4. El pasado que nos une
Mine - Phoebe Ryan
La cabeza me dolía y me daba vueltas cuando abrí los ojos, me sentía pesada y decaída, con un tremendo ardor en la garganta y la nariz congestionada de tanto llorar.
El día no ayudaba, seguía con ese tono gris de tormenta y hacía frio. Me removí en la cama, y justo cuando lo hice caí en cuenta de que no me había dormido en mi cama, me había quedado dormida en el suelo, en un rincón, mientras la noche jugaba con mi cabeza. Y, sin embargo, ahí estaba, en mi cama, arropada.
Miré por la ventana, donde la luz del día opaco se reflectaba. Me enfoqué en el árbol, buscando a alguien, pero estaba libre de cualquier persona. Andrew no estaba ahí, ¿me lo habré imaginado? No me parecería extraño que empezara a delirar en cualquier momento.
Salí de la cama en silencio, inspeccionando bien el árbol mientras me incorporaba. Atravesé mi habitación, consciente de que el libro sobre civilizaciones se encontraba en mi tocador, y salí hacia el pasillo sin hacer ruido, directo al baño.
Me duché durante un largo rato. Tenía mucha tierra, hojas y ramas que quitar de mi piel y de mi cabello. Tuve que lavarme el cabello cuatro veces y estregarme al menos dos el cuerpo para que saliera toda la mugre, y aun cuando lo hizo seguía sintiendo la tierra en mis uñas y cuero cabelludo.
Cuando me resigné a salir de la ducha que observé al espejo unos segundos. Tenía los ojos hinchados y la nariz roja, pero salvo mi mirada de extraviada seguía igual. Me examiné el cuerpo como por milésima vez, hipnotizada por la ausencia de heridas o cicatrices.
No había rastro de lo que sucedió el día anterior, nada de golpes o tan siquiera un rasguño. Andrew me quitó toda evidencia, de no ser por la cantidad de mugre yo ni siquiera podría creer en lo que sucedió.
De regreso a mi habitación me vestí tan rápido como pude. Elegí un suéter de cuello alto, que cubriera mi nuca, de un lindo color lila. Me puse un jean oscuro y, por último, dejé mi cabello caer saber mis hombros para que ayudara a ocultar la marca. Usé base liquida sobre la marca, cubriendo cada parte, y solo cuando me sentí más tranquila me atreví a salir de la habitación.
Pasé por el lado de la bolsa con la chaqueta de Andrew; la ignoré por completo. Pero, cuando me fijé en el libro de civilizaciones, no pude evitar guardarlo en mi mochila junto con mis cuadernos y útiles.
Era domingo, se suponía que podría descansar, pero en la preparatoria había una clase sobre seguridad vial de obligatoria asistencia, dada la creciente cantidad de accidentes. Prefería enterrarme bajo mis cobijas y no salir jamás, no sabiendo que afuera podrían atacarme en cualquier segundo. Pero no se me ocurría qué excusa poner a mis padres ni mucho menos si me permitieran saltarme el curso.
Encontré a mamá preparando el desayuno y a Cody sentado en el comedor viendo el noticiero local. Era algo de todos los días, mi hermano pequeño adoraba los noticiarios y los periódicos. A primera vista no vi señales de papá.
Mamá estaba fritando algo en la estufa, pero en cuanto crucé el umbral dejó lo que hacía y clavó sus ojos sobre mí.
—¿Cómo te sientes? —quiso saber ella, limpiándose las manos y acercándose a mí—. Anoche lucías algo... perturbada. ¿Te ocurre algo? Si es por lo del tatuaje de henna...
Negué con la cabeza, consiente de la mirada de Cody clavada también en mí.
—Tenía frio, era todo. ¿Dónde está papá?
Ella no respondió, tan solo miró hacia la puerta principal justo cuando ésta se abría. Una oleada de viento frio ingresó al departamento cuando papá apareció bajo el umbral. Un hombre alto, vestido con un abrigo largo tan oscuro como su cabello, de ojos castaños y una ligera barba de un par de días.
Sus ojos se posaron sobre mí sin siquiera reparar en el frio que ingresaba al departamento gracias a la puerta que aún estaba abierta tras él. Su mirada, antes casual, se tiñó de furia en un par de segundos.
Retrocedí por inercia y tragué saliva, intenté desviar la mirada, pero no pude solo mirar hacia otro lado. Caminó hacia mí sin parpadear, casi expulsando humo por sus orejas de por sí rojas, con las manos en puños y la mandíbula tensa.
Me recogí en cuanto llegó ante mí y apreté mis ojos. Sabía que no me golpearía, ni él ni mi madre, pero me preparé para el peor grito que hubiera escuchado de su parte.
Pero antes de cualquier palabra, de oír siquiera un suspiro de su parte, sentí sus brazos a mi alrededor. La sorpresa me abrió los ojos.
—Estás tan castigada que para cuando se levante tu castigo tus hijos tendrán nietos —susurró él contra mi oído, apretándome con más fuerza. Cuando me alejó y posó sus manos en mis hombros, su mirada cargada de dureza y enfado cayó directo sobre mi conciencia—. Espero que entiendas la magnitud de lo que has hecho, de cómo nos preocupaste y lo aterrados que estábamos. No puedes desaparecer por horas y regresar como si nada hubiera pasado, algo en verdad pudo haberte ocurrido. En la oscuridad ocurren los peores crímenes, no querrías oír las historias de las chicas universitarias, en verdad que no.
Casi pude ver el brillo de advertencia en sus ojos. Posé mis manos sobre las suyas, intentando mostrarme tan arrepentida como pude. Porque no necesitaba fingir el horror, no cuando sabía que había otra clase de peligros afuera.
—Lo lamento mucho. No pasará de nuevo.
Él asintió, muy seguro de eso.
Mamá se acercó cuando papá abrió la boca, robándole la palabra.
—Vete o llegarás tarde a tu clase —dijo ella cambiando de tema.
—¿Clase un domingo? —interrogó papá, sospechoso y lanzándole a mamá una mirada de confusión.
Ella tan solo asintió.
—Cuidado vial, algo parecido, no lo sé. —Me observó son fijeza—. Pero sé que solo dura tres horas, así que en cuanto termine te quiero en casa. De lo contrario tendrás tátara nietos antes de que se levante tu castigo. ¿Entendido?
Asentí con cierto frenesí. Mamá hablaba muy en serio con lo que prometía hacer, ese aspecto de ella incluso mi padre temía. Una vez me enteré de que escondió la USB de papá en la tubería de la cocina solo para que él la revisara, porque ya se lo había pedido y él lo seguía aplazando. Al final no tuvo más opción que desarmar todo el sistema para encontrar su herramienta de trabajo y al mismo tiempo reparar la tubería.
—Me voy, no tardo, lo prometo.
Corrí a través de la sala sin detenerme a despedirme de nadie, tomando solo una manzana del frutero como desayuno.
Evité mirar por las ventanas mientras descendía por las escaleras de mi edificio, apreté con fuerza mis manos y caminé mirando al suelo. Traté de no pensar en las Harpías, en no recordar la noche anterior. Pero mientras más lo intentaba más revivía cada detalle.
Tomé aire y pensé en otra cosa, tal vez si me enfocaba en mi vida normal el factor sobrenatural desaparecería. Iría a la clase y todo sería como siempre, como cada mañana.
Pero un detalle que pasé por alto antes, en medio de todo el alboroto, era que no tenía cómo llegar a tiempo a la preparatoria. El día anterior salí del centro comercial con Sara, en su auto, y dejé mi Suzuki en el estacionamiento del edificio sin siquiera pensarlo. Todo el tema de los cuervos me distrajo de una de mis posesiones más valiosas. Miré la hora en la pantalla de mi celular. Esperar el transporte público tomaría mucho tiempo, aunque lo hiciera era imposible llegar a tiempo y evitar una sanción.
Perfecto, como si no tuviera de por sí bastantes problemas personales y académicos.
Me pasé todo el camino a la portería enojada por mi futura falta, tan concentrada en eso que cuando bajé el último escalón y lo primero que vi fue mi moto, justo frente a mí, me tomó con una sorpresa casi aterradora.
Pensé en mil aterradoras posibilidades para que mi moto estuviera ahí, todas sobrenaturales, sin detenerme a contemplar explicaciones más sencillas. Pero en cuanto reparé en la persona que se recostaba sobre ella, en la curva de su espalda y sus hombros, en su desordenado cabello, y en cómo me miró apenas bajé, la respuesta llegó sola.
Dejé salir el aire, confundida e irritada. Le lancé una mirada interrogante, contenido la tensión en mi cuerpo.
—¿Qué haces con mi moto? —pregunté al fin, con la voz congelada.
Por un momento me sentí ultrajada, como si alguien hubiera tocado una parte intima de mí sin pedir permiso. Eso me ofendió.
Caminé hacia él, en un par de zancadas ya estaba al otro lado de la moto, tomando sus manubrios como si así corroborara mi dominio sobre el objeto. La atraje hacia mí por puro instinto, sin dejar de mirarlo a la cara.
Él me miró a los ojos, con una expresión seria y mirada oscura, con ese brillo filoso que aún bajo la luz del día parecía sobresalir en su rostro.
—Fui a buscarla, ¿qué otra cosa podría ser? —contestó Andrew, en ese mismo tono gélido de antes—. Cálmate, no le hice nada.
Gruñí y acerqué más la moto, algo que él notó de inmediato.
—¿Cómo la encontraste? Ni siquiera te dije que tenía una moto.
Su expresión no cambió.
Bajo la luz del día su cabello lucía más claro, como el ámbar contra la luz del sol, y su corte le acentuaba la figura curva de su rostro. Su piel relucía, tersa y brillante, como si los rayos del sol fueran más intensos a su alrededor. Y, aun así, a pesar de parecer que el astro rey mostraba favoritismo ante su presencia, todo se desmoronaba ante su actitud y su mirada. Tan fría como el norte del planeta.
—Lo hizo Sara. Le preocupaba que no pudieras llegar a tiempo a clase. —Hizo una pausa, como si considerara de nuevo lo que iba a decir—. Te llevaré a la preparatoria.
Fruncí el ceño sin apartar la mirada.
—Puedo manejar yo sola mi propia moto. Y no tienes las llaves, tampoco te las daré. Si quieres acompañarme vuela o corre atrás de mí, no en mi Suzuki.
