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5. Atrapada en el tiempo

On & On - Cartoon, Jéja

—¡Ailyn! —El grito de Sara taladró mis oídos de una forma tan dolorosa que tal vez fue eso lo que me trajo al presente.

Sentí sus brazos alrededor de mi cuerpo, mi cabeza en su pecho, podía oír el frenético ritmo de su corazón casi tan fuerte como sus gritos.

Abrí los ojos de golpe. Estaba tirada en el piso, recostada sobre mi amiga, entre una piscina de hojas sueltas y libros caídos. Me senté en el suelo, la cabeza me dolía levemente. Sara decía algo, enojada, pero poco le presté atención. Busqué a Andrew con la mirada, pero a diferencia de mí él estaba de pie, en tan perfectas condiciones como antes del conjuro.

—¡¿Cómo se te ocurre hacer semejante estupidez, Andrew?! —reprochó Sara, en un tono tan peligroso que me pareció ver el fuego salir de su boca—. ¿Tienes idea de lo que hiciste? Eso fue irresponsable, peligroso e inmaduro. Lo sabes tan bien como yo.

Le lanzó una mirada horrible, tan oscura y mortífera que incluso a mí me recorrió un escalofrío de advertencia. Aun con el grito y la mirada, Andrew no se inmutó demasiado ante su enfado, podría decirse que o no la tomaba en serio o le daba igual. El chico se mantuvo con una expresión seria e imperturbable, aun con ese brillo filoso en la mirada.

—No lo regañes. —Para sorpresa de todos, en especial de mí misma, me encontré defendiéndolo—. Él no tuvo la culpa, yo se lo pedí.

—Y él aceptó —reiteró ella, volviéndose hacia mí, aun con esa mirada asesina que daba miedo.

—No ocurrió nada —dijo Andrew en un tono más tranquilo de lo que pensé—. Usé mi energía todo el tiempo, ella solo me acompañó.

—Sara —llamó Evan, con una sonrisa que pretendía tranquilizarla. Estaba al lado de Andrew, como si lo respaldara—. No es para tanto. Andrew siempre tiene cuidado, nada malo le hubiera ocurrido a Ailyn en su presencia.

—¿Y si hubiera ocurrido? —replicó ella sin cambiar su nivel de furia—. Ailyn no sabe usar magia, pudo haber salido herida.

—Pero no fue así —repuse, molesta, mientras me ponía de pie sin aceptar la mano que ella misma me ofrecía. La miré a los ojos con el ceño fruncido—. Él fue el único que quiso mostrarme parte de la verdad. De una u otra forma me enseñó más de lo que tú me has dicho. Además, sigues sin decirme la verdad.

Los chicos permanecieron en silencio, como si no quisieran involucrarse en la conversación. Sara palideció, su furia se transformó en pánico.

—¿De qué hablas? ¿Qué viste en el pasado?

—Sabes lo que vi, y al parecer no querías que lo supiera. ¿Cuánto más, Sara? ¿Hasta cuándo me vas a mentir?

—¡No te he mentido!

—Pero tampoco me has dicho toda la verdad.

Ella se mordió los labios, hizo una mueca tan marcada que parecía a punto de refutar mi afirmación. Estaba tan cansada de recibir su información a cuentagotas que me iba a volver loca. Si solo sabía lo que ella quería que supiera, al final no sabría nada.

El timbre volvió a sonar, interrumpiendo lo que fuera que mi amiga estuviera a punto de decir.

Evan miró a Sara y Andrew me miró a mí con los ojos entrecerrados.

—¿Quién está tocando la puerta? —pregunté.

Mi amiga suspiró, se masajeó la cabeza en gesto de derrota y se dirigió a la puerta principal.

—Hablaremos de lo que pasó después —dijo ella antes de darse la vuelta.

Nos quedamos a la expectativa mientras ella regresaba a la puerta, en un silencio tenso. Evan se veía muy despreocupado, ligero, pero Andrew me miraba como si me clavara una astilla entre mis costillas.

Cuando oí la nueva voz, la visitante sorpresa, mi corazón pegó un pequeño brinco. Como si no hubiera ya suficientes problemas para una vida...

Melanie, la prima de Sara, entró en la sala como si se tratara de su propia casa. Era alta y delgada, muy parecida a Sara en cuanto a tallas y altura, su figura similar siempre fue lo que delataba su parentesco. Pero, a diferencia de Sara, Mel tenía el pelo más corto y de color rubio platino, ojos más grandes y labios más finos. Era atractiva, cuidaba mucho de su apariencia y adoraba el maquillaje, pero lo que más me gustaba de su aspecto era su ropa; siempre vestía bien. A veces me prestaba su ropa, la usaba para hacer moldes, pero nunca llegué a usar nada suyo.

Me gustaba el vestido que usaba ese día, era corto y purpura con detalles amarillos, sus medias la protegían del frio, sus botas además de funcionales eran bonitas. Admiraba su capacidad para combinar colores.

—Te dije que te quedaras afuera —recordó Sara hablándole a Melanie. Tenía cara de querer sacarla a patadas de la casa.

Mel sonrió, esa sonrisa natural y alegre que conquistaba corazones. La sonrisa que Sara nunca tuvo.

—Lo sé, pero no veo por qué no puedo pasar —dijo Melanie, su voz un tono más agudo que la de Sara—. Perdí las llaves de la casa, creo que las dejé en la preparatoria. Tenía que pasar por aquí antes de ir a buscarlas.

En cuanto se percató de mi presencia caminó hacia mí, dispuesta a abrazarme como siempre. Pero cuando registró la asistencia de los chicos frenó en seco, hipnotizada por completo.

—¿Quiénes son? —preguntó al aire, con los ojos bien abiertos y la boca entreabierta.

Melanie solía ser muy romántica, adoraba coquetear y salir con chicos, vivía para las fiestas y el sexo. No era discreta para nada, por lo que todo el mundo sabía la fama que tenía y conocían sus gustos. No duraba mucho con sus novios por eso, no era una persona de una sola relación, le gustaba divertirse a lo grande. Sara decía que era una mala influencia, pero conmigo Mel siempre fue buena persona.

Andrew y Evan estaban más allá de cualquier estándar o gusto, eran atractivos, preciosos, su belleza no podía pasar desapercibida para nadie, mucho menos para Melanie; ella tenía un radar de chicos apuestos que siempre estaba activo.

Suspiré en medio de una pequeña risa.

—Él es Evan —presenté, señalé al nombrado y él a modo de saludo le sonrió—, y él es Andrew...

Corrió hacia él antes de que pudiera terminar de explicar algo más. Vi la mirada de Melanie, la forma en la que inclinó la cabeza, incluso su postura resultaba sensual. Sin duda una maestra. Lo miró a los ojos, los de ella entrecerrados.

—Soy Melanie, prima de Sara, pero todos me llaman Mel —se presentó ella, usando un tono más bajo y arrastrando las palabras.

Cuando se puso de puntillas para besarlo en la mejilla lo hizo tan despacio que me terminé sonrojando también. Había visto a Melanie en acción más veces de las que recordaba, sabía cuáles eran sus movimientos secretos, también era consciente de que todos sus intereses terminaban cediendo tarde o temprano.

No conocía a ningún chico que la hubiera rechazado. Se me hacía curioso que hubiera preferido a Andrew sobre Evan, por lo que sabía ella los prefería de cabello negro.

Siempre encontré entretenido verla en acción, era como un tire y afloje entre ella y su nuevo interés. Pero ahora, cuando se lanzó sobre Andrew y lo miraba con esos ojos expresivos, no sentí deseos de observar.

Andrew quizá estaba acostumbrado a ese tipo de atención, debido a su apariencia, tal vez más que Sara. Sin embargo, la mirada fría que le lanzó a Melanie y que ella decidió ignorar, me dijo que estaba lejos de agradarle su compañía.

Ahogué una risa debido a la graciosa situación. Por lo visto no le agradaba ese tipo de atención.

—Melanie, ¿a qué viniste? —insistió Sara.

Sin embargo, ella no respondió. Estaba demasiado ocupada cazando a un enojado Andrew de ceño fruncido.

En vista de los oídos sordos de Melanie, me interpuse entre ellos, bloqueando de esa manera la vista y tacto de la chica. Andrew retrocedió un par de pasos, lo cual me dejó más espacio.

—Ah, sí. —Miró a su prima—. Tus padres me invitaron a un evento este fin de semana, vine para decirles que no podría asistir. Y de paso a pedirte tus apuntes de matemáticas, tengo examen mañana.

Sonrió a modo de disculpa, no supe si por lo del evento o por lo de los apuntes.

Sara frunció el ceño.

—Les diré lo del evento si los veo antes del fin de semana —dijo Sara—. Y puedes tomar lo que necesites, mi bolso está en la silla del recibidor.

Melanie se quedó mirándola por un momento, examinando su rostro. Sara nunca le negaría nada, mucho menos si se trataba de algo académico. Era algo que no entendía del todo, ellas no tenían la mejor relación y aun así Mel siempre iba con Sara por ayuda y ésta siempre se la daba.

—¿Estás molesta conmigo? ¿Pasó algo? —inquirió Mel.

Por la forma en la que Sara la miró supe que debía evitar que hablara, pero no me moví a tiempo.

—Deja de enviar a tus amigas por Ailyn, es la última vez que te lo repito. —Los ojos de mi amiga, su postura, su tono de voz, todo se sintió gélido.

Mel dejó caer los hombros y soltó un suspiro corto. No apartó los ojos de los de Sara.

—Solo les pedí que consideraran la opción de invitar a Ailyn a la fiesta, sé que tú nunca irías, pero no decides por ella, por eso les dije que la abordaran cuando no estuvieras cerca.

Los ojos de Sara chispearon.

—No es necesario que lo hagas y lo sabes.

Mel frunció los labios, pareció pensar en una forma adecuada de responderle sin que sonara agresivo. En lugar de contestar me miró a mí, su mirada se dulcificó cuando lo hizo.

