CAPÍTULO VII
—¿Disfrutaste de la compañía?— preguntó Maglio al ver a Darius ingresar en la estancia del comedor, un lugar adornado con tapices y luces cálidas que resplandecían en las paredes.
—Te mentiría si te dijera que no. No se me había ocurrido pensar antes en las mujeres de la tribu —respondió Darius, tomando asiento en frente de su homólogo—. Ellas son realmente hermosas y su juventud las hace aún más exóticas.
—Sí, es cierto. Realmente valió la pena asediar Zuyé —reconoció Maglio, sonriendo con satisfacción por el éxito de la campaña militar.
—Pensé que la tarea sería más compleja, pero tu comandante es un buen estratega y soldado, él tenía la certeza del favorable desenlace. Sin embargo, te recomendaría que lo vigiles de cerca —emitió Darius con un tono grave.
—¿A qué se debe ese comentario? —preguntó Maglio, avanzando en su asiento con un ligero desdén en la voz.
—Tranquilo, Maglio. Es que he tenido la oportunidad de observarlo en estos meses y he notado que carece de piedad. Si tiene un objetivo en mente, hay que tomarse en serio su capacidad de alcanzar ese fin. Puede ser un valioso aliado, pero también es peligroso. Recuerda que es joven y la ambición puede nublar su juicio —advirtió Darius, antes de terminar su té con un gesto medido.
—Agradezco tu consejo, pero soy lo suficientemente adulto como para necesitar sermones. Él sabe muy bien que no puede traicionarme; le he brindado toda mi confianza y protección. Si alguna vez se le pasara por la mente que podría traicionarme, te aseguro que lo sabría antes de que pudiera actuar, y no tendría ninguna compasión con él —replicó Maglio, levantándose de su asiento con determinación—. Si me disculpas, iré a tomar un poco de aire.
Maglio no dudaba de Zayd, se habían demostrado lealtad y respeto mutuo, sin embargo, Darius tenía razón. A pesar de la confianza que tenía en Zayd, la incisiva advertencia de Darius resonaba en su mente. Sabía que, a pesar de su juventud, Zayd era un hombre con objetivos claros, él sabía cómo intimidar a las personas y también como ganárselas a modo de encantos. Maglio había conocido a Zayd desde que era un adolescente, y había aprendido a usar sus habilidades como mediador en complejas negociaciones con políticos y monarcas de reinos extranjeros. Era crucial que se mantuviera alerta, dispuesto a descartar cualquier indicio de comportamiento fuera de lo habitual.
Al día siguiente, Darius se preparaba para regresar a su natal Dalacia. Antes de emprender el viaje, hizo una solicitud a Maglio, expresando su deseo de llevarse a las dos jóvenes— Kiara y Sonya— con las que había pasado la noche. El rey, tras una breve reflexión, aceptó la petición y se dispuso a llamar a las jóvenes mediante la servidumbre más cercana.
Kiara y Sonya se presentaron con modestas ropas, pero su dignidad y gracia eran indesmentibles. Se despidieron del esplendor del palacio, montadas en una carreta, que a pesar de su mediocridad, les ofrecía un respiro de la vida que habían experimentado anteriormente.
Después de dos días y medio de viaje, finalmente llegaron a la capital del reino.
Dalacia, un reino próspero y vibrante, se extendía tres veces más que su vecino Galantes. El espléndido palacio, erigido sobre una colina, ofrecía unas vistas inigualables que todos podrían envidiar. Cada día, el cielo se convertía en un lienzo donde el sol pintaba atardeceres de tonos rosáceos, purpúreos y azulinos, un espectáculo que deslumbraba a sus habitantes. En otras ocasiones, cuando el sol se escondía tras el horizonte, el paisaje se transformaba en una sinfonía de colores amarillos, anaranjados y carmesí. Apreciar la belleza del cielo de Dalacia era siempre una experiencia singular y mágica, un recordatorio constante del esplendor de la tierra que habitaban.