—Si ocurre algo será mejor que yo vaya conduciendo. Ya sabemos que no sabes manejar situaciones... de peligro. —No supe por qué me dio la impresión de que esa última palabra quería sustituirla por una más insultante—. Si algo te ataca querrás esquivarlo y dudo que lo hagas si el miedo te consume.
Apreté los labios y me mordí la lengua. No debía recordar la noche anterior... pero era difícil cuando tenía la prueba andante y recordatorio hablándome.
Me sostuvo la mirada por un segundo largo... pero entonces se movió. Apenas alcancé a percibir una mancha borrosa cuando lo hizo, el movimiento fue rápido y corto, duró un parpadeo de mi parte. Cuando regresó a su lugar parecía que nunca se hubiera movido, lo que lo delató fue el objeto que sostenía con su mano derecha, algo que un segundo antes no tenía.
Abrí los ojos de golpe y dejé salir un suspiro entrecortado.
—¿En qué momento...? ¿Cómo fue que...? —Tragué saliva en cuento noté que balbuceaba y él seguía como si nada—. Devuélveme mis llaves.
Pero no dijo nada, tan solo se subió a mi moto y me ofreció el casco. Tenía otro en mi habitación, pero no estaba dispuesta a ir por él; sería como aceptar su compañía.
—¿Qué hiciste? Ni siquiera te dije en dónde las tenía guardadas —insistí.
Su respuesta siguió siendo silenciosa. Recibí el casco por puro impulso, pero no me lo coloqué.
—Te hice una pregunta, al menos ten la decencia de contestar. —Lo miré mal, pero estaba muy ocupado revisando el encendido de la Suzuki como para siquiera mirarme a la cara.
En cuanto el motor sonó volvió a mirarme, o mejor dicho, al casco en mis manos. Frunció el ceño y subió su mirada, entrecerró los ojos antes de hablar.
—Cosas de dioses, aunque te lo explique no lo entenderías. Ahora, sube, si te quedas ahí parada en verdad llegarás tarde.
Me mordí la lengua, molesta. Tenía un punto, lo admitía. Y tal vez razón, si algo aparecía en la carretera prefería que él se encargara. Además, si me quedaba discutiendo igualmente llegaría tarde a clase.
Me resigné. Me subí a la parte de atrás de mi propia moto, todavía molesta por la situación, pero agradecida en alguna parte de mi interior. Tener a cualquiera de los tres cerca, incluso a Andrew, me garantizaba cierta seguridad. Alejaban el miedo, aunque fuera un poco.
—Si es así entonces debería conocerlas. Soy igual que ustedes, también me incumbe. Yo también soy... —No me vi capaz de decirlo en voz alta. «Una diosa. La reencarnación de una diosa.»—. Estoy metida en esto como ustedes.
Noté cómo se tensó su espalda, algo que me dijo que seguramente de mirarme me habría lanzado una mirada severa.
—No lo eres —refutó—. No te confundas, Sara, Evan y yo somos diferentes a ti en cada aspecto posible. ¿Metida en esto? No tienes idea de lo que dices.
Me puse el casco en cuanto noté que dejó de sostener el peso de la moto con su pierna. El motor vibró por todo mi cuerpo.
El que me expulsara de la situación me enfureció todavía más. ¿Diferentes? Eso podía verlo con claridad, pero de algún modo era mi... nueva realidad.
—Puedo aprender —espeté, igual de molesta—. Pero debo empezar por saber más al respecto. No puedo entender una situación de la que apenas tengo información.
—Puedes preguntar todo lo que quieras, pero no a mí. No tengo por qué darte respuestas de nada.
No tuve tiempo de responder, porque de un momento a otro simplemente arrancó. Me balanceé hacia atrás, casi me fui de espaldas, pero me agarré a tiempo del abrigo marrón de lana que llevaba Andrew.
Por instinto rodeé su abdomen, lo que fuera con tal de aferrarme a algo para no caerme. Tomó una velocidad que ningún principiante podría alcanzar, ni siquiera yo. Me gustaba la velocidad, la libertad que me brindaba la Suzuki, pero nunca había sobrepasado el límite establecido en la ciudad. Usé toda la fuerza que pude en mis brazos para no caerme, incluso tensé mis piernas alrededor de la moto para darme más firmeza.
Tomó la avenida en apenas unos segundos, congestionada y con la mayoría de los semáforos en rojo. Zigzagueó entre los automóviles con agilidad, como si se tratara de una pista de obstáculos de bajo nivel, y adelantó a la mayoría. No llegó a detenerse en los semáforos, siempre que nos acercábamos a uno éste automáticamente cambiaba a verde, como si estuvieran programados.
No entendí por qué tomó la calle más concurrida, habríamos llegado más rápido por la autopista, menos tráfico y el camino más corto. Pero por la velocidad que tomó me impidió abrir la boca.
Noté su cuerpo tenso bajo mis brazos, la dureza de sus músculos aun sobre su abrigo, y al mirarlo solo podía compararlo con un muro de concreto: demasiado alto e impenetrable. No miró para atrás en ningún momento, para mi alivio, no quería que notara que lo miraba como solía mirar a los vestidos, observando cada detalle, cada costura y cada hilo.
Andrew era apuesto, era una belleza inusual, como si estuviera a un nivel diferente de las demás personas. Igual que Evan y Sara, los tres simplemente desprendían una belleza perfecta. Al igual que mi amiga, él no tenía manchas en la piel o cicatrices visibles, tampoco ojeras u opacidad en el cabello. De cuerpo simétrico, cadera envidiable, alto y de hombros anchos. No encontré detalles fuera de lugar, nada que le restaran belleza.
Las curvas de su rostro, en especial las de la mandíbula, y las de su cuerpo eran precisas, ideales, encajaban en un estándar que siempre me pareció imposible, pero ahí estaba él, ellos, como salidos de los sueños de los humanos. ¿Se debía a la magia de los dioses? Si tanto Sara como Evan eran iguales no se me ocurría otra explicación.
Dejamos la avenida por una calle sin semáforos, pero con gran cantidad de autos en congestión vehicular. No vi la razón de por qué no avanzaban, pero eso obligó a Andrew a reducir la velocidad, aunque fuera un poco. Me impresionó que supiera hacia dónde ir, pero más me impresionó que supiera cómo detenerse. Parecía un loco al volante, llegando al nivel de hacerme arrepentir de no haber tomado el transporte público.
Aproveché la pequeña pausa para poder hablar, y de paso aflojar la tensión en mis músculos. Tenía tanto miedo de caerme que terminé entumida y con los nudillos blancos de apretar mis propios brazos sobre su abdomen.
—¿Por qué subiste a ese árbol anoche? —pregunté—. Pudiste haber caído.
Me pareció percibir un suspiro de su parte.
—Porque, señorita entrometida —Su tono demostró impaciencia—, tu piso estaba muy arriba.
—¿Esperas que crea que estuviste ahí toda la noche?
—Cree lo que quieras —dijo, cortante.
—Sigo sin entender qué dije para que me trataras así.
—Hablas demasiado, dices cosas sin sentido. ¿Te han dicho que eres pésima para leer la situación? Solo cierra la boca y nuestro tiempo será llevadero para los dos. No tengo ninguna intención en volverme tu amigo.
—¿Tu amargura se debe a la razón por la que ocultas tus muñecas?
Una oleada de frio, tal vez fue el viento o fue una respuesta de mi cuerpo, me recorrió como una tétrica burla de la muerte. No alcancé a hacer ningún gesto, apenas logré percibir el frio cuando sentí cómo todo su cuerpo me rechazó, cómo giró su cuello para poder mirarme, cómo sus ojos me sumergieron en un hoyo negro.
Por un segundo contuve la respiración. Aquella no fue una mirada fría o indiferente, aquella fue una pura y amplia advertencia. Casi pude imaginarme el cuchillo sobre mi garganta, el filo de la hoja y lo helada que estaría contra mi piel. Mi mundo se redujo en un segundo, solo era yo, contra la pared, y él, atravesando mi cuerpo con su mirada.
—Esta es la última vez que te pido que te calles, ¿lo entiendes?
Abrí mucho los ojos, fijos en los suyos, y sin saber cómo asentí. El sol sobre nuestras cabezas se ocultó tras una nube, como si también le temiera a su enfado. La opacidad del día ahora nuboso acentuó sus ojos filosos, no su cabello.
Me tragué mi voz en cuanto se volvió hacia el frente y retomó su anterior velocidad, mi lengua me llegó a pesar. Apenas sí me sostuve de él en su carrera contra el viento, pero lo compensé con más fuerza en mis piernas.
Luego de eso no volví a abrir mi boca.
No esperé un segundo de más para quitarme el casco y saltar de la moto en cuanto Andrew la estacionó cerca de la entrada de la preparatoria. Tampoco lo miré a la cara cuando acomodé el casco en la parrilla.
—Déjala en el estacionamiento y devuélveme las llaves, regresaré sola a casa —le dije.
Estaba tan enojada con él, con su actitud, que por un momento no me importó que pudieran atacarme de camino a casa. No recordaba haber visto la mirada que él me lanzó antes en los ojos de las Harpías.
Pero él solo me sostuvo la mirada sin bajarse de la moto.
—No hace falta, te esperaré aquí —contestó con toda la normalidad del mundo, como si fuera evidente—. Si te sucede algo en el camino porque estabas sola será mi culpa. No dejaré que suceda.
Evité detenerme a pensar en el tono banal que usaba, en cómo de repente no se oía como el juez del Infierno.
—¿Me esperarás durante toda la mañana? —inquirí, sin poder creerlo.
Me atreví a mirarlo a la cara, pero aun así él no respondió. Se limitó a asentir luego de unos segundos, como si esa fuera toda la explicación que necesitara oír.
—¿No estás cansado? Digo, ¿siquiera has dormido algo desde que nos conocimos? Además, Sara estará conmigo durante toda la clase, no estaré sola. El punto es no dejarme sola, ¿verdad? Si es así puedes descansar mientras estoy con Sara.
Me sostuvo la mirada, una seria y sin sonrisa. Al menos no fruncía el ceño, pero aun así su constante monocromía le restaba luz al sol que parecía salir solo para él.
Soltó un suspiro pequeño, casi indetectable, antes de soltar un poco sus hombros y hablar.
—Estaré aquí cuando salgas.
Eso fue todo lo que dijo antes de hacer un ademán con la cabeza para que entrara de una vez. Sus ojos oscuros no se apartaron de mis movimientos, eso me motivó a alejarme cuanto antes.
