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CAPÍTULO VI

La noche anterior, los soldados se jactaron de la comida que ofrecía el pueblo de paso. Las sopas de guisantes, los estofados acompañados con pan de centeno y las cervezas espumosas se convirtieron en el deleite de la jornada. Mientras celebraban su victoria, lanzaban los restos de comida al suelo de las carretas, donde yacían las esclavas capturadas, pero ninguna de ellas participó en tal humillación.

Tras una larga procesión, a la vista de todos los habitantes de la ciudad, las esclavas fueron llevadas a los calabozos del reino que residían bajo tierra. Estas celdas eran húmedas y putrefactas; habían diez u once mujeres en cada una, algunas sollozando desconsoladamente y otras en un silencio atemorizado. Los soldados, aprovechando la vulnerabilidad de las prisioneras, se aprovechaban de la inocencia de las más jóvenes. Golpes y gritos resonaban en el corredor de los calabozos, convirtiendo aquel espacio en un verdadero infierno.

Finalmente, los días de sufrimiento en los calabozos concluyeron para algunas de las prisioneras. Los guardias abrieron las celdas y las escoltaron hasta la superficie. Al llegar al palacio, las mujeres fueron divididas en grupos y dirigidas a donde se encontraba la servidumbre.

Un grupo de cuatro fue entregado a Eleanor, una de las encargadas del servicio doméstico, mientras que otro grupo fue asignado a una mujer llamada Tamía.

—Vengan por aquí —les indicó Eleanor, conduciéndolas a un pasillo iluminado solo por los rayos del sol.

Las jóvenes entraron en un recinto rocoso y húmedo, donde predominaba el gris en las paredes.

—Aquí tienen ropa limpia, agua y jabón —anunció Eleanor, señalando las provisiones. — Vendré a buscarlas luego.

Al salir, las dejó al cuidado de dos sirvientas y un soldado vigilando en la puerta. Las jóvenes, siguiendo las indicaciones de aquella mujer, se ducharon y se vistieron con largos vestidos de un tono azul grisáceo complementados con zapatillas oscuras. Para finalizar, se recogieron el cabello sujetándolo con un pañuelo negro.

Una vez listas, Eleanor las dividió en grupos: algunas se dirigieron a la cocina, mientras que las demás se encaminaron a la lavandería.

Trabajaron arduamente, con escasos momentos de descanso, y continuaron así hasta que la oscuridad cubrió el cielo.

Finalmente, llegó el momento de la celebración. Las trompetas reales resonaron en el palacio ante la llegada del rey Darius de Dalacia. Era el día en que ambos reinos firmarían un acuerdo territorial tras la reciente batalla. El palacio se llenó de movimiento; la gran servidumbre real se apresuraba de un lado a otro para cumplir sus deberes. La estancia donde se reunían la nobleza y realeza de ambos reinos estaba repleta de dignatarios compartiendo la alegría de su victoria.

Maglio, el rey de Galantes, lucía su uniforme real adornado con joyas relucientes y una corona pesada por las gemas. A su lado, su fiel comandante, Zayd, que portaba un traje níveo con detalles dorados en las hombreras y botones. Su pecho estaba cubierto de medallas doradas y el emblema de su nación, mientras sus guantes blancos acentuaban su apariencia majestuosa.

Amalia, la reina, y su hija Olitte deslumbraban más que nunca. Amalia estaba vestida con un elegante vestido de terciopelo azul oscuro adornado con detalles plateados, y su imponente peinado quedaba enmarcado por la corona de diamantes que lucía. Por su parte, Olitte, lucía un vestido carmesí ceñido a su figura juvenil, mientras su cabello bronce caía en ondas sueltas, decorado con una tiara de plata que hacía juego con su gargantilla de rubíes.

—¡Atención! —exclamó el rey Maglio, alzando su copa—. Quiero hacer un brindis por nuestro éxito contra la tribu. Ahora, nuestros reinos se enriquecerán aún más y fortalecerán nuestra hermandad. ¡Viva Galantes, viva Dalacia!

Aplausos y sonrisas inundaron la estancia mientras ambos reinos celebraban su victoria al caer la tarde, bajo una adorada puesta de sol.

