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OO5

Cuando Jungeun abrió los ojos, no tenía ni idea de dónde estaba.

Cretona.

Cretona por todas partes.

Flores rosas enormes que se la tragaban entera en un mar de edredones y cojines. Incluso el papel pintado florecía como un jardín en primavera. No era del todo raro que se despertara en la cama de otra persona, pero tampoco le ocurría todos los días. Y las mujeres con las que solía pasar la noche no eran de las que empapelaban sus casas con estampados florales.

Le dolía la cabeza y se le revolvió el estómago al incorporarse. Recordó vagamente haber mezclado bourbon y vino la noche anterior, y así fue como su mente regresó a la taberna de Stella y a la posada Caleidoscopio en Bright Falls.

¡Mierda!

Se recostó en las almohadas, que olían ligeramente a gardenias o a alguna otra flor empalagosa, y se frotó las sienes antes de echarle un ojo al móvil. Eran poco más de las nueve. Tenía tiempo de sobra para prepararse y llegar a tiempo para sacar fotos sin alma en blanco y negro a un grupo de heteros comiendo pastelitos en el brunch de Chaewon.

¡Mierda! El brunch de Chaewon.

Cerró los ojos y respiró despacio por la nariz. Por un segundo, se planteó quedarse en la cama y pasar de todo. Aguantar a Chaewon ya era bastante tormento, pero sin duda Gayoon estaría allí y Jungeun nunca había sabido cómo comportarse con su impoluta madrastra. Era como hablar con una estatua de mármol: bella, fría y con una expresión de estreñimiento perpetua. Hubo un tiempo en que la recordaba sonriendo, incluso riendo, al mirar al padre de Jungeun, como si no solo hubiera colgado la luna, sino que la hubiera hecho brillar y resplandecer solo para ella. Gayoon había amado de verdad a Kim Hyunjoo; lo sabía muy bien.

Era a Kim Jungeun sin Hyunjoo lo que la mujer nunca entendió, y ella tampoco comprendía a Gayoon. El hecho de que la mujer pareciese perfectamente conforme con la ausencia de entendimiento mutuo era lo que más le dolía.

Se tapó la cabeza con las sábanas y abrió el correo electrónico, esperando encontrar un mensaje de la galería Fitz sobre alguna venta o quizás una respuesta de cualquiera de los agentes fotográficos a los que les había enviado su portfolio en los últimos meses.

Nada.

Hizo clic en la pestaña de mensajes enviados y abrió el último que le había escrito a una agente que deseaba tanto que la representara que habría renunciado al sexo durante una década para conseguirlo. Volvió a leer el mensaje y se sintió un poco más tranquila por su profesionalidad y su claro conocimiento del sector. Después hizo clic en el enlace a su portfolio en línea y revisó las imágenes de sus mejores trabajos.

Todas las fotos eran en blanco y negro, todas de mujeres queer o personas no binarias, con vestidos de novia o trajes, y todas tenían que ver con el agua y algún tipo de caos. Su favorita era la de dos mujeres, una americana y otra asiatica, ambas con vestidos de encaje hechos jirones, con palos y hojas enredados en el pelo, agarradas de la mano y vadeando el lago Champlain en mitad de una tormenta. No era la sesión más prudente que había hecho, pero vaya si había merecido la pena. La luz era perfecta, las gotas de lluvia relucían como balas de plata en el aire y la desesperación era palpable en la forma en que les había pedido a las modelos que se agarraran la una a la otra; Amy y Dahye, dos mujeres a las que conocía de trabajar de camareras en el River Café. El efecto era bonito y aterrador a la vez, trauma y esperanza. Era una foto preciosa.

Era buena.

Sin embargo, su bandeja de entrada seguía acumulando telarañas
.
Cambió a su cuenta de Instagram, donde intentaba publicar una foto al día. Cosas raras que fotografiaba en la calle. Fotos excepcionales de bodas queer. Cualquier cosa que encajara con la marca que estaba intentando construir para sí misma: queer, feminista, enfadada y bella.

«De nicho».

Su trabajo no parecía funcionar para la mayoría de los agentes de Nueva York, pero sí en Internet. Tenía cerca de doscientos mil seguidores en Instagram y ya no era capaz de seguirle la pista a los comentarios. Lo que más atención atraía era el material queer y últimamente la gente le preguntaba si vendía sus piezas en una tienda de Etsy. Le subía la autoestima, pero se mareaba solo de pensar en la idea de dirigir su propio negocio de comercio electrónico, con envíos, impuestos, facturas y todo ese percal.

Seleccionó en su aplicación de fotografía una de las fotos que había sacado el día anterior en el aeropuerto JFK, un selfie con trípode en la Terminal 4 frente a la palabra «Queens» impresa en la pared con enormes letras azules y negras sobre fondo blanco, ella vestida de negro y mirando a un lado con una bota apoyada en la pared y con aspecto…, en fin, muy queer y enfadada.