Sentí su mirada sobre mí hasta que me perdí en el interior del edificio, cuando ya había dado muchas vueltas y recorrido varios pasillos. Cuando por fin dejé de sentirlo a mi cuello me permití respirar, solté un suspiro tan profundo que me quedé sin aire por un segundo. Me sentía más pesada, tal vez era el peso de las preguntas que me asfixiaban o el peso del miedo constante, o ambas.
Sacudí la cabeza antes de entrar al aula, intentando por todos los medios despejar un poco mi mente. Pero no funcionó, porque solo me di cuenta de que Sara me llamaba cuando me sacudió por los hombros.
—Ailyn, llevo hablándote desde que entraste, ¿escuchaste algo de lo que te dije?
Pegué un pequeño brinco cuando me tocó. La observé de repente, se veía cuidadosamente arreglada, su ropa sin arrugas y su cabello tan liso como siempre. Nada en su piel. Verla así me dificultaba creer que la noche anterior resultó tan herida. No podía ver los rastros de la sangre y la mugre en ningún rincón de su cuerpo.
—Lo siento. ¿Qué me decías?
Me miró con preocupación, arrugando solo un poco su frente. Usó más presión sobre sus hombros mientras me movía para que un estudiante pasara por nuestro lado. Un chico, alto y de piel oscura, nos miró a las dos por un rato tan largo que se chocó con una de las mesas.
—Te preguntaba cómo amaneciste. —Me haló hasta la ventana del salón, el lugar más lejano de los puestos, para que nadie la oyera—. Anoche pasaron muchas cosas, sé que estás abrumada. ¿Cómo te sientes?
Enarqué una ceja, evitando mirar la ventana. Siempre que miraba al cielo me parecía que algo saldría de entre las nubes y me arrancaría la cabeza.
—¿Muchas cosas? ¿Es broma? Ni siquiera sé por dónde empezar a pensar o cómo sentirme y me preguntas mi estado... —Inhalé. Necesitaba tranquilizarme—. Si me preguntas por la herida, estoy bien. Los chicos me ayudaron y no queda ni siquiera la cicatriz. Y si me preguntas por mi estado mental, pues, creo que tengo un nuevo trauma con la noche, la lluvia, el cielo, los parques y el lodo.
Sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios tiraron hacia abajo y casi pude ver en su boca una mueca.
—Lo sé. Lo siento.
Suspiré.
—No importa. Me conformo con entender lo que sucede. Anoche no pudimos hablar correctamente y no sé cómo conseguí dormir con tantas preguntas en la cabeza.
Retiró sus manos y miró por la ventana. Pasó de lucir preocupada y culpable a demostrar toda su ira. Sus ojos mostraron un brillo filoso, parecido al de Andrew, y apretó sus manos en puños.
—Esta tarde, cuando acabe la clase, iremos a mi casa y hablaremos. Le di unos días libres a los empleados del servicio y a nana, estaremos solos.
No obstante, no se oía muy complacida con la idea. No mencioné nada sobre mi castigo, no tenía sentido añadir un ratón frente al elefante de la habitación. Tenía problemas mayores que mis padres, al menos mientras encontraba la forma de entender ese circo y ver cómo salir de él.
Asentí.
—Me parece bien.
Dejó de fruncir el ceño de repente y me miró otra vez, como si recordara algo importante.
—¿Andrew te cuidó? Anoche cuando los dejamos ninguno estaba contento con la idea. No te dejó sola, ¿verdad?
No supe si reírme y molestarme. No hice ninguna de las dos cosas porque, a pesar de la molesta actitud de Andrew, reconocía que de no haber estado cerca tal vez no habría podido dormir del susto.
—¿Recuerdas el viejo roble que da a mi habitación? —Ella asintió, confundida—. Durmió ahí toda la noche. No sé cómo, pero lo hizo, daba miedo. Y ahora se adueñó de mi moto y se niega a dejarme conducir sola. Dijo que me recogería a medio día, no puede estar más pegado a mí, te aseguro que no.
Me miró con los ojos bien abiertos, como si esperara el chiste en alguna parte, pero cuando entendió que no era broma ahí sí soltó a reírse. Fue tan espontanea esa pequeña risa que me hizo sonreír también, pero porque ella lo hacía, no porque fuera gracioso.
—¿Durmió en el árbol? Oh, eso es... No lo puedo creer. No era tan literal, pero se lo tomó a pecho.
—¿Qué cosa?
Aun sonriente negó con la cabeza.
—Nada. Olvídalo. Me alegra saber que de una u otra forma te cuida la espalda.
Hice una mueca.
—Pues yo no lo entiendo. Tiene una actitud horrible, cuando intento hablar con él me amenaza, no le gusta que abra mi boca y no tiene paciencia. Es... demasiado malhumorado.
Arrugó las cejas con compasión y desvió ligeramente la mirada al suelo. Su sonrisa se había ido de nuevo, ahora solo estaba la Sara preocupada.
—Es antipático —dijo ella—. Imagino que no todo el tiempo puede ser así. Hay gente para la que socializar es más difícil.
Abrí mi boca para marcar el hecho de que para ella no lo era, pero un chico de la clase se nos cercó, interrumpiendo nuestra conversación. Era de los lindos, no muy alto, pero de cabello largo, con esa sonrisa de hoyuelos que lo hacía tan popular. Nos dedicó una mirada tanto a mí como a mi amiga.
—Ailyn, ¿verdad? ¿Te hiciste algo en el cabello? Te ves... diferente.
Sus ojos, de un tono verdoso, se cruzaron con los míos. Oí los murmullos más allá en el salón, tanto chicos como chicas, todos atentos a la conversación.
Observé con una ceja arriba a mi compañero de clase, uno cuyo nombre no recordaba, pero sabía que empezaba con T. Sabía que pertenecía a un equipo, pero no recordaba qué deporte jugaba.
No alcancé a contestar, porque cuando me di cuenta Sara ya lo estaba mirando directo a los ojos, con una mirada de pocos amigos.
—Piérdete. —Le ordenó, casi que le ladró.
Mi amiga no tuvo que decir nada más, con eso fue suficiente para que el chico diera vuelta sobre sus tobillos rumbo a su grupo de amigos, que contestaban a la situación con carcajadas y varios «te lo dije». No se atrevió ni siquiera a mirar hacia atrás, obedeció como si fuera un robot.
—¿Tengo algo en el cabello? —le pregunté a Sara mientras los demás seguían en sus asuntos.
Ahora fue ella la que soltó un suspiro.
—No. Es por la marca. —Frunció los labios en cuanto notó lo que decía—. Lo hablaremos más tarde, ya llegó el instructor.
Y así fue. Al segundo siguiente un oficial de tránsito ingresó al aula, seguido por una de las maestras, la de física, para ser exacta. Nos dirigimos a nuestras sillas junto con los demás estudiantes, aun consiente de ciertos murmullos que recorrieron toda el aula, murmullos sobre mí.
Cuando terminó la clase no tuve que alejarme demasiado de la puerta principal de la preparatoria para encontrarme con mi moto. Estaba estacionada justo en la entrada, del otro lado de la reja. Por un segundo pensé que Andrew la dejó estacionada y se fue a descansar, pero en cuanto me adelanté a tocarla y vi su silueta recostada en la reja la idea se esfumó de mi cabeza.
Ahí estaba Andrew, con los brazos cruzados sobre su pecho y una mirada de pocos amigos que le advertía a todo el mundo que no debían decir una palabra. No tenía el ceño fruncido, pero igual miraba mal a la gente que pasaba demasiado cerca de él. Eso resultaba gracioso dada que su apariencia incitaba a acercársele.
—¿Sí te fuiste o te quedaste ahí de pie toda la mañana? —le pregunté en cuanto sus ojos se cruzaron con los míos.
No lucía cansado, pero eso no era garantía de nada.
—Sara quiere que te lleve a su casa —se limitó a desviar la pregunta.
—Puedo pedirle que me lleve, no tienes que hacerlo.
Por un momento desvió la mirada hacia la avenida, cerca de la entrada del estacionamiento escolar. Una mirada tan banal como su tono al hablar, serio por completo. Regresó su atención a mí sin cambiar su expresión.
—Ella ya se fue.
Solté un bufido molesto. Ni siquiera tuve ánimo de preguntarme cómo estaba tan seguro de eso, no importaba, debía tomar por hecho que eran como algún tipo de súper humanos.
—Pero por supuesto —mascullé para mí misma.
Él no esperó confirmación de nada, tomó el casco y me lo aventó, no me lo entregó con delicadeza, solo supuso que yo lo atraparía sin siquiera fijarse a qué parte de mi cuerpo lo lanzaba.
—Sube, Will. Si tanto anhelas respuestas debes darte prisa antes de que ella llegue primero que tú.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo me llamaste? ¿Y cómo que antes de que ella llegue?
Se subió a la moto sin prestarme atención, casi como si no hubiera hablado. Cuando tuvo todo listo se dignó a mirarme.
—Es tu apellido.
Noté que eligió ignorar la segunda pregunta.
—También tengo un nombre, preferiría que lo usaras al menos. Así solo me llaman mis maestros. No debes ser mucho mayor que yo, si me llamas así sonará demasiado formal.
Entrecerró los ojos aun fijos en mí.
—No acostumbro a llamar a las personas por su nombre de pila.
—Lo haces con Sara. ¿Y cómo que antes de que ella llegue?
Por unos segundos guardó silencio, empezaba a odiar cuando lo hacía.
—¿No estabas castigada? Mientras más tardes en llegar a la casa de tu amiga, más lo harás en llegar a tu casa. Oí a tu madre esta mañana, creo que hablaba muy en serio.
Abrí los ojos de par en par.
—¿Oíste? Ni siquiera sé qué es lo peor de lo que acabas de decir. O de lo que deliberadamente omitiste. ¿Sí sabes que sigues evadiendo mi pregunta?
Giró el manubrio, el motor hizo un ruido ensordecedor. Era odioso. Pero le concedía la razón, para mi gran pesar.
Gruñí y me subí mientras me acomodaba el casco, él no esperó mucho antes de acelerar. Esta vez sí tomó la autopista.
Traté todo lo que pude de no usar demasiada fuerza en sujetarme a él. El contacto físico, el mirarlo a los ojos, seguía sintiéndose triste. Mi cabeza hecha un nudo y mi constante paranoia lograban llevar esa sensación a un quinto plano, pero a veces no podía ignorar esa nostalgia, ese pesar.