En la trágica historia de este vasto reino, la casi extinguida tribu Zuyé había sido la dueña original de las tierras que hoy componen Galantes y Dalacia. La partición de sus territorios se debió al llamado "descubrimiento" de Azur por parte de los dalacios, un término que ocultaba un legado de despojo y traición. Los dalacios se acercaron a los patriarcas de Zuyé con promesas de prosperidad, ofreciendo telas, animales de granja y maderas de calidad como parte de un supuesto acuerdo por la concesión de tierras para edificar el reino que ambicionaban. Esta aparente buena voluntad permitió a Dalacia cumplir su objetivo, logrando así tomar una parte modesta de las tierras deshabitadas que los zuyé estaban dispuestos a ceder.
Con el paso de los años, Galantes, apoyado por el poderoso reino de Leyal, también hizo su entrada en Azur, buscando obtener su parte del territorio. Leyal, en aquel momento, era el imperio más autoritario y temido de la región, y Galantes se aprovechaba de su influencia para establecer sus propios reclamos. Los zuyé, temerosos de perder su hogar por completo, optaron por un acuerdo con los recién llegados, aceptando ceder más tierras a cambio de un tributo menor, convencidos de que esa sería la clave para vivir en paz durante los años venideros.
Sin embargo, a medida que pasaron las décadas, la situación se tornó insostenible. Setenta y cuatro años después, con dos monarcas galantinos transcurridos, el reino se alzó contra la tribu Zuyé sin justificación alguna. En esos momentos críticos, la tribu contaba con un vigoroso grupo de jóvenes audaces y valientes, quienes, impulsados por el deseo de proteger a sus familias y su hogar, se unieron para enfrentar la inminente amenaza. Los bosques frondosos que habían sido testigos de generaciones de vida se convirtieron en el escenario de una valiente resistencia. Galantes, confiado en su superioridad numérica, fracasó estrepitosamente, regresando a su reino con el peso de la derrota sobre sus hombros.
Mientras tanto, Dalacia, que observaba el conflicto desde la distancia, decidió no intervenir, pero mientras el tiempo avanzaba, su ambición por adquirir más tierras de la tribu se intensificaba. Con un enfoque estratégico en la formación de alianzas militares y comerciales con otros reinos, Dalacia tramaba planes para consolidar su dominio en Azur, dejando entrever que el legado de los zuyé, una vez glorioso y poderoso, se desvanecía lentamente, mientras la historia del reino se tejía con hilos de conquistas, promesas incumplidas y luchas por la supervivencia.
Kiara y Sonya bajaron de la carreta, envueltas en la brisa fría que soplaba sobre la capital. La dureza del nuevo entorno era palpable y una sensación de inquietud se apoderó de ambas jóvenes.
—Enséñales cómo se trabaja aquí —se escuchó, resonante y firme, la voz del rey, que dirigía su atención hacia Lucrecia, la ama de llaves, quien aguardaba con una expresión de eficiente determinación.
—En seguida, alteza —respondió la pelirroja con una reverencia, para luego hacer un gesto hacia las jóvenes, invitándolas a acercarse a ella.
Lucrecia las condujo por los amplios y lujosos pasillos del palacio, donde los relucientes cuadros de la familia real colgaban en las paredes adornadas y los soldados, ataviados con brillantes armaduras, marchaban con un aire de dignidad. La nobleza y los altos jinetes de la realeza transitaban por los alrededores, entretenidos en sus conversaciones, ajenos a la inquietud que crecía en el corazón de las dos jóvenes.
Finalmente, llegaron a unas habitaciones modestas, alejadas de los ojos curiosos de la nobleza y la realeza que residían en el palacio.
