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6. Una vida casi normal

Stay - Zedd, Alessia Cara

Cuando desperté supe de inmediato que me encontraba en la habitación de Sara, recostada en su cama y abrigada. Me removí, tan cómoda y a salvo del frio que de seguro hacía afuera que quise darme la vuelta y seguir durmiendo.

Sin embargo, sabía a la perfección que el que me encontrara ahí no era una buena señal.

¿Qué había pasado? Recordaba poco de antes de quedarme dormida. Sabía que había realizado el conjuro, de alguna forma. ¿Y luego de eso?

Sentí un cosquilleo en mi columna vertebral, como si alguien me tuviera en la mira de un arma o una flecha, como si al moverme alguien me enterraría un cuchillo en el corazón. La reconocía, esa sensación era producto de la intensa mirada de Andrew. No tuve que verlo para saber que estaba ahí.

—No vuelvas, escúchame bien, no vuelvas a hacer eso. —Oí su voz, firme y severa, no era una advertencia, era una amenaza. Se oía sumamente molesto.

¿Por qué estaba tan enojado? Ah, cierto. Lo golpeé en la entrepierna para evitar que tomara el libro de Evan.

Me dolía la cabeza, me sentía pesada. Pero aun así me quité las cobijas de encima con todo el pesar del mundo y me senté. Me sorprendí al notar que ya no tenía mi suéter puesto, en su lugar una camisola color crema me cubría casi hasta las rodillas.

Busqué a Andrew con la mirada, aún estaba aturdida y me mareaba cambiar de posición tan rápido. Él estaba recostado en el ventanal que daba al balcón de mi amiga, con los brazos cruzados y una mirada terrorífica. Sus ojos oscuros se veían más amenazantes que de costumbre, no podían contener su ira, incluso tenía una sombra oscura bajo sus bolsas.

—Yo... —Apreté los ojos y volví a abrirlos.

Él resopló sin apartar la mirada de mí.

—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?

—¿Ah? Sí, me encuentro bien, creo. —Fruncí el ceño. Afuera estaba de día, era de mañana y hacía algo de sol, un sol que por supuesto solo entraba a la habitación porque Andrew estaba ahí—. ¿Cuánto tiempo estuve dormida?

Me pregunté qué había pasado para que llegara hasta la casa de mi amiga, lo último que recordaba era estar en mi... habitación. Sí. Había terminado el conjuro, me había sentido tan débil y adolorida que había caído en brazos de Andrew.

Ese último recuerdo me provocó rubor. Sacudí mi cabeza ante eso, debía concentrarme.

Andrew conservó su silencio por unos segundos que me parecieron tan largos que pensé que no iba a responder. Me miró con atención, casi sin parpadear.

—Tres días, casi cuatro —respondió al fin, usando un tono serio.

¡¿Qué?! Mi corazón pegó un brinco. Lo miré de repente, directo a sus ojos, alarmada.

—¿Por qué...? Yo... ¿Tres días? ¿Qué pasó mientras estaba dormida? Mis padres...

No sabía formular bien mis preguntas. Él no parecía alarmado.

—Creen que estás en un viaje escolar con Sara —me interrumpió.

¿Con mis calificaciones? Imposible, mi madre nunca se tragaría eso así de fácil.

Mi mente comenzó a aclarase, a doler. Recordé las escenas en el pasado, a Apolo y Atenea, a la niña. Me sentí de nuevo cansada en cuanto las imágenes volvieron a mí.

—¿Qué fue lo que me pasó? No recuerdo nada después de... —«Caer en tus brazos»— de que el conjuro terminara.

Desvió la mirada bruscamente hacia la ventana y apretó la mandíbula. La luz de la mañana iluminaba sus detalladas facciones, dándole un lindo brillo a su cabello ámbar, resaltando sus ojos cafés. Su entrecejo estaba fruncido.

—¿Nunca se te pasó por la cabeza que las advertencias se debían a algo? ¿Siquiera leíste bien las indicaciones de lo que harías? —No apartó la vista de la ventana, pero me miró de reojo.

Resoplé.

—Sí, sí. Todo lo que quieras. ¿Qué fue lo que me pasó? —insistí.

Entrecerró los ojos, incluso su nariz parecía arrugada del enfado. Tras unos segundos se dignó a contestar.

—No sabes usar magia, ni sus fundamentos más básicos. Aparentemente tampoco sabes leer porque el conjuro en específico que usaste tenía advertencias. Fue errático, te debió llevar por recuerdos sin una línea directa de conexión, por lo que estuviste vagado sin rumbo en el pasado, atrapada.

—¿Atrapada?

—Afectó tu cuerpo. Bastante. —Se giró de nuevo hacía mí, inclinó un poco la cabeza, me miró a los ojos de una forma tan intensa que no pude apartar la mirada—. Cuando volviste tenías la mayoría de tus huesos rotos, hipotermia y al parecer, anemia. Estabas mal, más muerta que viva.

Un frio me recorrió por la espalda. El dolor tan intenso... ¿se debía a eso? Pero... Me miré las manos, los brazos. Ahora estaba bien, salvo por un leve dolor de cabeza no se comparaba con lo que sentí antes.

—¿Có-Cómo logré salir? —titubeé, aterrada.

Recordé su corazón a mil latidos por minuto cuando regresé, su voz jadeante y cansada. No hizo ningún gesto que delatara nada de sí mismo, pero me fijé mejor en sus ojos y me di cuenta de que esa sombra bajo sus bolas en realidad parecían ojeras.

—Eso no tiene importancia.

No sabía lo que había hecho para ayudarme, ni después de eso, durante esos tres días. Pero sentía que esas ojeras eran culpa mía. Me mordí la lengua; no quería sentirme culpable, y aun así no podía evitar sentir que fue una mala idea.

—Gracias —mascullé—, por salvarme y lo que hayas hecho después. Y lo lamento. El golpe que te di fue excesivo. Tú solo querías... —Exhalé— cuidarme.

Su expresión no cambió mucho, solo se quedó callado por un rato más largo de lo normal. Me empezaba a poner nerviosa esa mirada tan directa, como si viera cada uno de mis movimientos al mismo tiempo.

—¿Cómo llegué aquí? —pregunté al cabo de un rato de incomodo silencio.

—Le avisé a Evan de la situación. Luego de un rato llegó a tu casa junto con Sara. Te trajeron aquí y desde entonces has estado en esta habitación, medio viva y muerta.

—¿Les dijiste todo? —Hice una mueca.

—Sí.

Un intenso frio recorrió la habitación, mi cuerpo. Apreté las mantas con fuerza, casi temblando. De solo imaginarme la reacción de Sara me ponía nerviosa.

—¿Dónde están los demás?

—Están en la sala. Descansando. Se turnan para dormir.

—¿Han encontrado algo sobre la Luz de la Esperanza? —inquirí.

Frunció con más fuerza en entrecejo. Sentí que algo en la pregunta le molestó.

—Creo que no me has entendido. Estabas medio muerta, Will. ¿En verdad crees que se pondrían a leer mientras tú estabas así? —Se frotó el entrecejo, lucía agotado—. Ninguno ha dormido lo suficiente, escasamente han comido para no desmayarse del agotamiento.

—¿De qué hablas?

—En verdad estabas mal. Necesitabas atención, curar tus heridas. Alguien siempre debía estar usando magia en ti para sanarte, de día y de noche, habrías muerto de lo contrario. Yo no podía... —Suspiró y miró por la ventana—. No podía curarte todo el tiempo, me agotaba, cuando lo hacía ellos tomaban mi lugar.

Así que a eso se debía sus ojeras. Lo miré con atención mientras él miraba por la ventana, y era cierto que lucía cansado, un poco más pálido, y aun así conservaba su atractivo natural.

Me sentí triplemente culpable, como si alguien me hubiera clavado pequeños alfileres atrás. Estaba segura de que Sara lucía peor que Andrew, ella siempre se preocupaba de más y cuando se trataba de mí parecía perder la compostura. Si estuve tan mal como decía Andrew ella debió sentirse horrible, tan asustada y angustiada que dudaba siquiera que haya podido comer o dormir.