Era como si recordara la pérdida de un ser querido.
Tardamos quince minutos menos en llegar a casa de Sara de lo que yo me hubiera tardado. Andrew iba muy rápido, lo suficiente para matarnos a los dos, pero le concedía la eficiencia.
El auto de Sara ya estaba frente a la entrada, no se molestó en estacionarlo de forma correcta. Y de igual manera yo tampoco esperé un segundo más para saltar de mi moto y correr a la entrada, sin fijarme en dónde dejé el casco.
Alcancé a poner un pie en el último peldaño de la entrada cuando la puerta se abrió. Un par de ojos azules me recibieron, junto con una amigable sonrisa. Por un segundo me tomó por sorpresa, había olvidado la presencia de la reencarnación de Poseidón, olvidado que al igual que Andrew y Sara él también era una belleza.
Ladeó la cabeza en cuanto me vio, como si fuera su forma de saludar, y se hizo a un lado para que pudiéramos pasar.
—Hola, Ailyn. ¿Dormiste bien? —Su tono seguía sonando gentil, un gran contraste a mi guardaespaldas seleccionado.
Andrew pasó por mi lado rumbo al interior de la casa, tocando en el hombro a Evan cuando pasó junto a él a modo de saludo. El chico de ojos azules le devolvió la sonrisa, pero mantuvo la atención sobre mí.
Tuve que parpadear un par de veces para regresar en mí. Encontrarlo en la puerta me sacó un buen susto. Por primera vez lo vi con atención, con conciencia. Los recuerdos que tenía de él de la noche anterior estaban borrosos y llenos de agua, pero ahora, frente a él sin el pánico extremo de por medio, pude verlo mejor.
Su belleza era un tanto diferente a la de los demás. Parecía un ángel, una apariencia dulce, sensible. Sus ojos eran llamativos, ese tono no lo conocía de las joyas que siempre mezclaba con la ropa, y su cabello era tan oscuro que parecía una noche de tormenta. No había nada en él intimidante, parecía el tipo de persona que te topas por la calle y le pides ayuda con una dirección.
—Sí. Estoy... bien. —Sacudí la cabeza—. ¿Estabas aquí desde hace mucho? Sara parecía tener prisa en llegar.
Amplió más su sonrisa, eso junto con su apariencia haría temblar a cualquiera.
—Sí, te estábamos esperando. Pasa.
No tuvo que repetírmelo. Escuché la puerta cerrarse a mi espalda en cuando me adentré en la mansión Morgan. Había mucho silencio, soledad; se notaba la ausencia del personal.
Crucé el recibidor rumbo a la sala, el único lugar del que provenían los sonidos de las pisadas. Me encontré con un desorden descomunal en cuanto crucé el umbral; libros, hojas sueltas, papel doblado y carpetas esparcidos por todas partes, en cada silla y en cada mesa. Había una pila de libros en una esquina, una de archivadores en otra. Y en el centro cientos de papeles pergamino, con esa textura vieja y gastada.
—¿Qué es todo esto? —pregunté.
Sara estaba parada al lado de la pila de libros, pero no leía ninguno, me miraba a mí directamente. Andrew, por otro lado, se había sentado en una silla libre y pasaba las hojas de una carpeta.
—Son documentos, libros, y cualquier otro tipo de información que nos ayude a averiguar algo sobre la Luz de la Esperanza —explicó Evan a mi espalda.
Tomé uno de los libros, el más cercano. El titulo decía «Guerras de oro, plata y bronce. Grecia. Tomo II». Pero entonces Sara me lo arrebató. Lo tomó con excesiva brusquedad y lo devolvió a la mesa con los demás.
—Les presté mi casa, en sus cuartos no pueden meter tantas cosas —explicó Sara.
—¿De dónde sacaron todo esto? Es... bastante —quise saber.
Evan se quedó callado al igual que Sara, fue Andrew quien, para sorpresa de todos, respondió:
—Por ahí.
Le lancé una mirada fría en cuanto oí su respuesta, no, eso ni siquiera llegaba a ser una respuesta.
Solté un bufido, empezando a enojarme.
—¿Cómo saben que hay algo aquí? —dije—. ¿No es más fácil buscar en internet?
—En internet no siempre está la respuesta a todo —indicó Evan—. Las cosas importantes, y antiguas, no abandonan los libros. Es una fuente más confiable, la mitad de las cosas en la red no son ciertas.
Observé de nuevo la pila de libros y documentos. No sabía qué tanta razón tenía, pero mi padre siempre acudía a textos en físico y ensayos certificados en línea.
Sacudí de nuevo la cabeza en cuanto noté que me alejaba del tema. No había sido por eso que estaba en casa de Sara. Era cierto que la investigación que llevaban a cabo también me involucraba, aparentemente, pero mi prioridad era más simple.
—Sara me dijo que me darían las respuestas que quería. —La miré, ella se tensó—. No me han dicho realmente nada, apenas sé un par de cosas y fueron puro accidente. Necesito saber lo que sucede, lo que me va a suceder a mí.
Sara se quedó callada, se limitó a mirarme, fue Evan, como era lo natural, el que aceptó tomar la voz de la situación. Se quedó de pie frente a mí, con una pequeña sonrisa, mientras Andrew abandonaba la carpeta para pasarse a un libro, no mostraba mayor interés por la conversación.
—¿Por dónde quieres empezar? —La amabilidad en su voz contrastaba con la expresión molesta en el rostro de Sara.
Lo pensé mil veces. ¿Por dónde empezar? Ni siquiera estaba segura de poder verle los pies y cabeza a la situación.
—¿Qué somos? —mascullé.
Una pregunta muy vaga, lo sabía. Pero aun así Evan pareció entenderla.
—¿Sabes lo que fueron los dioses? Lo que hacían.
Recordé el trabajo de historia. Los conocía, más o menos sabía los nombres y dones de los dioses olímpicos, del panteón, pero tenía la sensación de que lo que sabía no era más que la verdad distorsionada.
—Todopoderosos, inmortales, omnipotentes. No tenían limites, tampoco piedad. Por lo que sé, no eran diferentes de los monstruos.
Noté la forma en la que Andrew apretó el libro, cómo se frunció su ceño. Sara se tensó más en su lugar, como un alambre. Algo oscuro, una sombra apenas visible, pasó por los ojos de Evan.
—Todopoderosos, algo así. No eran inmortales, es cierto que no envejecían, pero sí podían morir bajo circunstancias específicas. Tampoco eran omnipotentes, se les escapaban muchas cosas. Y tenían limites, unos más que otros. Eran deidades nacidas de los deseos y necesidades de los humanos, algunos pertenecían a la naturaleza, otros representaban aspectos más complejos.
—¿Limites? —repetí.
Evan asintió sin apartar la mirada.
—Cada deidad tiene dones específicos, ahí nace su magia. Como dios de los mares mis cualidades mágicas se concentran en los elementos afines. Lo mismo con la magia de sol de Andrew, la curación y las artes son sus dones, tanto como los elementos relacionados con el sol. Es más complicado explicarlo que hacerlo, pero es básicamente el núcleo de nuestro poder.
No lo entendía muy bien, me resultaba confuso lo de los dones y sus poderes. Por lo que sabía un solo dios podía tener hasta cinco dones, y por lo que decía Evan eso significaba que manipulaban todo lo relacionado a ellos.
Recordé la lluvia salvaje, los rayos, las flechas, la magia cálida de Andrew.
—Lo que hicieron en el parque... ¿eran sus dones?
El chico de ojos azules asintió. Movió las manos en el aire y algo brilló, pequeños destellos azules dieron paso a un objeto, primero la silueta y luego lo demás. Un libro, de la extensión de una enciclopedia, pero del tamaño de un cuadro mediano. Era igual al de Sara.
Mi amiga contuvo el aire, noté la forma en la que súbitamente dejó de respirar.
—Lo conoces, Sara tiene uno parecido. Contiene muchas cosas, entre ellas conjuros. Los dioses, las deidades en general, se quedan en su elemento. Podemos usar magia sanadora, pero si lo hace Andrew que tiene la salud como tributo será más efectivo. Sin embargo, hay cosas que todos podemos hacer, magia que se limita a aspectos físicos tan básicos para las deidades como respirar. Hay muchos tipos de magia, muchos conjuros, unos más simples que otros. El teletransporte, mutación, vuelo, entre otros, forman parte de ese grupo en común.
Un libro que yo no tenía, que tal vez nunca tendría. No sabía nada sobre Atenea, sobre ellos, sobre los dioses.
Sentía que comenzaba a marearme. Evan se puso un poco más serio, como si recordara un detalle que ameritara tal estado.
»Somos reencarnaciones, Ailyn, nuestros límites van más allá de nuestros dones. La magia puede matarnos, tenemos cuerpos humanos. Envejecemos; no somos todopoderosos.
—Creo que fue suficiente información por un día. —Sara se nos acercó, con el ceño fruncido y los hombros tensos. Miró a Evan cuando continuó—. No debemos darle golpes tan grandes, debe procesar todo con calma.
¿Dones? Los dones de Atenea eran la sabiduría, la guerra justa y la estrategia en guerra. Por no mencionar que fue una diosa que daba bastante miedo. Tenía cualidades bélicas, en resumen. ¿Eso qué poder me daba a mí?
Divagando en mi cabeza, repasando lo que dijo Evan y lo poco que sabía incluso de Atenea, se me cruzó una idea por la cabeza.
—Esos conjuros que mencionaste... —Llamé su atención de nuevo, la de ambos—. ¿Hay alguno que me permita ver hacia el pasado? Saber lo que pasó cuando los dioses murieron, conocerlos de verdad, incluso averiguar algo sobre la Luz de la Esperanza.
Sara abrió mucho los ojos, Evan se limitó a observarme. Y Andrew, por primera vez desde que llegamos a casa de Sara, dejó el libro y me dirigió la mirada; había cierta sorpresa en su expresión, muy sutil.
—No puedes —sentenció Sara, exaltada, casi que con el corazón en la boca.
—¿Pero existe? Si es así entonces se puede, ¿verdad?
Miré a Evan con la esperanza de que fuera él el que me diera una respuesta clara. Sabía que Sara diría que no a todo, no importaba si en verdad era descabellado o no.
—Es muy peligroso, no sabes si puedes volver una vez que empieces el conjuro —advirtió Evan, con calma y suavidad—. Si no tienes el poder suficiente puedes quedarte atrapada en el pasado, para siempre; eso en el mejor de los casos. Te lo dije, nuestro limite es diferente al de ellos.
