OO6
Jinsol iba a matar a Jaebeom. Lo iba a destripar. Lo iba a despellejar vivo. A cocinarlo en su propio jugo.
Esa mañana, se había despertado antes de las siete y le había escrito un mensaje.
«¡Buenos días! ¿Están despiertos?».
Un mensaje sencillo y desenfadado. Sin presionar demasiado. Incluso había precedido la pregunta con un saludo alegre, ¡por el amor de Dios! Había tardado una hora en responder, pero no pasaba nada. A las ocho aún había tiempo de sobra para despertar a Yerim y llevarla a casa a las nueve para que se pusiera el vestido que Chaewon le había comprado para el brunch. Era de color lavanda, todo encaje y satén, y la niña lo detestaba. Jinsol no se había atrevido a decírselo a su amiga. Dos años atrás, a Yerim le habría encantado, pero por entonces parecía que a su hija solo le gustaban los vaqueros, los colores oscuros y las camisetas antiguas de Jinsol que había encontrado en una caja del desván hacía seis meses. Había conseguido convencerla de que se aguantara por unas horas y fuera considerada; después de todo, el vestido costaba incluso más que el de Jinsol y Yerim adoraba a Chaewon, pero también sabía que el humor de su hija oscilaba como un péndulo en aquellos días y que habría sido mejor vestirse en casa que en el salón de té.
De ahí su petición de que Jaebeom llevase a su hija a casa a las nueve en punto.
Pero las nueve llegaron y pasaron.
«¿Dónde estás?», le había escrito a las nueve y un minuto.
«¡Ya vamos!», le respondió, pero era evidente que no, porque cuando el reloj marcó las nueve y cuarenta, Jinsol había tenido que irse o se habría arriesgado a llegar tarde y una de las damas de honor no podía llegar tarde a una boda en el mundo de Park Chaewon. Condujo hasta el apartamento de Jaebeom y llamó a la puerta a las nueve y cincuenta. No contestó nadie y estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico, porque para entonces ya no solo se imaginaba el tic en el ojo que le daba a Chaewon siempre que se estresaba, sino que su cerebro de madre le estaba planteando un millón de situaciones horribles, desde un accidente de coche hasta que Jaebeom hubiera secuestrado a su hija y se hubiera marchado a Canadá.
«¿Dónde mierda estás?», le había escrito cuando aparcó delante del Salón de Té de Vivian, con las manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas. Quizá el taco llamaría su atención. Casi nunca usaba palabrotas, las reservaba para momentos como aquel, cuando fantaseaba con cortarle una parte vital de la anatomía a Jaebeom.
«¡Ya vamos!», le contestó otra vez. Jinsol quiso clavarle en el cuello los alegres signos de exclamación. «Hemos parado a comprar donuts». Y luego había tenido el descaro de terminar el mensaje con un emoji de un donut y un corazón verde. En ese momento, estaba en medio del extravagante Salón de Té de Vivian, con el mármol bajo los pies y los ojos rojos e hinchados, mientras Kim Jungeun lo capturaba todo con la cámara.
O quizá no. No se había acercado el aparato a la cara desde que había visto a Jinsol, pero estaba demasiado cerca mientras ella se desmoronaba, ridículamente atractiva con una camiseta de seda negra y unos elegantes pantalones de color crema que ensalzaban aún más su ya de por sí esbelta figura.
¡Y los tatuajes, por Dios! Los ojos de Jinsol se fijaron en uno en particular, unos rayos y gotas de lluvia que caían de una nube gris a una taza llena de agua de mar. Una tormenta en una taza de té.
La noche anterior apenas se había fijado en ningún diseño concreto. Había estado demasiado ocupada intentando actuar como si no fuera una madre agotada de una preadolescente malhumorada mientras ligaba con la hermanastra de Chaewon. Y todo el tiempo, Jungeun había sabido perfectamente quién era ella. No, no quería pensar en eso. Necesitaba concentrarse en no cometer un homicidio. Apartó la mirada de Jungeun justo cuando la puerta se abrió de golpe a su espalda y Jaebeom y Yerim entraron entre carcajadas.