—Lo siento. Por todo. Ustedes me advirtieron y aun así yo... —Exhalé—. En verdad lo lamento. Les causé más problemas que soluciones, en especial a ti. Ni siquiera sé cómo disculparme.

—¿Valió la pena? —dijo, aun miraba por la ventana—. Volver al pasado.

Fruncí los labios y apreté más las mantas.

—No, sí. No lo sé. No entendí la mitad de las cosas que vi. —Alcé la mirada, nerviosa y sonrojada—. Apolo y Atenea... querían ser humanos.

Abrió los ojos de golpe y me miró, su mirada tan directa y sobre ese tema en particular me hizo sonrojar más. Se sentía incómodo hablar al respecto.

—Por eso Zeus estaba tan molesto. No fue por el pacto de reencarnación, fue por querer renunciar a su divinidad.

Asentí.

—Eso mismo pensé yo. —Hice una pausa; sentí calientes mis mejillas—. Se veían... enamorados, de verdad enamorados.

Su mirada tan intensa, que parecía poder ver en mi interior, no ayudaba. Desvié un poco la mirada, nerviosa; mi corazón latía rápido bajo su escrutinio. La habitación estaba cerrada, de repente hacía mucho calor.

—Lo que hicieron en su vida pasada no nos influye —dijo Andrew con tono firme. Ya no tenía el ceño tan fruncido, pero sí una mirada seria—. Que hayan tenido una relación amorosa no tiene nada que ver con nosotros. No estés nerviosa, somos temas diferentes.

Lo miré de golpe. Sí, cierto, temas diferentes. Que ellos hayan tenido una relación no nos ataba a Andrew y a mí, no nos involucraba.

—No estoy nerviosa.

—Oigo tu corazón y tu respiración.

Me atraganté con mi propia saliva y tosí. Me quité las mantas de encima tan rápido como pude y toqué el suelo con mis pies. Unas pantuflas estaban cerca, eran de Sara, me las coloqué muerta de la vergüenza.

Tomé impulso para ponerme de pie, casi que huyendo de la habitación, pero el mundo me dio vueltas; perdí el equilibrio antes de dar el primer paso.

Andrew me sostuvo del brazo con fuerza para evitar mi caída, gracias a eso tan solo me tambaleé un poco. Había llegado a mí en menos de un segundo, igual que antes. No supe si mi corazón se detuvo o se aceleró, solo me di cuenta del momento en que me deshice de su agarre, no se resistió, tan solo me soltó.

—Despacio. Estuviste en cama más de tres días, estás débil. Ve con calma.

Me negué a mirarlo a la cara, así que solo asentí. Caminé despacio hacia la puerta, consciente de mi mareo y con cuidado en cada paso. Sabía que si caía Andrew me sujetaría, así que evité ese escenario.

Atravesé el pasillo, Andrew iba a mi espalda, rumbo a la sala. Estaba en el segundo piso, un poco lejos de las escaleras. Mi corazón me latía con fuerza, no por mi vergüenza, sino por mi ansiedad. Me sentía responsable por su preocupación, por su cansancio, temía enfrentarme a lo que les hice pasar.

Ya habíamos llegado a las escaleras cuando un sollozo rompió el silencio. Bajé algunos escalones, alarmada, justo cuando Sara daba un salto del sofá. Gritó, gimió, hasta que se despertó por completo y su rostro se desfiguró en una mueca. Ocultó su cara entre sus manos mientras se revolcaba.

Vi a Evan, se acercó a mi amiga y le tocó la cabeza, un gesto tierno de ánimo, mientras ella apretaba sus manos sobre su rostro.

—¿Otra pesadilla? —le preguntó Evan en un tono gentil pero decaído, cansado—. ¿Quieres tomar un poco de té?

Sara negó con la cabeza. Se sentó en el sofá aun con el rostro oculto entre sus manos.

—¿Y si no despierta? ¿Y si no la vuelvo a ver? —masculló ella, su voz sonaba rota—. Todo es mi culpa...

Un nudo se instaló en mi garganta. Apreté el barandal de las escaleras con fuerza.

Continué bajando, y cuanto más cerca estaba más fácil pude notar la mirada cansada de Evan, cómo la oscuridad de sus ojeras resaltaba el azul fantástico de sus ojos.

Él fue el primero en notarme, estaba de frente a la puerta que daba al recibidor mientras Sara me daba la espalda. Me miró con una leve sorpresa, con suma atención al tiempo que yo atravesaba el umbral de la sala. Me frené en seco a pocos metros, Andrew se fue a una esquina, dejándome sola frente a los dos.

Evan no me quitó los ojos de encima, tampoco dijo nada, igual que yo. Debió ser su silencio lo que alertó a Sara, porque en cuanto lo observó a la cara se dio la vuelta tan rápido que pudo haberse caído.

Nuestras miradas se encontraron, los ojos de ella exhaustos, sin brillo, con un halo oscuro que le restaban a su belleza natural. Sus labios estaban resecos, su piel más pálida de lo que por sí ya era, su pelo era todo un enredo de nudos y friz.

Algo me golpeó el corazón, dolió, la culpa dolió demasiado.

Me miró con los ojos bien abiertos, sus manos temblaron, el brillo regresó a su mirada de repente. No lloraba, pero sí tenía los ojos hinchados. Corrió hacia mí antes de decir nada, yo estaba sin palabras, me pesaba demasiado la lengua como para hablar.

Sentí sus brazos a mi alrededor, la fuerza que usó en ellos para aferrarse a mí. Se me fue el aire por la fuerza, pero no le dije nada, dejé que me abrazara y le devolví el gesto con toda la intensidad que pude. El nudo en la garganta me ardía, quemaba, no podía tragar.

Ailyn... —murmuró contra mi hombro—. Ailyn... Por todos los dioses, Ailyn. Ailyn.

Repetía mi nombre como si se tratara de un mantra de buena suerte. Cuando por fin se alejó me acarició el cabello, me revisó el rostro con sus dedos y examinó cada parte de mi cuerpo que pudo. Conforme comprobó que era de carne y hueso se fue relajando, dejó de temblar y me miró a los ojos.

—¿Cómo te sientes? —quiso saber. Sus pupilas saltaban. Me había guiado a una silla sin darme cuenta, me senté por pura respuesta.

Evan, que no me había dado cuenta en qué momento abandonó la sala, regresaba de la cocina con una taza entre sus manos. Humeaba, olía a chocolate. Sus ojos cansados me miraron con atención mientras me ofrecía la bebida. Cierto, el chocolate que antes no alcancé a probar.

Mi estómago rugió de hambre en cuanto tomé en mis manos la taza y el aroma entró directo a mi cuerpo. Pero, en ese momento, solo podía pensar en beber algo caliente y en qué cara ponerle a mi amiga. Bebí un largo trago, agradecida por el calor y el sabor dulce.

Todos me miraron en silencio mientras lo bebía, como si fuera a desplomarme frente a ellos en cualquier momento. Cuando terminé lo puse en una mesita cercana, una llena de hojas sueltas. La sala seguía siendo un desastre de archivos, documentos y libros. Parecía que no hubieran tocado nada de eso desde que me desmayé.

—Estoy bien. —Esa fue toda mi respuesta. No la miré a la cara.

—Creí... Creí que no volvería a verte —dijo Sara, su voz titubeaba—. Cuando llegamos a tu casa y te vi, yo... —Hizo una pausa, pareciera que le constara respirar—. Mi mundo se vino abajo tan rápido que no sabía qué hacer. Tuve tanto miedo de perderte, se sentía tan real esa posibilidad que...

Apreté su mano. Me dolía oírla, imaginar lo que sintió cuando me vio más muerta que viva. Ella inhaló.

—Lo siento tanto, en verdad lo lamento. No quería preocuparte, solo...

Me abrazó de nuevo, esta vez con más calma, con menos fuerza. Me acarició el cabello como si quisiera consolarme.

—No vulvas a hacer algo así. Prométeme que no volverás a viajar al pasado, que no usarás magia que no conoces.

Le correspondí el abrazo.

