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13. Lo que una vez fue

Alone - Alan Walker

Sabía que tarde o temprano tenía que volver a hablar con Andrew, después de todo estábamos bajo el mismo techo, en el mismo equipo, y a pesar de lo espacioso que era el camper era inevitable topármelo en algún rincón del lugar.

Sin embargo, verlo era lo último que quería. Todavía no olvidaba las cosas horribles que me gritó, cómo me trató. Estaba enojada, furiosa, a pesar del transcurso de los días.

Habían pasado un par de días desde eso y durante ese tiempo no había salido mucho de la habitación, solo lo hacía para comer y en ocasiones para hablar con Evan. La mayoría del tiempo los dos estaban juntos, así que cuando me acercaba a Evan ignoraba por completo a Andrew.

Los demás seguramente lo habían reñido por lo ocurrido, pero reprocharlo no le quitaba intención a sus acciones. Todavía no entendía por qué lo hizo, ¿qué lo molestó tanto para dirigir su enfado hacia mí? Él... ¿en verdad pensaba eso de mí? ¿Que para mí ellos eran un juego? ¿Que no los tomaba en serio?

Suspiré. ¿Qué ocultaba el pasado de los Knight? ¿Acaso involucraba los Hechizos Prohibidos? No lo sabía y a ese paso nunca lo haría.

El camper se había detenido hacía como una hora y estaba estacionado a las afueras de Newton Falls; seguíamos en Ohio. A pesar de ser otoño, hacía suficiente calor como para quitarme la sudadera y quedarme en una blusa con tirantes.

Estaba sentada sobre el alféizar de la ventana, mirando a la nada durante varias horas, sola, cuando la puerta se abrió y Evan hizo acto de presencia. Cerró la puerta tras él luego de escanearme con su mirada y se acercó. Se sentó al otro lado del mueble, igual que una vez en mi habitación, conservando su distancia, dándome espacio y a la vez haciéndome saber que estaba ahí.

—Olvida lo que dijo Andrew —dijo al cabo de unos segundos. Me miró con dulzura y sonrió de la misma forma—, no tiene importancia. Sabes que en ocasiones no tiene filtro.

Lo sabía perfectamente, pero el que lo supiera no significa que lo aprobara. Además, para mí sí tuvo importancia. Además de haberme llamado fastidio e insoportable, lo que más me dolía era que creyera que nada de eso me importaba, que ellos no me importaban.

Sara y Cailye ya habían intentado que saliera de la habitación, que no le hiciera caso y que simplemente lo olvidara, que con el tiempo ni él lo recordaría. Pero eso no era cierto, no era tan fácil como ellas creían. Andrew me había insultado varias veces antes, y yo a él, pero en esa ocasión se pasó. Y me dolía, por alguna razón más que enfadarme me hería.

—¿A qué has venido, Evan? —pregunté sin ánimo—. Ve directo al grano, no quiero hablar de ese tipo.

Me miró con atención antes de dirigir su atención a la ventana.

—Hoy es el cumpleaños de Sara.

Dejé caer mi cabeza en el vidrio de la ventana en medio de un largo suspiro, y quise golpearme tan duro contra él que me quedara una marca. ¿Cómo pude olvidar algo tan importante? Me mordí la lengua con fuerza, mucho más enojada que antes.

Con todo lo que pasó con el señor «no te metas en mi vida», había olvidado por completo el septuagésimo cumpleaños de mi mejor amiga. Eso era imperdonable.

—En la noche le organizáremos una fiesta sorpresa, antes de que llegue con Astra —continuo él—. Quería saber si nos vas a ayudar.

Y por «nos» se refería a los hermanos Knight.

—Es Sara, mi mejor amiga, no puedo decir que no.

Me miró, pero no sonrió.

—Ailyn, no puedes estar enojada con Andrew por siempre...

—¿Por qué no?, ¿porque arruinaría la perfecta convivencia del equipo? —inquirí con sarcasmo—. No soy yo la que se tiene que disculpar, fue él quien me insultó y me gritó.

—No lo hizo...

—¿Apropósito? —lo interrumpí y reí con sequedad—, créeme que lo hizo con toda la intención del mundo.

—No lo justifico —dijo con duda—, pero él hace las cosas por una razón. Sé que lo que dijo fue horrible y que estás en tu derecho de no perdonarlo, pero lo conozco, Ailyn, y sé que él nunca diría algo así solo por ira.

Sí, claro.

—No puedo imaginarme algo que lo justique. Esa razón que mencionas no existe. Me odia, así de simple.

Evan suspiró y sonrió al tiempo que negaba lentamente la cabeza, como si le produjera gracia.

