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Prólogo

Soldier - Samanta Jade

Tesalia, Grecia. 1210 a.c.

Los humanos mueren. Los dioses son inmortales. Primer hecho innegable.

Zeus es fuerte, representa orden. Hades es oscuridad, representa castigo. Segunda realidad aceptada.

Atenea tiene un corazón de roca. Nadie nunca la traiciona y ella nunca se enamora. Tercera afirmación comprobable.

Pero más allá de eso el destino es incontrolable, incorregible e inevitable. Única verdad absoluta.

Atenea, diosa de la sabiduría, lo sabía mejor que cualquier otra deidad.

Ella nunca tuvo problemas con las profecías, jamás se opuso a ninguna y creía que tener conocimiento de ellas era un privilegio y una oportunidad, incluso cuando se trataban de ella. Aceptaba su destino con los brazos abiertos y con valor, era su orgullo. Sus logros y su vida misma solo podían representar perfección y el más alto estándar de los dioses.

Su vida siempre fue clara, su deber incuestionable. Se alzaba bajo sus propios principios, luchaba por las causas que moverían el futuro de humanos y deidades, de dioses y mortales. Poderosa como la hija favorita de Zeus, sabia como su misma naturaleza, perfecta como la diosa que era...

Atenea nunca deseó nada más para sí misma que grandeza y sabiduría. La corona que le pertenecía por nacimiento representaba su mundo. En ningún momento codició algo fuera de su honor.

Pero el destino se mueve bajo sus propios intereses hacia un futuro horrible, lleno de desgracia, pero también de esperanza.

Sin duda nunca se imaginó en su situación actual, iba contra cada creencia y cada aspecto de sí misma que la enorgullecía. Contra su orgullo y el orgullo de los dioses.

Miró al cielo, a la hermosa luna que pocas veces podía contemplar, tratando de controlar toda esa ira y esa impotencia que amenazaban con salirse de su cuerpo.

A la orilla de un lago en medio de un bosque a las afueras de una ciudad humana, tan agotada que el solo invocar protección consumía su energía divina, rodeada del ejército de Hades, sin forma de pedir ayuda a los demás dioses y con Apolo entre sus brazos con la vida escapando de su cuerpo divino producto de una herida mortal. A eso se reducía su mundo ahora, a esos segundos en medio del caos y la perdición.

Los dioses sí podían morir. Primer hecho cuestionable.

A la diosa la inundaba un sentimiento extraño. Su rectitud, su llamado al deber, a proteger la Luz de la Esperanza y salvaguardar el futuro de la humanidad, le decían en ese momento que debía huir, buscar a los demás Dioses Guardianes para luchar contra Hades, juntos. Pero su amor, ese latido de egoísmo en lo profundo de su corazón, le imploraba que se quedara justo donde estaba.

Oscuridad. Frio. Miedo. Cosas que nunca le molestaron a Atenea. Ella era luz, no temía al frio y sin duda no tenía miedo. Salvo por ese preciso momento, cuando en sus brazos soportaba el peso de Apolo, dios del sol, su imposible y único amor, al filo de la muerte, a punto de perderlo.

Él estaba herido de gravedad a un costado de su cuerpo, una herida de traición que recibió por culpa de Atenea. Ella había depositado confianza donde solo había crueldad, eso le costaría la vida de Apolo. Recostado sobre el césped, con su cabeza sobre las piernas de la diosa, él la observaba con nada más que amor y anhelo, con tristeza, pero sin una gota de arrepentimiento. Su fiereza seguía intacta, el ímpetu de su propia divinidad, listo para luchar con la vida que le quedaba si ella se lo pedía. Pero solo si ella se lo pedía, porque ella sabía que él haría cualquier cosa por ella, incluso entregar su vida.

Los dioses habían sido desafiados, el mundo se estaba cayendo a pedazos más allá de las nubes y de la lluvia que los empapaba sin la menor compasión. Si prestaba atención podía oír los gritos, sentir con su poder cada vida que padecía, cada alma que abandonaba el mundo. Las oraciones hacia ella eran nítidas, los humanos rogaban que los salvara, les rogaban a todos los dioses piedad y protección.