—Este será su lugar de descanso —anunció Lucrecia adoptando una postura firme y autoritaria. Su mirada parecía escrutar cada rincón. —Las reglas son simples: deberán estar listas en la cocina antes del amanecer. Su responsabilidad es cocinar, limpiar y ordenar todo lo que el rey Darius requiera. Podrán ir a descansar poco antes de medianoche. Queda prohibido el consumo de vino y de cualquier otra bebida no permitida para la servidumbre. Además, mantengan siempre una apariencia presentable y sean discretas cuando la nobleza y la realeza se encuentren ante ustedes.
Kiara y Sonya se quedaron perplejas ante la severidad con la que la esbelta mujer pelirroja comunicaba las normas. Sin embargo, asintieron con la cabeza, procesando la magnitud de lo que acababan de escuchar y aceptar.
Cuando Lucrecia salió de la habitación, Sonya cerró la puerta con un ligero temblor en sus manos, y acercándose a Kiara, la observó. Ella permanecía en pie, mirando fijamente el jardín a través de la pequeña ventanilla que adornaba su habitación.
—¿Qué sucede? —preguntó Sonya, acercándose con preocupación.
—¿Acaso no te das cuenta? Nos han arrebatado todo —respondió Kiara, con su voz cargada de emoción. — ¿Cómo puedes estar tan tranquila, Sonya?
Las palabras de preocupación de Kiara resonaron en el aire, pesadas como un martillo golpeando en el yunque. La situación que enfrentaban era desoladora. Los zuyé, su tribu, estaban en un estado crítico; muchos estaban dispersos por Galantes y Dalacia, otros eran vendidos a extranjeros que los trataban como meras mercancías, llevándolos a reinos lejanos en busca de mayores ganancias.
—Quizá este sea nuestro destino —dijo Sonya, bajando la mirada, percibiendo la desesperanza que la rodeaba y sintiendo el peso de su realidad.
—Destino... —replicó Kiara con fervor— este no será mi destino. No voy a rendirme. Estoy dispuesta a luchar por salir de aquí, cueste lo que me cueste.
La determinación en su voz cortó el aire, creando un silencio profundo en la habitación. Las palabras de Kiara era una llama de resistencia que desafiaba la tristeza y la opresión que hacía estragos en sus corazones. El fuego de la lucha encendido en su interior no solo la impulsaba a escapar de su presente sombrío, sino que también despertaba la esperanza de un futuro diferente, uno en el que podría recuperar lo que una vez fue suyo.
Los días se pasaban como si fueran años para Kiara, quien se encontraba física y mentalmente agotada. Cada mañana, despertaba envuelta en el gélido frío que le adormecía los dedos y le calaba los huesos, para luego dirigirse a cumplir con los deberes de la casa real. Su jornada se caracterizaba por unas cuatro horas de descanso y dos escasas comidas que no eran suficientes para aliviar el desgaste que le provocaban las interminables tareas. Si su trabajo no cumplía con las exigencias del rey, era castigada brutalmente en las sombrías profundidades del sótano, donde habitaba con sus similares. En esas frías y oscuras condiciones, el eco de sus sollozos se perdía en la penumbra, mientras anhelaba con fervor escapar algún día de aquel lugar.
El rey Darius, por su parte, mostraba un creciente interés por la hermosa joven. Las mujeres de la tribu Zuyé eran consideradas exóticas en los reinos vecinos, y Kiara no era la excepción. Sus delicados rasgos reflejaban su ascendencia, con una piel tenuemente avellanada, un rostro afinado y unos ojos como el oro, tan hipnotizantes que brillaban con la luz del sol. Su cabello negro como el azabache caía en cascada hasta sus caderas, dándole un aire de diosa terrenal, una belleza que desarmaba y fascinaba a los que tenían la fortuna o infortunio de cruzarse en su camino.
Cada vez que el rey solicitaba su presencia con más frecuencia, Kiara no podía evitar sentirse atrapada. En comparación con Darius, de imponente figura, ella se sentía diminuta e insignificante. La realidad que afrontaba era peor que el miedo; fuera de la vista de los nobles, Darius era una alimaña malvada, capaz de maltratar a su esposa y a las sirvientas en cualquier momento y Kiara se había convertido en una de sus víctimas.