Y también bella, si era sincera.

Editó la foto en Lightroom durante unos minutos; ajustó el contraste, el tono y luego la subió sin un pie de foto, porque nunca escribía uno. Estaba a punto de apagar la pantalla del teléfono cuando le entró una notificación del correo electrónico. No era de ningún agente ni de nadie de la galería Fitz, pero el asunto captó su atención como un resorte.
Posible exposición en el Whitney
Jungeun se incorporó, el edredón de flores se le deslizó hasta el regazo y sintió un hormigueo en las yemas de los dedos al contemplar las palabras imposibles. Pero eran reales, enviadas desde una dirección de correo oficial del Whitney. Le tembló la mano al pulsar en el mensaje.

Para: [email protected]
De: [email protected]

Querida Jungeun:

Hola, soy Alex Tokuda y soy une de les comisaries del Whitney de Nueva York. Durante los últimos meses, hemos estado preparando la exposición «Voces queer», que se inaugurará el 25 de junio y en la que fotógrafos queer de todo el país expondrán sus obras.

Por supuesto que había oído hablar de la exposición «Voces queer» del Whitney. Aunque en Nueva York vivían más de ocho millones de personas, la fotografía queer no dejaba de ser un mundillo pequeño, «de nicho», según los imbéciles redomados, y el hecho de que el mismísimo Whitney hubiese lanzado una exposición centrada en las voces queer era algo muy muy gordo. Jungeun habría dado cualquier cosa por formar parte de esa exposición, pero ni siquiera podía presentar su trabajo para que lo valorasen. El Whitney trataba con agentes, galeristas experimentados, fotógrafos famosos. No leían mensajes de mujeres lesbianas con vaqueros negros rotos que trabajaban en bodas y servían vino espumoso en el River Café.

Tragó saliva y siguió leyendo.

Te pido disculpas por escribirte en fin de semana, pero en aras de una total transparencia, estoy un poco desesperade. Ayer, una conocida común, Cha Soobin, me enseñó una de tus obras, Sumergida, y me impresionó mucho. Te escribo para preguntarte si te gustaría formar parte de la exposición. Soy consciente de que te aviso muy tarde. En circunstancias normales, contratamos a los artistas con meses de antelación, para que tengan tiempo de sobra para prepararse, así que, de nuevo, me disculpo. Esta misma mañana, unas de las artistas programadas ha tenido que retirar su obra de la exposición debido a un asunto familiar personal, e inmediatamente pensé en ti. Creo que tu estilo y perspectiva encajarían muy bien en la exposición y la experiencia sería una magnífica oportunidad para compartir tu obra con un público más amplio. Como se trata de una exposición colectiva, pedimos a cada artista que seleccione diez piezas.

Por favor, infórmame de tu decisión lo antes posible. Necesitaríamos que las obras estuvieran listas para enmarcar el 20 de junio a más tardar.
Un cordial saludo,

Alex Tokuda (elle)

Conservadore adjunte,

Museo Whitney

Cha Soobin… Cha Soobin. ¿Quién demonios era Cha Soobin? Volvió a repasar el correo electrónico y aterrizó en la obra que Alex había mencionado, Sumergida. Por supuesto, sabía bien cuál era. Al fin y al cabo, era suya y ella misma le había puesto el nombre: una novia en una bañera oxidada llena de agua blanquecina, con el rímel corrido por la cara y los ojos clavados en el espectador. Lo que no entendía era por qué una tal Soobin la tenía a mano para enseñársela a nadie…
Soobin.

De repente se le iluminó la bombilla.

Soobin.
Así se llamaba la mujer que había comprado Sumergida y se había llevado a Jungeun a la cama. Rubia, con un corte pixie y unos dedos muy hábiles. Ni Soohyun, ni Soomin, ni Sohyang, sino Soobin.

Lo que significaba que aquello era real.

Estaba pasando de verdad. El Whitney quería exponer las fotos de Jungeun. Sí, cierto, solo las querían porque otra persona más importante o con un perfil más alto se había echado atrás, pero ¿a quién le importaba?

Ella, Kim Jungeun, iba a exponer en el Whitney. El Whitney. LaToya Ruby Frazier, una artista fotográfica negra cuya obra había impresionado muchísimo a Jungeun, y que casualmente era unos años mayor que ella, había expuesto en el Whitney. Sara VanDerBeek, Leigh Ledare. Aquello era muy gordo. Podía potencialmente alterar el curso de toda su carrera. Era una de esas cosas que te cambiaban de vida.

Y ella estaba en el puñetero Bright Falls.

Sintió una oleada de pánico cuando volvió a repasar el correo de Alex en busca de los detalles. Faltaban casi tres semanas para el 25 de junio, pero necesitaban las fotos para el día veinte, es decir, cuatro días después de la infernal boda de Chaewon. Se mordió el labio inferior mientras se preguntaba cómo de pesada se pondría su hermanastra si la dejase tirada de repente.