Enarqué las cejas. Mi atención seguía sobre Evan, no sobre Sara.
—¿Por qué? ¿Qué me daría más probabilidad de éxito?
Me adelantaba, lo sabía. Ni siquiera estaba segura de poder usar magia, de hacer lo que ellos hacían. Podría decir incluso que una parte de mí temía el resultado. Pero el solo pensar en tener más información de la que Sara estaba dispuesta a darme me parecía incentivo suficiente.
Evan abrió la boca, sin embargo, Sara se le adelantó. Se planteó delante de mí para que solo pudiera mirarla a la cara. Lucía angustiada, demasiado.
—Mira, Ailyn, no estás lista para hacer algo así. Apenas estás comenzando con todo esto; tómatelo con calma y no hagas estupideces.
Me mordí la lengua, con mis ojos reflejándose en los de ella. Asentí sin decir nada, y solo cuando lo hice ella soltó el aire. Andrew me sostuvo la mirada unos segundos más, con los ojos entrecerrados, antes de seguir con otro libro.
No importaba lo que dijera, ella nunca me dejaría siquiera intentarlo. Si yo no podía hacerlo, si lo que necesitaba era poder, entonces alguno de ellos tendría que ayudarme.
Sara nunca lo haría, eso lo tenía claro. Podría pedírselo a Evan, pero algo me decía que estaría del lado de Sara y no permitiría que yo lo intentara. Eso me dejaba, lamentablemente, a Andrew; tenía el presentimiento de que no le importaba mucho las restricciones. No era la mejor opción, pero era la única.
El timbre de la casa sonó en ese momento, tomándonos a todos por sorpresa.
Sara bufó y miró por la ventana, pero desde ahí no se veía la puerta principal. Con resignación decidió ir a atender, luego de dedicarme una última mirada.
Me quedé ahí parada, pensando en cómo pedirle algo así a Andrew sin que me rechazara. Necesitaba hacerlo, a ese paso recibiría solo un dato importante por día. Tenía que verlo con mis propios ojos para poder aceptarlo, confirmar que no me estaba inventando toda la situación.
—Ailyn, ¿quieres chocolate? Es perfecto con climas así. —Evan me sacó un salto, había olvidado que estaba a pasos de mí.
—S-Sí, claro. Gracias.
Le sonreí y él me devolvió el gesto. Dejó el libro que me mostró antes sobre la mesa, encima de una pequeña pila de libros. ¿Olvidó qué libro era? No lo mencioné y de igual forma ni él ni Andrew lo vieron.
Evan desapareció en la cocina, dándome la oportunidad perfecta. Podría habérselo pedido cuando me llevara a casa, pero no quería hacer eso en mi edificio. Y tampoco podía esperar.
Me quedé mirándolo leer, pasar las páginas del libro sin la menor idea de cómo pedirle algo como eso cuando era evidente que no disfrutaba de mi compañía.
—La respuesta es no —soltó Andrew de repente, tomándome por sorpresa.
—¿Qué? Pero si no he dicho nada.
Cerró el libro con fuerza, las hojas sonaron al chocar; lo dejó en la mesa y me miró, lo hizo por el rabillo del ojo, pero pude sentir su atención sobre mí. Entrecerró los ojos luego de darle un recorrido a mi rostro.
—Lo tienes escrito en la cara. Sigue siendo no.
Resoplé. Cuando me di cuenta había avanzado los pasos que nos separaban, me paré al lado de su silla, tan suplicante como pude.
—Te lo pido. Necesito saber... No sé, solo ayúdame. Puedes hacerlo, ¿verdad?
—No te llevaré al pasado, escuchaste lo que dijeron.
Me crucé de brazos, él entrecerró más los ojos.
—No creí que les siguieras la ley. Ya sabes, con eso de «hago lo que me da la gana».
Frunció el ceño.
—Nunca dije que hiciera lo que quisiera. Y, aunque no te guste, tienen un punto. Tratan de cuidarte, deberías agradecerlo.
Me mordí la lengua y le sostuve la mirada, sus ojos impenetrables, su palabra imborrable. Me incliné sobre él por pura desesperación, si él también me daba la espalda debía despedirme de la idea. Apoyé mis manos en los brazos de la silla, alineé mi cabeza con la él. Sus ojos me miraron de frente, directo a los míos.
—No volveré a meterme en tus cosas, no preguntaré nada de ti. Cuando estemos solos no oirás una palabra de mi boca. Por favor, te suplico que me ayudes.
La nostalgia regresó, la tristeza también. Ser consciente de su mirada tan directa no ayudó en nada, era como si cuando me miraba a los ojos obligara a los míos a no moverse.
Notar cómo no retiró la mirada, cómo conservó su postura rígida y seria, cómo sus ojos oscuros conservaban ese brillo filoso, me puso nerviosa. Me aparté al repasar la situación, de un salto puse varios pasos entre nosotros. Giré mi cabeza para que no viera el color en mis mejillas, en toda mi cara. Se debía a su apariencia, estaba segura de que era por su atractivo. No podía ser otra cosa.
—Harás todo lo que te diga, en cada momento. Sin quejas.
Me volví en cuanto habló. Ahora estaba de pie, mirándome. Enarqué las cejas, sorprendida, abrí y cerré la boca un par de veces y parpadeé.
—¿Lo harás? Creí que...
—También hay algo que quiero saber. —Se limitó a explicar, como si eso fuera suficiente.
Volví a parpadear, pero antes de que pudiera formular cualquier pregunta, se arrancó el collar con forma de arco que colgaba oculto en su pecho. Se movió como un vaivén justo antes de que brillara, fue un brillo azul celeste con destellos dorados, como una pequeña estrella. El arco se volvió grande, de más de la mitad de mi cuerpo. Era azul, con gravados ornamentales en oro y una fina cuerda. Noté el símbolo de la marca en un extremo, el emblema de los Dioses Guardianes.
—¿Qué es...?
—Arma Divina. No se puede realizar un conjuro así sin ayuda.
No alcancé a preguntarle al respecto, porque de repente él tomó mi muñeca. Retrocedí ante su frio tacto, muy a contraste con el calor que mi suéter me brindaba. Miré su mano sobre mi piel, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
—Yo guio, asegúrate de no soltarte y mantener cerca de mí. Si te pierdes no podré encontrarte.
Sus oscuros ojos examinaron mi rostro en busca de aprobación. Por un breve momento, antes de asentir, dudé. De repente se sintió tan real que me asusté; magia, algo que ni siquiera comenzaba a entender. Sin embargo, en cuanto él también asintió, sentí de nuevo el calor en mis mejillas. Fue un gesto tan diminuto, tan corriente, él lucía tan serio e impenetrable, y aun así... Aun así, me ofreció una seguridad tan inesperada que cualquier pregunta que tuviera desapareció.
—Mními —recitó.
Una ráfaga de viento nos rodeó al mismo tiempo que el arco de Andrew volvió a brillar, esta vez con más intensidad. Una capsula traslucida nos encerró, formándose desde abajo. El exterior se veía borroso, de repente ya no distinguía ninguna figura del otro lado.
La dulce fragancia de la lavanda llegó a mi nariz mucho antes que el sonido cantarín de las aves. Una leve brisa, tibia y agradable, rozó mi piel con la delicadeza de un pétalo de rosa, por un segundo pude sentir en mi rostro los rayos del sol, dándome una cálida bienvenida.
Cuando abrí los ojos vi luz, un brillo tan grande que mis ojos tuvieron que adaptarse al contraste. El viento sopló, llevando consigo el aroma de diversas flores. El verde apareció ante mí, todos esos olores tomaron forma, miles de flores de todo tipo; distinguí los jazmines, las magnolias y las lavandas. También encontré a los dueños de las baladas que dominaban el ambiente, las aves, ruiseñores, azulejos y canarios, volaban de un lado a otro, danzando en la armonía del jardín.
Vi mariposas, colores brillantes y encendidos volando sobre las fuentes, fuentes de mármol de diferentes tamaños, con el agua tan cristalina que a su alrededor reflectaba la luz del sol. El cielo, ese azul tan intenso, parecía salido de un lienzo; no había nubes, nada que perturbara ese azul reluciente.
Tardé un momento en buscar a Andrew, estaba tan hundida en ese mar de luz y colores que cuando vi su cuerpo, me sobresalté. La luz lo atravesaba como una burbuja, cada parte de su cuerpo y de su ropa, todo en él apenas sí se veía. Era casi transparente, sus colores eran demasiado opacos. Vi mi mano entonces, igual a la de él. Mis colores también estaban diluidos, mi piel era traslucida, la luz del sol no me abrazaba, me atravesaba.
—Es el conjuro —explicó Andrew ante mi cara de desconcierto—. Ver, no ser vistos. Esa es la regla.
Algo tintineó, una campana muy pequeña, no, un cascabel. Me di la vuelta tan rápido como pude, fue en ese momento que los vi. Dos personas, un hombre y una mujer, él de cabello rubio, rivalizando con el sol, ella de cabello castaño, al largo de su cadera.
Lo primero que capté en ellos fue su ropa, conocía ese estilo cuando estudié las caídas de las telas, cuando descubrí que había ciertos tipos de tela que daban vueltas, formaban curvas y le daban una personalidad distinta a la ropa. Ceñida pero ligera, como una delicada segunda piel. Ella tenía un vestido blanco, de escote pronunciado y más largo que sus piernas, lo arrastraba al caminar pero aun así éste no se ensuciaba, con curvas imitando las suyas y pliegues elegantes; era sencillo, sin manga, pero esa simpleza la hacía sobresalir. Él no era tan diferente, su atuendo de dos piezas parecía salido del mismo metraje de tela de ella, de caída a ambos lados de su cuerpo, una túnica con pantalones bombachos. Ambos llevaban accesorios brillantes, oro, tanto en brazos como en los dedos y el cuello; ella tenía una piedra dorada en la frente, él una preciosa gargantilla. Los dos tenían cinturones, llenos de curvas y formas, pero ambos, justo en el medio, tenían la misma insignia.
Solo la ropa, sus adornos, el emblema en sus cinturones me dijeron que se trataban de dioses. Pero su belleza lo reafirmó. Lucían en el mismo nivel que Sara y los chicos, tal vez incluso más, en ese estándar tan perfecto que parecía falso. Esa piel impecable, sus curvas, la forma de sus cabezas y sus gestos tan simétricos y simples, incluso la inmaculada dentadura y la forma de sus mandíbulas. Ninguna pintura les haría justicia, cualquier comparación se quedaría ridícula a su lado.
