☕ capítulo 5 🔪
Ese sueño, ese maldito sueño otra vez... Ese sujeto no para de fastidiarme. Ojalá esté ardiendo en el infierno, maldito terrorista.
¡Oh, mi cabeza! Esta migraña no la soporto. Necesito mis pastillas, ¿dónde puse esas putas pastillas?
Ah, gracias, amigo, no sé qué mierda haría sin vos. Gato psicótico, ¿en qué momento dejé que te apoderaras de esta casa?... Bastardo -pronuncia mientras acaricia la cabeza del felino.
Mierda. Necesito recostarme un poco. Siento que mi puta cabeza está a punto de estallar -pronuncia mientras toma sus pastillas.
Vení acá, Ángelo; recostate un rato con tu padre.
Ay, Ángelo, esta vez me costó un poco más salirme de ese puto sueño. Juro por Jesucristo nuestro señor que a ese sujeto lo vi solamente una vez en toda mi miserable vida. Lo conocí el mismo día que a Nastia Caballero, mi primera víctima.
17 de marzo de 1992
Ese martes me encontraba bebiendo una botella de cerveza de la marca Bieckert, en el barrio Retiro Provincia, de Buenos Aires; me encontraba a un par de cuadras de la embajada de Israel. Estaba muy fastidioso porque una perra inmunda no me había querido vender un paquete de cigarrillos, por ser menor de edad. Para colmo, su hija bastarda me miró a los ojos de forma impertinente y me dijo: "Las niñas no pueden fumar". Mocosa inmunda, una desgraciada más que se dejaba llevar por mi maldito andrógino.
Eso me había puesto de muy mal humor... Caminé un par de cuadras, buscando algún que otro kiosco para poder comprar mis cigarrillos; en verdad necesitaba fumar. Por fortuna encontré otro kiosco... me quedé parado unos tres minutos antes de tocar el timbre, pues tenía el presentimiento de que ahí tampoco me iban a querer vender los putos cigarrillos, pero, para mi suerte, me había topado con un indigente, quien entre llantos y súplicas, me pedía algo para comer, porque según él, hacia tres días que no comía, y vaya que le creí; el tipo se veía fatal. Le comenté que yo también tenía necesidades, que en ese momento tenía la necesidad de fumar, pero que nadie me quería dar cigarrillos por no ser un adulto. Saqué un sándwich de milanesa que llevaba en mi mochila y lo pasé por la nariz del viejo zaparrastroso; no obstante, le dije que el sándwich de milanesas iba a ser suyo sólo cuando regresase con mi Marlboro de 20; le dije que en esta vida nada es gratis. El viejo, desesperado, tomó el dinero de mi mano y tocó el timbre del kiosco, pidió un Marlboro de 20 y me lo llevó; tuve que esperar un par de minutos, ya que el viejo apestoso era un maldito discapacitado y su pierna coja le impedía moverse con normalidad. Cuando regresó con mi paquete de cigarrillos, yo ya me había comido la mitad del sándwich.
Le pregunté que si lo quería igual y me dijo que sí. Tomé mi paquete de cigarrillos, le di otro mordisco a mi sándwich y se lo di.
Cuando estaba regresando, volví a ver a esa perra y a su bastarda. Estaban riéndose como dos coperas de prostíbulo; de seguro se estaban riendo de mí las perras arrastradas. Detuve mi auto y, no sé por qué, pero en ese momento sentí la necesidad de quedarme en ese lugar. Después de una hora y media, vi salir a la pequeña bastarda con una bolsa de tela para mandados de color roja y azul, la misma que usaba mi madre para ir a la feria de los domingos. Corrí hacia el engendro y le hablé:
-¿Vos también estás haciendo mandados?
La niña volteó y me dijo:
-Ay, niña, casi me matas del susto. Sí, voy a comprar unas manzanas y unas naranjas; mamá me va a preparar una ensalada de frutas, pues mañana es mi cumpleaños.
-¿En serio mañana es tu cumpleaños? -le dije haciéndome el sorprendido.
-¡Sí! -respondió risueña-. Si quieres te invito, pero sólo si dejas de pedir cigarrillos; eso es malo y mata.
-De acuerdo, niña, lo que tú digas -respondí con sarcasmo-. Pero lo haré sólo si tú vienes hoy a mi cumpleaños.