Tampoco es que le importara mucho que se pusiera histérica, pero cuando pensaba en soltarle la bomba a Chaewon, reservar un vuelo de vuelta a Nueva York y entrar en su apartamento sin los quince mil dólares que Gayoon iba a pagarle por la boda, sabía que se encontraba en un callejón sin salida.

Necesitaba el dinero. Simple y llanamente. El Whitney podía abrirle muchas puertas, incluso conseguirle algunas ventas, pero las ventas no estaban garantizadas y la exposición en sí no le pagaría el alquiler ni le aseguraría poder comprarse un sándwich de queso a la plancha en su bodega local para cenar.

Aun así, no pensaba dejar pasar la oportunidad. Ya tenía algunas obras que le gustaban mucho, tal vez incluso un par de las que había expuesto en Fitz. Cuando volviera a casa, dispondría de unos días para ponerlas a punto, hacer fotos nuevas si hacía falta y encerrarse a trabajar en el cuarto oscuro cooperativo donde alquilaba un espacio en Brooklyn.

No dormiría en setenta y dos horas. Ni comería. Nada importante.

Era el Whitney.

Se le hinchó el pecho y sintió la ineludible necesidad de chillar. Así que lo hizo, en silencio, mientras le respondía a Alex y aceptaba la invitación con entusiasmo, pero con absoluta profesionalidad.

Acababa de darle a enviar cuando alguien llamó a la puerta. Jungeun se quedó paralizada, intentando recordar si había pedido al servicio de habitaciones o algo por el estilo en su estado de embriaguez de la noche anterior. No le sonaba nada y recordaba vagamente haber colgado el cartel de «no molestar» en el pomo. Mejor refugiarse en el mar de flores de algodón hasta que quienquiera que fuera se esfumase, pero apenas había decidido seguir ese plan cuando oyó el inconfundible sonido de una llave deslizándose en una cerradura. La puerta se abrió y apareció Chaewon con dos tazas para llevar del Café Wake Up, la cafetería local, sujetas en el pliegue del codo izquierdo, y una llave en la mano derecha.

Jungeun dejó caer el teléfono y se subió el edredón hasta la barbilla.

—Pero ¿qué…?

—Lo sabía —la cortó Chaewon—. Sabía que seguirías en la cama. —Dejó los cafés sobre la cómoda, que podría haber sido una flor gigante de papel maché, y se llevó las manos a las caderas—. Son las nueve y media.

—¿Cómo has conseguido la llave de mi habitación?

Jungeun señaló el llavero de oro rosa que, como era de esperar, tenía forma de rosa.

—Rami es clienta mía.

—Rami.

—¿La dueña?

—¡Ah, sí! La buena de Rami.

Chaewon suspiró.

—La mayoría de la gente de aquí se conoce, Jungeun. Le rediseñé el salón con cocina abierta el invierno pasado.

—¿Así que unos cojines y un sofá de cuero valen por una invasión total y absoluta de la intimidad? ¿No es ilegal?

Chaewon puso una mueca, dejando muy claro que lo que iba a decir no le hacía ninguna gracia.

—Soy tu hermana.

Jungeun se frotó los ojos; esa palabra siempre le había hecho sentir rara.

—Pues deberías haber rediseñado esta habitación horrible.

Los hombros de Chaewon se aflojaron, solo una fracción, antes de mirar a su alrededor a la fiesta en el jardín.

—¡Dios! Sí que es un espanto.

—Creo que he soñado que me estrangulaba un tulipán.

—En realidad son peonías —dijo Chaewon mientras pasaba una mano por el cojín de la mecedora de ratán que había junto a la ventana.

Jungeun la ignoró.

—Supongo que es mejor que el Sonerwood. Ese lugar parece sacado de una película de terror.

El hotel Sonerwood, el único en un radio de ochenta kilómetros de Bright Falls, era famoso en todo el país por la Dama Azul, el supuesto fantasma de una mujer despechada de principios del siglo xx que rondaba una de las habitaciones de la casa victoriana en busca de su amante perdido con un lapislázuli azul brillante colgado del cuello. También era espeluznante, con muebles de madera oscura, alfombras antiguas que probablemente se remontaban a la época de la mismísima Dama Azul y telarañas por todos los rincones. Por lo que sabía Jungeun, Son Yuri, la propietaria, aún lo regentaba, pero en la actualidad era poco más que una trampa para turistas.

—Me encantaría meterle mano a ese sitio —comentó Chaewon mientras pasaba la mano por la cómoda y luego se frotaba los dedos, como si buscara polvo—. Podría ser un sitio precioso si Yuri alguna vez se planteara renovarlo.

—Yuri tenía cien años cuando éramos niñas. Dudo que esté dispuesta a meterse en un proyecto de ese calibre —dijo Jungeun mientras apartaba el edredón y bajaba las piernas de la cama.

—¡Eh, oye! ¡Dios!

Chaewon se tapó los ojos como si el sol la deslumbrara.