—¡Buenos días, señoritas! —saludó Jaebeom cuando las vio y se bajó las gafas de sol de aviador por la nariz, dejando ver unos ojos centelleantes.
Heejin gruñó.
—Choi Jaebum —dijo Chaewon, con los brazos cruzados y fulminándolo con la mirada.
—He oído que debería darte la enhorabuena —dijo él, pero luego levantó las palmas de las manos y las movió arriba y abajo como una balanza—. O las condolencias al novio. Lo uno o lo otro.
—Adiós, Choi. —dijo Chaewon.
—¿Cómo? ¿No estoy invitado? —preguntó él y esbozó esa sonrisa seductora que había empezado todo el problema.
Chaewon le contestó algo, porque era incapaz de mantener la boca cerrada cuando Jaebeom abría la suya, pero Jinsol los ignoró a ambos. Si hablara con Jaebeom en ese momento, le arrancaría la cara. Había aprendido a evitar cualquier conversación con él cuando estaba así de enfadada. Siempre terminaba sintiendo que exageraba, que no sabía relajarse y que lo que fuera que hubiera hecho no era para tanto.
Lo único que conseguía era enfadarse aún más.
Jinsol caminó hacia su hija y la envolvió en un abrazo.
—Hola, cariño.
—Hola, mamá. —Yerim iba vestida con sus habituales vaqueros negros y camiseta negra, la de esa vez con la portada del disco Sixteen Stone de Bush.
—¿Te lo has pasado bien?
—¡Superbién! Hemos comprado donuts y papá me ha dejado tomar café. —Jinsol ignoró la última parte.
—Me alegro, cielo. Ahora vamos a cambiarnos, ¿vale? —Le tendió la bolsa de ropa y sonrió con alegría.
Yerim agarró la bolsa, pero se le hundieron los hombros.
—¿Tengo que hacerlo?
—Cariño, ya lo hemos hablado.
—Lo sé, pero… el vestido pica. Y odio el color. Es un color de niña pequeña.
—No lo es. Yo visto de lavanda todo el tiempo.
—Ya, pero tú eres mi madre.
Dijo «madre» como si fuera un escorpión venenoso.
Jinsol forzó una sonrisa y agarró a la niña del codo para conducirla hasta el pasillo de los baños.
—Es solo por un día. Te lo prometo.
—Papá ha dicho que no tengo que ponérmelo.
Jinsol apretó los dientes. Iba a matarlo. A asarlo a la parrilla.
—Papá no está al mando ahora. Además, es por la tía Chaewon y tú quieres a la tía Chaewon, ¿no es así?
—Si la tía Chaewon me quisiera de verdad, me dejaría ser yo misma.
Jinsol sintió que se le iba el color de la cara. Casi podía oír cómo Jaebeom le decía exactamente esas palabras a la niña, de forma amable y tranquila, como si fuera la cosa más natural del mundo hacer siempre lo que te apeteciera, cuando te apeteciera, sin importar las consecuencias ni las demás personas.
—Yerim…
Pero no sabía qué responder a eso. No sabía cómo combatirlo. Toda la sabiduría de madre se le fue de la cabeza y sintió un peso sobre los hombros, la pesada sensación de que no podía ganar.
—¿Me dejas verlo?
Jinsol levantó la cabeza de golpe y vio a Kim Jungeun a un metro y medio de distancia, apoyada en la entrada del pasillo con la cabeza inclinada hacia Yerim.
—¿Ver el qué? —preguntó Jinsol.
Sin embargo, al parecer, no hablaba con ella. Miraba directamente a la niña y repitió la pregunta mientras señalaba con la cabeza la bolsa de ropa que llevaba en los brazos.
—Supongo —dijo Yerim—. ¿Y tú quién eres?
Jungeun sonrió y caminó hacia ellas.
—La hermanastra malvada.
Luego le guiñó un ojo a Yerim y la hija de Jinsol esbozó una sonrisa de oreja a oreja, arrugando los ojos y todo.
—He oído hablar de ti —dijo sin dejar de sonreír.
—Yerim —advirtió Jinsol, pero Jungeun se echó a reír.
—Ah, ¿sí?