—Lo prometo. —Me armé de valor para mirarla a los ojos—. Ve a dormir —Miré a Evan a unos pasos—, los dos. Necesitan descansar. —Busqué a Andrew, estaba al otro lado de la sala—. Igual que tú.

Sara forzó una sonrisa débil.

—Estamos bien, no es necesario...

—Por favor —insistí, apretando más su mano.

Evan se acercó, ubicó su mano sobre el hombro de mi amiga con suavidad. Las dos lo miramos. Él sonrió, una sonrisa tranquila que hubiera calmado a cualquiera.

—Ailyn tiene razón. Debemos dormir. —También le dedicó una rápida mirada a Andrew, pero no supe si la captó ya que tenía la cabeza gacha y los ojos cerrados—. Todos debemos.

Mi amiga le sostuvo la mirada por un rato, pensándolo. Al final volvió su atención hacia mí e inclinó la cabeza, sus ojos brillaron otra vez.

—Tienes razón.

Observé a Sara dormir, su respiración era tan profunda que no importaba cuánto me removiera en la cama, ella no se despertaba. La sentí tranquila, despreocupada mientras soñaba. Verla me daba tranquilidad, por eso me quedé horas tan solo mirando. Yo, por otro lado, era incapaz de cerrar los ojos.

Al final me di por vencida y decidí levantarme. Me solté de su agarre, sujetaba mi mano con una fuerza sorprendente para estar dormida, lo hice con todo el cuidado del mundo para no despertarla. Ella frunció el ceño y se removió en cuanto liberé mi mano.

Busqué mi ropa en la habitación y cuando la encontré me metí al baño de Sara sin hacer ruido. Mi cuerpo estaba bien, no tenía ningún golpe y nada dolía. Los chicos hicieron un buen trabajo curándome todo el tiempo.

Suspiré. En especial Andrew. Evan me lo dijo antes, cuando era Andrew el que usaba la magia para curar era más efectiva, se seguro fue él el que más se esforzó por evitar que muriera.

Cuando terminé de arreglarme salí de la habitación de Sara luego de darle una última mirada. Cerré la puerta en silencio tras de mí y me quedé un rato en el pasillo. La casa estaba vacía además de nosotros, el personal aun no volvía, por lo que estaba sucia y desatendida, empezando por la sala que parecía un huracán de papeles y libros.

Decidí en qué ocuparme entonces. No quería dormir, aun no sabía lo que creían mis padres con exactitud ni mi situación escolar. Tampoco podía despertar a Sara para preguntarle lo que hizo al respecto, ella debía dormir.

Recorrí la casa, mis pasos sonaban como eco en toda la mansión, pasé frente a la habitación que hasta donde sabía usaban los chicos, hasta que llegué a la sala.

Me detuve en seco cuando crucé el umbral, con los ojos fijos en el sofá más grande de la sala. Él estaba ahí tirado, con el cuerpo estirado y boca arriba. Me acerqué, ¿por qué no estaba en su cuarto como Evan?

Tenía los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho, los músculos de la cara recogidos, los hombros tensos. No se doblaba, estaba tan recto como una piedra, como si fuera incapaz de relajarse. Lo observé por un momento demasiado largo, miré la forma en la que sus pestañas acariciaban sus pómulos, en los mechones de pelo rebeldes sobre su frente, en el brillo de su piel.

Me gustaba el color de su cabello, era bonito, al igual que la forma de sus labios. Atractivo, sin duda un chico de belleza cautivante. Por un momento sentí el impulso de tocar su cabello, sentía que el color se quedaría en mis manos como pintura, pero en cuanto lo pensé dos veces razoné esa idea tan alocada.

Aparté mi atención de él. Debía ocuparme de lo que había bajado a hacer.

Solté un bufido en cuando noté el trabajo que me esperaba. Y sin darme tiempo para arrepentirme me puse a limpiar, con todo el silencio que pude para no despertar a Andrew. Apilé todo en la misma equina, separando por montones cada tipo de cosa. Hice varias torres de libros, puse los expedientes uno sobre otro al igual que las carpetas. Quité el polvo, organicé el tiradero, y me encargué de que ninguna hoja suelta quedara en el piso.

Cada tanto le lanzaba una mirada a Andrew para comprobar que seguía durmiendo, y en efecto no se llegó ni siquiera a mover en todo el rato que estuve moviéndome de un lado a otro de la sala.

Cuando recogí del piso los últimos documentos vi algo interesante en el cinturón de Andrew. Un accesorio curioso, un libro del tamaño de mi dedo meñique colgaba de su cinturón como un llavero. La cubierta era negra, con un grabado de las letras «HP» entrelazadas y un pequeño candadito en toda la mitad.

Me pareció tierno y sorpresivo, nunca pensé que Andrew fuera de los chicos a los que le gustaba ese tipo de detalles. Estiré mi mano, curiosa por tocarlo...

Pegué un brinco del susto cuando mi mano se detuvo a medio camino. La mano de Andrew se cerraba alrededor de mi muñeca, usando una fuerza excesiva que me dejaría sus dedos marcados.

Ahogué una exclamación, solté los papeles que tenía en el otro brazo y miré a Andrew. ¿No estaba dormido? Él también me miraba, esa mirada suya tan oscura y filosa, una advertencia muda que me provocó un escalofrío tan a contraste con su cabello.

—¿Qué crees que haces? —preguntó, usando un tono ronco y ahogado.

Mi mano, la que sujetaba con tanta fuerza, comenzó a temblar. La moví para que me liberara, pero su presión no menguó. Me sostuvo la mirada, tan penetrante que sentí que estuve a punto de hacer algo horrible.

—L-Lo siento...

Me soltó de repente, o mejor dicho, usó su fuerza en mi mano para empujarme lejos de él. Lo miré con los ojos bien abiertos y llenos de sorpresa, al tiempo que masajeaba mi mano para aliviar la sensación de su agarre.

Se sentó en apenas un movimiento, con el ceño fruncido y mi alma bajo su juicio.

—HP. Hechizos prohibidos —dijo en ese mismo tono lúgubre—. No vueltas a tocarlos.

Parpadeé un par de veces y le lancé una rápida mirada al librito que colgaba de su cinturón.

—¿Cómo se suponía que iba a saberlo? —cuestioné con notable sarcasmo.

Su mirada se endureció más.

—No tomas algo que no te pertenece. Son peligrosos, no vuelvas a intentar tocarlos. Ahora lo sabes.

Fruncí el ceño.

—Si son tan peligrosos, ¿por qué los tienes tú?

Entrecerró los ojos.

—No es de tu incumbencia.

Tragué saliva y busqué con mis manos las hojas sueltas que tiré antes del susto, él siguió cada uno de mis movimientos.

—A veces eres demasiado idiota para tu propio bien —balbuceé.

—¿Qué?

Me detuve en seco con la mitad de las hojas en el suelo todavía.

—«No es de tu incumbencia» «No te importa» «No tiene nada que ver contigo». Bla, bla, bla. ¿Entonces qué sí me involucra? Dime, porque ya no sé.

—Will.

—Solo quería verlo, ¿bien? Me pareció bonito. Maldición. No te mataría ser un poco más amable.

Recogí de mala gana la última hoja y me puse de pie, frustrada y enojada, arrugando los papeles como si fueran reciclaje.

Al terminar con ese desastre catastrófico de libros y documentos, sentí el hambre que me perseguía desde que desperté. Imaginé que los demás estarían igual o más hambrientos que yo.

Le dediqué una última mirada a Andrew, que había vuelto a dormir en el sofá o eso pensaba yo, antes de dirigirme a la cocina. Era enorme, ideal para preparar grandes banquetes. Esa, sin duda, era la parte más limpia de la casa; se notaba el poco uso que le daban con la ausencia de personal.

Solté un bufido y empecé a revisar las estanterías y la nevera, en busca de ideas para cocinar. No sabía mucho al respecto, tal vez lo más básico, pero si lograba preparar algo comestible era toda una meta.