—¿Qué?

—Estás desnuda.

—Llevo ropa interior.

—Solo la de abajo.

—Lo siento, no esperaba que nadie irrumpiera con una puta llave.

—Okay, está bien. Vístete o llegaremos tarde.

—Pensaba ir así.

Chaewon bajó el brazo y me fulminó con la mirada.

—Vale, vale —dijo Jungeun. Recogió el bralette negro del suelo y se lo puso. Luego hizo una pose—. ¿Qué tal así?

—Me colaré aquí a las dos de la mañana y te graparé la ropa interior a las paredes.

—Parece muy ruidoso. Probablemente me despertaría.

Las fosas nasales de Chaewon se hincharon. Jungeun sonrió; su plan iba a la perfección. Si iba a fotografiar la boda, sobre todo cuando tenía un montón de trabajo que hacer para la exposición del Whitney, entonces pensaba divertirse, y no se le ocurría nada más entretenido que tocarle las narices a Chaewon. Y a Gayoon, si era posible, aunque la mujer era como una pared de granito pulido. Su hermanastra, en cambio, se alteraba con facilidad.

—¿Es para mí? —preguntó, señalando una de las tazas de café.

Chaewon se llevó uno de los vasos de cartón al pecho.

—Solo si te pones pantalones.

—Más vale que sea mi bebida favorita.

—Pantalones. O un vestido. Si es que tienes uno, claro.

—Espero que sea mi bebida favorita. Si no, a lo mejor me tengo que volver a Nueva York.

—Como si supiera cuál es tu bebida favorita.

—Americano con dos dedos de leche de soja espumada, por supuesto.

—Eres una esnob del café.

Jungeun se encogió de hombros. Era verdad. Su piso de Brooklyn estaba lleno de muebles de IKEA colocados de cualquier manera, pero antes muerta que beberse un café malo. Prefería no tomar nada.

—¿Qué haces? —Chaewon prácticamente chilló cuando Jungeun se quitó el sujetador por la cabeza y lo tiró al suelo.

—Esta camiseta no queda bien con sujetador.

Se puso su top favorito de seda negra que había planeado llevar ese día, concretamente por su modesto escote y por los agujeros de las mangas que rozaban lo inapropiado y dejaban al descubierto la mitad de la caja torácica. Se dio la vuelta para sacar de la maleta unos pantalones de lino de cintura alta y casi sonrió cuando Chaewon la miró horrorizada. Debía de haberle visto el lateral de sus senos.

—Vamos al Salón de Té de Vivian —dijo.

—Lo sé. —Jungeun se puso los pantalones de color crema, se metió la camiseta por dentro y alisó los pliegues antes de calzarse unas sandalias negras de tacón y colgarse unas finas cadenas de oro del cuello. El look final era de lo más estiloso. El suspiro resignado de Chaewon le indicó que estaba de acuerdo.

—Al menos no te des la vuelta cerca de mamá, ¿de acuerdo? —dijo.

—Jamás se me ocurriría. —Pero claro que sí. Por supuestísimo que sí.

—Y hazte algo en el pelo.

Jungeun sonrió enseñando todos los dientes.

—Eres un encanto.

Chaewon puso una mueca.

—Estoy un poco tensa, ¿okay?

Jungeun decidió ignorarla y se metió en el baño para cepillarse los dientes durante los dos minutos recomendados por los dentistas. Luego se puso un poco de rímel y se pintó los labios de color rojo cereza, que seguro que a Gayoon le encantaría, antes de mirarse el pelo en el espejo.

Estaba enorme, con el cabello levantado y encrespado por todas partes. Normalmente dormía con el pelo recogido sobre la cabeza o envuelto en un pañuelo de seda para no despertarse así, pero anoche el jet lag había podido con ella y además estaba medio borracha, por no hablar de que la puñetera Jeong Jinsol la había excitado un poco.

—¿Quién va a ir hoy? —le preguntó a Chaewon mientras sacaba un bote de su gomina de arándanos favorita, exprimía una gota del tamaño de un centavo y la mezclaba con un poco de agua antes de pasársela por el pelo.

—Mamá, por supuesto —dijo Chaewon—. La madre, la abuela y la hermana de Changmin. Las chicas.

«Las chicas».

—¡Ah! El aquelarre.

—No las llames así —protestó Chaewon y se asomó por la puerta. Llevaba un vestido ajustado de color marfil, unas sencillas perlas alrededor del cuello y un solitario anillo de diamantes en el dedo.

—¿Por qué? Los aquelarres son grupos de mujeres poderosas, feministas e impresionantes.

—No sé por qué, pero me da que no lo dices con ese sentido.

Jungeun le sonrió a través del espejo.

—Jinsol tiene buen aspecto.

Chaewon se puso rígida y fulminó con la mirada a su reflejo.

Joder, se lo ponía demasiado fácil. Jungeun inclinó la cabeza con inocencia y abrió mucho los ojos con expresión ingenua.