-¿Hoy es tu cumpleaños? -me preguntó con asombro.
-Sí, niña. ¿Cómo es tu nombre?
-Nastia, me llamo Nastia, como mi abuelita que está en el cielo. ¿Y tú cómo te llamas?
-María, me llamo María, como la madre de Jesucristo.
-Qué bonito nombre.
-Gracias, Nastia. Decime, ¿te gustan las muñecas? Porque en casa tengo muchas.
-¡Sí, me encantan! -responde eufórica-. También me gustan las princesas.
-Mira qué casualidad, Nastia. Hoy a mi cumpleaños van a asistir muchas princesas, como por ejemplo, Blancanieves, ¿te gusta Blancanieves?
-¿Que si me gusta? ¡Es mi favorita!
-Bueno, si es así, entonces ven, sube a mi auto y vamos a mi casa. ¿Quién te dice que cuando lleguemos ya están las princesas?
-Pero ¿tú no eres muy niña para manejar? Además, mamá no me dio permiso para ir.
-Por eso no te preocupes. Yo invité a tu mamá por teléfono y me dijo que te deja ir; luego te irá a buscar. Y sí, soy una niña, una niña que aprendió a manejar con la ayuda del señor Jesús. Tú crees en Jesús, ¿verdad?
-Sí, por supuesto; él jamás nos abandona.
-Así es -dije con una sonrisa-. Entonces, Nastia, ¿venís a mi cumple sí o no?
-Pero ¿y las frutas?
-No te preocupes, niña, las compramos en el camino. Vamos, que las princesas y las golosinas nos están esperando.
La niña dudó por unos minutos, pero luego entró a mi coche.
No te imaginas, Ángelo, lo nervioso que me encontraba en ese momento. No sabía cómo mierda había llegado a esa situación, pero no me podía detener, ya era demasiado tarde.
Me detuve en dos ocasiones para comprar dulces, frutas y globos. Luego me dirigí a Morón, zona oeste, rumbo a uno de los terrenos baldíos de mi padre.
Me temblaban las piernas. La niña se había quedado dormida. Respiré profundo y comencé a observarla. Nastia era una niña muy hermosa; tenía el cabello largo, era pelirroja de ojos color miel, y además, lucía impecable; ese día llevaba una pollera acuadrille, una remera del Rey León, unos zapatos blancos de hebilla y medias de puntillas, también de color blanco. Pero su perfume... Dios, ese perfume me había hecho salir de control. Esa asquerosa bastarda olía exactamente igual que ella, igual que ese maldito engendro.
Al llegar, tomé a la niña y la llevé dentro de la premoldeada que mi padre había comprado para mi hermana, hace muchos años. Cuando acosté a la bastarda en la alfombra fría y sucia, despertó y dijo:
-¿Dónde estoy?
-Hola, Nastia. Estás en mi cumpleaños -le dije mientras inflaba un globo negro.
-Pero este lugar es horrible y huele muy mal, María.
-Ay, Nastia, no te dejes guiar por las apariencias, porque ¿sabes una cosa, niña? Las apariencias engañan, ¿oíste? Siempre engañan. Toma, ponete el vestido de Blancanieves. Ve y cámbiate, que yo te voy a esperar dentro de ese ropero viejo.
-Pero ¿y tú de qué te vas a disfrazar, María?
-No te preocupes por eso, niña. Vos ponete tu disfraz, y cuando termines, abrirás la puerta de ese ropero y conocerás el hermoso disfraz que tengo preparado para ti.
-¿Para mí? -pronunció con asombro.
-Si, para ti -respondí, acariciando su rostro.
Me encerré en el ropero, tomé mi crucifijo y empecé a rezar el Padre Nuestro. Sentía que mi corazón iba a explotar. De hecho pensé en salir corriendo, pero el perfume, ese perfume me atormentaba; necesitaba sacar ese asqueroso olor de mi presencia. Besé mi crucifijo, me persigné y me despojé de mis ropas; luego la llamé.
-¡Nastia, Nastia! Ya puedes abrir la puerta.
-¿Ya te pusiste tu disfraz, María?
-Sí, niña, ya me lo puse, y vos serás la primera privilegiada que lo vea por primera vez; pero antes necesito que te arrodilles y reces tres padres nuestros, luego te levantarás y abrirás la puerta.