—Acércate —ordenó Darius con voz profunda y autoritaria, lo que impulsó a Kiara a obedecer, aunque su corazón latía con fuerza.
Él tomó su rostro entre sus manos, mirándola a los ojos con una mezcla de deseo y desdén.
—¿Por qué lloras? —inquirió, como si le resultara incomprensible que alguien pudiera lamentar su destino. —Ya deberías estar acostumbrada a mí —continuó, deslizando su mano desde su rostro hasta el pecho de la joven. —Eres tan hermosa... Si no fueras una bastarda de Zuyé, serías mi esposa.
La mención de su origen como "bastarda" arremetió en Kiara como una cruel broma. Darius continuó, con su voz cargada de burla y deseo.
—Te daría todo mi reino, mis riquezas, mis conquistas... hasta mi ejército. Imagínate, "La Reina Kiara de Dalacia"... ¡Suena bien! ¿no? —se rio, como si las palabras fueran un juego.
Kiara se encontraba tensa, con los ojos velados por las lágrimas que se negaban a caer. Por un breve momento, Darius dejó de atormentarla con sus caricias y se recostó en su opulenta cama aterciopelada.
—Tráeme vino —exigió Darius, y Kiara, a regañadientes, se dirigió hacia la mesa que exhibía frutas frescas y jarras de vino tinto.
Sin embargo, antes de servir la bebida, su mirada se detuvo en un pequeño cuchillo que yacía entre la bandeja de frutas. Con un rápido movimiento, lo tomó y lo ocultó en la manga de su vestido, sintiendo que era su única oportunidad de defensa.
Se acercó de nuevo a Darius, sosteniendo la copa de vino que tanto le gustaba beber. Y este luego de tomar un sorbo, en un acto de desdén, tiró del vestido de Kiara, haciendo que ella se sentara de golpe cerca de él.
—Kiara, mi hermosa rebelde —susurró Darius al oído, mientras sus manos comenzaban a explorar entre sus piernas de una forma inapropiada.
Sin pensarlo dos veces, Kiara apretó los dientes y clavo el cuchillo que había guardado en su manga, hundiéndolo en el brazo izquierdo de Darius con una fuerza inesperada. Su grito de dolor resonó por toda la habitación y aprovechando el momento de sorpresa, se liberó de su agarre, pero él intentó sujetarla de nuevo, aferrándose a su vestido. Sin embargo, la agilidad de Kiara prevaleció y logró escapar corriendo fuera de la habitación.
Mientras corría por los largos y oscuros pasillos del palacio, su corazón latía desbocado en su pecho, acompañando el eco de los gritos furiosos de Darius que llamaban a los guardias para detenerla. Pero Kiara conocía bien el laberinto de aquel palacio y, con una mezcla de instinto y pura adrenalina, esquivó las sombras que se proyectaban en las paredes, saltando y girando con desesperación hasta que llegó a una puerta oculta. Detrás de ella se extendía un basurero, un lugar olvidado por todos, donde podía ocultarse de la vista de sus perseguidores.
Atravesó la puerta y se adentró en el bosque que rodeaba al palacio. A medida que corría, el aire fresco y húmedo llenaba sus pulmones, pero su corazón palpitaba tan rápido que parecía que iba a estallar. Siguió corriendo, adentrándose entre los árboles, sintiendo la libertad por primera vez en un largo tiempo; era en este momento que podía vislumbrar la esperanza de un futuro sin el dominio opresor de Darius.
Kiara sabía que su vida no volvería a ser la misma, pero en su interior se encendía una chispa. La lucha por su libertad apenas comenzaba y aunque la noche era oscura y el camino incierto, su espíritu rebelde se negaba a rendirse.
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