—Muy bueno.

—No —dijo Chaewon.

—¿No qué?

—Jinsol no es tu tipo.

Jungeun se dio la vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Yo creo que sí.

—Pues tú no eres el suyo.

Jungeun levantó las cejas.

—¿Eso crees?

—Para nada.

—No es lo que me pareció anoche.

Chaewon se puso aún más rígida, si es que era posible. Era como una ramita seca en invierno, a punto de partirse.

—¿Qué pasó anoche?

Jungeun se encogió de hombros y se volvió hacia el espejo.

—Ya sabes.

—No, no lo sé. Jinsol jamás iría a por ti.

Aquello le dolió un poco, pero trató de que no se le notara. Jugueteó con el pelo un poco más y giró un rizo errante junto a su oreja en el patrón correcto.

—¿Y por qué no?

Chaewon se rio con amargura.

—Porque le gustan las personas.

Jungeun se quedó boquiabierta, con una réplica ingeniosa en la punta de la lengua, pero no le salió nada. Tardó un segundo en recuperar la compostura, en recordarse a sí misma que necesitaba el dinero, que ya no era la misma niña que había sido en el instituto, que no necesitaba la aprobación de Chaewon y que Jeong Jinsol había estado más que interesada en ella la noche anterior.

Un hecho que no le cabía duda de que volvería loca a Chaewon, por no hablar de Gayoon, que adoraba a Jinsol y Heejin como si fueran suyas. Pero cuidado, que llegaba Kim Jungeun, la bollera malvada que corrompería a sus dulces niñas. Esa mujer debía de haber querido mucho a su padre para haber querido a Jungeun en la boda.

—Creo que soy exactamente el tipo de Jeong Jinsol —dijo.

—Me refiero a que no le va lo informal, Jung. Y a ti, en fin, sí.

Jungeun apretó los dientes. Odiaba que Chaewon la llamara Jung.

Su hermanastra no había dicho nada que no fuera cierto, al menos que ella supiera. Nunca le había hablado a Chaewon de Jiyeon, a quien había conocido siete años atrás en una boda sáfica en la que había trabajado. Lo que había empezado como el típico lío con la dama de honor terminó por ser la primera y única vez en su vida que se había enamorado; después llegó a compartir piso en Brooklyn a los seis meses y soñar con pasar los años acurrucadas en el sofá viendo películas y con volver corriendo a casa del trabajo para besar una boca conocida.

Resultó que los sueños de Jiyeon eran distintos.

Antes de ella, Jungeun no había tenido relaciones. Y después sí que no volvió a tenerlas. No valían la pena y Jiyeon había dejado claro que Jungeun tampoco, incluso después de casi dos años juntas. Sin embargo, le gustaba el sexo. Le encantaba y la ciudad de Nueva York estaba llena de gente como ella, mujeres y personas no binarias que buscaban lo mismo: piel, aliento y bocas, una noche con otra persona en tu cama sin ningún tipo de compromiso.

Pero Chaewon, su «hermana», era parte de la maraña de razones por las que Jungeun no tenía relaciones. Que le dijera que jamás podría estar con alguien como Jeong Jinsol la hizo sentirse como si volviera a tener catorce años, como un bicho raro del que Chaewon y sus amigas se reían en la cocina.

Jungeun se dio la vuelta.

—Te equivocas.

Chaewon negó con la cabeza.

—Déjala en paz, ¿okay? Ya ha sufrido bastante.

Jungeun frunció el ceño. Recordaba enterarse de que Jinsol había sido madre joven; no fue a la universidad como el resto del aquelarre y se quedó en Bright Falls para llevar la librería de su familia. ¡Ah, sí, qué duro tener un trabajo, un techo y un negocio próspero!

—Razón de más para que se divierta un poco.

—Déjalo ya, ¿quieres? Vámonos.

Pero no quería. Quería tener razón. Por una vez, quería ganarle a Chaewon Parker, ser algo más que la mujer que necesitaba el dinero de su hermanastra para pagar el alquiler del mes, la forastera. Incluso la sombra de una victoria, que la pequeña y macabra Jungeun Green se llevase a la cama a una de las princesas perfectas de Chaewon, era como una droga para ella.

—Hagamos una apuesta —dijo.

—Una apuesta —repitió Chaewon, con voz monótona.

—Te apuesto lo que quieras a que consigo que Jinsol se dé cuenta de que soy justo su tipo antes de la boda.

Chaewon puso los ojos en blanco.

—¿Hablas en serio? No voy a apostar por la vida amorosa de mi mejor amiga. ¿Qué gano yo con eso?

—¿El placer de ganar? ¿Tener razón? Sé que te encanta.

—Ya he ganado —dijo Chaewon—. Nunca lo haría.

—¿Por qué no?

—Porque me quiere y es mi mejor amiga; dos conceptos que sé que te son completamente ajenos.