—¿Quiénes son? —pregunté en voz baja.
Pero Andrew no me respondió, tan solo frunció el ceño y los observó con la misma atención que yo.
Los dioses avanzaron por el jardín hasta una de las fuentes, una que en cuyas aguas flotaban un grupo de flores de loto, azules, casi tanto como el cielo. Las observaron, por un rato solo las vieron moverse con la brisa.
El hombre le tomó la mano a mujer, la de él grande y de dedos largos, la de ella más pequeña con dedos finos. Vi los ojos de él, eran dorados, un dorando excéntrico para un par de ojos. Le sonrió, pero fue una sonrisa de pesar con un diminuto brillo en sus ojos. Había una felicidad oculta en ellos, una felicidad culpable.
Cuando ella le regresó el gesto y lo miró a los ojos supe que eran pareja. La forma en la que él la miró, con calidez y cariño, como si sintiera cada una de sus angustias, me calentó el pecho a mí también. La mujer, por otro lado, tenía amor en su mirada, pero tuve que observarla sin parpadear para poder notarlo.
Los ojos de la mujer eran oscuros, del mismo tono de su cabello. Mantenía una postura recta, sus manos delante de su cuerpo como si fuera costumbre. Había algo en la forma en que levantaba el mentón, en la expresión de sus ojos, que me llamó la atención.
—¡Apolo! ¡Atenea! —El grito recorrió el jardín con eco, atravesando mis pensamientos como una bala.
Una mujer apareció entonces. Su cabello era rubio, el mismo tono que el hombre, igual que sus ojos. Lucía un vestido parecido al de la mujer y tenía una corona de flores azules adornándole la cabeza.
—Los veo, todo el mundo los ve. Ya entendimos. —La recién llegada dejó caer su atención sobre el hombre, su voz similar al sonido de las aves—. Le estás pegando tus malas costumbres, déjala hacer su trabajo. Ahora, dense prisa, llevamos bastante tiempo esperándolos.
Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos se separaron y caminaron conservando cierta distancia. La mujer siguió a rubia con el mentón en alto y una postura recta, tensa, mirada de acero. El hombre fue un poco más atrás, con expresión decaída y una mirada triste.
Cuando desaparecieron del jardín, de mi campo de visión, me dejé caer en el césped. Abrí los ojos tanto como pude y sentí la lengua pesada.
¿Esa mujer era Atenea? Se veía tan... intimidante, rígida, incluso aterradora. No había brillo en esos ojos, solo una cruel sentencia. Era tal como pensé que serían los dioses griegos, sin un ápice de piedad, sin nada de humanidad. Un escalofrío me recorrió al pensar que ella y yo teníamos algo en común, un lazo.
Sacudí mi cabeza. Eso no fue lo único impactante. Tuve que haber malinterpretado la situación, seguramente solo confundí los gestos, las miradas. Atenea, mi supuesta vida pasada, y Apolo, la anterior vida de Andrew, no podían ser...
—¡¿Pero qué demonios...?! —exclamé.
Imposible. Definitivamente vi mal. No podía, no pudo haber existido algo así entre nosotros, no podíamos haber compartido un lazo de ese aspecto.
¿Sara lo sabía? ¿O Evan? ¿Por qué no me dijeron nada? ¿Por qué ocultarlo? No tenía sentido. ¿Andrew lo sabía?
Miré a Andrew, él seguía con los ojos fijos en el lugar donde los dioses se encontraban hacía pocos segundos. Su mirada era oscura, su ceño fruncido con tanta fuerza que le hacía sombra a sus ojos me dio la respuesta. Se veía enojado, pero no me atreví a preguntar directamente si acaso tenía idea de esa relación.
Pero eso lo explicaba. La tristeza, esa nostalgia que sentía en su presencia, la forma en la que me dolía el pecho... Nada de eso me pertenecía, era de Atenea. Por eso se me hacía familiar, por eso lo extrañaba sin conocerlo. ¿Él también se sentía así?
Reuní valor para preguntarle si eso era lo que quería saber al aceptar traerme. Pero un brillo inmaculado nos cubrió, llevándose cualquier sonido que pudo haber salido de mi boca. Un flash segó mis ojos, privándome de aquel jardín y su armonía.
Las paredes se alzaron a nuestro alrededor antes de darme cuenta. Altas, de un color crema amarillento, tan gruesas como un muro. El techo no era diferente, el suelo se sentía liso y frio a diferencia del césped. Demasiado grande, oía el eco de varias voces, frio. La luz siguió igual, un sol cálido entraba por las ventanas más grandes que había visto, en arco y sin ninguna clase de seguridad.
Solo vi el cielo y las nubes desde mi posición, por lo que asumí que era un punto alto. Vi una mesa, tan grande y circular que ocupaba gran parte del salón que de por sí ya era comparable con el gimnasio de mi preparatoria. No había nada más salvo la mesa, una araña de cristal que colgaba sobre el centro de esta, y varios candelabros en las paredes. Nada de ornamentos elaborados o grandes arreglos florales.
Lo único similar a una decoración eran los símbolos en las paredes, bajo las ventanas y en su contorno, letras tal vez, pero mi mente no alcanzaba a entender ese idioma. Por lo demás, el lugar se veía impropio, como si no viviera nadie ahí.
Andrew se paró a mi lado, no sabía si observaba el cielo a través de la ventana o si se fijaba en las letras alrededor del marco.
—¿Sabes lo que dice? —le pregunté.
Y, como siempre, no obtuve respuesta.
En ese momento los dioses pasaron por nuestro lado, eran Atenea, Apolo y la diosa rubia, debido a su parecido con Apolo supuse que se trataba de su hermana. Sabía que tenía una gemela, Ar... Artemisa.
Los seguimos con la mirada, los tres se dirigieron a la mesa en el centro, donde ahora sus puestos estaban ocupados por nuevas caras diversas.
Siete sillas, siete personas. No, siete dioses.
Los reconocí vagamente, pero todos tenían ese símbolo característico en alguna parte de su atuendo, algunos el cinturón, otros un brazalete, lo portaban como si fuera un escudo de gran poder. Lo entendí en medio de una exhalación, en medio de una opresión en mi pecho de expectación y miedo. Eran ellos, los Dioses Guardianes originales.
Me acerqué a la mesa sin siquiera notarlo, me quedé parada al lado de la silla de Atenea mientras ella tomaba asiento, Andrew no tardó en llegar a mi lado.
Los vestidos entre diferentes tonos de blanco y crema resaltaban en ellos, los hombres con trajes de dos piezas y las mujeres con vestidos variando en su lago, al igual que cada joya que llevaban. Tanto hombres como mujeres estaban ataviados de accesorios, brazaletes y gargantillas, aretes largos y diademas, colgantes con alguna piedra preciosa y anillos en más de un dedo.
Sus miradas se parecían un poco a la de Atenea, había un brillo autoritario y filoso en esos ojos, la forma en la que mantenían los hombros y en alto la cabeza. Podía sentir la pesadez de su presencia, casi temor. Tragué saliva mientras agradecía ser invisible, no soportaría tener esos siete pares de ojos sobre mí.
Todos guardaron silencio mientras los recién llegados se ubicaban. No se saludaron, tampoco hicieron mención del aparente retraso, tan solo comenzaron a hablar cuando Atenea los miró. Uno de ellos, uno que tenía el cabello de un oscuro tono verde, tomó la palabra.
—Las lecturas han estado normales. Esta semana solo ha habido sesenta y seis avistamientos de criaturas salvajes, tres conflictos de comunidades guerreras, treinta enfrentamientos entre comunidades humanas y... Ah, sí, una deidad menor lanzó una maldición sobre una aldea al norte de Egipto.
—Me encargué de esa última —comentó con orgullo un dios, uno de cabello tan anaranjado que parecía llamas. Sus ojos amarillos brillaron de emoción.
—¿Y a cuántos mataste por eso? —preguntó una diosa, de cabellera larga y oscura. Con una piel tan blanca como las nubes y mirada dulce, sus labios de un tierno tono rosa.
El dios pelirrojo chasqueó los dedos.
—Menos de la mitad de la población. Pero, los que sobrevivieron, están libres de maldiciones.
La diosa de mirada dulce le lanzó una súplica a Atenea. Ella tan solo asintió en respuesta.
—No volverás a encargarte de las maldiciones y profecías —sentenció, con un tono tan firme que no hubo espacio para inconsistencias—. El mes pasado malinterpretaste una profecía y le arrancaste la cabeza a la persona equivocada.
Los ojos del dios se encendieron, amenazantes, pero no hizo comentario alguno al respecto.
—¿Plegarias importantes? —preguntó Atenea al dios de cabello verde.
Él negó con la cabeza.
—Lo de siempre: sequías, inundaciones, inmortalidad y desgracias. Nada que merezca nuestra intervención.
Atenea asintió.
—¿Algo más? ¿Cómo está el sello de Hades?
Noté la mirada fugaz que le lanzó Apolo.
Fue otro dios, uno de ojos azules, un tono casi de fantasía, el que contestó. Lucía serio, al mismo nivel de Atenea, severo, como si pudiera dejar caer una tonelada de concreto sobre mi cabeza sin remordimiento.
—Nada anormal. Desde la última vez no ha intentado nada raro, de igual manera sigue bajo vigilancia.
—Bien. Cualquier cosa que ocurra me la hacen saber. Si no hay nada más es todo, las asignaciones siguen igual. —Le dirigió una mirada al dios de ojos verdes—. Envíame las predicciones más cercanas del Oráculo de Delfos, seleccionaré los eventos en los que intervendremos este año que viene. —Ahora miró al dios de ojos amarillos—. Ares, te dedicarás solo a los conflictos en comunidades de Kamigami y avistamientos. Trata de no matar a muchos humanos en tus encuentros, el Oráculo predijo una baja en natalidad dentro de una década, no quiero que sea tu responsabilidad.
El dios tan solo resopló por toda respuesta.
Los demás asintieron, como si supieran a la perfección qué hacer a pesar de lo corta de su reunión. Uno a uno se fue levantando, separándose por diferentes caminos, a excepción de Atenea y Apolo, ambos se quedaron en sus sillas, casi sin moverse, observando la mesa, el símbolo en medio de ésta.
