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CAPÍTULO V

La desgracia no se hizo esperar en el pueblo Zuyé. Mientras la brisa del atardecer comenzaba a mecer el horizonte, los galantinos y los dalacios, alineados como sombras de la muerte, perpetraron su plan militar con una fría determinación. Su objetivo era claro: expandir su territorio y acorralar a la tribu, reduciéndola a la impotencia.

Las tropas de infantería pesada se ocultaban cerca de las orillas del lago, listas para emboscar a aquellos que intentaran escapar por sus aguas. En el sur, la caballería ligera aguardaba, preparados para avanzar y masacrar a cualquier incauto que se interpusiera en su camino. Los aliados dalacios, organizados meticulosamente junto a las fuerzas galantes, se posicionaban en el suroeste, esperando solo el sonido del cuerno de guerra para iniciar la invasión.

El comandante Zayd, de pie sobre una pequeña elevación que le permitía observar el despliegue de sus fuerzas, levantó la voz para hacerse oír por encima del bullicio de la preparación. Su mirada era intensa, reflejando la determinación de un líder dispuesto a guiar a sus hombres hacia la victoria.

—Por cada paso que demos en este campo, que sea con la fuerza de mil hombres. ¡No les dejemos escapar! ¡La victoria es nuestra! —exclamó el comandante seguido del sonar del cuerno de guerra listos para la inminente batalla.

Los caballos echaron a andar con fuertes galopadas mientras sus jinetes liquidaban a lo hombres que estaban patrullando la frontera esa tarde, todo se volvía un bullicio con salpicones de sangre envueltos en gritos desesperantes.

En una de las carpas, Tala, con el corazón desbocado y la voz entrecortada por el miedo, irrumpió en la tienda donde su hija se encontraba, sumida en la confusión ante la desesperante situación.

—¡Hija! ¡Tienes que huir de aquí, los soldados dalacios nos están masacrando! —exclamó Tala, con su rostro emblanquecido por el terror.

—¿Pero por qué? ¿Qué está ocurriendo? —respondió Kiara, sintiendo cómo el pánico comenzaba a arrebatarle la razón al ver a su madre.

—¡Vete, por favor! ¡Están acabando con nosotros! —imploró Tala, las lágrimas surcando sus mejillas mientras la desesperación calaba en su voz. — ¡Ve!

Sin previo aviso, dos soldados de la armada de Galantes irrumpieron en la tienda, arrancando las cortinas con total desprecio. Las dos mujeres, aterrorizadas, se acorralaron en un rincón, incapaces de reaccionar ante la inminente amenaza.

—Vaya, vaya, dos ratas asustadas —se burló uno de los soldados, acercándose con una mirada burlona que era todo menos humana.

Rápidamente, Kiara lanzó un estante de madera lleno de vasijas y cacerolas, causando una explosión de ruido y confusión. Aprovechando el momento, tomó la mano de su madre para intentar escapar hacia la parte trasera de la tienda. Sin embargo, no lo logró. El segundo soldado se abalanzó sobre Tala, apresándola con fuerza mientras su compañero se recuperaba del golpe sobre su cuerpo.

Kiara, consumida por la desesperación, intentó abalanzarse contra el hombre que tenía sujeta a su madre, pero sus esfuerzos fueron en vano.

—¡Déjennos ir, por favor! —musitó Kiara, su voz temblando entre la súplica y la rabia.

El cruel soldado, con una sonrisa siniestra y sin un atisbo de piedad pasó su espada por el cuello de Tala, haciendo una abertura de la que borbotaba su sangre, su vida se desvanecía junto al eco de sus antepasados.

El dolor que se incrustó en el pecho de Kiara hizo que dejara de luchar por su libertad, presenciar a su madre envuelta en su sangre y ver el rostro pérfido del soldado hizo que cayera en un estado de impresión.

Mientras el horror se consumaba, los soldados arrastraron a Kiara fuera de la tienda, llevándola a rastras por aquellas tierras manchadas de sangre. La imagen de su madre, herida y caída, ardía en su mente mientras al mismo tiempo vislumbraba las carretas de metal enjauladas, donde otras jóvenes de la tribu sufrían un destino similar, llenas de miedo y desesperación. Aquella tarde se convertía en una pesadilla irremediable, un eco resonante de la guerra y la pérdida.

Kiara se encontraba quebrantada en todos los sentidos. La confusión y el dolor la envolvían, incapaz de comprender la magnitud de la tragedia que se desataba a su alrededor. Había perdido a su madre y su hogar, y la trágica realidad de su tribu caía en manos de los galantinos y los dalacios. Desde la carreta en la que estaba apresada, su mirada se perdió en la distancia, presenciando cómo su tribu luchaba con valentía y heridas visibles, defendiendo su tierra con la esperanza de vencer a un enemigo formidable. Los gritos de terror de los niños y mujeres resonaban como un eco ensordecedor, un tormento que la acompañaría por el resto de su vida.

Dentro de la estrecha jaula de la carreta, rodeada de sus vecinas, Kiara apretaba su cabello negro y lacio con sus manos cubiertas de tierra, cerrando los ojos con toda la fuerza posible, deseando fervientemente que todo fuese una horrible pesadilla de la que pronto despertaría. No quería escuchar más el lamento de su pueblo, el llanto desgarrador por la sangre inocente que manaba de las espadas y flechas de sus adversarios.

La noche llegó rápidamente, arropando todo en un denso manto de oscuridad en el bosque de Zuyé. Las tropas de ambos reinos aún mantenían su presencia en la zona, aunque algunas comenzaban a retirarse lentamente hacia la ciudad de Millus, marchando hacia el palacio con los tesoros que habían usurpado de aquella tierra: oro, joyas preciosas y las jóvenes mujeres. Tras atravesar el frondoso y húmedo bosque, se encontraron con la belleza colonial de Nedick, uno de los pueblos del sur de Galantes.

El aire espeso se impregnaba del aroma humeante de carne asada, mientras las antorchas iluminaban el lugar con una calidez engañosa. Los habitantes, con una mezcla de curiosidad y temor, se situaban a las afueras de sus casas, observando cómo las carretas llenas de prisioneros y los soldados montados a caballo desfilaban ante sus miradas. En ese momento, un profundo silencio se apoderó de la multitud; no estaban acostumbrados a ver a los zuyé como esclavos, sino como amigos y aliados.

El responsable de esta cruenta invasión, Maglio, había logrado su objetivo. Se había apoderado de la tierra Zuyé, una conquista que había ansiado con avaricia y odio. Al combinar sus fuerzas con el vasto ejército de Dalacia, resultó en un derramamiento de sangre injusto y brutal, cobrándose la vida de hombres jóvenes, ancianos, así como de niños y niñas de la comunidad. Las llamas devoraron las tiendas, las casas de madera y los ropajes, dejando tras de sí un paisaje desolado, impregnado con el hedor a muerte y desolación. La tierra que había prosperado durante siglos, ahora se encontraba marcada por la tragedia y el sufrimiento.

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