—Eres inteligente, Ailyn, pero te falta visión.

—¿Ahora tú también me insultas?

—No fue un insulto, solo una observación. Pero ¿sabes?, creo que eso no es tan malo.

Me miró a los ojos y esa mirada me hizo sentir incomoda. Me removí en mi lugar hasta que reuní el valor para ponerme de pie.

—Dejemos de hablar de Andrew y mejor vamos a organizar la fiesta de Sara.

Me dirigí a la puerta y él me siguió. Tomé aire antes de salir al pasillo, esperando que él no lo notara. Era ridículo sentirme tan nerviosa y a la vez tan enojada solo por compartir la misma atmosfera de Andrew. No teníamos por qué hablarnos ni vernos, solo evitar chocarnos con el otro.

Los hermanos estaban en la sala. Cailye tarareaba una canción mientras movía sus manos con gracia, en respuesta y como si fuera una coreografía, luces mágicas con formas lineales y curvas la seguían. Diferentes colores, todos nítidos y encendidos, rondaban la sala como serpientes voladoras. Chispeante, le otorgaban al lugar un toque divertido y mágico.

Me quedé un momento observando las luces volar, adherirse a algunas superficies con un patrón en específico. La decoración, entendí. Pero no fue hasta que noté en segundo plano que los muebles se movían que reparé en Andrew. Él estaba sentado en el suelo, sus ojos fijos en algún punto frente a él, concentrado, el ceño fruncido. No sabía cuál era su trabajo, pero sí noté la nula atención que me prestó.

—Es... precioso —comenté, refiriéndome al trabajo de Cailye. Las curvas de las luces parecían listones de fiesta, las lineales formaban palabras de cumpleaños y rostros alegres, emoticones aquí y allá, un estilo confuso pero agradable.

Ella sonrió con toda la amplitud que pudo. Se acercó en pocos pasos a mí, y en respuesta muchas de las luces dejaron de flotar.

—Gracias. A pesar de la persona, decorar me agrada. Aunque admito que es una lástima que sea para... tu amiga.

Le sonreí en respuesta. A pesar de eso me alegraba que ayudara, eso también alegraría a Sara. Tal vez solo lo hacía por petición de Evan, no me la imaginaba diciéndole que no.

Le eché un rápido vistazo a la sala, a la magia que flotaba en ella, a cómo los muebles seguían moviéndose y Andrew ni siquiera se inmutaba.

—Entonces... ¿en qué les ayudo? Todo lo están haciendo con magia, no veo cómo puedo ayudarlos.

Cailye dejó de sonreír, como si conociera la respuesta a mi pregunta. Fue Evan el que me contestó.

—Conoces a Sara mejor que nadie, solo tú nos puedes indicar sus gustos. Aun no decidimos el sabor del pastel...

—Sabor veneno, como ella —interrumpió Cailye.

—Ni la comida... —continuó Evan, ignorando su comentario.

—No come, los demonios no lo hacen. —De nuevo Cailye.

—Tampoco la música...

—Música del averno.

—Cailye, ya basta —dijo por fin Evan, mirándola. Ella tan solo se encogió de hombros y siguió con su trabajo, modificando luces y formas. Evan suspiró y regresó su atención a mí—. Nos serviría su color favorito, su comida preferida y demás.

Lo pensé por un momento. Sara tenía gustos complicados, también demasiado caros, era difícil complacerla en esos aspectos.

—El violeta es su color favorito. No le gusta el pastel, creo que bastará con lasaña, cualquiera está bien. No come mucho, no hace falta más que la lasaña. Y sobre la música... no es de escuchar mucha, no tiene genero ni artistas. La que elijan está bien.

Evan asintió, como si tomara nota mental.

—Ayúdalos con la decoración, iré a preparar la lasaña.

No me dio tiempo a negarme, tan solo dio media vuelta y se fue a la cocina. Miré a los hermanos, ambos concentrados en lo que hacían. Fue Cailye la que me dio algo que hacer al verme parada mirando, me dijo que le ayudara a organizar las luces, que solo debía moverlas como si fueran sólidas y acomodarlas como quisiera. Eso hice.

No sentí el tacto de nada solido cuando me acerqué a una de ellas, pero aun así respondió a mi mano como si lo fuera. Sonreí como tonta mientras decoraba, acomodando las líneas y curvas como si solo se trataran de tiras de neón. Luego de un rato decidí escribir el nombre de Sara sobre una de las paredes, tan grande como pudiera. Organicé una silla para llegar más alto y le pedí a Cailye varios metros de luces mágicas, la silla a veces se movía cuando me empinaba demasiado, pero mientras pudiera acomodar las letras no pasaba nada.