Coloqué en la estufa una cantidad considerable de leche. Había una sopa a base de leche que mamá preparaba cuando me sentía enferma, era sencilla así que me fui por ella. Mientras esperaba comencé a picar las verduras, algunas zanahorias, pero tratando de cortar trozos cuadrados me hice un pequeño corte en el dedo.

Dejé la tabla y el cuchillo para lavarme la herida, era muy superficial, un corte muy fino. Cuando me di la vuelta para seguir vi los fideos instantáneos a un lado del lavaplatos. Sonreí; a Sara le encantaban. Siempre los preparaba porque eran fáciles de hacer y tardaban poco en el microondas. Así que eso hice, coloqué los fideos en un plato y luego los puse dentro del horno, supuse que eso reduciría en tiempo de cocción.

Fue entonces cuando el olor a quemado me llegó, me giré por completo, justo cuando el fuego de la estufa se consumía la leche derramada por toda la superficie y quemaba de paso la olla. Corrí, pero en lugar de tomar con un guante la olla, lo hice con la mano. Grité, me quemó, solté la olla y la poca leche que no se había sobrepasado cayó al suelo.

Apagué la estufa antes de que la leche a su alrededor se pegara, agitando la mano que me ardía por la quemadura, furiosa con la olla en el suelo y con la poca leche tirada en las baldosas.

Y, por si eso no fuera poco, segundos después escuché un gran estruendo. El olor a quemado, a un tipo diferente de quemado, inundó la cocina igual que el humo. Corrí hacia el horno, olvidándome por completo de mi mano quemada.

Lo apagué de inmediato antes de abrirlo. Y ahí estaba, el plato de vidrio roto en el horno y los fideos quemados. El humo salía de su interior, el vidrio estaba metido en lugares demasiado pequeños, los fideos ni siquiera eran comestibles.

Gruñí de frustración, deseosa de darle patadas al horno y a la estufa, tan enojada con la cocina que solo quise prenderle fuego. Las imágenes de mi viaje al pasado regresaron a mí en medio de mi ira, burlándose de mí por el completo fracaso que resultó toda la experiencia.

De nada servía que mis amigos estuvieran tan agotados, de nada valió la preocupación de Sara, lo que le hice pasar, porque no había averiguado nada importante salvo la razón por la que los dioses murieron. ¿Una vida humana? A la mierda con eso, no era el tipo de cosas que quería saber.

Tomé aire varias veces hasta tranquilizarme. Le eché una mirada a la cocina, al humo que se acumulaba en el techo, a la estufa llena de leche y al horno sucio y con vidrio en todas partes.

Decidido, pediría algo a domicilio.

Di un paso para buscar el teléfono, pensando en lo que pediría, pero justo pisé la leche tirada en el piso, tan liso que mis pies se resbalaron en cuando lo toqué. Grité de nuevo, luego el golpe llegó. Me lastimé el hombro derecho y me torcí un tobillo, perfecto.

Me quedé ahí, sabiendo que mientras estuviera en la cocina nada bueno sucedería, tratando de no enojarme y lastimarme más. Todavía había algunos vidrios en el piso, debía tener cuidado, no quería más heridas.

No supe cuantos minutos pasaron hasta que oí los pasos de alguien, y como no podía ser de otra forma, fue Andrew el que me miró desde arriba. Estaba serio, pero algo en su mirada me dijo que se burlaba, lo intuía, eso solo me hizo enojar todavía más.

Me miró por un par de segundos, luego le echó un vistazo al horno y a la estufa. Apretó los labios, como si contuviera una sonrisa. Cuando volvió su atención a mí una de las comisuras de sus labios se curvaba hacia arriba.

Mi corazón pegó un brinco. No pensé que fuera capaz de hacer ese tipo de gestos. Lucía... lindo cuando contenía la gracia.

—Esa clase de vidrio no se debe meter al horno. Y la leche... es algo que hasta los niños saben, debes vigilarla. Dime, ¿sí calculaste las temperaturas? No lo parece. Me sorprende que no te haya caído el cuchillo encima.

—Eres de lo peor.

Hizo una pausa. Creí que me ayudaría a levantar, pero parecía creer que yo estaba muy cómoda en el suelo llena de leche.

—Vete a limpiar. Prepararé algo de comer.

Se retiró. Yo me senté en el suelo, pero en cuanto lo vi que comenzó a caminar por la cocina, como si evaluara daños, me puse de pie. Aun me ardía un poco la mano.

—¿Cocinas? No lo pareces.

—Es básico. O cocinas o te mueres de hambre —dijo sin mirarme, concentrado en el lugar.

Lo seguí con la mirada mientras iba de un lado a otro, curiosa y atenta a sus movimientos.

—No tienes que hacerlo. Iba a pedir pizza o alitas de pollo.

Se detuvo, se quedó mirando la zanahoria a medio picar con atención. Levantó el cuchillo, le revisó el filo con detenimiento. Me miró entonces, o mejor dicho mi mano con el corte. La escondí por impulso, así que subió su mirada hasta mi rostro, tan serio como siempre.

—No hace falta. Ve a limpiarte y cuando regreses busca a los demás.

Abrí la boca para cuestionarlo, no podía preparar algo tan rápido, pero en cuanto dejó el cuchillo sobre la mesa en medio de un sonido metálico, la volví a cerrar.

Caminé con cuidado para no volver a caerme y abandoné la cocina sin volverlo a mirar.

Me aseé. La quemadura seguía igual, pero el corte ya no sangraba.

Subí de nuevo al cuarto de mi amiga, pero cuando me detuve al lado de su cama dudé en despertarla. Aún seguía profundamente dormida, con los labios entreabiertos y moviendo las cejas cada tanto.

—Sara, —susurré a su oído— es hora de comer. Levántate.

Frunció el ceño aun entre sueños. La moví y repetí su nombre hasta que comenzó a despertar. Gruñó y abrió los ojos de mala gana.

—Ailyn, ¿cómo te sientes?

Se estiró, más dormida que despierta.

Sonreí ante su pregunta.

—Ya te dije que estoy bien. Levántate, ambas tenemos hambre y en algún momento yo debo volver a casa. Me iré luego de comer.

Abrió los ojos, como si de repente ya no tuviera sueño. Se sentó en la cama y se frotó los ojos, bostezó un par de veces, hasta que por fin reunió suficiente energía para ponerse de pie.

—Cierto. Debes volver.

Fui la primera en salir, ella me seguía de cerca, todavía bostezando. Caminé hacia la habitación de huéspedes, donde Evan debería estar durmiendo, al otro lado de ese pasillo.

—Sara —llamé—, ¿qué le dijiste a mis padres exactamente? Sobre mi repentina ausencia.

Ella se limpió los ojos y me miró, se adelantó para caminar a mi lado.

—Les dije que nos habían llamado a una reunión importante fuera de la ciudad para representar a la preparatoria en unos juegos académicos.

Enarqué una ceja. No sabía qué era más increíble, que se le ocurriera decir que yo iba a representar a la preparatoria en algo académico, o que mis padres se creyeran tremenda mentira.

—¿Te creyeron tan fácil? —inquirí.

—Claro que no. En especial tu mamá.

Arrugué la nariz. Ella se veía como si nada.

—¿Entonces cómo hiciste que te creyeran?

Abrió los ojos en sorpresa, como si recién hubiera caído en cuanta de lo que decía. Me miró con cara de shock, tensa de repente, y me sostuvo la mirada como si en mi rostro encontrara una buena respuesta. La miré con severidad, advirtiéndole que quería solo la verdad.

Hizo una diminuta mueca casi imperceptible antes de responder.

—Es una habilidad de Afrodita, ya sabes, con relación a sus dones. Me permite... manipular hasta cierto punto a los seres vivos. No afecta a deidades más poderosas que yo, pero es muy fácil conseguirlo con los humanos.

Un bombillo se encendió en lo profundo de mis recuerdos. Recordé a toda esa gente que obedecía a Sara sin objetar, incluso ese día en el centro comercial todos los presentes le hicieron caso como si estuvieran poseídos. Eso explicaba muchas cosas...

—Un momento, ¿manipulaste la mente de mis padres? —exclamé, ofendida y molesta, y me detuve a pocos metros de la puerta de Evan—. Son mis padres, ¿cómo te atreves?