—Aún puedes venir si quieres, te paso el dato exacto por un mensaje.

Miré a Mel, luego a Sara, luego a los chicos a mi espalda y luego a todos los papeles y libros por todas partes. Me sorprendió que no mencionara nada al respecto, pero esa era la casa de Sara, encontrar esas cosas por ahí no era raro.

Solté un suspiro.

—Gracias, Mel, pero creo que estaré ocupada... el día que sea. Trabajos de recuperación y eso.

Vi la decepción en sus ojos.

—Si es por Sara... —empezó ella.

—Ya te dijo que no —la interrumpió su prima—. Y, como viste por ti misma, ella lo decidió.

—Sara... —advertí, a lo que mi amiga bufó.

—Disculpa mi rudeza, Mel —excusó Sara—, pero creo que debes irte.

—¿Por qué dices eso? Acabo de llegar. —Me guiñó un ojo, gesto que no entendí, y me rodeó para llegar hasta Andrew otra vez—. ¿Y tú? ¿Quieres ir? Prometo que será divertido.

O bien Mel no quería interpretar la mirada glacial de Andrew, o le importaba muy poco su opinión actual. Tal vez lo hacía para fastidiar a Sara en su cara, porque sabía que era de los aspectos de ella que Sara reprobaba, o quizá en verdad quería la atención de Andrew. En cualquier caso, resultaba interesante la reacción de los tres, casi le sugerí a Evan ir por algo de comer mientras contemplábamos la escena.

Andrew me miró de repente, sus ojos oscuros justo sobre los míos, se escapó de sus brazos y se acercó a mí en un par de segundos.

—Debo ayudar a mi novia a estudiar, será en otro momento —dijo Andrew. Se ubicó a mi lado y posó su mano sobre mi cabeza con total naturalidad.

¡¿Qué demonios...?!

Fruncí el ceño, mis mejillas se encendieron, lo miré con toda la interrogación que pude.

—Sígueme la corriente —susurró Andrew en mi oído, su aliento cálido me erizó los vellos de mi nuca.

—¿Por qué lo haría? Es tu problema, no el mío.

—Me lo debes. —Con eso me calló.

Tenía razón, él me había ayudado aun cuando sabía que Sara lo iba a reñir y que el proceso tenía sus riesgos. Sin él no podría haber hecho nada.

Sin embargo... ¿por qué yo? Si lo que quería era rechazarla solo tenía que decírselo, no montar toda una farsa.

—¿Eres el novio de Ailyn? —La incredulidad estaba tan marcada en su rostro como en el mío—. No sabía que saliera con alguien.

«No.» Yo tampoco sabía, me acaba de enterar.

—Sí —respondí en su lugar.

—¿Cuánto tiempo llevan juntos? Nunca lo había visto antes. ¿Por qué no me dijiste nada? —Más que incredulidad vi cierta tristeza, decepción—. Creí que acudirías a mí cuando un chico te gustara, ¿por qué no lo hiciste?

Era cierto, Melanie era muy precisa en esos temas. Me hizo jurarle que cuando me gustara un chico le pediría un concejo, debía sentirse traicionada.

Suspiré, rendida.

—Es... Pasó muy rápido.

Literalmente tres segundos.

—¿En dónde se conocieron? —Mel arqueó una ceja, como si oliera que algo no iba bien—. ¿Eres nuevo en la ciudad?

Busqué apoyo en Sara o en Evan, el que fuera, ya que Andrew no parecía muy interesado en llenar los huecos de la historia. Sara, que hacía una mueca de sufrimiento, se acercó a rescatarme.

—Melanie, ya te tienes que ir. Tenemos muchos temas que estudiar como ves, así que por favor... —La empujó hacia el recibidor.

—P-pero...

—Nos vemos en la preparatoria. —Fue lo último que escuché de ella antes de que Sara le cerrara la puerta probablemente en la cara.

Me alejé de Andrew en un salto.

—¡¿Cómo se te ocurre meterme en esto?! —exclamé, enojada.

Andrew, con toda la calma del mundo, se recostó en la pared y me miró, su expresión seria y mirada banal, en una situación así, me sacaba de los nervios.

—Cálmate, no es para tanto. Lo sabes, ¿verdad? Eso no importa, esos cotilleos ni siquiera deberían ocupar un espacio en tu cabeza, hay cosas más importantes que tu reputación escolar.

—Si no importa, ¿por qué lo hiciste? ¿Qué importa lo que piense Melanie o lo que diga la gente?

—Porque así cerraría la boca. Tampoco me importa si lo creen o no, pero la duda reducirá el número, con eso me conformo.

—¿El número de qué? —Me molestaba su completo desarraigo del tema.

Y como siempre, evadió la pregunta.

—¿Qué te preocupa? Tranquila, no eres mi tipo. No intentaré nada raro contigo.

Auch. Algo en esa oración hirió mi orgullo.

Estaba a punto de gritarle algo más, cuando Evan me interrumpió.

—Es bueno saber que se llevan mejor —comentó con una sonrisa.

—¡Cállate! —grité, enfurecida—. Eso no importa. No se desvíen del tema, tenemos una conversación pendiente.

Sara, con expresión seria y preocupada, se acercó desde el marco de la entrada a la sala.

—Sabes que te he dicho la verdad desde que despertaste. Nada de lo que dije es mentira.

—Omitir información también es mentir —espeté—. Siempre supiste que fuimos nosotros los del engaño, y, además, sabías la relación que mantenían Apolo y Atenea.

—Te lo iba a decir, te voy a decir todo, pero no en un solo día ni en una sola conversación. No lo entiendes, es demasiado, mucho por asimilar y por entender. Si te atragantas de información te explotará la cabeza.

Negué con la cabeza.

—Soy yo la que debo decidir cuánto puedo soportar. —La miré con todo el significado que pude—. Tu único deber es contestar a mis preguntas.

Tanto Andrew como Evan guardaron silencio. Si a Andrew le molestaba no saber ese detalle tan importante, no lo demostró.

El enojo se asomó en los ojos de mi amiga, la impaciencia.

—¡Tan solo ten paciencia! ¡Por los dioses, Ailyn! Cálmate un poco, ve despacio, por lo que más quieras... solo ve despacio...

Hubo un momento de silencio, incómodo, en el que mi amiga se frotó la cabeza y el puente de la nariz.

—Lo bueno es que descubrieron algo que tenían en común —dijo Evan, metiéndose en la conversación de repente. Miró a Andrew y luego me miró a mí, haciendo entender que iba para los dos—. Ahora que lo saben se llevarán mejor.

Observé a Andrew unos segundos, con el ceño fruncido. Él no parpadeó, me sostuvo la mirada con toda la naturalidad del mundo. Bufé en cuanto desvié la mirada, sabía que él no la retiraría primero. A Evan se le cayeron los hombros en medio de un suspiro.

Lo único que había conseguido al conocer ese detalle de mi vida pasada era incomodarme ante la presencia de Andrew. No solo me ponía nerviosa su atractivo, ahora también el saber que nuestras vidas pasadas se entrelazaron de esa forma.

En ese momento el sonido de una llamada entrante en mi celular nos tomó a todos por sorpresa. Busqué en mis bolsillos hasta que di con el aparato. En cuanto leí el identificador me quedé de piedra.

—Hola, mamá —saludé.

—¿Dónde estás, Ailyn? —preguntó sin siquiera saludar. Contuve el aliento sin darme cuenta.

—Camino a casa. El curso se extendió unos minutos de más y hay mucho tráfico, llegaré pronto.

Los demás me observaron, curiosos por la conversación. Andrew cerró los ojos y bajó la cabeza.

—Bien, no tardes. Quizá cuando llegues no esté en casa, tu hermano tiene un compromiso de última hora y lo tengo que acompañar. Tu padre está en la biblioteca, no debe tardar en llegar, es posible que te lo encuentres en la portería.

Papá siempre estaba en la biblioteca, o en la universidad, o leyendo en la sala o trabajando en algún proyecto en el computador.

—¿Qué compromiso? —quise saber, más por curiosidad que por otra cosa.

¿Qué clase de compromiso de última hora podría tener un niño de diez años un domingo en la tarde? Además de jugar voleibol no sabía qué otra cosa podría ser.

—Una exhibición de biología en su escuela. Lo había avisado días antes, pero lo olvidé. No tardaremos y para cuando lleguemos quiero verte en casa.

Se me hizo extraño, Cody siempre se encargaba de que nuestros padres no olvidaran sus eventos.

—Sí, así será. Nos vemos luego. —Colgué. Miré a los chicos mientras devolvía el celular a alguno de mis bolsillos—. Me tengo que ir, mi mamá... —Suspiré—. Larga historia. Debo llegar a casa pronto.

—Lo entendemos —dijo Evan con compresión—. Si encontramos algo acerca de la Luz de la Esperanza te avisaremos. Estaremos en contacto y Andrew estará contigo, si algo sucede estaremos ahí.

El tono que usó, su calma, esa que le restaba peso a la alocada situación donde me podrían volver a atacar, me sacó una sonrisa. Me sentía más tranquila, con la plena seguridad de que nada me pasaría.

Asentí. Sara se me acercó, dudó tomarme de las manos y al final no lo hizo. Una mueca se instaló en sus labios.

—Lo siento. Sé que quieres saber más... —Se interrumpió cuando notó mi mirada de desconfianza. Aún estaba molesta—. Y sigo prometiéndote respuestas luego... pero es verdad. Más tarde...

—Hablaremos, lo sé.

Me miró con ojos apagados, pero no añadió nada más. Andrew se enderezó y caminó hacia la salida, los otros dos lo siguieron.

A pesar de haber viajado en el tiempo no había mucha diferencia de antes de hacerlo. Solo descubrí lo de Apolo y Atenea y me llené la cabeza con preguntas que antes no tenía. Y aunque Sara tuviera las respuestas, no me las daría; por lo que necesitaba más información que tendría que reunir por mi propia cuenta.