Escupió las palabras y lograron el efecto deseado; Jungeun sintió que los pulmones se le quedaban sin aire. Sin embargo, no dejó que se le notara y mantuvo el rostro en una expresión perfectamente indiferente mientras se recomponía por dentro.

Además, por una vez, Park Chaewon se equivocaba. Jungeun no había esperado que aceptara la apuesta, pero bastaba con haberla dejado sobre la mesa, un desafío abierto que estaba segura de que ganaría, sobre todo porque Jinsol había sido la que lo había empezado todo la noche anterior en el bar al batir las pestañas como lo hizo.

—¿Nos vamos ya, por favor? —dijo Chaewon.

Jungeun le sonrió a su reflejo en el espejo y tiró de una de las axilas de la camiseta para mostrar un poco más de pecho.

Chaewon resopló por la nariz antes de dar media vuelta y volver a la habitación a toda velocidad.

—Lista —canturreó Jungeun mientras se colgaba la bolsa de la cámara del hombro.

—Toma —dijo Chaewon y le tendió el café.

Jungeun dio un sorbo y el amargor del café solo la hizo estremecerse. No era su favorito para nada.

[♡]

Mientras que la posada estaba empapada de flores, el Salón de Té de Vivian, en el centro de Bright Falls, se ahogaba en cristales. Lámparas de araña, saleros y pimenteros en las mesas cubiertas de manteles de lino blanco, jarrones llenos de calas de color crema y velas de marfil parpadeantes en globos redondos de cristal como centros de mesa. Todo era crema, blanco, marfil o dorado, como si una planificadora de bodas de élite hubiera entrado y vomitado por todas partes.

Jungeun solo llevaba allí un total de treinta segundos antes de la aparición de Gayoon.

—Ahí está —dijo su madrastra. Jungeun se preparó, pero pronto se dio cuenta de que ni siquiera le hablaba a ella.

Hablaba con Chaewon.

—Un poco justa, ¿no, querida? —dijo y se deslizó como un murciélago por su cueva. Iba vestida con un traje pantalón de color marfil, que combinaba perfectamente con el vestido de Chaewon, cómo no, y unos zapatos de tacón de diez centímetros del mismo tono. La mujer ya medía casi un metro ochenta sin sus preciados tacones de aguja y rozaba los sesenta años, pero Dios le prohibía ir a ninguna parte con zapatos planos. No, Park-Kim Gayoon tenía que sobresalir por encima de aquellos que eran inferiores a ella, de lo contrario se olvidarían de cuál era su lugar.

Chaewon se tensó y su hombro se convirtió en un muro de ladrillos.

—En mi época, las novias llegaban temprano a todos los eventos para dar la bienvenida a sus invitados —continuó Gayoon. Estiró la mano y alisó la tela ya lisa de la cadera de Chaewon—. Pero qué sabré yo, ¿verdad? Supongo que debería agradecer que no conocieras a Changmin en una página web. —Dijo «página web» como si fuera esa palabra de cinco letras que Gayoon jamás pronunciaba.

—Lo siento, hemos parado a por café —dijo Chaewon tras exhalar con pesadez.

Gayoon frunció el ceño. Al menos, parecía que eso era lo que intentaba. Jungeun notó un tic cerca de su boca pintada de rosa, pero la piel allí simplemente rebotó de nuevo en perfecta formación, como soldados infundidos de bótox listos para la inspección.

—¿Café? ¿Antes de venir a un salón de té? Chaewon, de verdad que…

Jungeun dejó caer la bolsa de la cámara en la mesa blanca y dorada más cercana. El cristal tintineó contra el cristal.

—¿Dónde me instalo?

Dijo las palabras con tanta dulzura que le dolieron los dientes. Había planeado acompañarlas con una mirada furibunda dedicada a Gayoon, pero en cuanto hizo notar su presencia, se arrepintió. Cuando la mujer dirigió hacia ella su mirada de Sauron, el corazón le empezó a latir con fuerza. Las palmas de las manos se le humedecieron y sintió el impulso casi incontrolable de apartarse el pelo de la cara. Se resistió. Tenía casi treinta años, ¡por el amor de Dios! Era una neoyorquina, una mujer hecha y derecha. Tenía una exposición en el Whitney. Podría enfrentarse a una señora estirada de sociedad pueblerina.

Excepto que esa señora estirada había sido su progenitora durante los años más formativos de su vida, después de que su dulce e ingenuo padre la dejase a cargo de mantener y cuidar a su única hija; Jungeun seguía esperando a que la parte del cuidado empezara.

Gayoon recorrió con la mirada los brazos tatuados de Jungeun y estaba casi segura de que se había detenido en la floreciente glicinia negra y gris que se deslizaba por su antebrazo izquierdo y terminaba en unos rayos de sol que se le enroscaban en la muñeca. La glicinia había sido la favorita de su padre, la razón por la que había llamado a su casa así, con su nombre en inglés, y había plantado con muchísimo cariño la flor púrpura para que cubriese de enredaderas el frente de la casa como una guardiana. Cuando Jungeun se hizo su primer tatuaje hacía cinco años, la única opción era que fuera una glicinia. No por la casa de la que se moría por escapar, sino por su padre, que soñaba con una familia y la vida que quería darle a su hija.