Su mueca se volvió más marcada, lucía apenada y un tanto fastidiada.

—¿Qué querías que hiciera entonces? ¿Que les dijera que su hija usó un conjuro que la envió al pasado y al volver estaba medio muerta? —Su ceja saltó—. No podían saber la verdad, de haberles dicho lo que ocurría tú estarías muerta y yo en un manicomio. Enfádate si quieres, pero hice lo correcto.

Abrí y cerré la boca un par de veces, pero nada salió. Era cierto, ella tenía razón por mucho que la idea me incomodara.

—¿Están bien? —titubeé en voz baja—. Tu habilidad no les hizo daño, ¿verdad?

Soltó un suspiro, o mejor dicho un peso de encima.

—Claro que no. Solo les hice pensar que estarías ausente unos días, no toqué ningún otro aspecto.

Para mi sorpresa, me sentí aliviada. Aliviada de que mi familia no supiera nada al respecto, que no se involucraran en un mundo que yo ni siquiera entendía.

—¿Y en la preparatoria? ¿Qué excusa inventaste?

Su rostro se relajó un poco.

—Les hice pensar que estabas enferma, un resfriado común. Terribles diarreas, por cierto.

Arrugué la nariz y le dediqué una mueca de asco.

—¿Gracias? Supongo.

Ella sonrió, una sonrisa tierna y gentil mientras me miraba. Volví a caminar y ella me siguió el paso. Sin embargo, en cuanto tocamos a la puerta de la habitación de huéspedes y ésta se abrió sola, notamos que Evan no se encontraba ahí adentro.

—¿Dónde estará? No lo vi abajo, pensé que dormía.

Mi amiga se encogió por toda respuesta.

Recorrimos de nuevo el pasillo hacia las escaleras, pensando que a lo mejor ya estaría abajo con Andrew. No obstante, estando a unos pasos de la cocina, las voces de los chicos nos alcanzaron.

—¿Lo abrió? —preguntaba Evan. Había algo en su voz inusual, diferente a su continua amabilidad, era un tono un poco más rígido.

Me acerqué a la pared para escuchar mejor sin que lo notaran. Sara me tomó del brazo, deteniéndome, y negó con la cabeza. Resoplé, solté mi brazo para husmear a pesar del ceño fruncido de mi amiga.

—No —contestó Andrew en tono serio, oscuro—. Dudo que sepa cómo devolverlo a su tamaño real.

Oí un suspiro.

—Sigo sin entender por qué los trajiste contigo.

—Sabes que no podía dejarlos en casa. No hay lugar más seguro para ellos que a mi lado.

Hubo un momento de silencio. Sara me tomó del brazo, para alejarme, pero hice caso omiso y permanecí en esa posición.

—Cuando los tienes tan presentes nada bueno sucede, me preocupa que Ailyn los haya visto. Recuerda lo que sucedió con...

—No digas su nombre. —Andrew lo interrumpió de forma brusca, a la defensiva.

¿Acaso hablan del pequeño librito? ¿El de los hechizos prohibidos? ¿Qué importaba si yo los veía? No tenía forma de usar algo que Andrew llevaba encima.

—Bien, lo siento —dijo Evan a modo de paz—. Pero, en serio, mantén esa cosa escondida o tarde o temprano ocurrirá otra desgracia.

Quería seguir escuchando, para averiguar a lo que se refería Evan con lo de «otra desgracia». Sentí mi corazón palpitar rápido por la adrenalina de oír a escondidas, tal vez fue eso lo que los alertó, en especial a Andrew, ya que no hice ningún sonido en especial.

Cuando alcé la cabeza me topé de lleno con sus ojos, filosos y duros, amenazantes, casi oí un rugido en ese momento. Sonreí con inocencia, fue todo lo que se me ocurrió, pero a Andrew no pareció causarle gracia.

Evan salió de la cocina y posó su mirada en mí, consternado y con el entrecejo levemente fruncido; posó su mano en el hombro de su amigo. Desvió su mirada hacia Sara, pero ella solo hizo una pequeña mueca, como si no supiera explicarle la situación; luego se volvió hacia mí.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó Evan, serio.

Andrew conservó el silencio.

—No mucho, créeme —explicó Sara.

Evan asintió, como si esas tres palabras lo explicaran todo. Y sonrió en medio de un suspiro, parecía cansado, como si no hubiera dormido incluso en ese rato.

—La mesa ya está lista —dijo Andrew en un tono tan glacial que mi nuca se puso fría.

Fue imposible esconder mi asombro con la comida cuando la probé. Era algo muy sencillo, una simple sopa de verduras y algo de pan, pero su sabor cremoso y la combinación de texturas era una explosión deliciosa en mi boca. Durante la comida, tan silenciosa y tensa como se podría esperar, no pude dejar de mirar a Andrew comer y preguntarme cómo hizo incluso el pan en tan corto tiempo.

No dije nada alabando sus habilidades culinarias, pero sí me guardé dos panes más entre mi pantalón y el suéter sin que lo notara.

—Prométeme que si te sientes mal me lo harás saber —susurró Sara en mi oído mientras me abrazaba bajo el marco de la puerta principal. Tenía la sensación de que no me quería dejar ir.

—Lo prometo —respondí, apartándome.

Le lancé una mirada a los dos, tanto a Evan como a Sara. Me preocupaba su estado, esperaba que pudieran descansar mejor ahora que no tenían que curarme a cada segundo.

—Hablaremos de lo que quieras cuando estés completamente bien —dijo Evan. Sara le lanzó una mirada filosa—. Sé que aún hay mucho que debes querer saber.

Le ofrecí una sonrisa.

—Gracias a ti también, Evan. Me acabas de conocer y ya estoy causándote problemas. Lo siento.

Me sonrió, una sonrisa tranquila y cálida.

—Eso hacen los amigos, ¿verdad?

Amigos. Sonreí ante la palabra como una tonta. Me empezaba a agradar la idea de tener cerca amigos como él. Evan se sentía tan bien, como si cuando él estuviera cerca los problemas no fueran tan graves.

El sonido de la bocina de mi moto me sacó un salto. Giré el cuello solo para lanzarle una mirada molesta a Andrew, sentado en mi Suzuki y listo para partir conmigo o sin mí. Fruncí el ceño, sin entender cómo ambos chicos podían ser amigos.

Evan soltó una risita baja.

—Creo que te llama —dijo en calma—. Ve, tus padres estarán felices de verte de nuevo.

Quise sonreír, pero me salió una mueca rara. Ese era un asunto que aún no sabía cómo abordar, ¿podría mantener esa mentira? Después de todo, cuando todo eso terminara, mis padres nunca se enterarían de todo lo raro que ahora me rodeaba.

Asentí. Le dirigí una última mirada a mi amiga antes de bajar los peldaños. Miré mal a Andrew todo el rato que me llevó acomodarme el casco, algo que hice más despacio con toda la intensión del mundo.

Me aferré a él con fuerza, conocía su tendencia a la velocidad, agradecida de que al menos ahora sí tomara la avenida desde el comienzo; menos tráfico y un camino más directo.

Pasamos varios minutos en silencio, como era la preferencia de Andrew, hasta que mi lengua me picó y tuve que decirlo.

—La conversación que tenías con Evan antes...

—No te importa.

Vaya, esta vez fue más rápido de lo normal. Incluso sentí el golpe del concreto con el que me bloqueó, como un muro alzándose entre los dos de repente.

—Era por los hechizos prohibidos, ¿verdad? —continué, ignorando su tono cortante.

—Creí que habíamos llegado a un acuerdo —dijo en cambio—. Ninguno habla.

Fruncí el ceño a pesar de que él no me miraba.

—Solo quería entenderte un poco mejor, ¿qué tiene eso de malo?

—Escucha, no me tienes que entender. Cuando encontremos lo que buscamos nos iremos y no nos volveremos a ver, así que no te metas en lo que no te involucra.

Lo apreté más por enojo, como si a través de mi fuerza pudiera expresarle cuánto me enfadaba su comentario. No hubo respuesta por su parte.