De algo estaba segura: si quería conocer toda la verdad, tenía que volver al pasado. Debía viajar a una época donde las cosas empezaron a salir mal, conocer la raíz del problema.

En cuanto me decidí a hacerlo entendí que debía hacerlo sola. Andrew no me prestaría ni su magia ni su ayuda una segunda vez, por lo que no tenía más opción que tomar el libro de Evan y realizar el conjuro por mi cuenta. El cómo lo haría si no sabía usar magia era algo que averiguaría sobre la marcha.

Tomé mi bolso del suelo mientras los demás se adelantaban, y tan rápido como pude tomé el libro de Evan y lo guardé en el fondo del bolso. Lo acomodé mientras los alcanzaba, intentando no lucir sospechosa.

Caminé con seguridad y prisa a través del recibidor, pendiente de que el libro no se notara entre los cuadernos escolares. No miré a la cara ni a Evan ni a Sara, ellos debieron suponer que se debía a mi enfado. Alcancé a Andrew en mi moto antes de darme cuenta; me sudaba la nuca, un sudor helado.

Subí a la Suzuki tras Andrew como si ya fuera una costumbre; lo cierto era que en ese momento no me importaba si él conducía, solo quería irme antes de que notaran que faltaba el libro. La lengua me sabía amarga, un sabor molesto.

Cuando aceleró me sujeté de su cuerpo. Intenté no usar mucha fuerza, pero iba tan rápido que debía sujetarme bien o me caería. Evité pensar en lo sucedido, en nuestro pasado compartido, pero me era difícil solo ignorar algo tan importante.

—Gracias —solté de pronto.

—¿Por qué?

—Sabías que era arriesgado llevarme y aun así lo hiciste. Sara te sermoneó por ayudarme. Y, dentro de todo, me ayudaste más que ella. Gracias por eso.

Él no respondió, ni siquiera se volvió para mirarme, incluso dudé que me hubiera escuchado. Aceleró a tal punto que el viento no me dejó oír mis propios pensamientos.

No le dije nada a Andrew cuando me bajé de la moto con el casco en mis manos, intentando que el casco ocultara mi bolso que de repente estaba abultado por el libro. Caminé hacia las escaleras a un ritmo normal y la cabeza recta, respirando con calma para evitar que las gotas de sudor se resbalaran por mis cienes.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Andrew. Ya no oía el sonido del motor.

Mis pies se detuvieron por reflejo; aún no había subido el primer peldaño.

—¿A qué te refieres? —mascullé, mirándolo sobre mi hombro.

Estaba a pocos pasos de mí, observándome con una fijeza demasiado poderosa. Esa mirada dura, con ese filo, que lo hacían parecer el peor de los jueces.

—Lo que tomaste antes de salir. No es tuyo. ¿Qué planes hacer con él?

Un frio viento recorrió mi espalda húmeda de sudor, mi corazón golpeó una sola vez, como un salto del susto.

—Lo devolveré en cuanto lo use.

Dio un paso hacia mí, una sola zancada que lo dejó respirando sobre mi cabeza.

—¿Para qué exactamente lo vas a usar? —insistió.

No fui capaz de tragar saliva.

—Vol... Volveré. Echaré un vistazo al pasado y regresaré. Aun no es... No es suficiente. Lo que vimos

—¿Sola? ¿Cómo se supone que lo harás sola? —Me interrumpió—. No sabes usar magia, dudo que sepas entender lo que lees. Así que dime, ¿cómo harás algo que me pediste que hiciera antes porque sabes que no lo puedes hacer?

Apreté los labios, abracé el casco en mis brazos, protegí mi bolso.

—Me las arreglaré —espeté, cortante.

—No es cierto. No lo harás, no esta vez y mucho menos sola.

Supe que me quitaría el libro mucho antes de notar cómo movía su cuerpo para alcanzar mi bolso bajo el casco. Entré en pánico en ese momento, sentí que me arrebataban de las manos mi boleto de información, que frenaban mis intentos por entender...

Actué por impulso, no pensé muy bien lo que hacía cuando apreté una parte del casco y me giré. Apunté a su cabeza sin notarlo, desesperada por defenderme, con la parte de atrás lista para el impacto.

Sin embargo, en cuanto Andrew detuvo mi ataque con sus manos, cuando atrapó el casco en trayectoria justo a centímetros de su cabeza, recordé los increíbles reflejos que tenía, tan veloces que se escapaban a mis ojos.

Lo miré, él levantó la atención del casco en sus manos y me dedicó esa mirada entrecerrada, ese ceño fruncido, esos ojos oscuros tan severos y fríos.

—Lo siento —murmuré.

Por una fracción de segundo vi la confusión en sus ojos, pero duró tan poco que cuando adivinó lo que haría ya fue demasiado tarde.

Mi pie se levantó tan rápido del suelo que casi perdí el equilibrio, y dolió justo cuando alcanzó la entrepierna del chico. No hizo ninguna mueca, tan solo me miró y sus hombros temblaron, se estremeció de tal forma que incluso a mí me dolió. Mi pie me quedó doliendo por la fuerza que usé, no quería imaginar el terrible dolor que se expandió por sus partes íntimas y por todo su cuerpo a consecuencia.

Soltó el casco por el dolor, se encorvó un poco, no mucho, pero lo suficiente para saber que pese a toda su divinidad sí le afectaba un golpe así.

El casco cayó al suelo. Corrí, subí tan rápido como todos esos años de práctica me permitieron. No usar el elevador tenía sus ventajas, era más rápida que el promedio en subir escaleras.

—¡Will! —Oí el grito de Andrew desde abajo—. Maldición, ¡vuelve aquí!

Detecté el titubeo del dolor en su voz y me sentí culpable. Nunca había golpeado a nadie de esa forma y tampoco tenía modo de saber qué tanto dolía, pero sabía que era de los peores lugares para apuntar.

Tenía tiempo de ventaja contra la rapidez de Andrew, eso sumado el hecho de que de seguro el golpe lo retrasaría un poco en alcanzarme. Y, aun así, cuando estaba a pocos escalones de mi piso pude oír sus pisadas. Grandes y fuertes zancadas, tal vez se saltaba varios peldaños por alcanzarme.

Mi corazón me avisó del pánico, de lo nerviosa que estaba y de lo agitada que me encontraba. Jadeé, me dolieron las rodillas por un mal movimiento que hice al saltarme los escalones faltantes.

Las pisadas se volvieron más fuertes cuando introduje con torpeza la llave en la cerradura. Tenía tanto afán que terminé por caer al interior de mi departamento cuando la puerta se abrió. Vi la figura de Andrew cuando empujé con fuerza la puerta para cerrarla, y justo cuando le puse el seguro oí el impacto de su cuerpo contra la puerta.

Se movió, cimbró en sus uniones ante la fuerza que usó Andrew para abrirla. Lo hizo dos veces, para cuando hizo una pausa para la tercera vez supe que no necesitaba derribar la puerta para entrar, que tendría sus métodos para detenerme.

—¡Abre la maldita puerta! —ordenó, iracundo, golpeando por tercera vez. La puerta no resistiría, no por mucho—. ¡Ábrela o juro que la tiro!

Tragué saliva al fin, tenía la garganta seca de hiperventilar. Miré a mi alrededor, desesperada; no había nadie, por suerte. No esperé a que entrara, me alejé tanto de la puerta como pude.

Corrí a mi habitación con el corazón en la boca y el bolso en mis manos. Saqué el libro de Evan y tiré el bolso a alguna parte, para cuando llegué a mi habitación cerré la puerta con seguro sin detenerme a saber si Andrew ya había traspasado la entrada.

Abrí el libro entonces, expectante y nerviosa, pero me llevé una enorme sorpresa al ver que sus páginas estaban en blanco. Por las primeras cien hojas no había nada, ni texto ni imágenes. Seguí pasando las hojas, asustada de que todo eso fuera para nada y apretando los dientes para contener la tensión.

Me detuve en cuanto me encontré con dibujos y pequeños párrafos de texto, tenía palabras en un idioma que no conocía, pero en su mayoría estaba en español. Leí tan rápido como pude, bajo tanta presión que me salté algunas frases.

Cesé la búsqueda al encontrar un hechizo llamado Teleftaíos, que según decía, servía para ver memorias de vidas pasadas. Era diferente al que Andrew había usado, pero en cuanto un brillo azul celeste se hizo visible bajo mi puerta omití la parte en la que leía más allá de eso.

El brillo cesó, oí las pisadas de Andrew y su voz ordenándome que me detuviera. Estaba adentro. Mi cuerpo comenzó a temblar, mis manos sudaban tanto que era difícil sostener el libro.

—¡Will!

Me concentré en la página, en las letras, en esa palabra en específico. Intenté respirar; no pude. Fue difícil intentar usar magia cuando no sabía hacerlo y contra el reloj andante llamado Andrew.

Teleftaíos —pronuncié. Nada sucedió—. Teleftaíos. Teleftaíos. ¡Teleftaíos!

Nada pasó, no sentí nada. ¿Cómo se sentía la magia? Inútil, lo que hacía era inútil.

Oí los golpes contra mi puerta. Andrew me encontró. Golpeó y golpeó, su sombra bajo la puerta estaba inmóvil, su voz resonaba en toda mi habitación.

—Entraré, Will. Lo sabes. Así que detente ahora mismo.

No. No podía. Tenía que hacerlo, que verlo, que entenderlo.

Hice una mueca, los músculos de mi cara se contrajeron. No podía solo... no funcionar. Miré la hoja, el conjuro, la palabra. La repetí mentalmente tanto pude, puse toda mi fe y todos mis deseos en ella, en cada letra y cada acento.

Teleftaíos —supliqué.

Viento. No hubo luces ni brillo, pareció incluso oscuro, opaco. Me envolvió como una cortina, como tela flotante. Vi pequeñas partículas de colores, doradas y separadas entre sí, pocas, como si fuera tela de estrellas.