—Sé que no te gusta que te cuestionen —dijo Apolo, en un tono apagado—. Pero ¿estás segura?
Atenea no lo miró.
—¿Lo estás tú?
Apolo apretó los labios.
—Más que otra cosa, pero sé cuánto significan para ti...
—Por favor, detente. Ya te he dicho que no es algo que haya decidido de la noche a la mañana. —Miró a Apolo, esta vez con ojos más amables—. Es lo que quiero.
Una brillante sonrisa se extendió por el rostro de Apolo, tan radiante que reflejó la luz del sol que entraba por las ventanas.
El viento volvió a rodearnos, la luz blanca a cubrirnos, el flash nos llevó a otro lugar. Cuando abrí de nuevo mis ojos otra ubicación se alzaba frente a mis ojos. La oscuridad fue lo primero que me llegó, la noche llena de estrellas y con una resplandeciente luna llena, con ese frio refrescante típico de la época del año.
El olor a tierra mojada y a plantas llegó a mi nariz antes de diferenciar por completo el bosque que nos rodeaba. Espeso, húmedo, oscuro. Demasiados árboles para tener una buena visión a lo lejos.
Y, además, Andrew y yo estábamos solos. Me giré hacia él para preguntar por el lugar, pero él estaba caminando, alejándose de mí. Me apresuré a seguirlo.
Caminamos por unos segundos en silencio, evitando los árboles, aunque yo estaba segura de que los atravesaríamos sin problema. No supe hacia dónde caminaba hasta que vi las dos figuras a lo lejos, a varios metros por delante de nosotros. No podría asegurarlo, pero se parecían a Apolo y Atenea.
—¿Lo sabías? —pregunté al fin—. Y por favor, dame una respuesta.
Tardó un par de segundos en decidirse a responder.
—No decía nada en mi libro al respecto, Evan tampoco lo mencionó. Era prohibida, imagino que se debe a eso.
—¿Prohibido? ¿Por qué? —Fruncí el ceño, confundida—. Por lo que sé los dioses se enrollaban entre ellos todo el tiempo, ¿por qué Atenea y Apolo no podían?
No me respondió. Se detuvo de repente, yo lo alcancé, pero en ese momento me choqué con una pared invisible. Sacudí la cabeza, aturdida, y le lancé una mirada a Andrew para que me dijera lo que ocurría.
—Es una barrera, limita ciertos hechizos. —Miró hacia arriba y luego hacia los lados, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa—. No parece hecha por Hades, es extraño.
—¿Hades? ¿Él está implicado en esto? —Suspiré—. No estoy entendiendo nada.
No supe cuantos minutos pasaron, pero sí que estuvimos en completo silencio todo el rato. Hubo una explosión entonces, un estallido de luz en el cielo, proveniente más allá de la barrera. Pegué un brinco mientras veía cómo se iluminaba el cielo con una luz dorada, deslumbrante por unos segundos, hasta que cinco luces más pequeñas surcaron el cielo como estrellas fugaces.
Le lancé una mirada a Andrew, él me la devolvió, y comenzó a correr en dirección a los dos dioses que hacía poco habían pasado por ahí. Lo seguí tan de cerca como pude durante varios metros, hasta que el bosque nos fue dando paso a un lago.
Alguien gritó, un sollozo desgarrador.
Los demás Dioses Guardianes estaban ahí, los mismos que habíamos visto sentados en la mesa. La rubia estaba arrodillada en la orilla, cubriendo su rostro con ambas manos y sollozando entre sus dedos, casi gritando, sin consuelo alguno.
La diosa de pelo negro también lloraba, al igual que el dios de ojos verdes. Los otros dos estaban más serenos, pero los cinco lucían tristes, dolidos. Ares, el de cabello encendido, se veía furioso, casi podía ver el fuego en su mirada.
—Andrew... ¿Dónde están Apolo y Atenea? —Abrí los ojos de golpe, tanto como pude. Un espasmo me recorrió la espalda.
Su mirada se mantuvo fija en los dioses a la orilla del lago violento, el viento también se había vuelto loco y se movía con fuerza en ese pequeño espacio, moviendo la copa de cada árbol y agitando más el agua.
—No fue su culpa —dijo la diosa de cabello oscuro. Se agachó para quedar a la altura de la rubia, pero, aunque la tocó en la espalda a modo de apoyo, la diosa sollozante no tenía consuelo alguno—. Hades los engañó.
¿Engañó? Eso quería decir que Atenea y Apolo eran los dioses que Sara dijo que habían muerto por culpa de Hades, porque él los había engañado. ¿Cómo ocurrió todo eso? Se trataba de Atenea, por lo que sabía era de las diosas más poderosas, con más influencia, ¿cómo terminó de esa forma?
—¡Pero ellos decidieron irse! —gritó la diosa hermana de Apolo, Artemisa—. Nos abandonaron... Pudimos haberlo afrontado, pero se fueron antes, se rindieron...
El dios de ojos azules se acercó más al lago, observó las aguas moverse con fiereza e inhaló con fuerza.
—Hicieron un pacto de reencarnación, es diferente a la muerte —comunicó.
—No lo es —repuso Artemisa. Se descubrió los ojos, y pude ver en ellos una ira semejante a la que flotaba alrededor de Ares—. No están aquí, no lo estarán nunca más.
—No sabemos las circunstancias por las que decidieron tomar una medida de esa magnitud —dijo otro de los dioses, el de ojos verdes—. Si la reencarnación fue su única opción debemos alegrarnos por la esperanza de volver a verlos.
Ares soltó un gruñido, caminó hasta el dios de ojos verdes y lo levantó del cuello. A pesar de la presión el dios no opuso resistencia, incluso cuando los ojos de Ares destellaban de una furia tenebrosa, poderosa.
—¿Y qué nos queda a nosotros? Ella se llevó consigo la esperanza que nos quedaba. Sin Atenea, ¿qué sentido tiene? ¿Volver a verlos? ¡Maldición! ¡¿Siquiera te estás escuchando?!
—Ares, suéltalo —ordenó el de ojos azules, pero ninguno le daba mucha importancia al hecho de que estaba ahorcando a su compañero.
Ares gruñó de nuevo y lo soltó, pero el dios de ojos verdes, cuyo nombre supuse era Hermes, ni siquiera le dijo nada al respecto. Fue así como cayeron de nuevo en el silencio. Artemisa dejó de sollozar, la otra diosa que debía ser Afrodita dejó de consolarla. Y aunque dos de los otros tres dioses parecían tranquilos, Ares siguió hecho una furia.
Estaba tan inmersa en las acciones de los dioses, que olvidé el lugar en el que nos encontrábamos. Lo observé de nuevo, tratando de sacar el recuerdo de aquella parte de mi cerebro. Sabía que lo conocía...
Entonces, como respuesta divina, la imagen de mi sueño apareció en mi mente. Ese lugar era el de mi sueño, sin duda ahí siempre ocurrían esas pesadillas con los cuervos y con el chico.
¿Un recuerdo? Tenía solo fragmentos sin conexión. ¿Andrew también los tuvo? Me volví hacia él para preguntarle, pero de nuevo el conjuro me tomó por sorpresa, arrastrándonos a otro momento, a otro lugar.
Supe que se trataba del Olimpo cuando vi las paredes, cuando vi las ventanas gigantes alzándose justo frente a mí. No tuve más opción que observar el exterior del palacio, las nubes que cubrían la montaña y el horizonte. Ya estaba de día, pero por las nubes de tormenta no había diferencia.
Un rayo cortó el cielo, un relámpago me dejó ciega por un momento, arrancándome un buen susto. Casi pude sentir la luz en mi piel, me dio la impresión de que bajo mis pies el palacio se estremeció.
Los rayos continuaron estremeciendo el cielo y el sonido de los truenos perforaba mis oídos como puntillas de acero. Hacía mucho frio, el cielo estaba furioso, incluso había un sabor amargo en el aire, a oxido tal vez.
Algo me decía que más allá de la tormenta sin lluvia, de los truenos y los relámpagos, se alcanzaban a oír los gritos humanos. Tuve esa horrible sensación de saber que algo malo ocurría allá afuera, pero el sentimiento fue tan grande y abrumador que volteé la cabeza. No quería imaginarme una situación peor de la que por sí veía.
Ignoré el hecho de que no oía ni veía a ninguna ave volar, de que el olor a flores había desaparecido y que el sol probablemente estaba escondido en lo profundo del universo. Nunca había visto una tormenta eléctrica tan oscura, tan violenta...
Salté de nuevo al escuchar otro trueno. Me mordí la lengua en busca de tranquilidad. Era como una película, me dije varias veces. Nada me haría daño. Y aun así...
—Tranquilízate —dijo Andrew con firmeza a mi lado. No pude mirarlo, me costaba mover el cuerpo—. Si no lo puedes hacer nos iremos de aquí.
—No —contesté tan rápido como pude—. Aun no... Estaré bien.
Lo vi por el rabillo de mi ojo, él me observaba, pero tan solo eso. No dijo nada más al respecto. Cuando vi que su atención se centró a mi espalda me di la vuelta, asustada y nerviosa.
Eran los dioses, los cinco Dioses Guardianes que quedaban. Rodeaban la mesa de antes, esta vez con dos de sus puestos ausentes. Callados, casi ni se miraban entre ellos. Se veían... expectantes.
—Es pasajero, de seguro Zeus ya se encargó de él —dijo Afrodita, pero a pesar de sus palabras se veía angustiada—. Siempre pasa, no es la primera vez que Hades se aburre de las sombras.
—Pero antes contábamos con Atenea y con Apolo —contrarrestó Ares, su mirada seguía encendida—. Y si mal no recuerdo, él ha estado actuando diferente estas últimas décadas.
El ánimo de los presentes estaba por el suelo, no estaba segura si se debía a perder a sus compañeros o a la situación.
Un rechinido prominente captó la atención de los dioses y la nuestra; se camufló con uno de los truenos, resaltando el momento.
—¡Señor Poseidón! —gritó una mujer en cuanto las puertas del salón se abrieron, tenía el rostro pálido y su terror era palpable. Esta vez no entraron los rayos del sol, lo hizo la oscuridad de las nubes de lluvia y los relámpagos que gobernaban el cielo—. ¡Señor Poseidón!
Los dioses de la mesa la observaron, mantuvieron sus posturas y sus expresiones limpias, excepto por Ares que parecía una bomba de tiempo.
—¿Qué sucede? —respondió el dios de ojos azules.
