CAPÍTULO VIII
Kiara se sentó en la raíz de un gran árbol, oculta de la vista de cualquier persona. Desde su escondite, podía ver a lo lejos las luces de las antorchas que, sin duda, la estaban buscando. Temía por su vida, consciente de que su huida era un acto de desesperación tras lo ocurrido.
Alzó la vista hacia el cielo estrellado, un manto oscuro que parecía abrumarla aún más. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, cayendo silenciosamente sobre su piel. Se sentía sola en ese instante, con un vacío doloroso en su interior. Le habían arrebatado su hogar, su tierra, y lo más importante: a su madre.
"Ya no tengo nada que perder", pensó, la resignación y la tristeza invadiéndola por completo.
Durante varios días, vagó a escondidas por el frondoso bosque, un lugar que ahora le ofrecía refugio, aunque también la mantenía lejos de la seguridad que una vez conoció. Se alimentaba de las frutas que encontraba a su paso, arriesgándose ocasionalmente a acercarse al mercado del pueblo más cercano al caer la noche, cuando la oscuridad envolvía su figura y la hacía parecer un fantasma.
Cada noche, se refugiaba entre matorrales, sintiendo el frío del suelo que le entumecía el cuerpo y le robaba el calor. Las noches eran interminables; en su mente se repetían las imágenes de sus pesadillas: el brutal asesinato de su madre, los gritos resonando en los calabozos, los golpes que la dejaban sin aliento, y la tortura constante de pensar en su futuro atado a Darius, un destino que nunca había elegido. Ya era demasiado. Necesitaba encontrar la fuerza para levantarse, para luchar por su vida, aunque cada día que pasaba se sentía más atrapada en la angustia. Sin embargo, en algún rincón de su ser, algo comenzaba a despertar: el deseo de regresar, no solo para vengar a su madre, sino para recuperar lo que le pertenecía.
Se encontró con su última caminata. Por fin había llegado lo suficientemente lejos del reino como para sentir el alivio en su pecho. Estaba en el sur de Dalacia, cerca de Eclad, pero su cuerpo le recordaba que el camino no había sido fácil; estaba hambrienta, sucia y muerta de sed.
Mientras las nubes cubrían el cielo, Kiara temblaba, caminando lentamente, asediada por el cansancio y el hambre que le atenazaba el estómago. Entonces, se acercó a un hombre pescador que se encontraba en la orilla y, con voz entrecortada, le preguntó:
—Disculpe, ¿estamos en Dalacia?
—Sí, muchacha estamos en la frontera con Ansuya —respondió él.
Había logrado alejarse lo suficiente. Ahora, tenía la oportunidad de cruzar a Ansuya y finalmente dejar atrás la vida que había conocido, marcada por el sufrimiento y la pérdida. Agradeció al hombre y se encaminó hacia una calzada de piedras, desde donde podía vislumbrar una pequeña multitud de personas.
Se acercó con precaución, asegurándose de que no hubiera soldados al acecho. Sin embargo, mientras caminaba distraída, un grupo de hombres comenzó a sisearle, observando su apariencia desaliñada y cansada. Se acercaron, riendo entre ellos para pronto acorralarla.
—¿Qué tenemos por aquí? —dijo uno de ellos, tocándole el rostro con rudeza.
—¡No me toques! —exclamó Kiara, retirando su mano con un manotón, sintiendo asco por el contacto.
—¿Quién te acompaña, rebelde? No pareces de aquí —dijo el segundo hombre, con una sonrisa burlona, disfrutando de la situación.
—No es tu asunto —respondió ella, intentando pasar entre ellos, decidida a no ceder ante la intimidación.
Pero el primer hombre la sujetó por el brazo, empujándola contra una pared de madera que pertenecía a un negocio de venta de pescado.
—Pareces ser una esclava exiliada —le dijo, controlando sus movimientos.
En un acto de desesperación, Kiara le escupió la cara para intentar zafarse, pero el segundo hombre la tomó del cuello con tal fuerza que su resistencia se extinguió rápidamente; dejándola sin aliento.
