Buenos días, chicos
Abrí los ojos, tras revivir varias batallas extremas, cada vez en un tiempo diferente, hasta que había vivido él de "mi padre".
En seguida encontré a todos mis amigos mirándome fijamente, me sentía como la verdadera Claire Evergreen, como la semidiosa.
Ya no me sentía como aquella chica normal y corriente que iba a clase y se enamoraba de chicos literarios que no existían, no.
Ahora yo era como ellos, era una más.
-Buenos días, chicos.-dije al reconocer sin problemas a mis mejores amigos.
-¡Clay!-gritó Kylie lanzándose a mis brazos.
-¡Ky!-correspondí a su abrazo.
Sentía que conocía mejor que nadie a aquella chica de cabello castaño rizado y ojos grises como tormentas.
-No sabes cuanto me alegro de verte.
-Puedo hacerme una idea.-me sonrió.
Mi mellizo (no tanto), me miró con ternura para después lanzarse hacía mi gritando cuanto me quería.
Acaricié su cabello rubio y susurré:
-También te quiero, Ethan.
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Salí de mi habitación del hospital, con mis poderosas muletas (lo sé, es raro). Me dirigí a la habitación continua, la cual era en la que Nico descansaba en un coma reparador.
Observé su cuerpo tendido en la camilla, tenía una máscara de oxígeno en él rostro y una vía de suero en él antebrazo.
Me acerqué con lentitud, mirando fijamente sus labios entreabiertos y como la máscara se empañaba con cada respiración.
Por supuesto que estaba vivo, pero seguramente tardaría bastante tiempo en despertar.
-Hola Nico.-susurré-Me alegro de verte.
Me senté lo más cómodamente posible en una silla junto a él y acaricie su cabello negro.
-Ahora soy diferente, ahora entiendo lo que es ser una semidiosa. Ahora entiendo a la protagonista de mis historias porque... Yo soy ella. Soy Claire Evergreen, la heroína idhunita, tu... Tu novia.-tras decir aquello no me sentí avergonzada, sino orgullosa de ser quien era- Y espero que tu recuerdes o sepas lo que debió pasar entre nosotros, porque si no... Si no sentiría que me falta algo.
Seguí acariciando su cabello, observando su rostro, embobada. Pero no pude evitar mirar su pecho subir y bajar, acompañando él ritmo de su respiración.
Vi como imperceptiblemente movía la cabeza o incluso soltaba pequeños gemidos de angustia.
Quise ayudarle, despertarle, abrazarle y decirle que no tenía que temer, yo estaría allí para él, para salvarle, para ser su pequeña salvación.
Acerqué mis labios a su oído y susurré con dulzura:
-Tienes la bendición de Wina, hijo de la Muerte.
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