—Te vas a caer. —La voz de Andrew me sacó un respingo. Había olvidado su presencia.

Lo miré. Tenía los ojos cerrados, ahora recostado a una pared. Los muebles ya no se movían, él tampoco parecía tan concentrado. Fruncí el ceño en cuanto lo oí, pero no dije nada.

Seguí con mi trabajo, solo me faltaba pegar la parte de arriba de la última A del nombre, un último salto y lo conseguiría. Eso hice, me impulsé y pegué la parte que me faltaba. Pero la felicidad duró poco, cuando aterricé la silla se tambaleó, no alcancé a equilibrarme a tiempo y la silla cedió, me resbalé, no pude sujetarme de nada a tiempo.

Esperé el golpe contra el suelo, apreté los dientes, pero de un encuentro duro y doloroso, me recibió una superficie acolchonada y amplia. El sofá ahora se encontraba bajo mi cuerpo, un mueble que hacía medio segundo estaba al otro lado de la habitación. Me quedé tendida en el sofá, con los ojos bien abiertos, con el susto en el pecho, hasta que él habló y lo entendí.

—Te lo dije.

Me levanté de un salto, gruñendo, y me dirigí a él con la misma rabia de antes destellando en mis ojos. Andrew seguía en el mismo lugar de antes, recostado a la pared como si nada, con una expresión seria y los ojos entreabiertos. Me miraba de perfil.

—No necesito tu ayuda —le dije en un tono muy lejos de sonar amable—. Prefiero romperme la cabeza que aceptar tu ayuda otra vez.

Él ni siquiera se inmutó, no parpadeó, nada.

—Lo tendré en cuanta la próxima vez que estés al borde de la muerte.

Fruncí más el ceño. Cailye parecía querer intervenir, decir algo, pero se quedó quieta, observando.

—Imbécil.

Me di la vuelta, no esperé que añadiera nada más, y abandoné la habitación. Nadie me detuvo ni añadió nada más.

No había empacado nada para una fiesta, toda mi ropa era cómoda y abrigadora, especial por si tenía que correr o por si hacía mucho frio. Por eso cuando llegó la hora de dar inicio con la sorpresa, cuando faltaba poco para la llegada de Sara, no sabía qué usar.

Me puse lo de siempre entonces, un suéter color limón y unos pantalones cafés, mi pelo atado en una coleta alta. Una vez lista me dispuse a buscar el regalo para mi amiga, pero mientras lo hacía no pude evitar pensar en lo que pasó el día que fui a comprar los pendientes de plata.

El accidente en la moto. Recordé el miedo que sentí en ese momento, esas imágenes que me acosaban, luego los brazos de Andrew, su protección. Recordé la tristeza que sentí al saber que no traía conmigo los pendientes, y el agradable gesto de Andrew al recuperarlo para mí.

¡Me enfurecía! Me enfurecía que la persona que me dijo la verdad aun cuando sabía que lo reñirían por eso, que me tendió la mano cuando tenía miedo, que encendió una luz para mí en la oscuridad... que la persona que siempre intentó ayudarme me hubiera tratado como lo hizo. ¿Cómo podría ser la misma persona?

Ese no era el Andrew con amabilidad escondida que conocí en Lansing.

La verdadera razón por la cual estaba furiosa con Andrew era por eso: porque no entendía su forma de actuar. Él no decía lo que pensaba como una persona normal, él hacía las cosas y no le importaba su reacción en los demás. Solo lo hacía, sin preocuparse por si lo entendían o no, no le gustaba dar una simple explicación o intentar hablar con un poco de tacto.

Gruñí para intentar dejar de pensar en eso, en él. No tenía importancia.

Al poco tiempo Cailye entró por mí a avisarme que estaban cerca. Así que tras sacudir la cabeza me dirigí a la concina para ayudar a Evan a llevar todo para la sala. Luego de mi discusión con Andrew me había encerrado en la cocina con mi amigo para ayudarlo con las preparaciones. Solo decoré la lasaña y alisté los platos, pero al menos era algo.

Ignoré a Andrew cuando estuvimos los dos en la sala, me concentré en terminar con los últimos detalles y en reír con Cailye, fingiendo que solo estaba ella y Evan conmigo.

Acomodamos todo en la sala bien decorada con luces mágicas y esperamos su llegada. Encendí las luces cuando oí las voces fuera del camper. Sonreí a la espera, emocionada y feliz. Sabía lo que significaría para Sara, lo feliz que la haría, y eso me alegraba a mí también.

Apagamos todo cuando las oímos afuera, a la expectativa, y justo cuando la puerta principal se abrió, Evan y yo gritamos al mismo tiempo:

—¡Feliz cumpleaños!

