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✧⁠◝ Prólogo

Kilig:
palabra de origen tagalo, de Filipinas, que es la sensación de que te derrites cuando hablas con alguien que te guste. O, en otras palabras, sentir mariposas en el estómago.


Jeongin siempre creyó que tenía mala suerte.

Nacer como un omega era la clara prueba de que su fortuna nunca sería buena, y todo el mundo se empeñó en recalcárselo desde el principio.

Luego de que su madre muriera en el parto, y ser criado por un agresivo padre alcohólico que le echaba la culpa por haber matado a su madre, confiar en las personas nunca estuvo en su naturaleza.

Por supuesto, frente a las personas se comportaba como correspondía debido a su condición: sonriente, alegre, bromista. Sumiso. Obediente. Pero, por dentro, se sentía morir un poquito más cuando algún alfa daba un paso hacia él, aun con la más pura de las intenciones.

Debido a ello, creció completamente rodeado por la soledad, tanto la impuesta en su pequeño hogar como la que se impuso él mismo en el colegio. Apenas conoció lo que era el cariño, la ternura, el calor, y creía firmemente que esos sentimientos no eran para él.

Más aún cuando ocurrió su primer celo a los trece años, y se sintió tan asqueado de sí mismo por ello, de lo que ocurría con su cuerpo en esos días. Su padre le gritó que era un maldito omega asqueroso, que sólo pensaba en abrirse de piernas para los demás.

Su celo fue, además, el detonante para que su padre decidiera dejarlo abandonado, meses después.

Jeongin podía comprenderlo, a medias: un alfa no podía hacerse cargo de un omega en su celo, sin importar si éste fuera su padre, y de alguna manera entendía que, quizás, su padre lo echó para protegerlo de él mismo.

Por lo que, a punto de cumplir los catorce años, se convirtió en un omega vagabundo que trataba de sobrevivir como fuera, abandonando toda zona de confort, incluida la escuela.

A Jeongin no le importaba, tampoco. Nunca se destacó como alumno, y al no tener amigos de verdad, no era como si fuera a echarlo de menos.

Su vida era una mierda, sin embargo, seguía sonriéndole a la gente como si nada, a pesar de que la gente lo mirara con desagrado al ver a un omega sucio y con las manos llenas de tierra. Debido a todo el tiempo que pasaba en el parque, siempre miraba, acariciaba y olía las flores que allí crecían.

Le encantaban todas las flores del lugar, todas las flores que podía encontrar. De alguna triste forma, se sentía identificado completamente con ellas: pequeñas, bonitas, pero frágiles, capaces de recibir daño por cualquier parte.

Entonces, cuando tenía dieciséis años, lo conoció.

No fue un encuentro amable. No fue un encuentro dulce.

Fue brutal, porque Jeongin olvidó su celo, no tenía inhibidores, no alcanzó a llegar a su escondite bajo un puente, y un alfa lo descubrió escondido en un callejón gracias al rastro de feromonas que dejó.

El alfa lo marcó allí mismo, a pesar de sus súplicas, de su llanto, y lo declaró como suyo desde ese día en adelante.

Por supuesto, poco podía hacer en esa situación. En esa sociedad donde el alfa regía y el omega era pisoteado, sólo podía asentir ante cualquier orden dada.

Jeongin recordaba esa calurosa tarde en que firmó su contrato de bodas, de forma inerte, mientras su recién declarado alfa lo sostenía por la cintura.

Tardes después, mientras ambos yacían recostados desnudos sobre la cama luego de haber follado, su alfa le dijo que lo quería y sus mejillas eran, para él, encantadoras.

Avergonzado, Jeongin le dijo que no bromeara.

Su corto matrimonio fue así: palabras suaves de vez en cuando, encuentros amorosos pocas veces, sexo rudo la mayoría del tiempo, y cuando Jeongin se portaba mal, cuando cometía un error...

Al menos, pensaba mientras miraba sus moretones en su costado, en su espalda, no dejaba golpes a la vista de todos.

No era una mala vida, si lo pensaba de forma perspectiva mientras estaba sentado en su lindo jardín que su alfa le dejó tener, acariciando su pequeño estómago de cinco meses. No era una mala vida, porque tenía una casa, una cama donde dormir, comida diaria, pequeños caprichos que podía cumplir si se portaba bien, y un alfa que lo satisfacía la mitad del tiempo. Podía acostumbrarse a ello, entrar en esa rutina diaria, ceder a ese aburrido hábito.