La mujer no tenía aliento para hablar, apenas sí podía mantenerse en pie del horror que recorría cada una de sus facciones.
—El Señor... el dios supremo Zeus... ¡Pidió bloquear la conexión de los dos mundos!
¿Dos mundos? ¿Cuáles dos mundos? Agh, no entendía de lo que hablaban.
Los dioses, si se sorprendieron, no lo demostraron. Le sostuvieron la mirada, serios.
—¿Envió algo por escrito? —cuestionó el dios de ojos azules, Poseidón.
La mujer pareció despertar de su shock de pánico. Asintió una sola vez y extendió hacia los dioses una carta arrugada por sus manos, húmeda de su sudor, sin añadir nada más.
El pedazo de papel voló de las manos de la mujer hasta las del dios de los mares, como si supiera a dónde ir. Poseidón la abrió y la leyó en silencio, cuando terminó frunció el ceño.
—Puedes retirarte. Evacúa a las deidades hacia el portal, en un momento nos reuniremos con ustedes.
La mujer tembló y asintió, hizo una reverencia y salió corriendo de la habitación con todas las ganas del mundo.
Tras unos segundos y una pausa demasiado larga, Poseidón habló sin que ninguno de los demás se lo pidiera.
—Zeus retuvo a Hades, pero es una solución temporal. Dice que Hades recibe ayuda de otra deidad, tal vez de origen primordial. No solo consiguió salir, trajo a su ejército con él; los demonios del Inframundo se llevan a los humanos. Es una masacre. Rompió el acuerdo de disputas entre hermanos, no es simplemente una pelea por el territorio. Hades quiere algo que Zeus no está dispuesto a darle: la Luz de la Esperanza.
—¡Pero...! —exclamó Artemisa, dándole un golpe a la mesa.
Poseidón levantó una mano, callándola.
—Lo sé, Zeus también. Pero Hades aun no lo sabe. —El dios frunció más el ceño, como si algo le resultara raro, incoherente—. Zeus partirá a Kamigami junto con las demás deidades. Cree que podemos detener a Hades y sellarlo, pero el daño resultante puede acabar con la generación de oro, no quiere que el daño llegue al mundo de los dioses. Bloqueará la conexión hasta que Hades esté sellado, al terminar debemos abrir la puerta.
—¿Huyó el desgraciado? —inquirió Ares, con rencor y veneno en sus palabras, apretaba tanto la mandíbula que sus dientes rechinaban—. Ni siquiera los reyes humanos son tan cobardes.
Poseidón negó con la cabeza, más calmado de lo que esperaría.
—Si el daño llega a Kamigami ambos mundos sufrirán, bloquear la conexión es la mejor opción.
—La Tierra es como una flor —dijo Afrodita—. Siempre florece, siempre renace. Zeus lo sabe. Es solo cuestión de tiempo.
—¡¿Entonces por qué se fue él también?! —se quejó Ares en un tono más alto.
—Porque confía en nosotros —contestó Poseidón.
—Porque nos quiere castigar —respondió Hermes casi al mismo tiempo, en un tono tan neutral que me asustó—. Por lo que hicieron Apolo y Atenea. «Es su problema, resuélvanlo ustedes». Eso es lo que nos quiere decir.
Hubo un largo silencio esta vez. Los rayos continuaron cayendo, los relámpagos iluminaban el salón dándole un aspecto más tétrico y triste del que ya tenía. Los dioses lo pensaron, cada uno en completa concentración consigo mismo.
No sabía lo que era el tal Kamigami, pero entendí que Zeus los abandonó. ¿Cómo pudo hacer algo así? Si Zeus no pudo con Hades, ¿qué le hizo pensar que ellos sí lo harían?
—¿En verdad lo hizo para castigarlos? —le pregunté a Andrew.
Le clavé los ojos, él también me miró. Tenía el ceño fruncido, estaba pensando.
—Es posible. Debió considerar que todos eran responsables por sus acciones; Zeus confiaba en ellos, el que dos de ellos hubieran decidido sellar un pacto de reencarnación debió herir su orgullo.
—Pero... ¿y los humanos? ¿No le importó lo que sucediera con ellos?
La mirada de Andrew en ese momento me causó escalofrío. Demasiado oscura incluso en las sombras del ambiente, para él.
—Los dioses moldearon muchas veces a los humanos desde cero, la última fue la generación de oro. Supongo que él no ve inconveniente en hacerlo otra vez si es necesario.
Me estremecí. ¿En verdad Zeus consideraba a los humanos tan reemplazables? Sacudí la cabeza varias veces, debía concentrarme en ellos para no pensar en lo que sucedía a mi espalda.
¿Qué pasó para que Hades se volviera tan fuerte? ¿Qué deidad lo ayudaba? ¿Qué les dijo a Atenea y Apolo para engañarlos? ¡¿Y qué demonios era un pacto de reencarnación?! Toda clase de preguntas rondaban mi cabeza, ansiosas por obtener una respuesta. Eran demasiadas para retenerlas; me dolía la cabeza.
Se suponía que el hechizo me ayudaría a saber más acerca de mi pasado, a convencerme de lo que era, pero en lugar de eso me dejó con muchas más preguntas que respuestas.
Los dioses siguieron hablando, los vi mover sus labios, pero no oí nada de lo que dijeron. Un velo nos cubrió, el viento rozó nuestra piel cuando la escena frente a nuestros ojos volvió a cambiar.
Lo primero que llegó a mí fue el olor, un aroma tan intenso a azufre y oxido que me provocó una arcada. Tuve que taparme la nariz y la boca con las manos para limitar el olor, pero aun así se entró por mis ojos como si se tratara de un gas.
El cielo ya no era gris, ahora estaba teñido por un tono café mugriento, como la sangre seca. El lugar en el que nos encontrábamos era abierto, tal vez un valle, con elevaciones irregulares y obstáculos sobresalientes. No era verde, no estaba cubierto de pasto, por el contrario. El color negro predominaba en ese lugar, la ceniza caía como nieve y resaltaba en el terreno oscuro. Fuego, el lugar parecía destruido por el fuego y la muerte.
Había ramas sobresaliendo de la tierra, ramas con formas de manos, rocas con formas de cabezas, charcos rojos con olor a sangre...
Cerré los ojos un momento, tratando de asimilar ese nuevo campo de muerte. Sentí la mano de Andrew sobre mi hombro, supe que era suya, no podía ser de nadie más. Cuando abrí los ojos no me volví hacia él, tan solo tomé aire, llené mis pulmones de ese hedor, me abracé a mí misma y esperé, esperé lo que el recuerdo me mostraría.
Había una sombra unos metros por delante de nosotros, amorfa y de un tamaño considerable, el cielo sobre ella era más oscuro, la ceniza no lo alcanzaba.
Cinco siluetas pasaron por nuestro lado, los dos apenas las vimos deslizarse hacia la sombra negra. Destellos de colores se hicieron visibles en la oscuridad del ambiente, el sonido de las pisadas rompió el silencio mucho antes que sus gritos.
El brillo de su magia rodeó la sombra, cinco pilares, encerrando la mancha negra que flotaba en el aire. Le lancé una mirada a Andrew antes de empezar a correr hacia ellos, estábamos demasiado lejos para escuchar cualquier conversación.
Cinco pilares de luz se elevaron al cielo, dorados todos, con pequeños destellos coloridos y particulares, como polvo brillante. Vimos a los dioses apenas nos acercamos, todos tenían los ojos cerrados y las manos juntas como si elevaran una plegaria, tan concentrados en lo que hacían que ninguno le prestaba mayor atención a la sombra.
—Su arrogancia será su desgracia más grande. —Una voz resonó en todas partes, masculina y gruesa, amenazante. Resultaba terrorífica, se sentía opresora, como si al darme la vuelta encontrara al dueño respirándome en la nuca—. Este mundo está condenado, pero si me entregan la Luz de la Esperanza consideraré dejar sus cimientos en pie.
Poseidón, aun dentro del pilar de luz, abrió los ojos. Una mirada triste se mostró en ellos.
—No entiendo lo que te sucedió, Hades. Podrás ser muchas cosas, pero definitivamente no eres un asesino. ¿Alguien te obligó a esto? No, en este punto ya no importa.
—Siempre has sido demasiado blando, por eso te rebajaron de esa forma, Poseidón —dijo la voz, esta vez sí tenía una dirección clara. Venía de la sombra amorfa.
—Y tú demasiado influenciable —repuso el dios de ojos azules—. Debes volver, Hades, regresar a tu reino.
La sombra se oscureció más, intentó salir del círculo creado por los dioses, pero en cuanto tocó la luz de los pilares se desvaneció la parte que entró en contacto. Se estremeció, dos puntos rojos aparecieron en la sombra como dos luces en la oscuridad, parecía un espectro, un demonio.
—No sin lo que deseo.
—Entonces te enviaremos a la fuerza. —Poseidón cerró los ojos—. Ven, Hades, cada parte de ti debe reunirse aquí.
Los pilares brillaron con más intensidad, crecieron sobre sí mismos, reduciendo el espacio que tenía Hades para moverse.
—Equilibrio —susurró Hades—. Compensación. ¿Zeus está dispuesto a pagar el precio con sus mascotas obedientes?
Poseidón se quedó callado, fue Ares el que sonrió de forma macabra y respondió:
—Zeus se puede ir a la mierda. Igual que tú.
Los pilares crecieron tanto que el espacio de la sombra se redujo, se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que la luz dorada iluminó todo, tan intensa que yo misma tuve que cubrirme los ojos.
Una calidez agradable cubrió el valle, un grito profundo y ahogado salió del interior de la sombra justo cuando los brazos y piernas se materializaron. Vi dientes, ojos furiosos, antes de que todo fuera simplemente luz.
«Por el eterno pacto de reencarnación, por cada vida y cada alma. Que la rueda nunca se detenga, que nuestro núcleo perdure a través de los siglos. Hasta que un día las profecías se entrelacen y nuestros corazones se reencuentren.»
Oí sus voces, no supe si fueron palabras salidas de sus bocas o fue en mi cabeza. El verso resonó en mi memoria, hizo eco en cada parte de mi cuerpo.
Sentí mucho calor, luego una ira repentina casi me hizo llorar. Mi pecho ardió, igual que mis ojos. No sentí a Andrew por ninguna parte, pero el viento que me envolvió fue suficiente para saber que el conjuro me trasportaba a otra escena. Pero esta vez supe que me llevaba de vuelta al presente.
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