Algunas de las luces de colores estallaron con nuestro grito, múltiples colores brillantes cayeron sobre la cabeza de Sara mientras Astra se corría a un lado para evitarlas.

La expresión de Sara, llena de confusión y sorpresa, de esa mezcla extraña entre felicidad y tristeza, me formó un nudo en el estómago y al mismo tiempo me sacó una nueva sonrisa. Lo entendía, esos ojos bien abiertos y los labios separados, su cuerpo quieto, entendía lo que sentía, sabía lo que pensaba.

—Chicos... —balbuceó Sara, con un hilo de voz—. Yo... yo no...

—Está bien —dije acercándome a ella—. No tienes que decir nada, lo sé. Por eso está bien. Es pequeño, pero al menos...

Me vi interrumpida por sus brazos alrededor de mi cuerpo, por su aliento en mi cuello. Me abrazó tan fuerte que lo sentí en verdad, de esos abrazos suyos que pretendían dejarme a su lado para siempre.

—Gracias, Ailyn. —Se apartó de mí y miró a los demás presentes—. Gracias a todos. Es más de lo que esperaba, de lo que alguna vez esperé.

Examinó las decoraciones del lugar con un nuevo brillo en sus ojos. Las luces producto de la magia de Cailye, los muebles reacomodados por parte de Andrew, la lasaña preparada por Evan. Sonrió más con esta última, lanzándome una mirada, como si supiera que fui yo la que le dijo lo del pastel.

Sara odiaba las fiestas. Cuando era pequeña se escapaba de las grandes celebraciones que organizaban sus padres donde escasamente los veía, con el tiempo ellos dejaron de prepararlas y Sara dejó de festejar su cumpleaños. Por lo general Mel y yo tratábamos de llevarla a alguna parte, a algún viaje, pero fueron pocas las veces que aceptó. Tal vez esa era la primera fiesta dedicada a ella que en verdad tomaba en cuenta, la única que le agradaba. Nunca la había visto sonreír tanto en ese día, eso me agradó.

Mi sonrisa no cabía en mi cara; me sentía tan feliz de ver a Sara sonreír de esa forma mientras abrazaba a los chicos y a Astra, agradecida, que todo lo demás no me importó.

El resto del día fue transcurriendo sin mayores novedades. Hablamos, reímos un rato, jugamos con las luces mágicas, en general un ambiente agradable.

En algún momento de la tarde, cuando Sara no reía mientras escuchaba las anécdotas de los hermanos Knight contadas por Evan, me le acerqué para entregarle oficialmente su regalo.

Deposité en sus manos la cajita de madera y ella me miró con interrogación.

—Ábrelo —pedí. Ella me miró a los ojos con una sonrisa, con cierta emoción—. Tenía pensado dártelo cuando regresaras de la misión, pero visto que decidí acompañarlos, se me hizo perfecto dártelo ahora.

Sonrió mucho más en cuanto descubrió el contenido. Me miró con ojos más brillantes.

—Los pendientes de plata —exclamó—. ¿Cómo lo supiste?

Me encogí de hombros.

—Te vi haciéndole ojitos ese día en la joyería. Sabía que los querías.

Se abalanzó contra mí y me abrazó con la misma fuerza de antes.

—Eres la mejor hermana que pude elegir —susurró—. Gracias por estar conmigo, Ailyn; no sé qué haría sin ti.

Astra nos llamó para soplar las velas que ágilmente colocó sobre la lasaña, eso obligó a Sara a apartarse. Nos dirigimos a la mesa pequeña que Andrew había acomodado en una esquina, ahí reposaba la lasaña con sus diecisiete velas. Cantamos, mi amiga apagó las velas, y por fin pudimos comernos ese improvisado pastel de cumpleaños.

Gracias a la distracción que me provocó el cumpleaños de mi amiga, no tuve tiempo para cruzar miradas con el idiota de Andrew. Era como si él no existiera en ese plano, como si fuera solo una sombra entre risa y risa. Sin embargo, no estaba segura si era porque yo no me molesté en buscarlo con la mirada, o porque en realidad trataba de tener un perfil bajo y pasar desapercibido.

—Supongo que ya querrán saber por qué vamos hacia Pensilvania, ¿verdad? —inquirió Astra cuando terminó su porción de lasaña.

Los demás nos quedamos en silencio de repente.

—Si ellos no quieren saberlo, yo si —respondí.

Astra me miró y sonrió, pero esa sonrisa fue opacada por un brillo filoso en sus ojos. No era como el filo en la mirada de Andrew, que parecía una daga, el de ella parecía un alfiler. Igual de silencioso y diminuto.