Yerim asintió. Jinsol no recordaba haber hablado nunca de Jungeun con ella, pero a saber qué habría soltado Heejin en su casa alguna de sus noches tomando cócteles. Después de una sola copa, se volvía aún más displicente de lo normal y a Yerim le encantaba merodear cuando se suponía que tenía que estar en la cama. Jinsol la había pillado más de una vez a lo largo de los años, tumbada boca abajo en el pasillo, sin que nadie la viera, con la barbilla apoyada en las manos y los ojos muy abiertos y ansiosos, como si estuviera escuchando secretos sobre un tesoro enterrado.
—¿Qué has oído? —preguntó Jungeun y ladeó la cabeza.
Yerim abrió la boca y Jinsol vio cómo se daba cuenta de que lo que tenía que decir no era precisamente amable. El color rosa se le extendió por las mejillas y tragó con dificultad.
—Eh… —balbuceó y Jinsol supo que tenía que intervenir, hacer algo, decir lo que fuera. Se devanó los sesos en busca de una distracción, pero entonces Jungeun perdió la sonrisa.
Una sensación desagradable le recorrió el vientre; no estaba segura de si era vergüenza o culpabilidad. De lo que no le cabía duda era de que Jungeun también se había dado cuenta de que lo que Yerim había oído no era halagador.
—No importa —dijo Jungeun y agitó una mano; luego tiró de la bolsa de ropa que la niña tenía en los brazos—. Enséñame ese vestido.
Yerim exhaló con pesadez. Jinsol también, si era sincera. No le apetecía nada oír una repetición de las peroratas de Heejin borracha o, en algunos casos, sobria como un témpano, sobre el espectro de la Mansión Wisteria. No era que nada de lo que hubiera dicho fuera necesariamente falso; Jungeun había abandonado Bright Falls y a Chaewon, a pesar de su extraña infancia juntas, y nunca había mirado atrás, pero ver cómo se le borraba la sonrisa burlona, como si le hubieran puesto una pesada manta sobre sus hombros en mitad de un verano sofocante… En fin, no estaba preparada para ello.
—Es feísimo —dijo Yerim mientras abría la bolsa—. Mira.
Jungeun extendió una mano para tocarlo y dejó a la vista el encaje y el satén. Jinsol no estaba segura, pero le pareció que le temblaban los dedos, solo un poco, al rozar el vestido. Frunció el ceño y los labios.
—¡Oh Dios! Sí que lo es —dijo.
Yerim se echó a reír y, de repente, la empatía de Jinsol desapareció.
—¿Vas en serio? —dijo lo más bajo que pudo. En realidad, quería gritar. Era lo que le faltaba. Lo que necesitaba era que Yerim se pusiera el vestido.
—No se me ocurriría mentir sobre algo tan importante —dijo Jungeun y la miró a los ojos. No había malicia ni sarcasmo. Solo… No sabía qué. Le sostuvo la mirada durante un instante más de lo que sería natural, con las comisuras de los labios ligeramente levantadas. Las pecas le salpicaban la nariz y las mejillas. Jinsol no había reparado en ellas la noche anterior, bajo la tenue luz del bar de Stella. En ese momento, sin embargo, las veía claras como el agua y sentía el ridículo deseo de trazar un patrón con el dedo.
Sacudió la cabeza y dio un paso atrás.
—Yerim, tienes que cambiarte, ¿vale?
—Mamá —protestó con voz quejumbrosa y Jinsol sintió que la sangre le subía aún más a las mejillas. Se iba a convertir en una pelea; lo sentía. Una pelea enorme y llena de lágrimas, allí mismo, en el Salón de Té de Vivian, en el primer evento de la boda de Chaewon. Respiró hondo para calmar el hormigueo de su estómago mientras pensaba en qué decirle a Yerim, las palabras mágicas que hicieran que todo saliera bien, pero estaba en blanco.
Por si fuera poco, le empezaron a picar los ojos y notó una hinchazón justo detrás.
Estaba muy cansada. Estaba agotaba de ser la mala.
—Oye —dijo Jungeun. Sacó el vestido de la bolsa y se lo colgó del brazo—. Vamos a ver qué podemos hacer con esto. ¿Qué te parece?