Sentí una corriente fría acompañaba el viento con forma de tela. Dejé de sentir el libro en mis manos, mis pies se sintieron más livianos. Mi habitación comenzó a desvanecerse, cada vez reconocí menos detalles, perdió definición.

La puerta crujió al hacerse pedazos, el cuerpo de Andrew apareció como si hubiera emergido de las sombras. No supe cómo me miró, y aunque habló no vi sus labios moverse. Se hizo una mancha, se desvaneció como todo lo demás.

—¡Will!

Cortinas de un intenso y vivido color rojo. Eso fue lo primero que vi cuando decidí abrir los ojos. La noche me recibió a través de la ventana, un cielo lleno de estrellas brillantes sin ninguna nube. Las cortinas ondeaban al ritmo de la tierna brisa sobre las paredes y algunas ventanas del Olimpo, tan altas como las recordaba.

Los candelabros iluminaban el pasillo cada pocos metros, velas que brillaban con una luz sobrenatural. El contraste de colores entre los fríos del exterior y los cálidos del interior le daban al ambiente una sensación de protección.

Mi cuerpo se veía casi transparente, mis colores eran diluidos y podría ver a través de mi mano. No me di cuenta hasta que alguien me atravesó que ese corredor estaba lleno de gente.

Me giré, curiosa y con el corazón latiéndome rápido, estaba nerviosa por lo que vería y por si podría manejar ese conjuro sola. Docenas de personas iban y venían de un lado a otro, conversando entre sí o solo caminando. Iban vestidos con todo tipo de ropas, algunos con confecciones más sofisticadas que otros, ropa sencilla y despampanantes diseños: largos vestidos de seda, camisas de cola con costuras doradas, armaduras ornamentales, túnicas de colores neutros, atuendos de dos piezas que parecían una obra de arte. Colores vibrantes y muchos accesorios de oro y plata, desde coronas hasta tobilleras.

Y aun con esos vestidos y adornos, lo que me dijo que se trataban de dioses fue su belleza. Rostros hermosos y cuerpos gloriosos inundaban el palacio, caminaban con la elegancia de los reyes de un lado a otro, todos eran tan apuestos que parecían familia de Sara y los demás. Tenían movimientos característicos, sutiles, con sus manos y cabeza que les otorgaban confianza y soberbia, también poder. Me estremecí cuando vi a algunos sonreír, eran sonrisas traicioneras, engañosas, las había visto en las fiestas de los Morgan muchas veces.

El pasillo daba a un gran salón de puertas altas y abiertas en dos hacia el corredor, un salón. La gente, los dioses, se dirigían a su interior guiados por mujeres de vestimenta más humilde: túnicas blancas y rostros idénticos.

Entré también, atravesé a algunos dioses como si no estuvieran ahí. Oí risas, conversaban, pero no me detuve a escuchar gran cosa.

El interior era más despampanante que el pasillo. Las mismas cortinas rojas cubrían las paredes, un salón más grande que una cancha de futbol americano, candelabros con diseños complicados colgaban del centro de todo, en un techo tan alto que las voces de los dioses hacían eco. Los tonos del oro lo cubrían todo, oro rosa y anaranjado, rojo brillante.

Cientos de dioses se reunían allí, la mayoría bebía algo en copas, un líquido entre transparente y anaranjado, otros degustaban bocadillos pequeños dispuestos en mesas aquí y allá. ¿Un baile? No, nadie bailaba, no había música más allá de un leve tintineo rítmico misterioso. ¿Una reunión? No, el ambiente era muy festivo. Entonces, ¿qué evento era ese y por qué lo estaba viendo?

Me adentré más en el salón; un ligero olor a canela impregnaba el lugar, haciéndolo todavía más acogedor. Algunos dioses eran más grandes o más bajos que el promedio, sus vestidos parecían tener un mensaje que yo no entendía, había incluso algunos cuyos colores de piel eran un disparate.

Vi una diosa con el pelo rosa y vestido de flores, un dios vestido de negro con un atuendo que parecía humo, otra diosa tenía la piel de color bronce y muchos de los presentes eran de ojos heterocromaticos. No había ninguno parecido a otro, cada uno parecía tener su estilo y su sello, su... ¿cómo había dicho Evan? Dones. Todos tenían dones diferentes que representaban en el exterior.

—¿A quiénes cree usted que elegirá, Señor? —peguntó una de las diosas a un dios en particular. Tenía hojas de uva en la cabeza y ojos violetas, su piel era un suave tono moreno.

El dios sonrió mientras bebía de su copa, una sonrisa traviesa entre sorbos, irónica, como si la pregunta fuera graciosa. La diosa que habló y otros dos parecían muy atentos a su presencia.

—A los dioses olímpicos por supuesto —dijo al final—. Todo esto no es más que una pantomima, o cortesía si así lo prefieren. Por supuesto que Zeus lo quiere a lo grande, son sus mascotas, desea presumirlas.

—¿Pantomima? ¿Por qué lo dice? ¿Acaso sospecha de algo? —inquirió otro de los dioses del grupo.

—Además, usted también es un dios olímpico —dijo la primera diosa.

El dios de ojos color uva sonrió más; observaba su copa con gran interés.

—Humm. No lo sé. Hay cierta preferencia incluso entre nosotros. Zeus tiene su favorita... —Hizo una pausa. Dejó de mirar la copa y alzó la mirada—. Ya va a empezar.

Y así fue. El misterioso tintinar de fondo de apagó, dejando solo los murmullos de todos los dioses, que gradualmente también se callaron. Por unos segundos reinó el silencio, hasta que las velas se apagaron, dejando entrar la noche al salón. Por un momento los colores dorados fueron reemplazados por el azul violáceo del cielo, de la oscuridad, hasta que una luz blanca apareció sobre un proscenio. Las cortinas se corrieron, dejando a la vista a una única persona en un ángulo que la hacía ver superior e inalcanzable.

Un hombre. Grande, imponente, de presencia tan abrumadora que me erizó los vellos de todo mi cuerpo. Sus ojos... Era mucho más severos que los de Andrew, los de ese sujeto no eran una advertencia, eran una sentencia; más dorados como los de Apolo, con una sombra cruel y un filo peligroso en ellos. No vi amabilidad, humanidad. No vi misericordia.

El salón se quedó en pausa, suspendidos en el aire como si ante aquella presencia no debieran ni respirar. Casi pude sentir la tensión, la opresión en el aire. El poder que despedía el hombre.

Y aun con su escalofriante mirada, era hermoso. Una belleza madura, facciones duras y ángulos determinados; poseía el mismo atractivo que los demás dioses. Su cabello eran tan fino que parecía hilo dorado, más largo que sus hombros, lo llevaba suelto, bien arreglado y peinado. Cejas gruesas, labios delgados, piel bronceada.

Una capa de color crudo lo cubría de hombros a pies, arrastrándola algunos metros por detrás, de bordes dorados y un gran broche sobre su pectoral izquierdo. Desde mi posición no pude ver el emblema, tampoco si bajo la capa que lo cubría salvo la cabeza traía un traje más elaborado.

—Orden —habló el hombre. Su voz era un torrente, amplificada y pesada, firme—. El orden le indica a cada individuo su lugar en mi cosmos. Os ayuda a reconocer la fuerza y el poder, a temer cuando hay que temer. Los humanos no son tan consientes de nuestro orden como preferiría, al igual de aquellas deidades que osan desafiar mi soberanía y dominio.

Los dioses escucharon, nadie lo interrumpió. Me llamó la atención el hecho de que no saludó, fue tan directo al punto que me sorprendió. Sin duda se trataba de Zeus, no podía imaginarme a otro dios hablar así.

—Por dicho motivo —continuó— he decidido elegir de entre vosotros a un grupo de dioses que marquen los límites que tantos habéis olvidado. Fuerza, poder, confianza, sabiduría. Serán las cualidades que reflejarán a los tres mundos. Su marca será mi marca, su palabra será vuestra ley, sus acciones serán orden.

Sus ojos dorados se encendieron en un tono vivo, brillaron como un bombillo. Un gesto con sus cejas endureció todavía más toda su expresión. Su sola figura pareció adquirir más poder en un segundo. Me sentí pequeña ante él, tan insignificante como un insecto.

No me había dado cuenta de que mi boca estaba abierta de la impresión. ¿Por qué el conjuro me llevó a esa fecha? No sabía qué día era, pero por el anuncio de Zeus me quedó claro que ese fue el momento en que los Dioses Guardianes nacieron. Una emoción agitante me revolvió el pecho cuando los dioses comenzaron a murmurar, cuando Zeus se centró realmente en la multitud.

—Perfección. La divinidad afín con el sol, con la vida. Un alma libre que brinda su luz a todos vosotros. Instinto. La divinidad unida a la luna, a la naturaleza misma. Un alma silvestre que representa dones puros y fundamentales. Salud y enfermedad, luz y oscuridad, la dualidad de Leto, la dualidad del mundo. ¡Los mellizos Apolo y Artemisa!

La multitud hizo un espacio, se abrió un hueco a mi derecha. Un camino se abrió entre los dos dioses y el escenario, hacia Zeus. Apolo y Artemisa, ataviados de trajes a juego que usaban como base tela azul índigo, detalles y adornos dorados. Ella usaba un vestido largo y conservador, sin dejar de lucir preciosa a contraste con su rubio cabello, él iba con un traje de dos piezas y cola, con una corona dorada de laureles.

Sonrieron en cuanto fueron nombrados, levantaron en alto la cabeza y avanzaron hacia el dios de dioses. No hicieron ningún comentario, Zeus tampoco, pero los murmullos no se hicieron esperar mientras se posicionaban al fondo del dios sobre el escenario.

—Pasión. Divinidad de unión y perdición. De naturaleza intensa y peligrosa, cuya belleza os ha demostrado el poder tras el control. El placer de los mortales e inmortales, vuestra adicción. ¡Afrodita!

De nuevo se abrió un espacio a su alrededor, los dioses se alejaron de ella. Su vestido, tan rojo como las cortinas, destacó solo en ese momento; brillaba en detalles de bronce. Su sonrisa fue sensual, arrogante, mientras que caminaba hacia Zeus.