—Jungeun, querida, ¿eres tú? —dijo Gayoon, mientras algo similar a una sonrisa intentaba asentarse en sus labios petrificados. Se le acercó con los brazos abiertos y posó las manos en los hombros de su hijastra mientras besaba el aire a ambos lados de su cara—. Ha pasado tanto tiempo que apenas te he reconocido.

Alargó el «tanto» durante lo que le parecieron mil años.

—Soy yo —fue la brillante respuesta de Jungeun.

—Tienes buen aspecto —dijo Gayoon.

—Gracias, madre —respondió. Gayoon se estremeció un poco. Nunca le había pedido que la llamara «mamá» o «madre» o cualquier otra cosa que no fuera Gayoon, y Jungeun sabía muy bien cuándo sacarlo a relucir—. Tú también.

Gayoon enseñó los dientes, su versión personal de una sonrisa cálida.

—Vendrás a la cena del lunes, ¿verdad? ¿Mañana por la noche?

En el detalladísimo itinerario que Chaewon le había enviado por correo electrónico, entre el brunch del domingo y la escapada de dos días a un viñedo del valle de Willamette, figuraba una cena el lunes por la noche en la Mansión Wisteria. Jungeun había esperado evitar la guarida de Gayoon durante su estancia en Bright Falls, pero la boda propiamente dicha se celebraría en el patio trasero, por no hablar de la cena de ensayo y la del día siguiente.

Aun así, la idea de entrar en aquella casa siempre le producía retortijones en el estómago.

—Sí, allí estará —dijo Chaewon cuando Jungeun se quedó con la boca fruncida y le añadió un sutil codazo en las costillas.

—No me lo perdería. Llevaré fuegos artificiales —dijo Jungeun.

—Está de broma —dijo Chaewon y le clavó más el codo.

Jungeun miró de reojo a su hermanastra. ¿Era necesario? Por otra parte, la idea de aparecer con cohetes enganchados a su cuerpo de alguna forma, que provocasen una cacofonía de estallidos y perturbar así la quietud museística de la mazmorra de Gayoon, sonaba a algo que a Jungeun le gustaría. Además, el viejo aire de superioridad de Gayoon y que Chaewon la mangonease como si fuera su dueña, lo que no se alejaba de la realidad durante las dos semanas siguientes, provocaba que una familiar sensación de ansiedad le burbujease en el pecho, la presión de complacer solo para ganarse una mirada de reojo.

Y esa sensación la sacaba de quicio. Vaya si habría estallidos.

—Me alegro —dijo Gayoon y luego señaló con una mano los brazos de Jungeun—. Son nuevos.

La glicinia era solo uno de sus muchos tatuajes. Tenía más flores que le subían en espiral por el brazo izquierdo; un pájaro que se arqueaba sobre el hombro derecho, con una jaula vacía justo debajo; una niña que sujetaba unas tijeras, con la cuerda cortada de una cometa flotando cerca del codo; un árbol medio cubierto de hojas verdes, medio desnudo por el invierno; más pájaros que se retorcían entre aún más árboles y flores, volando libres y salvajes. Le encantaban sus tatuajes. Le hacían sentirse ella misma, una persona independiente, un sentimiento que solo había experimentado después de dejar la Mansión Wisteria.

—Así es —dijo Jungeun.

Gayoon puso una mueca, o lo intentó, y asintió mientras seguía escudriñando a Jungeun como en una inspección.

—Son muy bonitos. Y qué bien que hayas decidido exhibirlos en el Salón de Té de Vivian. —Mostró los dientes de un modo que indicaba que no le parecía nada bien.

Jungeun le devolvió el gesto. No iba a dejar que le ganara. Iba a pasar catorce días en aquel lugar enemigo de la diversión y, esa vez, ganaría ella.

Sacó la cámara de la bolsa, le colocó el objetivo adecuado para las fotos y se pasó la correa por la cabeza, asegurándose de levantar bien los brazos e inclinar el cuerpo para que Gayoon le viera el contorno de las tetas. Puede que incluso se bambolease un poco. Supo que había dado en el blanco cuando su madrastra soltó un jadeo, giró sobre los tacones de aguja como un resorte y se dirigió hacia una mujer que Jungeun supuso que era la coordinadora de la boda, a juzgar por el aire francés, el atuendo profesional y el iPad.

—Creía que no se lo ibas a enseñar —dijo Chaewon y señaló con la cabeza la caja torácica de Jungeun.

Jungeun sonrió con satisfacción y rodeó la cámara con ambas manos para ocultar que le temblaban.

—Vamos ya, sabías que no iba a perder la oportunidad de erizarle las plumas de alta costura a nuestra adorada madre.