—Entrenamiento, eso es lo que necesitan —explicó luego de tomar aire. Levantó el mentón unos centímetros, una mirada más seria de lo habitual—. No están preparados para lidiar con otro ataque de deidades y en Pensilvania hay un lugar perfecto para entrenar.

—¿Así que vamos a entrenar? —comentó Sara—. Somos cinco, faltan otros dos. No sería un entrenamiento completo.

Astra sonrió como si el comentario de Sara le resultara gracioso.

—Sí lo sería. Sus aptitudes ahora son insuficientes, carecen de armonía. No pueden integrar a dos nuevos miembros al grupo cuando ustedes son un desastre. Para cuando se reúnan con el séptimo Dios Guardian deben estar listos, no podrán hacer nada cuando estén completos. Además —añadió, mirándome, como si lo que acabara de decir fuera de conocimiento general—, antes de eso los llevaré a una biblioteca.

Parpadeé. Tuve la sensación de que había dicho algo importante antes de restarle significado con lo de la biblioteca.

—¿Por qué a una biblioteca? —pregunté.

Su expresión seria no cambió, había cierta suspicacia divertida en ella.

—Porque hay cosas que deben saber antes de poner en práctica sus habilidades. Son las reencarnaciones de los Dioses Guardianes, pero no son como ellos, solo heredaron su poder, su magia, y eso es lo que deben aprender a controlar. Entender a sus predecesores y conectar con ellos los ayudarán a sacar el mejor potencial de sus dones.

Fruncí el ceño. Hacía minutos que había dejado mi plato en la mesa, vacío. Me daba vueltas la cabeza.

—A ver si entendí —recapitulé—: Iremos a Pensilvania a entrenar, pero antes de intentar convertirnos en un equipo armonioso iremos a una biblioteca a leer sobre los Dioses Guardianes originales. ¡Yo ni siquiera quiero aprender a usar magia!

Se hizo el silencio. Cinco pares de ojos cayeron sobre mí como si hubiera dicho algo demasiado importante para pasarlo por alto. La mirada de Andrew me taladró. Lo vi por el rabillo de mi ojo, cómo fruncía el ceño con la atención fija sobre mí, la fuerza que usaba en su mandíbula. Pero no dijo nada.

—Ailyn —empezó Astra—. Si vas a estar entre nosotros debes aprender a usar magia, no es una opción. Debes poder defenderte y defender la vida de tus amigos. Ya tienes un Arma Divina, debes aprender a manejarla. Lo mismo con los dones de Atenea. ¿Cómo creías que iba a ser sino? Cuando te uniste a nosotros aceptaste a Atenea como parte de tu vida, su legado es tuyo ahora. Tú más que los demás debes conectar con ella, tal vez así encuentres un deseo compatible con el de Atenea y puedas completar tu Arma Divina. Espero que lo entiendas ahora, porque no pienso repetirlo ni aceptar una negativa de tu parte.

Me encogí en mi asiento, cohibida. ¿Cómo pensaba que iba a ser? No lo había pensado. Cuando me subí a ese camper no medí muy bien lo que significaba ir con ellos. Igual a ellos. Con su magia, su destreza y sus dones. ¿Yo podría hacerlo? Lo dudaba.

El collar-arma me cosquilleó bajo el suéter. Sonreí sin poderlo evitar al recordar lo que sentí cuando vi esa espada, como si hubiera subido por una colina muy alta sin morir. Mía, algo que me pertenecía. Si pude hacer eso sin saber usar magia, ¿qué podría hacer si supiera? Me generaba curiosidad, pero al mismo tiempo un gran terror. Era como mirar a un pozo sin fondo, oscuro, peligroso, solo para saber si en verdad no tenía fondo.

Astra suspiró.

—Debes, no, deben conectar con sus vidas pasadas para usar sus dones correctamente. Lo necesitarán si quieren enfrentar a Hades. Es por eso por lo que una biblioteca es nuestra siguiente parada. No entrenarán hasta que entiendan mejor a su predecesor.

Entender. ¿Entender a Atenea? ¡Ni quiera entendía su muerte! ¿Cómo se suponía que entendiera su vida? Leer no me acercaría a ella, no de la forma intima que Astra pretendía.

Ella me miró, como si esperara una respuesta, alguna muestra de entendimiento o aceptación. No se la di.

—¿Dónde queda exactamente esa biblioteca? —Por fortuna Sara cambió el tema de conversación.

Astra la miró, nada más.

—En Harrisburg. Si seguimos con el curso actual llegaremos en menos de tres días.