—Fuerza. La única deidad capaz de derrotar a su enemigo con tan solo mover un dedo. De cualidades feroces y primitivas, bañado en la sangre de sus enemigos. Muerte y destrucción, el aliado más poderoso. ¡Ares!

Me dio la impresión de que en esta ocasión los dioses corrieron lejos de él, el espacio a su alrededor se formó más rápido que el de los demás. Sus ojos estaban encendidos, un aura amenazante lo rodeaba. Cuando caminó hacia los demás pareció hacer cráteres en el suelo, a cada paso, a cada retumbar.

—Astucia. Divinidad veloz e intrépida. Oídos perspicaces y conocimientos insuperables, de alma viajera. Dueño de sus palabras, mensajero de los dioses. ¡Hermes!

Salió de algún lugar a mi espalda, lo alcancé a ver cuándo pasó por mi lago. Su atuendo era más formal que el de la mayoría, su postura más elegante, expresión más neutra.

Cinco dioses se encontraban a la espalda de Zeus, tres a un lado y dos al otro, con posturas firmes y sonrisas triunfantes, arrogantes, ojos fríos y mirada intimidante. Se veían feroces, peligrosos.

En ese momento una llovizna delgada entró por las ventanas, las cortinas se movieron con violencia, las velas bailaron. Hubo murmullos y exclamaciones, y cuando todos posaron su atención de nuevo sobre el proscenio, una nueva deidad de encontraba justo a la espalda de Zeus. Un dios de complexión similar y ojos azules, de túnica simple y mirada seria, fría, imponente.

—El refuerzo del temor es vuestro recordatorio —exclamó Zeus—. Es crucial conservar el orden, no olvidar vuestro puesto en el universo. Por un motivo tan especifico, Poseidón, divinidad intensa y basta, con un poder superior, se unirá al grupo que he seleccionado.

Poseidón se ubicó al lado de los demás dioses, manteniendo su postura. Zeus, por otro lado, se mantuvo en su lugar y con un tono de voz todavía más marcado, siguió hablando.

—Sabiduría. La sabiduría de los dioses, su divinidad misma. Deidad que posee las cualidades de una líder y dones de una soberana. Firme y fuerte, capaz de grandes proezas y la diosa más poderosa de mi panteón. De alma devota, ideales claros y orgullo inquebrantable. El orgullo del Olimpo. ¡Palas Atenea!

La puerta se abrió, sonó por todo el salón el estruendo al chocar con las paredes; yo ni siquiera sabía que estaba cerrada. Todos se volvieron hacia la entrada conteniendo el aliento, entre ellos yo. Y ahí estaba ella, Atenea, parada con todo orgullo bajo el marco de la puerta, captando la atención de todos los presentes como si callara incluso sus respiraciones.

No llevaba vestido como Afrodita, no era despampanante como los demás y tampoco tenía grandes adornos. Una túnica sencilla la cubría, junto con una capa tan blanca como la túnica; seda, se movía a su paso como si fuera viento a su merced. Su cabello recogido y sus accesorios de oro modestos, más que restarme merito, la resaltaban. Todos iban elegantes, mostrando diseños impresionantes; ella no. Atenea lucía imponente e importante en su atuendo más básico.

Caminó por el salón, los dioses le abrieron paso. No miró a nadie salvo a Zeus, sus ojos tan severos como los de él, de postura tan intimidante y gran presencia. Se sentía casi igual que Zeus, como si pudiera arrebatarle la vida a cualquiera con tan solo mirarlo.

Se ubicó al lado de Zeus con total naturalidad, no atrás como los demás. Miró a los dioses sin decir una palabra, con una mirada tan fría y mortífera como el dios de dioses. Su belleza era notable, resaltaba incluso entre Artemisa y Afrodita; tenía un halo de energía que la hacía lucir superior, inalcanzable.

—Aquí presentes, dioses olímpicos, hijos míos, ¡os presento a los Dioses Guardianes! Divinidades a cargo de proteger el orden y las creaciones de los dioses; el seguro de los dioses, la esperanza de los humanos.

La respuesta por parte del público fue automática: todos se arrodillaron. No fueron simples reverencias, literalmente se arrodillaron ante los dioses, ante Zeus. Una señal de respeto y sumisión, una línea que marcó la deferencia entre ellos y los Dioses Guardianes. Pude sentir en cada pedazo de mi piel la presión, la tensión que se expandió por la sala, como si aplastara a las divinidades y enalteciera a los hijos de Zeus.

—¡Coméis y bebéis! Esta noche el Olimpo se llena de gozo y orgullo, ¡esta noche marca el inicio de una nueva era!

Eso fue todo lo que necesitaron los presentes para hacerlo. Comieron y bebieron como si fuera una fiesta.

En algún momento Zeus abandonó el salón, los dioses siguieron comienzo y charlando, la mayor parte de las conversaciones fueron sobre los Dioses Guardianes y sobre su líder, Atenea. No se atrevieron a hacer malos comentarios, pero pude notar ese ambiente incomodo, esa envidia y molestia ante los elegidos.

No supe cuánto tiempo pasó hasta que los Dioses Guardianes abandonaron el salón, pero los seguí en cuanto lo hicieron. Atravesaron algunos pasillos y puertas hasta llegar a una habitación más pequeña, sin ventanas y una sola puerta, iluminada por velas de luz violeta, no amarilla. Solo había una mesa de cristal, rectangular y ridículamente larga, donde a la cabeza Zeus se encontraba sentado.

Los dioses tomaron asiento luego de hacer una pequeña reverencia a Zeus, en completo silencio y cada uno muy consciente de su respectivo puesto. Atenea se sentó frente a Zeus, en la otra cabeza con varios metros de distancia. Apolo fue el que más cerca se sentó de Atenea, y noté que éste cada cierto tiempo le lanzaba una mirada curiosa a la diosa, pero ella estaba muy ocupada con su seriedad y cara de póker para prestarle atención.

Se conocían de antes, ¿verdad? Era difícil saber cuándo no sabía qué fecha era, y aunque lo supiera yo no conocía sobre cronología griega. ¿Cuánto tiempo llevaban Apolo y Atenea de conocerse? Porque justo en ese momento no parecían poco más que conocidos.

—Vuestro nombramiento ha sido oficial —dijo Zeus. Sus ojos seguían siendo tan severos como antes—, vuestras funciones empezarán a partir del nuevo calendario. Ya hablamos sobre vuestras prioridades y protocolo, espero que no tengáis inconveniente con la tarea que os he encargado.

Atenea asintió una sola vez, mirando al dios a los ojos sin inmutarse.

—Equilibrio. Orden —contestó en un tono formal—. La sabiduría de los dioses debe cubrir cada rincón de esta tierra.

—Aquí, en Kamigami, en el Inframundo. En los tres mundos. Cualquier deidad que amenace el orden será vuestra responsabilidad. —Zeus entrecerró los ojos, pensativo—. Prestad especial atención a Hades, últimamente ha adoptado conductas poco propias de él, mantener el tratado forma parte de ese orden. Equilibrio hasta en la más mínima expresión, humanos, deidades, todo debe tener orden. Proteged a los humanos, de deidades y de ellos mismos. Velad por su futuro en todo momento y en cada aspecto.

Los dioses asintieron, fue Atenea quien habló:

—Eso haremos, Señor.

Zeus le sostuvo la mirada por un rato, hasta que al final volvió a tomar la palabra.

—Atenea, vuestra líder, como imagino los habrás puesto al tanto, está a cargo de proteger la Luz de la Esperanza. Su don, el «Filtro», la hace la única adecuada para velar por su seguridad. Sin embargo, su bienestar está en manos de los Dioses Guardianes en conjunto. Hace parte del futuro de los humanos, recae en vuestras tareas.

¿Filtro? ¿Eso qué era? Al menos confirmé que en efecto Atenea era su custodia, ayudada por los demás supuse. Pero ¿qué era? ¿En dónde la ocultó Atenea?

Vi la sorpresa en algunos rostros. Los dioses miraron a Atenea al mismo tiempo, ella no hizo ningún gesto ante el repentino escrutinio, se mantuvo seria y serena.

—Había mencionado algo —dijo Afrodita, mirando a la diosa—, pero no nos dio un nombre tan esclarecedor. No tenía conocimiento de su existencia.

—Existe —remarcó Zeus aun con los ojos entrecerrados—. Es algo que tomé de la primera mujer humana hace miles de años, lo único que pude conservar de su caja. Solo Atenea puede esconderla. Si alguna deidad llega a poseerla, el futuro de la humanidad habrá terminado antes de comenzar. No debo remarcar el hecho de que nadie fuera de esta habitación lo sabe, por lo que conservar la confidencialidad al respecto es de vital importancia.

Miró a Atenea mientras hablaba todo el tiempo, casi ignorando la presencia de los demás presentes. Ella asintió, igual que los demás.

—Sí, Señor.

El velo de viento de antes me rodeó, las pequeñas partículas brillantes nublaron mi visión. Sentí el cuerpo ligero, la escena frente a mis ojos se desvaneció por completo. ¿Cómo hizo Andrew para controlar el conjuro? Y más importante aún, ¿a dónde me llevaba en ese preciso momento?

Era de día, el atardecer pintaba el cielo de hermosos colores. Me encontraba en una montaña no muy alta, con una pequeña aldea a sus pies. Atenea estaba ahí, vestida con una capa de seda blanca y con el cabello recogido. Observaba el pueblo con atención y seriedad, en calma.

Me quedé a unos metros de distancia mientras la observaba, esperando lo que ocurriría. De espalda lucía más alta, casi humana, pero al mismo tiempo desprendía esa aura de superioridad que había notado antes.

Algo brilló a mi lado, una luz amarilla que formaba una silueta humana. La luz pronto se convirtió en una persona, en un dios. Lo primero que vi fue su sonrisa radiante, blanca y perfecta, luego su cabello rubio me indicó de quién se trataba. Sus ojos dorados miraron con fijeza a la diosa, traviesos y despreocupados.