—¡Suéltame! No tengo nada que ofrecerles —imploró, sintiendo cómo la desesperación se convertía en un grito interno.
—Por supuesto que sí, y mucho —respondió el hombre que la mantenía aprisionada, mirando a sus compañeros con complicidad.
Aquellos hombres eran esclavistas. Al ver su aspecto sucio y desgastado, no había dudas de que estaba sola y vulnerable. El vestido de sirvienta que tenía puesto la delataba como una víctima fácil. Sin más compasión, los esclavistas la arrastraron hacia la parte trasera de un mercado de especias. Ahí, la golpearon y amordazaron. A pesar de sus intentos por resistir, pronto el dolor se convirtió en un enemigo abrumador y su cuerpo cedió ante la fuerza de los agresores, quienes se aprovecharon sexualmente de su maltratado cuerpo.
Tras un tiempo que pareció eterno, la llevaron a la plaza central, golpeada, sucia y ensangrentada. Sentía un dolor agudo en su rostro que la transportaba a aquel día fatídico en que su tribu fue asesinada. La lanzaron al suelo junto a otros esclavos, todos despojados de su dignidad y sometidos a un destino atroz.
El mercado de la plaza central era un bullicio de comercio, donde se vendían animales, minerales, piedras preciosas, vasijas, comida, especias, telas y personas; personas que, por razones horribles, estaban destinadas a vivir ese infierno. Los gemidos de sollozos resonaban entre los prisioneros, sus cuerpos azotados por los esclavistas que se deleitaban en la humillación y el sufrimiento ajeno.
Mientras Kiara absorbía la crueldad de su nueva realidad, su mente aún estaba en shock. No podía creer que habiendo logrado una fuga tan ardua, regresara a esta vida de humillación. Su objetivo de escapar hacia Ansuya y dejar atrás la tortuosa vida que había llevado en Dalacia parecía ahora un sueño alejado, arrasado por un destino cruel.
La suerte nunca estuvo de su lado y ahora se encontraba una vez más atrapada en las garras de la esclavitud, con el eco de su antigua vida resonando en su mente y el ardor de su deseo de libertad creciendo cada día más. Sin embargo, era solo una cuestión de tiempo antes de que encontrara una forma de liberarse de esta prisión y reclamar su vida de nuevo.
El sol del mediodía se erguía con majestad sobre la plaza, iluminando cada rincón y exacerbando el bullicio de los esclavos, cuyo clamor se tornaba cada vez más intenso.
—¿Qué sucede? —preguntó Kiara a una mujer de voz cansina, sentada a su lado.
—Los sirvientes del palacio vienen a comprar esclavos —respondió la mujer, mirando con preocupación a su alrededor.
Kiara sintió que el miedo se apoderaba de ella. Si las domésticas de Dalacia la reconocían, no dudarían en llevarla con ellas, y eso significaría su muerte instantánea, pues su intento de asesinato contra el rey Darius la había convertido en un objetivo.
—Desearía mil veces ser comprada por Ansuya; estaría mejor allí que siendo torturada por estos desgraciados —murmuró.
Al escuchar a aquella mujer decir Ansuya, no dudo en preguntar para cerciorarse.
—¿Ese servicio doméstico pertenece a Ansuya? —inquirió Kiara, esperanzada.
—Sí, ellos son la salvación de muchos de nosotros —afirmó la mujer, destilando una luz de esperanza en sus ojos.
El momento decisivo había llegado para Kiara: arriesgarse y luchar por su vida o resignarse a una muerte inevitable en manos de los esclavistas.
El bullicio crecía a su alrededor, mientras los golpeadores infligían castigos brutales a los desgraciados que, por fortuna, lograban ser comprados. Aquellos que seguían las reglas se aferraban a una pequeña esperanza de tener, al menos, un plato de comida y un lugar donde dormir.
El grupo del servicio doméstico del palacio de Ansuya avanzaba lentamente hacia el mercado, buscando esclavos fuertes con habilidades para labores palaciegas. Ansuya, en constante expansión, requería nuevos reclutas para sus dominios. Una mujer anciana se acercó con cautela, horrorizada por las condiciones de los esclavos que lucían enfermos y desnutridos.