-Okey, amiga, como tú digas.
Esos minutos me parecieron eternos. Cuando la niña terminó de rezar el tercer Padre Nuestro, preguntó:
-María, ¿ya puedo abrir la puerta?
-Sí -respondí-, pero mantén los ojos cerrados; sólo los abrirás cuando yo lo diga. Y ojo con hacer trampa, porque si lo haces, Dios te castigará.
-Prometido, amiga -me dijo con una sonrisa.
La niña abrió la puerta del ropero y yo salí lentamente.
-Ya está, niña, puedes abrir los ojos -pronuncié mientras el corazón salía de mi pecho.
Jamás he podido sacar de mi cabeza la mirada de esa niña; se había quedado putrefacta al verme desnudo.
-¿Ves, Nastia? Te dije que las apariencias engañan.
La niña pegó un grito de horror, mientras intentaba salir por unas de las ventanas. Me rogó que la llevara con su madre y me ofreció unos miserables diez pesos que guardaba en el bolsillo de su atrevida pollera.
La tomé del cuello y le comencé a mordisquear y a babear todo el cuello y el pecho. La mocosa no paraba de gritar. La dejé caer al piso y empecé a patearle el pecho y el estómago, pero aún así continuaba gritando, entonces tomé un madera con clavos que había en el viejo ropero y le dije:
Si quieres tu libertad, debes apretar con tus manos esa madera con clavos. Si lo haces, te dejaré ir con tu madre.
Increíblemente, la pequeña escoria apretó sus dos manos en la madera plagada de clavos, mientras gritaba de dolor.
-Cállate, maldita niña, y soporta, soporta tal y como lo hizo nuestro señor Jesucristo.
"Gloria que sea contigo, por siempre. Que sea contigo, Dios, que sea contigo, Cristo, y tú, nuestra única salvación. Tú, nuestra vida, tu amor que sea contigo Cristo Y en los por siempre eterno, ¿rey para nosotros? ¡Jesús danos paz!".
-Date vuelta engendro maldito ahora date vuelta!
Tomé a la bastarda, levanté su vestido y le mordí las nalgas, las costillas y el cuello. Luego comencé a violarla analmente de forma brutal; minutos después comenzó a vomitar... la tomé de la cabeza y le propiné dos patadas en la boca en el pecho y en las costillas, e increíblemente se puso de pie y dijo:
-Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A todos Tengo sed. Al mundo: Todo está cumplido. A dios: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
-Tú jamás irás con Jesucristo, maldito engendro. Estás sucia, ¿escuchaste? ¡Sucia!
Arrastré su cuerpo hasta afuera de la casa, lo puse boca arriba y comencé a saltar en su estómago hasta que empezó a convulsionar; le quité la madera con clavos que tenía incrustada en sus manos y le pegué bien duro en sus dos piernas, lo hice hasta quebrárselas. Por último, partí esa madera en dos partes y le introduje el pedazo más grande por el recto y el más pequeño por la vagina. Luego tuve una erección. Prendí un cigarrillo y metí el cadáver a la casa.
Mierda que se me había quitado todo el puto estrés. El sándwich ese me había caído fatal, y de repente tuve muchas ganas de ir al baño. Apagué mi cigarrillo en su vagina, abrí su boca y comencé a despedir lo que quedaba de ese sándwich asqueroso, Luego la oriné, la pateé y me vestí. Quité la alfombra sucia y harapienta del piso y envolví su asqueroso cuerpo. Me volví a prender un cigarrillo y metí el cadáver en el baúl, pues tenía que deshacerme rápido de la basura.
Hice sólo un par de metros y me crucé con don Félix, un tano viejo amigo de papá. El viejo padecía de esquizofrenia paranoide y vivía casi todo el día borracho y dopado. Me había invitado a comer el pobre viejo; vivía solo y nadie lo iba a ver, así que acepté; aparte, ya eran las 11:45 y moría de hambre.
Me encontraba algo tenso, pues seguía sintiendo ese asqueroso y maldito perfume. Le ofrecí una botella de cerveza al viejo y le introduje dos pastillas clonazepam en su vaso. Me senté y en un par de minutos el viejo cayó redondo.