—Es un placer volver a verlo, comandante —dijo Olitte, acercándose a Zayd.

—El placer es mío, princesa Olitte —respondió el joven caballero.

—Quiero agradecerle por estar siempre al lado de mi padre. Aunque él no lo exprese, usted es un gran pilar para este reino y es casi como un hijo para él —continuó, con una mirada intensa fijada en su rostro.

—Agradezco sus amables palabras —respondió Zayd —.Mientras la sangre corra por mis venas, resguardar al rey será mi prioridad.

A pesar de sus dieciséis años, Olitte, indudablemente atraída por Zayd, no dejaba que la diferencia de edad la detuviera. Él, por su parte, aunque admiraba su belleza y juventud, se convencía de que era mejor no arriesgar su puesto o su vida por un capricho.

—Me gusta lo que dice... sin embargo, me gustaría preguntarle algo más personal, si me lo permite —se aventuró la joven.

—No puedo negarme ante usted; adelante, pregunte lo que desee —respondió Zayd, anticipándose a la posible incomodidad de la pregunta.

—Disculpe mi osadía, pero ¿tiene interés por alguna doncella de Galantes? He notado lo arduo que ha trabajado estos meses y tal vez una compañera haga su vida más llevadera —preguntó Olitte, sintiendo un nudo en el estómago ante su propia audacia.

Zayd se tensó ante la pregunta, consciente de que no quería ser descortés, pero tampoco ilusionarla.

—Agradezco su preocupación, pero en este momento estoy concentrado en mi trabajo como comandante de la armada. No tengo tiempo para idilios... tal vez más adelante eso sea una prioridad —respondió, buscando salir del paso.

El capitán valoraba su libertad y no deseaba comprometerse en una relación seria. Sabía que, aunque las palabras de amor podían surgir, también lo hacían las decepciones y las traiciones.

Las historias que había escuchado de sus compañeros le habían enseñado que, tras un dulce romance, podía esconderse un monstruo que devoraba la felicidad si no cumplías tus promesas. Por ello, prefería una vida más sencilla, con aventuras furtivas, y sabía que involucrarse con Olitte sería arriesgar todo, sería como colocar su cabeza en la guillotina del rey Maglio.

Mientras tanto, Maglio invitó a su compañero Darius a una estancia apartada del bullicio del banquete. Allí, exhibía con orgullo los tesoros recolectados por sus hombres: gemas, oro, lujosas telas, pieles y, por supuesto, mujeres.

—Como hoy es un día de celebración, quiero convidarte de mis mujeres zuyé... elige las más hermosas, esta noche son todas tuyas —ofreció Maglio con un guiño cómplice.

Las mujeres de la tribu, incluida Kiara, estaban alineadas frente a ambos reyes. En sus rostros se evidenciaba el miedo y la angustia, temían volver a sufrir los abusos que habían experimentado en los calabozos.

—Quiero a estas dos —declaró el rey Darius, señalando a Kiara y a una joven llamada Sonya—. Las demás, entrégaselas a mis soldados para que se diviertan.

Las órdenes del rey fueron cumplidas sin contemplaciones. Kiara y Sonya fueron llevadas a ducharse y perfumarse para Darius. Al terminar, las criadas las vistieron con telas vaporosas que resaltaban sus figuras. Sus cabellos negros y sedosos fueron adornados con broches dorados, y el ambiente se impregnó de un suave aroma a vino y frutas.

—Debemos escapar de aquí —murmuró Kiara a su compañera.

—Tengo mucho miedo —respondió Sonya, visiblemente asustada.

De repente, un estruendo proveniente de la puerta interrumpió la conversación. Era el rey Darius, cuyo semblante revelaba que había consumido una cantidad considerable de vino. Se había embriagado no solo con el licor, sino también con la idea de poseer la pureza de las jóvenes zuyé, las cuales eran para él, solo un objeto más de deseo.

Kiara sintió la urgencia de resistirse, mientras que su joven compañera parecía dispuesta a someterse, convencida de que lo mejor era ceder antes que enfrentarse nuevamente al maltrato físico. Las sombras del palacio de Galantes comenzaban a asomarse, y el destino de ambas jóvenes pendía de un hilo en una noche que prometía ser oscura. 

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