Volvió a mirar directamente a Yerim y se olvidó de Jinsol. La niña bajó los brazos y se le iluminó la cara.
—¿En serio? —preguntó Yerim—. ¿Como qué?
—Pues a ver —dijo Jungeun de camino al baño—, tengo mucha experiencia en transformar una prenda que detesto en algo que me guste y me da en la nariz que tú también tienes algunas ideas bajo la manga.
Se fijó en el esmalte de uñas de Yerim, turquesa brillante alternado con un ciruela intenso, y luego en su pelo, en el que Jinsol aún no había reparado. Los largos mechones estaban sueltos en un lado, pero en el otro, llevaba una trenza de espiga expertamente trenzada que le llegaba hasta el hombro. Ni siquiera sabía que Yerim sabía trenzarse el pelo así. Cuando se fijó mejor, vio una cinta de rayas plateadas y negras enroscada en la trenza.
—Es posible —dijo la niña con una sonrisa y entonces Jungeun la arrastró hasta el cuarto de baño y cerró la pesada puerta de roble tras ellas.
Jinsol se quedó allí durante un buen rato, tratando de entender qué acababa de pasar. Se sentía como una tonta y un poco avergonzada por no haber pensado en preguntarle a su hija qué cambiaría del vestido. Era un vestido. Ya estaba hecho. Chaewon se lo había comprado y Dios sabía que, probablemente, le había costado más que toda la ropa del armario de Yerim junta, que era una mezcla de Target y Old Navy, cosas baratas que se le quedarían pequeñas en un año. A Jinsol le encantaba la ropa, le encantaba encontrar piezas únicas en tiendas de segunda mano y tiendas de ropa vintage que la hicieran sentirse ella misma, pero nunca había rehecho nada. Ni siquiera se lo había planteado.
Sin embargo, más allá de las ganas de meter la cabeza en un hoyo, había algo más, algo más fuerte.
Alivio.
Jungeun iba a conseguir que su hija se pusiera el vestido. No habría ninguna discusión pública en la que Yerim terminaría gritándole cuánto la odiaba. Jinsol se llevó las manos a la barriga y respiró para llenar de aire en el nuevo espacio que sentía allí.
—¿Jinsol? —Chaewon apareció por el pasillo; sus tacones resonando en el suelo de mármol—. ¿Va todo bien? Estamos listas para empezar.
Jinsol asintió y señaló con el pulgar hacia el baño.
—Yerim se está cambiando.
—¡Qué bien! Espero de verdad que le guste el…
Pero se le cortó la voz cuando se abrió la puerta del baño. Yerim salió primero, seguida por Jungeun. El vestido se había transformado por completo. Bueno, no del todo. La estructura seguía allí. Pero nada más. La capa de encaje había desaparecido, dejando debajo el forro de satén, sin mangas y el cuello redondo, que le llegaba justo por encima de las rodillas a Yerim. En lugar de los zapatos de salón de color lavanda a juego que había en la bolsa, Yerim llevaba sus botas de combate negras, las que Jinsol le había regalado por su cumpleaños el pasado abril.
El efecto era… perfecto.
La niña se parecía a sí misma, mucho más de lo que Jinsol habría imaginado que podría en el Salón de Té de Vivian. No solo eso, sino que además sonreía y con eso a ella le bastaba.
—¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Cuándo…? —Chaewon balbuceó, con la boca abierta—. ¿Qué ha pasado?
—Jungeun me ha arreglado el vestido —dijo Yerim con orgullo. Puso las manos en las caderas y posó—. ¿No es increíble?
—Eso, hermanita, ¿no es increíble? —dijo Jungeun, apretando los labios como si intentara no reírse.
—Pues… Bueno…
Jinsol vio que la sonrisa de Yerim empezaba a tambalearse.
—Es increíble —dijo. Tomó a su hija de las manos y le extendió los brazos para verla bien. La sonrisa volvió a brillar a toda potencia. Le dio una vuelta antes volver a la sala principal, con su hija apoyada en ella, feliz.
Miró una vez por encima del hombro. Al cruzarse con la mirada de Jungeun, le dio las gracias en silencio, en el mismo instante en el que ella levantaba la cámara y sacaba una foto.
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