Cuando dejó de brillar y su cuerpo se formó por completo, Apolo caminó hacia Atenea. Ella no movió ningún musculo mientras el dios se posicionaba a su lado; así los dos observaron la aldea en silencio por un rato. Me acerqué para oír mejor.

—¿Algo interesante? —preguntó el dios del sol, usando un tono casual y alegre—. Llevas varias horas aquí, observando el silencio.

La diosa ni siquiera se volvió para mirarlo pese a que él sí tenía sus ojos sobre ella.

—¿Qué haces aquí, Apolo? —respondió con sequedad, sonando casi descortés—. ¿A qué viniste?

Apolo sonrió, una sonrisa algo picara, atractiva, tan sensual que me sonrojé de solo mirarla.

—A ver lo que tenías en mente. Cuando te quedas horas así, tan pensativa y con un punto de atención fijo, algo grande siempre pasa.

—Veo que tienes mucho tiempo libre, siempre que nos encontramos no estás haciendo nada.

El dios se encogió de hombros.

—No soy yo el que desata guerras, no hago nada malo.

—No haces nada —repuso la diosa. Lo miró por el rabillo de su ojo, ella tenía el ceño levemente fruncido—. Eres un vago e irresponsable. A duras penas haces lo que se te asigna.

Pero la sonrisa del dios no desapareció aun con sus duras palabras. Continuó mirándola, sus ojos brillaban, no sabía si era efecto de la luz o era algo mágico, pero había felicidad en esos ojos, genuina.

—¿Cuál es tu interés por la aldea? —preguntó él.

La diosa no se inmutó.

—Ninguno en particular. Solo pensaba.

Se le escapó una corta carcajada al dios, algo que llamó un poco la atención de Atenea. Lo miró con ojos serios mientras él sonreía.

—Cuando la gran Atenea «solo piensa» suceden acontecimientos excepcionales. ¿Qué harás esta vez? —Señaló con la cabeza la aldea que ya se estaba encendiendo en antorchas para la llegada de la noche—. ¿Les darás prosperidad o hundirás su aldea?

—¿Por qué te interesa? —Si la diosa se enojó por su comentario no lo demostró.

Apolo parpadeó, fue un gesto perezoso pero atractivo, hecho a conciencia tal vez.

—Tengo curiosidad, siempre tengo curiosidad cuando se trata de ti. At. —Hizo una pausa, Atenea lo miró de perfil con la seriedad que solía mostrar. Al no responder, Apolo continuó—. Pronto anochecerá, ¿quieres caminar conmigo? Sé que te gusta dar paseos de noche.

Atenea volvió su atención completa a la aldea.

—Estoy y estaré ocupada. Puedes ir solo.

Por un segundo la sonrisa de Apolo flaqueó, algo pareció causarle gracia porque soltó un bufido de burla.

—No tendría sentido hacerlo. El punto es pasar tiempo contigo, a solas, que pienses en mí en lugar de los demás. —Se acercó un poco a Atenea. Levantó su mano, intentó rozar los mechones sueltos de la diosa con sus dedos—. Quiero que pases una noche conmigo.

Se ganó la atención de Atenea, pero tal vez no fue de la forma que esperaba. La diosa hizo un solo movimiento, casi ni percibí el momento en que alejó la mano de Apolo de su cabello de un manotazo. Oí el sonido del rechazo, los ojos de ella brillaban en desafío.

—Atrévete a tocarme de nuevo y perderás el brazo. No estoy para tus juegos, Apolo, no tengo la paciencia para lidiar con tu inmadurez ahora, así que vete, ya.

El dios le sostuvo la mirada, primero confundido, sorprendido, hasta que sacudió la cabeza y comenzó a reírse. Ocultó su rostro en una de sus manos, se peinó el pelo hacia atrás antes de volver a mirar a Atenea a los ojos.

—Creo que me malinterpretaste, At. No pensaba en pasar la noche de esa forma, solo... —Se rio de nuevo, parecía avergonzado—. Quiero que me dejes conocerte mejor...

—Detente, Apolo —repitió la diosa—. Te conozco bien, tu reputación te precede, tus amoríos compiten solo con los de Zeus. Te dije que no tengo tiempo para tus juegos.

Ella fue la primera en moverse. Mantuvo su postura y su mirada severa mientras se daba vuelta para marcharse. Pasó por mi lado, vi las curvas de su rostro y la sentencia en sus ojos, tan magnifica como los dioses.

Apolo soltó un gran suspiro en cuando ella desapareció en la montaña. Su sonrisa se fue y frunció los labios, me pareció ver tristeza en sus dorados ojos.

¿Acaso esa fue la primera vez que Apolo intentó algo con Atenea? ¿Cuánto tiempo desde la formación de los Dioses Guardianes había pasado?

Verlos juntos me hizo sentir un poco menos avergonzada con el tema. Apolo era tan diferente a Andrew que podía verlos como dos personas por separado; Apolo sonreía, era cálido, bromeaba; Andrew era rígido, un enorme muro de concreto. Era lo mismo con Atenea y conmigo, tan diferentes que aún no me creía que yo fuera su reencarnación, siempre que la veía de cerca podía ver mejor esa línea que nos dividía.

De nuevo el velo me envolvió, el viento me llevó a otra escena, a otra época. Me hubiera gustado tener algo que me indicara qué fecha era o cuánto tiempo pasaba entre recuerdos, pero ni siquiera sabía cómo se dirigía ese conjuro. Solo iba a donde me arrastrara.

El mar, la noche reflejándose en las aguas tranquilas. Estrellas y aves volando de un lado a otro. Olía a sal, también a hiervas, y el clima era agradablemente cálido.

Los vi a los dos entonces. Caminaban por el borde de la playa, con la única luz de las estrellas como guía, solos. Uno al lado del otro, conversando de forma amena y natural, para mi sorpresa. A veces Apolo le rozaba las manos, en otras Atenea lo miraba de una forma... cariñosa.

Mi mandíbula se descolgó en cuanto vi la pequeña sonrisa de Atenea cuando Apolo le hablaba. No podía ser la misma Atenea de antes.

El dios del sol se veía tan feliz, tan inmensamente alegre que su sonrisa me hizo sonreír a mí también. De la misma forma que a Atenea. Ella lo miraba con ojos más cálidos, honestos, brillantes...

No creí que ella fuera capaz de sonreír así, de relajar su expresión y demostrar algo más que dureza en sus ojos. Podía ver el amor en los ojos de Apolo cuando la miraba, ver su felicidad, mientras que en los de ella solo había... paz, tranquilidad.

Me acerqué a ellos. Hablaban de algo que no entendía, una situación sobre unos atenienses y algo sobre unos proyectos, una conversación que de hecho me pareció muy... cotidiana. Así lo tomaban ellos, como si fuera gracioso y normal hablar y reír sobre esos temas. Apolo era el que más hablaba, Atenea soltaba pequeñas frases o recordaba hechos y asentía.

Así pasaron un largo rato, caminaron y hablaron mientras yo los seguía, con el sonido de las olas a sus pies y la luz de las estrellas. En algún momento comenzaron a charlar sobre los humanos, sobre sus costumbres y las cosas que hacían, sobre sus vidas. Se tomaron un rato en el tema hasta que a Atenea se le fue borrando la sonrisa. Retomó su mirada seria, parecía preocupada. Al final se detuvo en seco, llamando la atención del dios que se interrumpió a media oración.

—¿At? —la llamó.

—Hagámoslo —soltó ella luego de unos segundos. Miró al dios a los ojos, con una intensidad abrazadora.

—Hacer... ¿qué cosa?

—Humanos. Vivir como humanos. Hagámoslo.

¡¿Qué cosa?!

Apolo frunció el ceño, su boca se entreabrió, pero no tanto como la mía. Se acercó a ella, las manos extendidas, expresión confundida.

—At, eso no era en serio. Sé que nunca dejarías...

—Lo haré —dijo ella, con una determinación abrumadora.

Apolo se mostró todavía más confundido.

—¿Abandonarlo? ¿Todo? ¿A ellos, a los humanos, a tus dones? ¿Serías capaz incluso de renunciar a la Luz de la Esperanza? —Él negó con la cabeza, lucía dolido—. Nunca te pediría que hicieras algo así por mí.

—No es solo por ti —replicó la diosa conservando su tono, sin titubear—. También es por mí. Tampoco es algo que lleve pensando uno o dos días, llevo años meditándolo.

El dios tragó saliva, miró a los ojos a Atenea, sus pupilas bailaban.

—¿Es por mi culpa? Por haber insistido tanto contigo, por haberme enamorado de ti... ¿Por eso tú...?

Atenea posó su mano sobre la mejilla del dios con cuidado. Su mirada, aun determinada, se suavizó en ese momento.

—Me he dedicado a esto toda mi vida, incluso antes de nacer ya tenía mi futuro escrito en piedra. Las profecías, las responsabilidades, las misiones... a veces simplemente...

—¿Estás cansada? At, te entiendo mejor que nadie. Pero te he visto sonreír con ellos, te he visto feliz, ¿en serio puedes dejarlos? Son tu felicidad.

La diosa inclinó la cabeza, sus ojos brillaron.

—Tú eres mi felicidad, Apolo. Y lo sé. Sé lo que implica. Pero estarán bien, ellos, los humanos, los dioses, siempre están bien. Yo solo... —Suspiró— quiero eso, esa vida tan simple, tan corta, tan especial... Y la quiero vivir contigo.

Las manos de Apolo buscaron las de Atenea, la sujetó con fuerza y luego las llevó a sus labios y las besó. El viento cambió de dirección con el beso, como si también se hubiera conmovido. La diosa no dejó de mirarlo a los ojos.