Casi dos años después, ocurrió lo impensable.

Con un bebé de un año, cachetón y sonrisa encantadora, recibió una llamada del hospital avisándole que su marido fue atropellado mientras caminaba por la calle, luego de ir a beber a un bar, y murió inmediatamente.

Para Jeongin fue como si un balde de agua fría cayera sobre su espalda, y Yongbok, su pequeño bebito, pareció notarlo porque comenzó a llorar de forma desconsolada.

Pero lo peor no era que su esposo hubiera muerto –a Jeongin, por muy frío que sonara, podía importarle menos–, sino el tema del dinero. El trabajo. Los gastos.

Un omega no solía trabajar, y si lo hacía, no eran buenos trabajos.

Y Jeongin no podía trabajar, porque tenía dieciocho años, un bebé en brazos, y no había terminado jamás sus estudios.

Podía sobrevivir unos meses, por supuesto, pero entonces iban a embargar su casa, sus muebles, todo, y quedaría sin nada.

O podía conseguir otro alfa.

Ese breve pensamiento irracional cruzó su cabeza, pero lo eliminó cuando Yongbok llamó su atención otra vez, acurrucándose en sus brazos, y un pequeño calorcito recorrió su triste corazón.

Ese bebé era suyo, de nadie más, y jamás podría hacer algo como conseguirse otro alfa.

Buscar un nuevo alfa era sacrificar a ese pequeño bebito en sus brazos que le dio más felicidad que nadie en la vida.

Jamás en la vida lo haría.

Se las arreglaría. Buscaría la manera de hacerlo.

Conservó todos los ahorros de su esposo. Vendió el coche de su marido, sacando un buen dinero de allí que depositó enseguida en su cuenta. Además, vendió también toda la ropa de su alfa, la cama matrimonial, compró una pequeña cama de una plaza y se deshizo de todos los objetos que consideraba inútiles en ese momento.

Con ese dinero podía sobrevivir bien un año. Ya pensaría después qué hacer.

Y seis meses después, otro golpe llegó a su vida.

Estaba en el patio trasero de su casa, jugando con su pequeño Yongbok que estaba aprendiendo a caminar, cuando lo sintió.

Un nuevo vecino. Un vecino alfa.

Levantó la cabeza, viendo el momento exacto en el que la puerta de la cocina de la casa frente a su patio se abría, dando paso a un hombre mayor que él, pálido, de cabello rubio ceniza, con una fría mirada que se posó sobre el omega y su bebé.

Jeongin sintió un escalofrío en su espina dorsal.

Su nuevo vecino se presentó como Bang Chan, de veinticinco años, médico cirujano de una clínica privada.

Jeongin sólo le dio su nombre, sonriendo con nerviosismo ante la escrutadora mirada del alfa.

Iniciaron de esa forma una pequeña relación de vecinos, sin conversar demasiado, viéndose en pocos momentos.

Pero una tarde, mientras arreglaba su jardín, con Yongbok jugando en su pequeña mecedora, Chan apareció por la cerca que separaba ambos jardines, diciendo algo de que se quedó fuera de su casa y si podía esperar allí mientras llegaba el cerrajero.

Jeongin quiso negarse, pero al ver la expresión compungida de Chan, se encontró diciendo que no había ningún problema.

Al principio, fue incómodo. Apenas se dirigían palabra alguna, ya que Jeongin no permitía que le hicieran preguntas demasiado personales. Sin embargo, cuando Chan comenzó a jugar con el pequeño Yongbok, algo pareció relajarse entre ellos.

A pesar de su constante expresión de disgusto, Chan lucía como alguien verdaderamente cálido.

Y, entre juego y juego, Yongbok dijo su primera palabra.

Dijo mami, y para Jeongin fue el momento más hermoso de su vida, por lo que se permitió reírse con verdadera alegría, tomando en brazos a su pequeño bebito, dándole besos por todo el rostro. Sin percatarse de los ojos oscuros puestos sobre él.

Pero ese pequeño momento quedó oscurecido cuando Chan se puso de pie y lo tomó de la cintura, susurrándole al oído que su sonrisa era la cosa más preciosa que alguna vez vio en la vida.

Para luego agregar, con sumo cuidado, sin perder el toque suave en su voz:

—Cásate conmigo, Yang Jeongin.

Jeongin sintió su mundo derrumbarse.

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