PRÓLOGO
Ella sollozó en la cama. Su cuerpo estaba envuelto en las sábanas de forma extraña y su rostro estaba hundido en su almohada. Había una mancha de intenso color rojizo en el centro, tiñendo las finas sábanas blancas tejidas con hilos dorados; pero eso no le preocupaba a ella, no en ese momento, no mientras lloraba con su cuerpo bañado en sudor y su propia sangre.
—Lo siento —susurraba, una y otra vez, con las lágrimas corriendo por sus mejillas cual torrentes.
Él entró a la habitación en ese instante, solo para verla, a su amada esposa, que se había puesto de pie con el entusiasmo de un condenado, intentando enredar la sábana alrededor de su cuello. Y él no tuvo ninguna duda de que la mujer intentaría colgarse, así que corrió a ella y le arrancó la tela sucia de las manos.
— ¿Qué estupidez estás haciendo? —rugió él, sus ojos oscuros por la ira.
Ella no estaba en condiciones de responder, su mente ahogada por el dolor en su corazón y su mirada perdida en algún punto. Un espejismo de la mujer orgullosa y radiante que había sido hacía tan solo un día, y que ahora elegía la muerte sobre la vida.
—Lo siento —insistió ella, abrazándose a sí misma y clavando duramente sus uñas en su piel, desgarrando y dejando marcas que permanecerían por siempre en forma de cicatrices.
—Por los Santos... ¿Qué sucede, mujer? —preguntó él, su frustración brillaba, y entonces, su expresión se llenó de absoluto horror— ¿Es mi hijo?
Ella no respondió al inicio, permaneció quieta y silenciosa, arrastrándose por el suelo como un muerto saliendo de su tumba y se hizo un ovillo en el suelo. No fue hasta varios minutos después que su cuerpo volvió a reaccionar, como si la vida regresara a su cuerpo.
—No tuve un hijo —dijo ella, con tal rotundidad que todo a su alrededor se sintió tambalear. Sus ojos le ardían por lo mucho que había llorado y cada una de sus palabras sonaban como las palabras de un penado, y al mismo tiempo de un profeta: una advertencia implícita de que él estaba a punto de descubrir algo, y no le gustaría ni un poco. Él parpadeó, confundido.
La mano de la mujer se levantó, su dedo delgado y tembloroso señaló en dirección al cuarto de baño. Él suspiró y se acercó al baño, dando la espalda a los sollozos incontrolables de su esposa, a sus lágrimas, sus disculpas y sus gritos, que aumentaban mientras se acercaba más y más. Apresuró el paso.
Él quiso gritar al ver el primer atisbo de una sábana sobresaliendo un poco de la bañera, corrió hacia el objeto, escandalizado respecto a que su esposa había tenido la jodida osadía de poner a su hijo recién nacido en la bañera como si fuera un trozo de jabón descartado.
Entonces la vio, las vio.
No era un niño, era una niña, y no era solo una, había dos de ellas.
Una de ellas era más grande que la otra y se notaba en mucho mejor estado de salud, mientras que la otra parecía más delicada y frágil. Físicamente, sin embargo, ambas eran parecidas, con rasgos similares heredados de sus dos padres, como los ojos rasgados por su herencia shu y el cabello negro como la tinta.
—Son gemelas —dijo él, con la voz ahogada—. Y si son gemelas, entonces son...
La mujer se enderezó en la cama y lo miró con rigidez, ya sin sollozos y gritos pero todavía con las mejillas húmedas por las lágrimas.
—Grisha. Tuve gemelas grisha, porque yo soy grisha.
Él retrocedió como si le hubieran pegado una bofetada y ella se encogió.
— ¿Grisha? ¿Y jamás pensaste en decirlo? —rugió.
—No pensé que fuera necesario —lloró ella—. Soy solo una sanadora, eso jamás fue parte de mi vida, creí que sería un bebé igual a mí y le enseñaría a evitar la prueba para que no nos lo quitaran nunca, creí que estaríamos bien. Pero...
—Pero son gemelas. Y si una de ellas llegó a nacer sanadora, la otra nació asesina.
—No podemos quedarnos con ellas, no durante mucho tiempo, no si queremos que estén a salvo. Debemos deshacernos de cualquiera que sepa de su existencia —soltó con brutalidad la mujer, y era lo menos descompuesta que su esposo la había visto desde que había dado a luz.
— ¿No estás sugiriendo... ?
—Estoy diciendo que apuñalaré a la partera hasta la muerte si es necesario, después a ti y al final me cortaré la garganta, justo después de dejarlas a ambas en un orfanato diciendo que una de ellas es un año mayor.
Él tragó saliva, preocupado, pues su esposa parecía estar sufriendo algún tipo de brote maníaco... Pero después miró a la bañera, a sus hijas, de las cuales una había nacido para ser luz y la otra oscuridad, creación y destrucción, amor y odio. Quizá, solo quizá, ellas podrían librarse de ese destino fatal si no había nadie quien creyera en el, si no había nadie que lo supiera, si no hubiera nadie que pudiera volver realidad la profecía que se había puesto en marcha con su nacimiento.
—De acuerdo. Yo iré por la partera —dijo él, con un nudo en la garganta.
Ella lo observó con un brillo de enloquecida protección.
—Lo siento —repitió.
—Yo también siento que me hayas mentido y condenado —respondió él.
—Tu querías un hijo —espetó ella, mirando a sus hijas con anhelo y tristeza.
—Exacto. Quería un hijo, y en lugar de eso, tuve dos grisha. Brujas. Y lo que es peor, gemelas.
Ella lo miró con ira pero él no se inmutó en absoluto, su corazón se marchitaba dentro de su pecho y el odio crecía en su interior por la condena que había puesto su mujer sobre su cabeza, la cabeza de un hombre normal que no habría querido nada más que un hijo y amarla a ella por el resto de sus días. Pero el amor era una cosa frágil, y esa mentira por omisión le había arrancado cualquier cariño desde la raíz.
—Tienes suerte de que sea una sanadora y no una maldita mortificadora, o habría parado felizmente tu corazón.
—Suficiente —le cortó él—. No tenemos mucho tiempo, no podemos dejar que la partera tenga oportunidad de contarle a alguien.
—Vete entonces.
—No sin nombrarlas primero —replicó el hombre, de inmediato. La solo sugerencia de que se iría sin darle primero un nombre a sus hijas, su sangre y su legado, era ofensiva.
—La más grande, diremos que ella es la mayor, y su nombre será Alina —dijo ella, mirando a la bebé de aspecto saludable. Parecía un niña risueña, incluso si acababa de nacer, por la forma en que su pequeña boca se torcía en una especie de sonrisa mientras dormía. Ambas niñas parecían tener el don de dormir durante un terremoto, porque permanecían en el mundo de los sueños incluso pese al estruendo que ocasionaban sus padres.
— ¿Y la menor?
—Puedes elegirlo tú —concedió la mujer.
—Natasha —susurró él. Era el nombre que había tenido su madre, y el nombre que siempre había querido que tuviera su hija, si llegase a tener una.
—Alina y Natasha Starkov. Les compraremos el tiempo posible ocultando que son gemelas, pero al final, cuando llegue la prueba de los Grisha, el resto dependerá de ustedes.
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