El ejército de Hades purgaría ese mundo, los dioses no podría protegerlos.

Hades es destrucción y miedo, y ahora sumiría al mundo humano en ella. Segunda realidad replanteada.

El bosque se cernía sobre ellos como una bestia hambrienta, el viento les acariciaba la piel con una gélida advertencia mientras silbaba una despedida. La lluvia amenazaba con ahogarlos. Pero aun así ellos no podían corregir su situación actual. La herida de Apolo no sanaría sin ayuda de Pean, la energía divina de Atenea no volvería luego de su encuentro con Hades que casi consiguió su objetivo.

El fin, o tal vez solo el comienzo.

Apolo gimió, aguantándose el dolor de la herida, y miró a Atenea con tristeza.

—Debes irte, At. Tú puedes irte.

La mirada de Atenea, a contraste con la calidez de Apolo, era una mezcla de ira y de resignación.

El destino era horrible. Ella la había visto, vio a la humana en la que un día reencarnaría, y eso la partió más que haber escuchado la profecía del mismísimo Oráculo.

Recordó el miedo y la ignorancia en los ojos de la joven, en cómo ella no tenía idea de lo que se avecinada ni en lo desastroso que sería su futuro. Ella no sabía nada sobre la profecía de Atenea. Quería sentir compasión por su futura reencarnación, pero solo podía sentir alivio y tristeza por sí misma. Le habían quitado su futuro, uno difícil y doloroso, pero también le habían quitado su sueño de estar con Apolo.

Atenea se enamoró. Tercera afirmación inolvidable.

—Eso ya no importa ahora. No podemos huir, ya no —dijo la diosa en voz baja—. También lo sabes.

Atenea estaba cansada. No podía usar su energía divina para regresar al Olimpo, no luego de luchar contra Hades con todo lo que tenía. Apolo... su vida se drenaba a cada gota de sangre que escapaba de su herida. Si daban un paso fuera del lago Dark los encontraría, y si se quedaban ahí los demonios de Hades los harían pedazos.

Sin embargo, ¿era eso completamente cierto?

O tal vez... ¿Atenea se había rendido? ¿Acaso ya no quería luchar más? Algo la retenía, le impedía arrasar con todo como podía hacerlo, pero se aferraba a la idea de que aquello fuera producto de Hades y no de sus propios deseos egoístas. Ni siquiera ella comprendía aun si se resignaba ante su destino o si huía de él. En cualquier caso, ella terminaría muerta. La existencia de su futura reencarnación selló por completo su destino.

—Yo no, tu sí —espetó él tomando a cabeza de Atenea entre sus manos con dulzura, llenas de sangre y carentes de poder—. Tú eres importante, mucho más que cualquiera de nosotros. Debes asegurarte de que la Luz de la Esperanza permanezca en este mundo, pase lo que pase, a costa de lo que sea.

Atenea no podía llorar, aunque le ardiera la garganta de ira y de frustración. ¿Cómo habían llegado hasta ese punto? En el camino, en cada decisión... ¿en dónde salió todo tan mal? ¿Acaso fue su deseo de mortalidad? ¿o su relación con Dark? No se suponía que fuera a ser así. ¿Por qué era tan difícil e imposible para ella querer a alguien? El amor era así, quería más y más, incluso lo que no podía tener; nunca era suficiente.

La Luz de la Esperanza. Lo que Hades quería, la razón de toda esa guerra, de todas esas muertes. Lo único de lo que se aferraba, lo único que nunca sedería ni siquiera muerta. Su dignidad como diosa, su juramento como Diosa Guardian, dependían de ello. Su última muestra de amor hacia los humanos era protegerla con su muerte.

—No voy a dejarte, eso también lo sabes. Nunca lo haré. Tú eres mi único deseo —repuso la diosa con toda la determinación que le quedaba—. Tú eres... lo único que me he permitido en toda mi existencia. No renunciaré a ti.

