capítulo 7: marcas en la piel y cicatrices en el alma
Komi San no era la misma. La suave timidez que la había caracterizado durante tanto tiempo se había transformado en algo más profundo, más oscuro. Aquella tarde, después de semanas de soportar un hogar tenso y un silencio aún más ensordecedor, decidió hacer algo que cambiaría la forma en que se veía a sí misma.
Con los ahorros que había guardado durante meses, se dirigió a un pequeño estudio de tatuajes que había descubierto en una de sus caminatas nocturnas. No era impulsivo, al menos no del todo. Había estado pensando en esto durante mucho tiempo, algo que marcara su piel tanto como la vida había marcado su corazón. El tatuaje no sería sólo un diseño, sería una forma de reclamar el control sobre su cuerpo, una afirmación de que ella decidía quién era, incluso cuando todo lo demás parecía desmoronarse a su alrededor.
El sonido de la máquina de tatuajes era constante, casi reconfortante, mientras la aguja trabajaba en su cuello. Cada línea que trazaba el tatuador era un recordatorio del dolor que había soportado en silencio. Komi no lloró, ni siquiera gimió. El dolor físico era bienvenido, un contraste casi agradable a la confusión emocional que había estado sintiendo.
El diseño era una rosa marchita, enredada en su cuello, casi como si sus raíces intentaran aferrarse a su piel. Para ella, representaba la belleza en la fragilidad, la vida en medio de la decadencia. Era su forma de mostrar al mundo, y a sí misma, que aunque se sentía rota, seguía ahí, luchando.
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Al llegar a casa esa noche, la luz de su habitación era tenue. Se sentó en la cama y, como tantas otras noches, colocó sus auriculares, buscando refugio en la música. Esta vez, escogió algo que reflejaba su estado de ánimo: In the Shadows de The Rasmus. Mientras la melodía melancólica llenaba sus oídos, cerró los ojos y dejó que las letras la envolvieran. Era como si la canción hablara directamente a su alma, describiendo ese sentimiento de estar atrapada, invisible, buscando algo que no sabía si alguna vez encontraría.
Las lágrimas querían salir, pero Komi las contuvo. No quería llorar. Llorar era mostrar debilidad, y ya no quería sentirse débil. El tatuaje en su cuello aún ardía, un recordatorio físico de su dolor, pero también de su fortaleza.
Las películas de terror se habían convertido en otro de sus refugios. Mientras veía monstruos y villanos acechar a los personajes en la pantalla, se sentía extrañamente conectada. Tal vez porque, al igual que los personajes de esas películas, ella también estaba siendo perseguida, aunque no por criaturas sobrenaturales, sino por sus propios miedos y ansiedades.
A través de las historias de terror, encontró consuelo en la lucha constante por la supervivencia. Cada vez que un personaje lograba salir victorioso, era como si ella misma lograra superar un pequeño obstáculo en su vida. Y cuando caían, sabía que a veces eso también era necesario. Cada derrota, cada momento de terror, la ayudaba a entender mejor su propia vida.
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Con el tiempo, Komi aprendió a amarse a sí misma, no de la manera que los demás esperaban, sino a su propia manera. Sabía que no era perfecta, sabía que tenía cicatrices, tanto visibles como invisibles, pero también sabía que esas cicatrices contaban una historia. Una historia de resistencia, de lucha, de silencios que a veces decían más que mil palabras.
Mientras se acostaba esa noche, con el ronroneo suave de Kitty a su lado y la música aún resonando en sus oídos, Komi sonrió por primera vez en mucho tiempo. No era una sonrisa amplia, pero era sincera. Aprender a madurar, a amarse a sí misma, había sido un camino lleno de espinas, pero ahora sabía que, aunque marchita, seguía siendo una rosa.
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