¿Tres días? Eso sonaba no muy lejano en la fiesta de Sara, pero después de esos tres días parecía una eternidad.

A pesar de lo grande que podía ser el camper ya no soportaba estar bajo el mismo techo que Andrew. Lo había estado tratando de evitar, pero siempre lo veía en las comidas y no podía impedir encontrármelo por los pasillos.

Me hacía enfurecer, sin importar que ya habían pasado cinco días desde lo ocurrido en su casa, sentía sus palabras todavía muy frescas en mi memoria.

Con toda la resignación del mundo, y cansada de permanecer encerrada en la habitación de las chicas, estaba sentada en la sala, compartiendo oxigeno con el grosero de Andrew. Por suerte había tres personas más en la sala, y desde que le grité a Andrew por lo del letrero no me había vuelto a dirigir la mirada.

El camper se detuvo en un estacionamiento público a las afueras de un gran edificio de estructura magnifica. Paredes tan gruesas como muros, grises casi azules, rusticas. Un castillo como los de hacía mucho tiempo. Alto, de demasiadas ventanas y una única gran puerta.

—Es aquí —confirmó Astra saliendo de la cabina del conductor. Su cabello blanco resaltaba sobre su túnica violeta cuando la luz del medio día la iluminó, y sus inusuales ojos se posaron en nosotros—. Adelántense, tengo que acomodar unas cosas por aquí.

Evan asintió y se levantó de la silla. Sara y Cailye lo siguieron fuera del camper, y unos minutos después, luego de notar que Andrew no iba a salir hasta que yo lo hiciera, abandoné el vehículo mientras gruñía por su actitud.

La biblioteca era más grande al pie de la entrada, intimidante incluso. La gente entraba y salía a cada segundo, estudiantes y académicos, gente con traje y con ropa casual. El interior resultó ser más moderna de lo que imaginé. Renovaron el interior, conservando pocas características que acompañaban la estructura por antigüedad. Luces y mesas, sillas y pasillos de libros por totas partes, niveles y niveles hacia arriba con más y más estantes. Me mareé el solo imaginarme la cantidad de libros que conservaban y aún más la cantidad de gente que los usaba.

Nos adentramos, atravesamos el recibidor hacia un gran cubículo redondo en el centro. A su espalda estanterías y mesas, diversos espacios de lectura, hacia arriba más de lo mismo.

Evan habló con el recepcionista, ubicado en el centro del cubículo, y éste le tendió una tarjeta electrónica. Mi amigo dio las gracias y se reunió de nuevo con nosotros.

—Cuarto piso, hasta el fondo —informó.

—¿Qué cosa? —preguntó Cailye.

Evan sonrió y agitó la tarjeta frente a nosotras.

—Es la biblioteca estatal —explicó—, de las más grandes del país. Contiene una buena parte de textos históricos y libros sin copia, así que para una mejor búsqueda está dividida por secciones de acuerdo con el tema a tratar. Los textos históricos sobre otras culturas están en el cuarto piso, debe haber una habitación sobre cultura griega-romana.

—Qué complicado —comenté.

Él me miró.

—Lo hacen así para mejor seguridad y control de inventario. Como dije antes, contienen muchos archivos importantes y únicos. El sistema de organización permite mejor información al respecto.

Fue Andrew el primero en dirigirse a las escaleras más allá del cubículo de información. No dijo nada ni miró a nadie, solo siguió su camino con la misma expresión seria de siempre y esa aura de «no te me acerques». Suspiré con disimulo cuando lo hizo. Muchas personas se giraban a verlo, al grupo en general, pero cuando se fijaban en su mirada seguían con lo suyo.

—Vamos, Astra nos alcanzará adentro —dijo Evan, notando lo mismo que yo.

Evan se dio vuelta y siguió a Andrew por las escaleras, cuatro pisos arriba. Agradecí que el lugar no tuviera elevador, tal vez se debía a su infraestructura o a un tema de seguridad, no lo sabía.

Después de atravesar varios pasillos, de pasar por el lado de varias habitaciones, y dar innumerables vueltas, Evan se detuvo frente a una puerta de metal con el número 124 sobre ella, introdujo la tarjeta y la puerta se abrió.

Esperaba algo pequeño, parecido a una bodega, pero me impresionó la cantidad de espacio y de gente que había. Las paredes estaban cubiertas por libros, largas estanterías que se extendían por toda la habitación, y el techo era tan alto que cada estantería de libros contaba con su escalera móvil. Había varios caminos que extendían aún más el lugar, ventanas de vidrio al pasillo, también sofás con mesitas de madera y escritorios individuales con su propia lampara. La gente estaba repartida en cada área de lectura, la mayoría parecían estudiantes, y unos pocos buscaban en las estanterías el libro indicado.