—Lamento querer ser tu amiga.

Él dijo algo que en ese momento, pero por el fuerte viento, no pude entenderlo.

No me molesté en despedirme de Andrew, es más, no le dije nada en cuanto me dejó en la puerta de mi edificio. De igual manera, él se quedó callado. Ahí tenía el silencio que tanto quería.

Tomé aire en cuanto llegué a mi piso y abrí la puerta principal, con un leve nerviosismo en mi corazón.

Mi madre estaba inclinada en el respaldo del sofá de la sala mientras Cody veía televisión desde el mueble. Noté que papá no estaba, pero no me sorprendió considerando la hora y el día de la semana, aun no eran ni las cuatro de la tarde, supuse que aún no regresaba de la universidad.

—Ailyn —exclamó mamá en cuanto su atención cayó sobre mí.

Cerré la puerta a mi espalda justo cuando Cody también me miró. Mamá se acercó para darme un abrazo de saludo. Se veía como ella, tan normal como siempre, con su cabello recogido y sin quitarse aún su uniforme de enfermera.

—Hola, mamá.

Cody, desde su lugar en el sofá, me miró sobre el respaldo. Sentí la forma en la que sus ojos examinaron mi cuerpo de pies a cabeza, antes de que una sonrisa burlesca se curvaba en sus labios.

—Dime, ¿cómo te fue? —Sonrió más—. Me alegra tanto que tus notas hayan mejorado a este punto. No suelen llevar a cualquiera a los Inter académicos, ¿sabes?

Forcé una sonrisa. Si tuviera idea de que iba perdiendo el año escolar y solo tenía pocas posibilidades de pasarlo.

Me haló hasta la mesa de la cocina y me sentó, sus ojos brillaban de alegría y orgullo. Me miró expectante, emocionada, curiosa de saber lo que había pasado.

—Es gracias a Sara que nos llevaron, planeaban llevar a otras personas, pero ella los convenció de llevarnos. —Bien, ya no sabía lo que estaba inventando.

Cody me miró con más intensidad, como si quisiera hablarme telepáticamente.

—Fue la mejor decisión. —Sonrió mamá. En verdad creía en lo que decía—. Quiero escucharlo todo, cada detalle, todo lo que hicieron. Cuando estaba en la preparatoria fui una vez, fue una experiencia inolvidable

En cuyo caso necesitaba una libreta para apuntar las mentiras para no olvidarlas y tener cuidado con lo que decía.

—Mamá, te contaré todo, pero cuando llegué papá, no quisiera repetirlo. —«Porque podría olvidarlo»—. Por ahora quisiera descansar. Acabamos de llegar y no pude dormir en... —¿En dónde fueron los juegos? —, en el autobús.

—¿Autobús? —Mi madre alzó una ceja, confundida, con esa mirada suya tan perspicaz—. Creí que los juegos fueron en Madison, ¿viajaron por carretera?

—Sí, fue en Madison, por supuesto —Demonios—. Pero del aeropuerto a la preparatoria fueron varias horas de viaje.

—Bien. —Parecía creérselo, o al menos eso supuse—. Descansa y cuando llegue tu padre lo hablaremos.

En ese momento sonó el celular de mamá. Esperé que se tratara de una urgencia en el hospital, a veces ocurría que necesitaban personal porque la sala de urgencias colapsaba. Pero por la sonrisa que puso y su tono de voz tan amable, supe que se trataba de papá.

Se puso de pie y se alejó de la mesa. Hablan de mí, lo sabía, pero ella trataba de disimular sus respuestas. La miré por un momento, pero la mirada de Cody era tan constante y pesada que me empezaba a sentir incomoda. Lo miré, no estaba segura si siquiera parpadeaba.

—¿Qué? —dije.

Me puse de pie con la intención de dirigirme a mi habitación. Mi hermano también se levantó del mueble y me siguió. Le lancé una mirada de interrogación, algo que deliberadamente ignoró.

—Qué raro...

—¿Qué cosa?

—Se supone que estabas en una reunión o algo así la preparatoria durante tres días.

—¿Y? —Levanté una ceja.

—No traes equipaje.

Me paré en seco justo cuando llegué a la puerta de mi habitación, en perfecto estado igual que el departamento en general. Un temblor me recorrió el cuerpo, como un pequeño infarto.

Era tan acertada su observación que me dio escalofríos. Pero, ¿por qué Cody lo notó y mamá no?

—¿Qué es lo que sabes? —interrogué, mirándolo a los ojos.

Cody podía ser muchas cosas, pero no era tonto. Era demasiado inteligente como para engañarlo tan fácil y carecía de ese nivel de ingenuidad que la mayoría de los niños de su edad tenían.

—Sé que no fuiste a ningunos juegos académicos —confesó, con suficiencia, como si saberlo fuera el mejor chantaje—. Eres demasiado tonta para llegar a tanto.

En mi mente me vi reclamándole a Sara el que no lo hubiera manipulado a él también.

—Eso es ofensivo. ¿Qué más sabes?

Mi corazón me golpeó le pecho con fuerza, como si él también estuviera a la expectativa de lo que decía mi hermano menor.

—¿Acaso hay algo más que deba saber?

Sabía lo que intentaba hacer, así era como le sacaba información personal a sus amigos.

—No, para nada. Pero no les digas a mis padres que no fui a ningún juego académico.

Me preparé para que me pidiera algo a cambio, para el chantaje, pero esas palabras que pondrían precio a su silencio nunca llegaron.

—Puedes estar tranquila, no tengo interés en que lo sepan. Pero ten cuidado.

Lo miré fijamente.

—¿Qué?

Una sonrisa burlesca se formó en su boca, una expresión de superioridad que me generaba deseos de tomar sus preciosos cuadernos y rayarlos. Una vez lo hice cuando él tenía cinco años; se enojó tanto que no me habló por dos meses.

No dijo nada más, tan solo se devolvió a la sala a seguir con su programa de televisión. Solté un bufido y me metí a mi habitación, que seguía exactamente igual que siempre; nada roto, nada fuera de lugar. Supuse que Andrew o alguno de los otros arregló el desastre que él mismo causó.

Mis ojos fueron a parar al viejo árbol que daba a mi ventana. Normalmente no lo prestaba mucha atención, ya que poco me importaba, pero desde que se volvió la cama de Andrew reparaba más en él.

Suspiré, intentando olvidar mis no conversaciones con él. Debía pensar en otra cosa.

Busqué el libro que le prestaron a mamá en mi bolso, cuando lo tuve en mis manos me dirigí al alféizar de mi ventana y me puse a leer, para mi sorpresa. Sabía que no podía contener más información que uno de esos libros sin nombre que tenían los demás, pero era la única forma de buscar información que me quedaba.

Leí respecto a su cultura, a cómo eran los Dioses Guardianes desde los ojos de los humanos. Y no me daban nueva información aparte de la que ya tenía. Amados, respetados, venerados y a veces temidos. Un puente entre la divinidad y la humanidad; al parecer se ubicaban en una zona gris que dejaba mucho que desear.

Solté una larga exhalación, apenas iba a comienzos del libro, su parte improductiva, y ya estaba agotada de leer. Me recosté en la pared con el libro en mi regazo, me estiré para alejar la pereza y miré por la ventana.

Me fijé en el parque de juegos, había pocos niños, pero eso no fue lo que captó mi atención. Ahí, a la sobra de un árbol, vi a la misma persona que había visto antes en el mismo lugar. Probablemente era un nuevo vecino, aunque algo en su silueta me resultaba tenebroso y familiar. No se le veía bien el rostro, pero era masculino, sin duda.

Mi boca me supo amarga, un sentimiento de odio se apoderó ligeramente de mí. Me sentí enojada de verdad, cerré los ojos con fuerza para alejar ese sentimiento irracional, y cuando volví a abrirlos el tipo ya no estaba ahí.

Al día siguiente me desperté de sobresalto cuando la imagen deforme de una sonrisa macabra y pelo rojo irrumpió en mis sueños. Me quedé unos minutos en la cama hasta que decidí levantarme.