Kiara, armándose de valor, se escabulló entre la multitud y con un súbito impulso, se lanzó a los pies de la mujer, implorando su ayuda. Un esclavista la seguía, listo para arrastrarla de nuevo al horror, pero la mujer del servicio real lo detuvo con un gesto firme.
—Por favor, déjeme ir con usted... Soy doméstica y sé de medicina, puedo aprender lo que sea. ¡Se lo ruego, déjeme ir! —exclamó Kiara, su rostro era un lienzo de desesperación, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.
—¿Cuánto piden por ella? —preguntó la mujer, sin apartar la mirada de los cautivadores ojos de Kiara.
—Deme... 20 monedas —respondió el esclavista con indiferencia.
Sin dudarlo, la mujer cumplió con la exigencia y se llevó a Kiara junto a otros tres esclavos que había adquirido en el camino. Un profundo alivio inundó el cuerpo de Kiara a pesar del dolor que aún la acompañaba. Por fin veía un rayo de esperanza en medio de un caos desolador. Ella y los otros esclavos se acomodaron en la carretilla que los transportaría al palacio.
El reino de Ansuya era un espectáculo de grandiosidad en comparación con los sombríos reinos de Azur. Su palacio, brillando con un blanco marfil adornado por detalles en oro puro provenientes de las minas de Zuyé, se alzaba como un sueño irreal rodeado de jardines meticulosamente diseñados.
Kiara había escuchado hablar de Ansuya en varias ocasiones gracias a su madre, quien solía contarle que era el imperio más grande y poderoso del mundo, con tantas riquezas que habían edificado una segunda residencia solo para resguardar sus tesoros.
Ansuya, gobernado por el rey Ashlam y su consorte Zettare, disfrutaba de una paz relativa pese a sus inminentes recursos y un ejército que superaba el millón de hombres. Aun siendo temible, Ansuya era conocido por ser el reino más "pacífico" de la región.
—Naisha, encárgate de ellos —ordenó la mujer que había comprado a los esclavos.
Kiara y los demás siguieron a Naisha, una joven de belleza cautivadora, cabello castaño y ojos almendrados. Ella los llevó a ducharse antes de vestirlos y comenzar con sus nuevas responsabilidades. El agua fresca despertó en Kiara una sensación de revitalización; tras una limpieza debida, se envolvió en delicadas telas blanquecinas decoradas con bordados dorados y con el cabello trenzado, se sintió más humana.
—Toma... limpia todos los pasillos que veas. Deben quedar impecables —indicó Naisha, dejándole trapos y baldes de agua con jabón.
Las horas pasaban, y sus brazos estaban cansados y adormecidos. Su cuerpo clamaba por descanso cuando escuchó, entre murmullos desde una habitación contigua, la frase inadmisible: Por ahora, nadie puede enterarse de esto.
Intrigada, Kiara se acercó para escuchar mejor la conversación, pero la puerta se abrió repentinamente, obligándola a reanudar su labor como si nada hubiera sucedido.
Los hombres atravesaron la puerta sin notar su presencia; al observarlos de espaldas, notó que dos de ellos llevaban vestiduras que denotaban nobleza, mientras que el tercero parecía alguien de gran importancia en el ejército.
¿Qué estarán escondiendo? se preguntó con curiosidad latente.
Transcurriendo los días, ella reflexionaba sobre su vida; había perdido a su madre y su padre se había marchado hace mucho tiempo. ¿Acaso este era su destino?
Aunque la vida se lo recordaba cada día que pasaba, su alma se rebelaba queriendo luchar por su pueblo maltratado y asesinado.
Así que su objetivo ya no era simplemente sobrevivir en Ansuya, sino hacer lo imposible para restaurar su pueblo. Su tribu no podía ser olvidada ni borrada por el paso del tiempo. Este sería, para ella, el principio de una revuelta contra los reinos opresores.
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