El sonido de una exhalación a mi lado llamó mi atención, se trataba de Sara, estaba tan emocionada por la cantidad de textos que la alegría no le cabía en el cuerpo. Vi sus ojos brillar, sus labios entreabiertos, su anhelo por recorrer cada estantería.

—Es asombroso —masculló ella—. Es espectacular. —Una sonrisa demente apreció en su rostro y quise esconderme. Tanta felicidad en Sara daba miedo, más que ella enojada.

—Ciertamente lo es —apoyó Evan.

—No sé qué es lo que le encuentran de fascinante a los libros viejos llenos de polvo —confesó Cailye, con inocencia.

—Yo tampoco —admití—. Es más, creía que no tendríamos que volver a ver otro de estos libros polvorientos nunca más. ¿Por qué no usan el internet, como alguien de este siglo?

Oí un bufido a mi alrededor.

—Cailye —llamó Andrew, pero con la mirada fija en mí por primera vez en tres días—, los libros aportan mucho más que una computadora. Los libros no se modifican, permanecen igual de contenido sin importar las décadas que tengan, en cambio el internet se altera todos los días. —Fruncí el ceño en cuanto entendí que me hablaba a mí indirectamente—. Lo que encuentras en un libro, no lo encuentras en ninguna otra parte. ¿Entiendes, Cailye? Por eso son importantes.

—¿Sí? —La pobre e inocente de Cailye se tragó el cuento de que se refería a ella, y como no entendió lo que Andrew explicó, en su rostro se reflejó la confusión al tratar de darle sentido a las palabras de su hermano.

—Sin embargo, Cailye —Ahora era mi turno—, es más fácil buscar en una computadora que en un libro, más aún si hay tantos y tan poco tiempo. Por eso se inventó el internet, para facilitar la vida de las personas.

—¿Qué...? —musitó ella, todavía más confundida.

Andrew levantó una ceja.

—Si te gusta lo fácil, entonces recurre al internet. —continuó él—. Pero, Cailye, no hay mejor forma de viajar al pasado que leyendo un libro que estuvo ahí. Es la fuente de información más antigua y veraz. Más si quieres saber cosas que la humanidad ha deformado.

—¿Viajar... al pasado? —En definitiva, la mente de Cailye estaba perdida. Miró a su hermano como si hablara en otro idioma.

—Chicos —intervino Evan—, la están confundiendo. Si se quieren hablar, háganlo directamente.

—¿Hablar con quién? —Me hice la desentendida. Parpadeé un par de veces y desvié mi mirada a los demás—. Yo hablaba con Cailye.

Evan suspiró, Sara negó con la cabeza y Cailye siguió confundida.

Ya no sentía la mirada de Andrew sobre mí, pero aun así no quise buscarlo para verificarlo.

—Veo que ya están aquí. —La voz de Astra llegó de nuestras espaldas. Estaba parada a pocos pasos de nosotros, con una sonrisa plasmada en su rostro—. Bien, el tiempo es suyo, pueden empezar.

—¿Por dónde? Esto es inmenso —pregunté.

—Todo lo que necesitan está aquí, solo lo tienen que encontrar. La sala solo contiene información sobre la historia de Grecia, debe haber suficientes menciones de sus predecesores. Buena suerte.

Mis amigos se dispersaron tras la última frase. Cailye se fue por un callejón junto con Andrew, Sara tomó otro camino y Evan uno diferente. Me quedé un momento en mi lugar, mirando las estanterías, sin saber por dónde comenzar.

—Ailyn. —Me llamó Astra. Me observaba con ternura, con compasión y paciencia—. Sé que no te agrada la idea de la magia y que no conoces bien a Atenea, que tu idea de ella es bastante... especifica. Por eso quiero que mientras estás aquí, mientras lees sobre ella, abras tu mente y te permitas creer que ella era más de lo que crees. Encuentra esos puntos que las unen, lo que comparten, si lo haces hallarás un deseo que te ayude a completar tu Arma Divina.

—¿Por qué está incompleta? Evan no sabía exactamente por qué.

—Se debe a tu conexión con Atenea. Por lo general tarda mucho tiempo en aparecer, años; no se manifiesta hasta que existe un lazo y entendimiento. En tu caso apareció mucho antes de lo normal, sería muy extraño que estuviera completa tan rápido. Cuando tengas ese lazo y encuentres un nuevo deseo, tu Arma Divina estará completo. Como está ahora no puede hacer mucho, pero es un inicio. Te bastará para aprender las bases de la magia y tus habilidades.