Entonces movió el hombro hacia delante y hacia atrás, solo una vez, haciendo que sus pechos, más bien pequeños, se ondularan bajo la blusa.

La boca de Chaewon tembló y, por una fracción de segundo, Jungeun habría jurado que su hermanastra había estado a punto de sonreír, pero entonces se abrió la puerta principal y la sonrisa se esfumó, sustituida por su habitual ceño fruncido y la expresión tensa en los labios que hacía que se pareciera a Gayoon. Puso los ojos en blanco y se dirigió hacia las mujeres que entraban en la sala en un revuelo de vestidos de flores y encaje.

Jungeun aprovechó el momento de libertad y se apresuró junto a una mesa con una fuente de champán donde se alzaba alta y orgullosa una torre de copas de cristal, ya llenas de espumoso líquido dorado y un chorrito de zumo de naranja. Guardó la bolsa de la cámara debajo, oculta tras la tela de satén marfil, antes de sacar una copa de la parte de arriba. En circunstancias normales, nunca bebía durante un trabajo o mientras trabajaba en una obra.

Pero aquella situación era de todo menos normal.

Desde el otro lado de la habitación, vio a Gayoon observándola con su expresión prejuiciosa por excelencia: la boca fruncida y los ojos entrecerrados. O tal vez fuera el bótox. En cualquier caso, Jungeun inclinó la copa en su dirección y se la bebió de dos tragos. Las burbujas le quemaron la garganta, pero se le calentaron las extremidades con bastante rapidez. Respiró hondo varias veces y se preparó para ponerse a trabajar. Sabía mimetizarse con las paredes, como cualquier fotógrafo de eventos. Ya lo había hecho miles de veces. Dos horas, como mucho. Seguramente, aquel grupo de sosainas no aguantaría más que eso.

Cuando se sintió preparada, se dio la vuelta. Habían llegado un par de personas más: una señora con el pelo teñido de rubio que supuso que sería la madre del novio, una mujer más o menos de la edad de Jungeun que parecía tan contenta como ella de estar allí y otra anciana que parecía estar echándole la bronca a Gayoon por no tener ya una copa en la mano. Le cayó bien de inmediato.

Levantó la cámara y tomó una foto de la interacción, capturando la sonrisa falsa y la mandíbula apretada de Gayoon. Encantadora. Muy de madre de la novia.
Jungeun sonrió para sus adentros, pensando en todos los momentos poco favorecedores que podría inmortalizar durante las próximas dos semanas si así lo deseaba. Había trabajado en muchas bodas en los últimos diez años y, si algo había aprendido, era que sacaban lo peor de la gente.

Comenzó a dar vueltas despacio por la sala, fotografiando la presentación de la comida; había pastelitos, por supuesto, glaseados y con adornos dorados, blancos y marfil, y a la disposición de las mesas. Supuso que debería sacarle algunas fotos a la novia, así que fue en busca de Chaewon. Heejin y Jinsol estaban con ella, las tres arrejuntadas y hablando en voz baja. Al acercarse, se dio cuenta de que sus tonos sonaban tensos e inquietos y preparó la cámara para grabar el momento en el tiempo.

Entonces Jinsol se movió y Jungeun vislumbró su rostro detrás de la cabeza rubia de Chaewon. Tenía los ojos enrojecidos y húmedos, y se los secaba con rabia con un pañuelo de papel, tratando de evitar que las lágrimas le formaran un rastro de rímel en la mejillas.

Joder, era preciosa incluso cuando lloraba. Ladeó la cabeza para verla mejor: el pelo recogido en una trenza, unos mechones sueltos alrededor de la cara y un vestido de encaje verde oscuro que parecía sacado de El gran Gatsby, por debajo de las rodillas y con mangas de encaje hasta los codos, un corpiño ajustado que dejaba ver la cantidad justa de escote y un lacito de satén en la cintura. Llevaba un portatrajes colgado del brazo.

—Sabía que pasaría —decía—. ¡Mierda! Es que lo sabía. Sabía que me haría esto. Lo siento mucho, Chaewon.

—Venga, vamos —dijo ella, con la mano en el brazo de Jinsol—. No pasa nada. No me importa que Yerim llegue tarde.

Heejin resopló a su lado y Chaewon le dio un codazo.

—No me importa —repitió, con los ojos clavados en Jinsol—. Solo quiero que forme parte de esto.

Jinsol asintió.

—Está de camino. Al menos, eso me ha dicho.

Chaewon pasó la mano por el brazo de Jinsol mientras Heejin decía algo sobre el valor líquido y se acercaba a la mesa del champán. En el espacio creado por su ausencia, Jinsol levantó la vista y se encontró con la mirada de Jungeun. Tal vez se lo estaba imaginando, porque deseaba que así fuera, pero juraría que se le dilataron un poco las pupilas detrás de las gafas y que entreabría la boca, solo un poco.

Lo justo.

Chaewon estaba muy equivocada. Jungeun iba a ganar.

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