Los ojos dorados de Apolo resplandecieron, casi reflejando los demonios de Hades que volaban sobre sus cabezas, lejos por la protección de la diosa pero sobrevolándolos como aves de carroña. Él era todo lo que ella nunca pudo ser, toda la calidez de la que carecía, la luz que ella no podía ver. Debía ser ella a la que Hades apuñaló, no él.

—At —susurró él justo cuando la protección que Atenea expandió sobre el lago se resquebrajó por la persistencia de los demonios y las harpías de Hades, el domo se agrietó como el cristal justo en el centro—. Tú eres mi mundo, mi sueño. Pero no eres solo el mío. Proteger la Luz de la Esperanza es más importante que mi vida.

—Entonces la protegeré con la mía.

La mirada que Atenea le dedicó a Apolo calló cualquier replica que pudo haber salido de su boca. Era palabra de la diosa, y ante ella ni siquiera él podría llevar la contraria. Su convicción podría desafiar incluso al mismo Zeus. Incluso en ese momento, bajo esas desafortunadas circunstancias, ella no bajaría la cabeza, no se doblegaría, sus ojos jamás perderían el brillo de su propio fulgor.

Apolo, con ojos vidrios, con toda la resignación del mundo, pero aun así con anhelo, le ofreció una pequeña sonrisa que le pareció encantadora a Atenea. Él veía más allá de ella, a su verdadera yo, aquella que no le mostraba a nadie más. Una sonrisa de despedida, una sonrisa de amor.

—Fue un placer enamorarme de ti —murmuró él en medio de un suspiro.

Fue en ese momento que Atenea le quitó poder a la barrera que los protegía, y todos los demonios voladores y las harpías que los buscaban se lanzaron sobre ellos.

Atenea sonrió. Apolo entendió lo que ella quería hacer.

El deseo egoísta de Atenea fue compartido, ella jamás caería sola porque él estaría siempre a su lado. Su anhelo, su decisión, su esperanza, de repente ya no iba de la mano con la Luz de la Esperanza, iba de la mano de Apolo.

Atenea cerró los ojos y se inclinó sobre su amado mientras entrelazaba sus dedos ahora fríos. Sintió el beso del dios sobre sus labios, cálido y tierno, y se centró solo en el latido de su corazón, omitiendo los gritos lejanos y las suplicas.

Una nueva oportunidad, una nueva vida, un nuevo futuro. Juntos.

La tristeza de separarse era enorme, pero era más grande saber que quizá nunca estarían juntos de nuevo, o al menos no como ellos. Sus almas lo estarían y por un momento eso fue suficiente.

Atenea estaba agotada, a Apolo le quedaba poco, pero aun así lo hicieron. Usaron cada gota de energía, de vida, para hacer un pacto, para sellar su destino.

El destino es inevitable. Única verdad absoluta.

Una cálida luz se formó en medio de los dos, tan segadora que los demonios a su alrededor retrocedieron ante ella. La dorada energía los envolvió y se extendió por todo el lugar como una llamarada demasiado intensa. Amor. Se trataba de la calidez, de la amabilidad, del egoísmo, del miedo, del valor, de la fortuna del amor.

—Te encontraré, lo prometo —aseguró Apolo con suavidad, mientras su mano acariciaba la mejilla de la diosa.

—Te estaré esperando. —La voz de Atenea fue apenas audible en medio del intenso brillo.

La luz aumentó hasta que los dos seres quedaron perdidos en ella, ocultos en su protección y su promesa. Atenea dejó de sentir el tacto de Apolo; él se fue primero. Y ella, con la esperanza de un futuro mejor, lo siguió.

Fue en ese justo segundo, en una noche de verano a la orilla de un lago en medio del bosque de Tesalia, que Apolo y Atenea, dioses de los cuales su inmortalidad era más que un hecho, murieron.

Lo que los humanos olvidaron es que su muerte significó el fin de la era de los dioses. Pero también representaba la promesa de un futuro diferente.

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