—Siempre piensas en los demás —El tono que usó Apolo reflejó dolor, frustración—, nunca en lo que tú quieres o mereces. No tienes sueños. Y todos son injustos contigo. «Atenea no debe enamorarse», «es así, debe comportarse de tal forma». Y así eres tú, sé que no han sido imposiciones, pero luego de un tiempo simplemente comenzaron a serlo. Toda tu vida te han cargado de responsabilidades y se niegan a dejarte siquiera desear algo más. Y luego está la profecía... —suspiró—. No es justo, deberías poder pensar en ti sin que eso afecte a alguien más. Te lo has ganado.

El dios dejó salir un pequeño suspiro, decaído y pensativo.

—¿Apolo?

—Pero no es tan fácil y lo sabes. Si divinidades como nosotros pudiéramos elegir un camino tan fácil los humanos habrían dejado de existir hace mucho tiempo. No podemos renunciar a nuestros dones, eso también lo sabes.

La expresión de Atenea se relajó.

—Lo sé. Soy consciente de eso tanto como tú. No es como si pudiéramos renunciar y ya. Pero yo... tampoco lo deseo para siempre. El Oráculo, las Moiras no lo permitirán. La profecía; siempre se cumplen. Pero quiero saber lo que se siente, vivirlo así sea por poco tiempo.

El dios levantó la cabeza, se mostró recto y tan determinado como ella. Lucía triste, pero más que eso, aliviado, como si se hubiera quitado una cadena de repente.

—Encontraremos la forma. Los dioses se ausentan por años, es normal. Humanidad. Debe haber algo que nos la dé.

Atenea le sonrió, fue una sonrisa pequeña, melancólica pero libre. Apolo la abrazó, la tomó en sus brazos como si intentara arrullarla.

Entonces, si eso fue así, Zeus no se molestó por el pacto de reencarnación, lo hizo porque ambos desearon ser humanos. ¿Cómo era que dos dioses deseaban ser humanos? ¿Podían serlo?

Me hubiera gustado saber lo que pensaba en ese momento; entender el sentimiento que la hizo pensar en esa opción. Yo no lo entendía, eso que la motivó a abandonar sus ideales por Apolo.

¿Por qué no simplemente irse de vacaciones? ¿Por qué querían ser humanos? ¿En verdad querían renunciar a todo por unos años como humanos? ¡No tenía sentido!

No, un momento. ¿En verdad solo pensaban tomarse unos años? Agg, me dolía la cabeza.

Algo en la periferia captó mi atención. Vi una sombra en el suelo, oculta entre la oscuridad, una sombra humana. Se escabulló en ese momento, una sombra sin dueño. Un escalofrío me recorrió, un mal presentimiento.

Miré a los dioses, ellos seguían hablando al respecto. Luego vi la sombra deslizarse por la arena y luego hacia el bosque adyacente. No lo pensé mucho para seguirla, me escudé tras mi invisibilidad para moverme, para darme valor. Recorrí la playa, el bosque, hasta que la perdí de vista en la oscuridad.

Avancé unos metros hasta que un pozo se alzó frente a mí, y parado ahí, mirando hacia el interior, se encontraba una persona. Un hombre alto y delgado, con una capa negra que cubría su cuerpo entero. Solo pude ver sus manos cuando se apoyó para ver mejor el interior, estaba demasiado oscuro.

—La Luz de la Esperanza —dijo una voz proveniente del interior del pozo, resonó en el pequeño lugar.

—Así es, amo, ella misma me lo confirmó —respondió el sujeto.

—¿Y cómo me la entregarás? —Algo en ese tono me recordó a Hades, a su tono marcado y profundo.

—Quieren huir, vivir como humanos. Eso puede servir.

—Interesante. Dos divinidades queriendo vivir como mortales. No es algo que se vea a menudo.

Se escuchó una risa trémula, escalofriante. El bosque se movió, se estremeció con la risa. El miedo se me atascó en la garganta, mi cuerpo tembló, y todo en lo que pude pensar fue en salir corriendo de ahí. Me moví, directo hacia la playa, atravesando árboles y con el corazón agitado; sentía que una mano saldría de la oscuridad y me arrastraría al pozo.

Me vi transportada a otra escena en medio de una cortina de viento y estrellas. El sonido de las voces, los pasos y una tonada de fondo de algún instrumento de cuerda fue lo primero que capté.

Apolo y Atenea se encontraban en medio de una aldea. Era de noche, en una calle llena de gente. Ambos vestidos con capas de color vino tinto, ocultando sus rostros. Pero, si los veía bien de cerca, no parecían ellos. El color de sus cabellos había cambiado, igual que el de sus ojos. Atenea se veía más baja y Apolo con menos musculo.

Se recostaron en una pared que daba a lo que parecía un comercio de comida, de semillas como trigo y maíz. La gente pasaba por su lado como si nada, como si fueran invisibles.

Lo único que noté que me llamó la atención fue sus expresiones, eran severas, incluso la de Apolo. Los dos lucían serios, menos amenazantes que con sus verdaderos rostros, pero igual de alertas.

Un sujeto se ubicó a su lado, en una pared del mismo establecimiento. Llevaba capa negra, solo vi sus manos y nada dentro de la capa. Era el tipo de antes, el del pozo.

—Tardaron varios meses en pensar sobre su oferta, pero veo que al final han aceptado. Ya estaba cansado de esperar, igual que mi amo.

¿Qué oferta?

—Dark —Atenea pronunció su nombre con desprecio—, debí suponer que estabas detrás de esto.

—Es mi amo, At, vengo en su representación. No te confundas, solo soy su voz.

Apolo frunció el entrecejo, y cuando habló lo hizo sin la simpatía que lo caracterizaba.

—No tenemos toda la noche, demonio, habla de una vez.

¿Demonio? ¿Qué estaba pasando ahora? ¿Cuánto tiempo había pasado?

—Hades está dispuesto a hacer un trato con ustedes. Les ofrece su libertad a cambio de la Luz de la Esperanza.

Noté que a Atenea se le escapaba el aire. Y lo sentí en carne propia, un dolor tan intenso como si la hubieran apuñalado, como si hubieran abierto el piso bajo mis pies y callera lentamente. Sentí ira, tristeza, decepción, todo junto. Los ojos de la diosa se oscurecieron, sus manos temblaron, y entonces me di cuenta de que de no ser por toda esa gente nada le impediría cortarle la cabeza al tipo misterioso.

—Por supuesto que no. No está en negociación —declaró la diosa con firmeza—. No tengo ninguna razón para confiar en ti, en él. Recuerda lo que te dije antes, Dark, si te volvía a ver te arrancaría la cabeza.

El sujeto se quedó callado un momento, si hizo algún gesto no lo percibí.

—Es un trueque —continuó él—. A cambio de deshacerte de ese molesto encargo, les ofrecemos la oportunidad de rehacer sus vidas como ustedes lo prefieran.

—No es un molesto encargo —espetó Atenea, furiosa—, y no te la entregaré, no importa lo que nos ofrezcas a cambio.

—El Espejo de los Dioses —soltó la persona de repente.

—¿Qué dijiste? —dijo Apolo, tan o más molesto que Atenea.

—Como lo escucharon, el espejo existe, y lo pueden obtener para deshacerse de su inmortalidad. Adiós a la vida de dioses, y hola a la vida humana. ¿No es eso lo que querían? ¿Vivir sin divinidad? El espejo puede absolver su poder, eso es lo que hace; y Hades sabe dónde está, solo le tienen que entregar lo que pide.

—Sigue siendo un no —corroboró la diosa, con el ceño fruncido—. Ninguna vida normal vale más que la Luz de la Esperanza.

Oí un gruñido molesto, tal vez de aquella persona.

—Bien —accedió el sujeto misterioso luego de unos segundos—, si cambian de opinión, el espejo se encuentra en un lago en lo profundo del bosque que rodea el Olimpo. Está en sus manos la decisión final.

Apolo lo observó como si con eso pudiera perforarle el corazón, mientras que Atenea le lanzó una mirada de ira y dolor, de desesperación, y una rabia tan marcada que parecía a punto de salirse de sus casillas.

El tipo desapareció entre la gente, los dos dioses lo vieron macharse.

De nuevo, el viento y las partículas me envolvieron. Mis pies flotaron directo a otro lugar.

—¿Lo haremos? —Oí la voz de Apolo.

El jardín del Olimpo, tan iluminado y lleno de colores, con todas esas mariposas y flores, me dio la bienvenida. Los dos dioses caminaban por ahí, uno al lado del otro, pero sin tocarse; eran discretos cuando estaban en el Olimpo.

—Quiero comprobarlo, pero me preocupa que sea una trampa para conseguir lo que quiere —dijo la diosa, pensativa. Se puso una mano en el pecho, sobre su corazón—. Mi lógica me dice que no lo haga, pero...

Apolo la miró y asintió, ojos dulces, mirada cariñosa.

—Aun así, quieres comprobarlo. No te gustaría dejar pasar esta oportunidad.

Atenea asintió.

—Le pregunté a Temis al respecto. No me lo negó, sospecho que ella sabe que es real.

—¿Crees que sí está ahí?

—Tendría sentido que lo estuviera. Me gustaría confirmarlo, solo eso. Si es cierto, tal vez podría hacer más que quitarnos nuestra inmortalidad.

¿Y desde cuando querían quitársela? ¿No se suponía que serían solo unos años?

Apolo asintió.

—Espérame en la base de la montaña, te alcanzaré en un momento. Tengo algo que hacer antes de ir.

La diosa no dijo nada, tan solo lo miró a los ojos. El dios se alejó hacia el interior del palacio, Atenea se quedó en el jardín mirando la nada.

Vi algo moverse a las espaldas de los dioses, tras las altas columnas de mármol que rodeaban el pasillo del Olimpo. Un vestido, pequeño, cabello blanco y piel clara... ¿Una niña? Eso me pareció en ese momento, pero la vi correr tan rápido que no podía estar segura.

—¿Quién eres? —preguntó la diosa de repente, sacándome un salto del susto.