Me apresuré a ducharme y vestirme, prepárame para la preparatoria. Fuera como fuese mi situación actual, debía ir a estudiar.

Noté que el corte de mi dedo ya había sanado, no solo se había cerrado, no había cicatriz. Busqué en mis otros dedos por si me equivoqué, pero todos mis dedos estaban libres de cicatrices y cortes.

Cuando salí a la sala mi familia estaba toda reunida. Vi a papá en el sofá al lado de Cody, vestido tan formal como siempre y con sus gafas. Sonreí y ahogué mi risa cuando noté el cuadro, aunque ambos estaban el sofá y la televisión estaba encendida, los dos leían el periódico.

Me acerqué a la mesa en silencio para no incomodarlos. Mamá me saludó con una sonrisa mientras terminaba de preparar el desayuno, yo le devolví el gesto.

El ruido del noticiario de fondo, tanto mi padre como mi hermano leyendo dos periódicos distintos, mi madre moviéndose de un lado a otro... Todo era tan normal, tan cotidiano, que cuando el pelo se me vino a la cara y recordé el motivo por el que lo llevaba suelto la sonrisa se me esfumó.

Al poco tiempo mamá sirvió el desayuno y llamó a los demás a comer. Papá me saludó con un tierno beso en la cabeza, preguntándome cómo había dormido y cómo me había ido en los juegos. Cody apenas sí me saludó.

—Ailyn —dijo mamá tomando asiento con nosotros—, ahora que estamos todos deberías contarnos cómo te fue en los juegos.

Cody levantó una ceja, mostrando repentino interés. El gesto de mi hermano solo me puso más nerviosa, y supe que debía tener cuidado con la elección de palabras a continuación, de lo contrario no solo me descubrirían, sino que me haría preguntas cuya respuesta todavía no entendía.

—Claro —accedí—. Lo haré mientras desayunamos, muero de hambre.

Mi madre asintió y comenzó a comer, igual que los demás. Me tomé mi tiempo para hablar, intentando que mi madre no notara ni mi nerviosismo ni la marca que había olvidado ocultar con maquillaje.

Inventé tantos detalles triviales y superficiales de «los juegos» que estaba segura de que no sería capaz de repetirlos en otra ocasión. Sobre las instalaciones y los torneos, sobre los demás competidores. No parecieron darse cuenta de todas las inconsistencias o lo tomaron por mala memoria, daba igual.

Por suerte para mi memoria, pronto fue hora de ir a la preparatoria. Me despedí de mis padres y de mi hermanito, luego salí del departamento pidiéndoles perdón para mis adentros por todas las mentiras y suplicando que nunca se enteraran de la verdad.

Cuando llegué a portería Andrew me estaba esperando en mi moto, con su habitual seriedad y chaqueta de pana recogida un poco en las mangas. Mientras caminaba hacia él me sorprendí y horroricé a mí misma notando lo normal de la situación. No me había dado cuenta de lo rutinario que me pareció aquello hasta que lo pensé; me había acostumbrado a tenerlo como chofer.

No me saludó, yo tampoco. Me tiró el casco en el aire y lo tomé como siempre, él nunca me lo entregaba en la mano.

—Desde tan temprano con esa mala actitud —comenté.

—Tan temprano y tan habladora. —Se subió a la moto y la encendió antes de que yo me subiera—. Sube ya.

Eso hice. Me sorprendió notar que, a diferencia de las veces anteriores, ahora iba a una velocidad considerable. No iba muy rápido, eso me dio la oportunidad de hablar sin que el viento amortiguara mi voz.

—¿Por qué no quieren darme información? —empecé—. Es decir, de verdad. Lo hacen a cuentagotas como si esperaran que me olvidara del tema para no hablar más.

Tardó en responder, lo toqué a un costado para llamar su atención, pero aun cuando lo hice no tenía deseos de hablar.

—No te pregunto sobre ti —insistí—, ni nada sobre tu vida. Sé que no te gustan las preguntas personales. Pero eres Andrew, el único que me ayudó cuando los demás se negaron. Eres de la única persona que espero respuestas claras. Sara...

—Sara tiene miedo —me interrumpió—. De que sepas demasiado, de que hagas cosas como la que hiciste. Ese es el porqué. Evan solo le sigue la corriente.

Lo suponía. Ella era demasiado sobreprotectora.

—¿Y tú? No pareces querer hacer lo mismo.

—Es molesto. Tantos misterios incensarios. Tarde o temprano te enterarás de todo, si no te lo dicen usarás tus medios. Te vi leer ayer en tu habitación; no conseguirás mucho en libros escritos por humanos.

Me inquietó. Debería colocar cortinas más oscuras y gruesas, me preocupaba que me viera cuando me cambiaba de ropa. La sola idea me hizo sentir incomoda. Me aferré más a él, tomé aire.

—¿Lo harías? Responder a mis preguntas. Cuando te pregunto algo te quedas callado.

Silencio. Lo hizo de nuevo.

Pasaron los segundos, luego los minutos, creí que no volvería hablar hasta que, milagrosamente, se dignó a contestar.

—No confío en tu palabra, aunque prometas no hacer cosas como lo que hiciste no puedo estar seguro de que lo cumplirás.

Eso dolió.

—Temes lo mismo que Sara. ¿Crees que si sé cómo usar magia o algo más importante usaré esa información para hacer lo que me dé la gana?

—Eso es cierto.

—Dijiste que tarde o temprano lo sabría de todas formas.

—Eso también es cierto.

Gruñí, frustrada. No tenía caso, ninguno.

Hubo silencio por otro rato. Estábamos más cerca de la preparatoria que de mi departamento cuando Andrew volvió a hablar.

—Pregunta.

—¿Qué?

—Es cierto lo que dije, ambas afirmaciones. Así que no importa. Pregunta, si conozco la respuesta te la daré.

—¿En serio? —Abrí los ojos, chillé de emoción.

Me miró sobre su hombro, con el ceño fruncido e impaciente. Yo me encogí sin dejar de mirarlo. Había tantas cosas, tantas preguntas.

—Antes del conjuro mencionaste las Armas Divinas. ¿Qué son?

—Mi arco, el tridente de Evan y el látigo de Sara —explicó él, con la mirada fija en la carretera—. Esas son las Armas Divinas. Todos los dioses olímpicos cuentan con una, las forjó Hefesto de acuerdo con las necesidades de cada deidad. Son poderosos complementos, indestructibles, las heridas que provocan son definitivas.

—¿Cómo consigo una?

—No la «consigues», debes desearla. Poseemos las de nuestros predecesores, pero para ganarnos el derecho de usarlas debemos probar que nuestros corazones son los mismos. Los deseos nos ayudan a conseguirlo. Un deseo en común de ambas deidades. Es una forma de sincronizarnos con ellos, de probar que somos ellos.

Eso se oía complicado. ¿Qué deseo podríamos compartir Atenea y yo? No podía haber dos almas más diferentes.

—¿Cuál fue tu deseo?

Noté sus músculos tensarse, los del abdomen y sus hombros.

—No lo recuerdo. —Su tono grave, con ese tinte de advertencia, me dio la respuesta—. ¿Algo más?

—La cosa de los dioses.

—¿Qué?

Lo tomé por sorpresa, me di cuenta, incluso la moto intentó derrapar, pero alcanzó a controlarla a tiempo. Casi pude ver de nuevo cómo reprimía una sonrisa.

—Cuando me quitaste las llaves de la moto, te pregunté y dijiste que eran cosas de dioses, que no lo entendería.

Mantuvo su seriedad. Me hubiera gustado ver su expresión en ese momento, pero mantuvo la atención en el camino todo el tiempo.

—Ah, eso. Son los dones, nuestras habilidades.

—No lo entiendo.

Bufó, o eso creí, pareció también una tos extraña. ¿Se burlaba de mí?

—¿Sara te dijo cómo consiguió que tus padres le creyeran su historia? —Asentí, confundida—. Bien, ese es su don: manipular personas. Tenemos habilidades especificas según los dones que nos representan. La de ella deriva del amor y la atracción, por eso puede controlar a las personas.

—¿Y el tuyo es...?

