente. No era platino, hierro, cobre, acero o siquiera una ilusión que hiciera creer que era metal. Era brillante pero oscuro. Tenía una textura lisa pero su patrón era rasposo a la vista. Su textura era similar a la del acrílico. La inspección había terminado cuando, a su costado, sintió que algo lo miraba con hostilidad; esa sensación de falta de soledad, siendo más un asecho que compañía, envolvieron a William en un terror oculto y ahogado penetrante; definitivamente no estaba solo.
Volteando con temor, lentamente, se encontró con aquella mujer, quien ahora tenía un rostro diferente, que manifestaba los horrores más clásicos que tiene un ser humano; la inexistencia de un rostro en si. Era un lienzo blanco toda su expresión; sin ojos, sin nariz, ni boca o algún rasgo familiar. Era incomodo para William a la vista.
A la par que sudaba gotas frías, la mujer se acercaba lentamente para tomar por el rostro a William, quien incomodo, solamente se limitó a moverse un poco; la falta de rostro le hacía imposible detectar a William, quien lentamente se movía de lado a lado, con tranquilidad, para que no fuera detectado por la mujer.
Con paso presuroso, se alejó de allí, tomando el rumbo de regreso y encontrándose de nueva cuenta en los pasillos que le eran familiares. Esos pasillos ahora no eran extraños sino una forma de saber que estaba a salvo. Ese rostro vacío y la falta de sentido en todo le había quitado la tranquilidad a William, quien sudaba gotas frías mientras trataba de buscarle algún sentido a lo que estaba ocurriendo.
Rápidamente decidió regresar a su habitación, encerrarse y dejarse llevar por la tranquilidad de la misma. No obstante, su cuerpo comenzó a sentir que algo no estaba bien. El cuarto era fresco, vacío y el frio de siempre debería estar allí, en su solitaria recamara; ahora, sin tenerlo en mente, su cuerpo experimentó demasiado calor; era idéntica a la sensación de las tuberías de gas de aquel lugar.
De repente, notó algo que le quitó la tranquilidad. Sintió como si gotas de algo liquido hubieran caído en su guante oscuro. Al notar esas gotas, eran idénticas al tono de su piel. Luego fueron dos, tres, cinco, nueve, once, dieciséis, y llegó a un punto en que las gotas no dejaban de surgir. Su rostro ahora era un mar extraño de carne y huesos, sus manos comenzaron a sentirse viscosas, su cuerpo entero se estaba cayendo lentamente y solo podía sentir como su carne se derretía con el resto de sus extremidades.
Pudo notar que no era real lo que tenía, pero... ¿qué le hacía sentir eso?
***
Su cuerpo pudo recuperar sus fuerzas, a la par que abría los ojos. No estaba en su habitación y eso era algo seguro. Su piel y su cabello albino se sentían húmedos. Sus ojos estaban abiertos, en exceso, por un enorme terror que lo corrompía, alterando todos sus sentidos.
Veía con claridad que las tuberías de gas estaban adornando lo que ahora era su lugar de reposo; un sitio sin iluminación ni compañía; desolado. Aunque, en realidad, la soledad era algo que William no experimentó en lo más mínimo. Allí mismo, con su oído paranoico, pudo notar pequeñas risas. Estas risas podían ser de un niño fácilmente. No eran risas normales, sino de pequeños infantes los cuales parecían burlarse de algo; de él posiblemente.
Su ego no le hizo sino buscar a los niños, esperando encontrarse con pequeñas criaturas para poder estrangularlas con sus manos, sin embargo esas risas no tenían dueño, o al menos, eso parecía. De la nada, como había ocurrido en su delirio, algo comenzó a gotear por encima de él, sintiendo las gotas de algo viscoso en sus guantes y su cabellera. Estas gotas no tenían reacción alguna, más allá de un desagradable y profundo hedor a putrefacción.
Las gotas caían lentamente y William se preguntaban de donde venían. Notó que, al costado de su pie, se encontraba una linterna. Así que, sin perder tiempo, la tomó y vio si esta prendía. Con suerte o lamentación, la linterna encendió su luz y pudo notar William que estaba en una caldera; el gas salía con tranquilidad de una vieja caldera y el calor era debido a esa cosa.
Mirando todo el lugar, no encontró rastro de alguna entidad que pudiera explicarle que hacía allí, sin embargo, las gotas de lo que era una sustancia viscosa seguían cayendo lentamente a su cabeza, como si se tratase de algún tipo de lluvia. William levantó la mirada con la linterna, lentamente, augurando lo que quizá sea el culmen máximo del desagrado humano.
Encima de él, se encontraba, en un total estado de putrefacción, el cadáver de una mujer, con le mismo vestido que tenía la dama que se había encontrado en el pasillo. Su cabeza tenía la mandíbula abierta, las cuencas vacías, con un rostro que mostraba alguna angustia que no podía comprender.
Con la vista, William siguió inspeccionado el cadáver o lo que parecía algo muerto, encontrándose con el que quizá es el horror máximo de toda su vida; lo más escabroso que haya presenciado con sus ojos. En la entrepierna del cadáver, se encontraban varios bebés. Todos ellos no parecían tener más que veinte o veintidós semanas de gestación. Eran fetos prácticamente.
Su malformación causada por la putrefacción era notoria. La carne de sus cuerpos era grisácea, pero se podían distinguir algunas venas y arterias, las cuales estaban llenas de sangre podrida. Estas mismas eran bañadas, junto al resto de sus cuerpos, por lo que era un liquido extraño. Era la placenta, la cual se estaba pudriendo lentamente y desintegrando con calma.
Los fetos se retorcían como parásitos; lentamente y con una calma aterradora, que no hacía sino conmover y aterrar a William, en partes iguales. No podía verlo sin soltar algún comentario que pudiera servir de algo. Su apariencia era desagradable y solo podía causar nauseas; William sentía admiración.
El cadáver tenía en su pecho una placa con el nombre de "Erika Woodhouse"
-Bien señorita Woodhouse – Dijo William – Me impresiona, honestamente.
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