Me volví. Ella miraba en mi dirección, ojos concentrados. Miré hacia mi derecha, luego izquierda, también a mi espalda. No había nadie más ahí salvo... yo.

Me quedé en shock, con la boca abierta y el cuerpo paralizado. Ni siquiera parpadeé cuando sentí su escrutinio. Me asusté, ¿sería capaz de tocarme? ¿Qué se suponía que debía hacer? ¡Maldición! Ni siquiera podía hacer que ese conjuro me llevara a donde yo quisiera.

—Te he hecho una pregunta. Responde —insistió, con tal dureza que me sacó otro brinco.

Mi voz me abandonó, mis labios temblaron. ¿Cómo le iba a explicar una situación tan disparatada? Ni siquiera yo estaba asegura de poder explicarlo sin que sonara ridículo. Oh, vaya. Ahora entendía a Sara.

—Vengo del futuro. —Fue lo único que se me ocurrió.

La diosa se mantuvo recta, su ceño levemente fruncido, sus ojos mostrándome una advertencia viva y al rojo.

—¿Qué eres? ¿Una ninfa, una semidiosa, un demonio?

—Soy una... —Me era imposible decirlo en voz alta—. Soy tú... de alguna forma.

—Eso es imposible... —espetó, incrédula y ofendida—. No me engañas.

Tragué saliva. Aquella situación se estaba poniendo todavía más rara. Me giré un poco y me aparté el cabello de mi nuca, dejando a la vista la marca. Me froté para quitar el maquillaje hasta que todo quedó en mi suéter.

—Es la marca, su marca. Es...

Algo se rompió. No lo oí, pero de alguna forma lo sentí.

—Lo sé. Sé lo que significa.

La miré. Sus ojos ya no me amenazaban, ahora solo había... resignación. Dolor. Sentí su pesar, su tristeza; pero también sentí, muy en el fondo, alivio. Una mezcla agridulce de tantas cosas que no pude identificarlas completamente.

—Tu existencia es suficiente. Es definitiva —dijo al cabo de un rato. Conservó su dignidad, no lloró ni se enojó, solo... lo aceptó.

—Pero aun...

¿Aun qué? Era cierto, mi existencia no representaba buenas noticias para ella.

—Pero también es esperanza —dijo ella, casi en un murmullo.

La miré, ella a mí, un momento tan incómodo que deseé que ese conjuro loco me llevara a otra parte.

—¿Cómo puedes verme? —pregunté, tratando de cambiar el tema para evitar lo que sea que estuviera pensando.

—Soy una de las divinidades más poderosas del Olimpo; puedo verlo todo —respondió con total naturalidad. Wow, ella en verdad se consideraba mejor que todos los dioses.

—¿Me habías visto antes?

Su ceja pegó un brinco. Por un segundo, un microsegundo, me pareció ver su alarma encenderse. Una alarma de pánico, de peligro.

—No, es la primera vez.

Si había viajado a fechas anteriores, ¿por qué solo me había visto hasta ese día? No tenía sentido.

Pero ese conjuro tenía otros planes.

Esta vez no fue como las otras, no fue suave y ligero. Se sintió pesado, como si me tomaran de un lugar y me arrojaran a otro como si fuera un simple pedazo de tela.

Aterricé en el pasillo del Olimpo, en un piso alto. Lo reconocí por las ventanas altas y paredes gruesas. Me puse de pie, con la nariz llena de un olor ácido y molesto. Miré hacia los pasillos; no había nadie cerca. Caminé hacia la ventana, y en cuanto observé el exterior me quedé sin aliento.

Ese cielo café, esas nubes de tormenta, ese olor a oxido que entraba con el viento tan intenso que lastimaba mis fosas nasales y mis ojos... Cerré los ojos con fuerza y me tapé la nariz. Era ese día, el día que los dioses murieron.

Los abrí de nuevo cuando oí los pasos de alguien acercándose, y justo en ese momento vi a una niña pasar corriendo por el pasillo. Me atravesó, iba con mucha prisa. Cabello blanco, piel clara, una túnica sin nada de adornos.

La seguí, era la única persona cerca. El Olimpo estaba desierto, no había nadie en ninguna habitación ni en el jardín. ¿Todos se habían ido ya? Seguí a la niña por un largo rato hasta que se detuvo frente a una gran puerta. Una luz blanca emanaba del interior, se filtraba por las rendijas.

La niña tocó tres veces, estaba agitada, sus mejillas rosadas y sus ojos llorosos, tenía la nariz hinchada. Estuvo llorando. Me acerqué más. Sus ojos eran de un precioso violeta, brillantes y expresivos, como si sitiera demasiadas cosas a la vez y no pudiera con todas ellas. Le temblaban las manos, tenía miedo, pero más que eso pude ver su tristeza, como si hubiera perdido a una persona muy importante para ella.

La puerta se abrió, pero por más cerca que estaba no pude ver su interior. La luz blanca cubría cada parte de la habitación, como un túnel infinito.

Un par de brazos salieron, femeninos, y pronto una mujer saltó al pasillo. La niña retrocedió para recibirla, se arrojó en sus brazos en busca de protección.

La mujer era parecida. Su cabello era color platino, largo hasta el piso y tan liso como una cortina, su tez tan clara como la de la niña, sus ojos eran grises, un gris casi violáceo. Hermosa, alta, con una túnica sencilla tan blanca como su piel, adornada con accesorios dorados y una tiara de diamantes. ¿Quién era? No la había visto antes, pero sin duda era la madre de la niña, una diosa que se sentía cálida.

La pequeña sollozó en sus brazos, lloró a gritos. Dolor, le dolía, su tristeza no cabía en su cuerpo.

—Mi niña... —dijo la madre, su voz estaba rota— lamento tanto todo esto, que si de mi poder dependiera nunca habría elegido este destino para ti. Sé lo mucho que los querías, a todos ellos. Zeus es sabio, justo.

—Madre... no te entiendo —sollozó la niña.

La mujer también lloraba, me di cuenta tarde. Tal vez la misma tristeza que se reflejaba en los ojos de la niña se podía apreciar en los de ella. Ambas parecían tener el corazón roto.

Se apartó de la niña un poco, lo suficiente para rodear el cuello de la pequeña con un collar. Destelló en el momento en que el dije entró en contacto con la niña. Parecía una pequeña llave... No, era un cetro diminuto de color dorado.

—Búscalos. Reúnelos. Protégelos. —La mujer tomó el rostro de su hija en sus manos, con sus dedos le limpió las mejillas húmedas de lágrimas, pero ella seguía llorando, sus ojos brillando por la pena—. Podrán lucir diferentes, ser personas distintas, pero te amarán con la misma intensidad.

—Mamá...

—Confía en ti, confía en tu corazón, mi niña.

Algo me haló. Sentí una fuerza que tomó mi cuerpo y lo llevó hacia atrás. Me sentí caer en un abismo oscuro, ser absorbida por la soledad. La imagen delante de mí se alejó con rapidez, no pude mover mi cuerpo ni mis labios. Mi mente se quedó en blanco.

Me encontraba en un espacio completamente blanco, flotaba en la nada como una pluma; no había paredes, ni piso, ni techo, solo vacío aterrador.

No había nadie, la soledad me acompañaba. Hasta que de repente una figura tomó forma frente a mí. Una mujer, alta y de proporciones perfectas. Ojos oscuros, mirada intimidante.

Flotó en mi dirección, se acercó más conforme iba adoptando su forma completa. Se detuvo en cuanto nos separaban poco menos de un par de metros.

—¿Atenea? ¿Dónde estoy? —pregunté—. Yo no...

Los ojos de la diosa eran una tormenta, con todas esas emociones contrarias luchando en su interior. Ira, tristeza, pero también esperanza de una forma muy extraña.

—Nuestras miradas... son tan diferentes —dijo ella, como si pensara en voz alta—. Pero lo entenderás algún día, me aseguraré de eso. Gracias, y lo lamento.

—¿De qué...? —Me sentía mareada, confundida.

—La Luz de la Esperanza está dentro de ti, de tu alma, unida a ti como tu propia vida; es algo que no puedes ver o tocar, pero sabrás que está ahí. Es la fuente de la esperanza, para los humanos y deidades. Sin ella nada puede existir. —Me miró a los ojos con intensidad—. Olvidarás este encuentro hasta que sea momento de recordar, cuanto tú misma te lo permitas.

Se acercó más y puso su mano en mi cabeza, sobre mi frente.

—Recuerda: pase lo que pase, todo estará bien. Lo prometo.

Sus palabras fueron extrañamente agradables y confortables, como si me dieran un abrazo que necesitara. Pero entonces, ya no recordé a qué me refería. Mis ojos se cerraron, me dejé vencer por el cansancio.

Sentí mi cuerpo caer. Una sensación de vacío en la boca del estómago que me produjo pánico por unos segundos.

No llegué a sentir el golpe, el impacto nunca llevó. En su lugar algo me atrapó. Un par de brazos me rodearon con fuerza, tal vez demasiada. Una agradable sensación me rodeó en cuanto oí un corazón a gran velocidad, cuando sentí la calidez de un ser vivo.

Me tomó un momento darme cuenta de que se trataba de Andrew. Pero yo estaba tan agotada que eso no me importó.

Tenía los ojos casi cerrados por completo, me sentía débil y con sueño. No distinguía mucho de mi entorno, solo sabía que él me abrazaba, sabía que ese corazón a toda marcha era el suyo.

Mi cuerpo entero era una masa de dolor. Quería gritar cuánto me dolía cada respiración, incluso el agarre de sus brazos a mi alrededor era doloroso, pero no podía. Ni siquiera era capaz de hacer una mueca de dolor o decir lo que sentía.

—Eres... —La voz de Andrew salió como un hilo apenas audible contra mi oído, un susurro— la reina de los idiotas.

«No me insultes» quise decir, pero era incapaz de hablar.

No lo soporté más, mis ojos se cerraron y mi cuerpo perdió la escaza fuerza que le quedaba. Cedí ante en dolor, me desmayé en sus brazos.

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