—Habilidades físicas más desarrolladas. Los sentidos, la agilidad, la fuerza y velocidad, todo lo que pertenece a características físicas. Viene del sol, la sensibilidad del sol.

No fue la forma en que lo dijo, fueron las palabras las que hicieron sonar tan hermosa esa explicación. Sensibilidad del sol. Esplendido, casi poético. Pero no lo entendía.

—¿Eso qué quiere decir?

Resopló. Se le acaba la paciencia.

—Significa, cabeza hueca, que las habilidades natas de un humano, yo las tengo más desarrolladas. Es mi don. Saltar más alto que cualquiera, correr más rápido, escuchar mejor, ver cosas que la gente normal no podría. Incluso dentro de los dioses era un don.

No sonaba arrogante, solo relataba hechos. No parecía enorgullecerlo, ¿acaso era difícil?

—¿Y lo de los libros? —Seguí con mis preguntas—. ¿Tú tienes uno como el de Sara y Evan?

Asintió.

—Aparecen delante de nosotros cuando despertamos como dioses. Es una guía, nos ayuda a saber lo que ocurre y conocer a nuestros antecesores, sus habilidades y dones. Lo que hicieron, cómo eran. Ese tipo de cosas. De ahí aprendemos a usar su poder, a tomar su puesto.

Lo decía en un tono neutro, con total seriedad, pero había algo amargo en la forma de pronunciar ciertas palabras al respecto.

—¿Cómo que aparece?

—Sí, aparece, delante de ti.

—¿Y los hechizos prohibidos también aparecieron delante de ti?

Fue en ese momento en que la puerta a mis respuestas se cerró, en el que encendí esa luz roja en su carácter. Aceleró, obligándome a aferrarme más a él, con más energía que antes, sacándome de paso un buen susto.

—Suficientes preguntas.

Me alegró no ver su cara entonces, me temía encontrar con esa mirada filosa y oscura.

Me quedé callada. Los dos. Por lo poco que faltaba a la preparatoria la pasamos en silencio.

Me bajé de la moto con una sensación extraña de remordimiento por hacer enojar a Andrew, otra vez, justo cuando al fin contestaba a mis preguntas.

Sacudí mi cabello una vez el casco abandonó mi cabeza y miré a Andrew fijamente.

—Sobre la carta... —Gané su atención. Posó sus oscuros y fríos ojos sobre los míos—. ¿Es verdad lo de antes? Que no sabían nada al respecto.

No supe si contestaría o no, pero el que me mirara en lugar de ignorarme fue una buena señal.

—Sí. —Fijó su mirada al frente—. La carta es anónima, llegó después del ataque de las Harpías en mi casa y su contenido tiene sentido. —Se volvió hacia mí con los ojos entrecerrados—. El día antes de conocernos tanto Evan como yo lo sentimos.

—¿Sentir qué?

Me miró directo a los ojos, su tono de voz se volvió más monótono y neutral.

—Cuando despertaste como diosa, cuando apareció tu marca. Fue como si de repente apareciera una luz que nos guiara hasta ti, como si marcara un camino que debíamos seguir. —Inclinó la cabeza un par de centímetros, parecía estar mirando algo que no era yo—. Como si nos llamaras.

Apreté los labios en una fina línea y desvié la mirada al suelo.

—No hice nada eso.

Parpadeó dos veces y fijó su atención en la moto.

—Sí, lo sé.

Me fijé en las personas que pasaban por nuestro lado, en mis compañeros de clase. La mayoría nos dirigía alguna mirada al pasar y murmuraban, específicamente a Andrew, hombres y mujeres por igual. Sin duda llamaba la atención de forma problemática.

—¿Qué piensan hacer después de encontrar la Luz de la Esperanza? —pregunté.

Volvió a mirarme. Había cierta sorpresa en su expresión.

—Ocultarla. Es algo que se debe esconder, proteger. Veremos qué hacer con el sello de Hades una vez la Luz de la Esperanza esté segura.

—¿Y si no la encontramos? —aventuré.

Mantuvo su seriedad, su neutralidad.

—La humanidad estará en peligro. Tal vez no podamos hacer nada contra Hades y empiece una era a su gusto. Se supone que la Luz de la Esperanza les da equilibrio a los tres mundos y poder a los dioses, sin ella nada evitará que Hades haga lo que quiera.

Las personas seguían pasando a nuestro alrededor, el mundo seguía moviéndose, ajeno a nuestra conversación, ciego a la verdadera situación.

Igual que yo.

Me preocupaba lo que aún no sabía, lo que quería saber. Estaba tan concentrada en mí, en querer comprender por qué a mí que ignoré el verdadero problema. Los chicos habían viajado con un propósito claro, pensando en lo que harían como Dioses Guardianes.

Los Dioses Guardianes eran el escudo de los humanos, su pilar, igual que en el libro que estuve leyendo el día anterior. Su deber era proteger a los humanos, y ahora, que ellos los necesitaban, que habían renacido, que Atenea había vuelto, los necesitaban más que nunca.

No solo era la Luz de la Esperanza, también eran los Dioses Guardianes los que salvarían a los humanos, era su propósito. Sin ellos la humanidad no tenía posibilidades, futuro, ante la amenaza de Hades.

Lo sabía, lo había visto en el pasado, y aun así... Aun así.

La alarma de inicio de clases sonó en ese momento, mis compañeros corrieron hacia el interior a toda prisa, colgados de tiempo. Andrew me miró con atención, con los ojos entrecerrados, como si supiera de alguna forma lo que se me pasaba por la cabeza, o tal vez solo oía mi corazón. Tendía a acelerarse cuando me ponía a pensar de más.

—Llegarás tarde. Entra.

Eso fue todo lo que dijo. Lo vi alejarse hasta perderlo de vista, entonces me di la vuelta rumbo a mi respectiva clase.

Caminé apresuradamente por los concurridos pasillos hasta el aula correspondiente a la primera hora de clase. En cuanto entré busqué a Sara en su puesto, leía un libro en silencio, aislada de los demás. Fui hacia ella, esquivando un par de chicos que me cerraron el paso para hablar y a una chica que me llamó varias veces desde la puerta.

—¿En qué estabas pensando? —exclamé y golpeé con fuerza su mesa.

Ella levantó la vista de un libro, manteniendo su postura, y me miró con una ceja levantada. Casi pude leer en sus labios la inquietud de saber cómo me sentía, pero dudó y en su lugar preguntó:

—¿De qué hablas?

—Sabes de qué hablo —espeté.

Me acerqué más a ella para poder bajar el volumen de mi voz. Con una rápida mirada a mi alrededor supe que tenía más atención sobre mí de la normal, muchos ojos sobre nosotras, muchos oídos curiosos. Debía hablar en voz baja.

—No, no lo sé.

Notó lo mismo que yo, pero ella sí les lanzó una mirada de látigo a los chicos más cercanos. No les dijo nada, pero de igual forma la mayoría se apartaron varios pasos.

—¿Se te olvidó hipnotizar a Cody o fue a propósito?

Suspiró, y cerró el libro despacio. Relajó un poco los hombros, como si aquello fuera considerablemente menos importante de lo que imaginó.

—Ah, eso. No se me olvidó, decidí no hacerlo. Prefiero no usarlo en mentes demasiado jóvenes. Es solo un niño de diez años, es inofensivo

—¿Qué fue lo que le dijiste a mi hermano? —insistí.

Me miró a los ojos, por unos segundos pareció buscar algo en mi mirada.

—No le dije nada. Hablé con tus padres cuando él estaba en la práctica de voleibol. Lo que sepa no lo sabe por mí.

—¿Y no se te ocurrió decírmelo?

—Ese detalle sí lo olvidé. Lo siento, no era mi intención ocultarlo.

Solté un suspiro pesado y me dejé caer en la silla detrás de mi amiga. Si Sara no le dijo nada, entonces ¿cómo lo supo? No pudo haberlo adivinado, ni por azar. O tal vez sí...

Agg. No lo sabía. No importaba. Cody era Cody, nada raro sucedía con él. Solo era inteligente y prestaba atención a los detalles, no más.

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