Cogí una pala del galpón, hice un pozo en el fondo y enterré al engendro, que continuaba apestando todo el aire con ese inmundo perfume. Cuando acabé, limpié la pala, tomé las manos del viejo e hice que tocara toda la pala, por completo. Luego volví a dejar todo en su lugar. Le dejé dos alfajores Jorgito de dulce de leche arriba de la mesa y me fui del lugar.
Ahí comenzó toda mi era. Me metí en un callejón sin salida, un callejón al que me obligaron a entrar por la fuerza. Yo no lo busqué, yo no busqué esta mierda, fueron ustedes, sólo ustedes, los que me obligaron a entrar. Ahora esto se va a convertir en un laberinto sin salida, en un espiral sin retorno. Ustedes, basuras, se lo buscaron. Ustedes también van a tener las manos manchadas de sangre y la conciencia marcada por su irresponsabilidad.
Esa estúpida niña se podría haber salvado si tan sólo hubiese tenido una madre como la gente, una madre que le haya enseñado que jamás se tenía que ir a ningún lado con ningún extraño. Si tan sólo hubiera gritado, si tan sólo hubiese dicho que no, yo habría salido huyendo como un cobarde; juro por Dios que estaba muerto de miedo. Esa niña pudo haber manejado toda esa situación, pudo haber pedido auxilio, pero no hizo nada, no se defendió, me facilitó todo desde un principio.
Pero la culpa de todo la tuvo la perra de su madre, por no haberle enseñado que jamás, bajo ningún punto de vista, se le tiene que hablar a un extraño. Pero claro, a esas perras lo único que les enseñan, a estas clases de niñas, es a ser impuras desde niñas; es por eso que las dejan maquillarse y ponerse bonitas y atractivas, para jugar a ser madres y esposas de niños hegemónicos y ricos.
La mayoría de las veces son estas malditas perras las que nos entregan a sus engendros a enfermos como yo, en bandeja de oro, enfermos que estamos por todas partes, incluso en sus casas, en sus mesas de navidad, festejando cumpleaños o celebrando el día del padre o de la madre, simulando ser excelentes seres humanos. Eso siempre hizo mi madre, durante mucho tiempo, hasta que me cansé y la maté.
No te duermas, maldito gato, que aún no termino.
Cuando me fui de la casa del viejo, volví a retiro nuevamente: necesitaba saber si esa perra estaba buscando a su hija. Iba volver a su puto kiosco, pero luego me retracté, preferí dejar todo así, como estaba. Respiré profundo y me apoyé sobre mi auto. Quise prender un cigarro, pero mi estúpido encendedor ya no funcionaba.
En cierto momento, se me acercó un sujeto extraño y me ofreció fuego. Parecía extranjero; su aspecto era como libanés o turco. Prendí el cigarrillo y estiré mi mano para devolverle su encendedor, pero el tipo me dijo que me lo quedara. Le agradecí y volteé para subir a mi auto. De repente se me acercó y me dijo:
-Dios es grande.
Luego se montó en su camioneta Ford F-100, me guiñó el ojo derecho y se marchó del lugar.
Yo me encontraba agotado y lo único que quería era llegar a casa para bañarme y dormir.
Mientras iba manejando, recuerdo que me había echado a llorar. Creo que en ese momento ya me estaba cayendo la ficha de todo lo que había hecho, pues, en el fondo, siempre fui un poco sentimental.
Cuando llegué a casa, ni siquiera me pude dar un baño, sólo me recosté en mi sillón y encendí la televisión; quería ver si alguien había notado lo que había hecho.
Puse Canal 9 y había un flash informativo: Habían volado en pedazos la embajada de Israel.
El ataque destruyó completamente la sede de la embajada y del consulado, ubicadas en los números 910 y 916 de la calle Arroyo, de la ciudad de Buenos Aires.
Argentina había sufrido el primer ataque terrorista de su historia.
Un suicida impacto frente al edificio de la embajada de Israel.
Atentado que dejó 22 muertos y más de 240 heridos.
El atentado fue investigado por la Corte Suprema de Justicia. El sujeto aún sigue sin ser identificado; hasta el día de hoy no hay ningún sospechoso.
Sólo se sabe que ingresó a las 14:45 con su camioneta Ford F-100 llena de explosivos y acabó con todo y todos, o bueno, con casi todos.
Seguro que fue ese estúpido sujeto... el maldito que suele atormentarme en casi todos mis sueños.
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