—Si yo... Si yo no logro crear ese lazo con Atenea, ¿estará así para siempre?

Entrecerró sus ojos, de nuevo advertí esa perspicacia en su mirada.

—Confió en que no sea así. —Hizo una pausa—. Es en serio, Ailyn, cuando te digo que tener un lazo con Atenea es el primer paso para ser su sucesora. Puedo enseñarte, pero la voluntad para usar sus dones es solo tuya.

Tragué saliva. Se sentía muy apresurado, muy repentino todo el tema.

—Sobre la magia...

—Hablaremos de eso cuando sea el momento —me interrumpió—. Ahora debes leer, es todo lo que debes hacer. Así que ve, mientras antes mejor.

Me empujó hacia una estantería de muchos tomos, tan alta como los demás. Y tras un suspiro de resignación, estiré el brazo y recorrí los lomos de los libros, de las estanterías cercanas. Había géneros y divisiones, separaciones por autor y por periodos, incluso diferentes versiones del mismo libro. Nada especifico, vaya sorpresa.

Descartes, Homero... recordaba esos nombres de alguna clase de historia, pero en realidad eran recuerdos vagos. Mis fuentes para mi proyecto de historia se basaban en Wikipedia, por lo que muchos nombres que ahora leía me eran nuevos. Fui pasando los dedos sobre dichos nombres, hasta que llegué al límite de la estantería. Incluso, entre texto y texto, encontré la Ilíada y luego la Odisea, en todas sus versiones; no pude evitar reír ante esa tremenda ironía.

Suspiré, rendida, sin saber en dónde más dirigir mi búsqueda. Por eso odiaba las bibliotecas: porque la información estaba dispersa en varios libros y gastaba demasiado tiempo. Internet tenía filtros, me arrojaba la respuesta especifica.

«—Izquierda —ordenó la voz en mi cabeza, esa que había oído hacía días cuando apareció mi Arma Divina.»

La ignoré. Era muy posible que hubiera oído mal y solo fueran mis propios pensamientos.

«—A la izquierda.»

Me freneé en seco. Aquello no era una alucinación. Hice lo que me decía, giré a la izquierda al final de esa estantería con la expectación reflejada en mi rostro. Me encontré entonces con un grupo de estanterías pequeñas a la altura de mi pecho y una nueva área de lectura. Dos sofás libres y una pequeña mesa.

En la parte de arriba de una de las estanterías decía «el origen de los dones». No estaba llena, no tenía más de quince libros, pero era un buen inicio. Tomé uno que llamó mi atención, de título «Sabiduría». Me pareció apropiado.

Una pequeña nota cayó de algún lugar de la estantería, estaba doblada, y la vejez tenía amarillo el papel. Por curiosidad la abrí y leí su contenido.

«La única deidad con el poder de ser todo marcará el comienzo de la Era Blanca de los dioses. Solo ella podrá cambiar todo, salvarnos a todos. Que su luz nos bendiga.»

Ya estaba harta de las profecías. ¿Acaso los griegos solo sabían escribir ese tipo de cosas?

No entendí el significado de la nota, y sinceramente, con todo lo que ocurría en ese momento, no me interesaba en lo absoluto descubrirlo.

Devolví la nota a la estantería y abrí el libro en mis manos. No me equivoqué al empezar por ahí, para mi suerte el tema principal era el nacimiento de Atenea.

La sabiduría de los dioses, su orgullo y su ego. De sus dones más preciados. Presente en cada decisión sensata, aquella que pocas veces llevaba a la guerra. Patrona de vencedores y guía de héroes. Engendrada de energía primordial, tan primordial como la vida. Etérea y justa, cuya capacidad de percepción y elocuencia supera a cada deidad creada y por nacer.

Atenea, hija de Metis, heredera de su madre en las constelaciones y de su padre en el panteón. Su trono ella llenará cuando la era dorada llegue a su fin. Nacida de su cabeza, adulta y lista para la guerra, para la victoria. Los cielos y las tierras se estremecieron, los mares y volcanes rugieron su nacimiento. El mundo entero celebró su aparición, el legado sobre sus hombros.

Primera hija de Zeus bajo el matrimonio, su hija preferida y heredera predilecta. La más cercana a Zeus, bendecida por deidades primordiales y por las mismas Moiras. Tanto era su poder, su destino tan grande, que una antigua profecía dictada por los primordiales auguraba su victoria sobre Zeus. La profecía anunciaba que Metis daría hijos tan poderosos que le arrebatarían el poder a Zeus igual que él hizo con Cronos y Cronos con Urano. Más poderosos que él, más sabios y fuertes. Tal fue su temor en el momento de enterarse, que en plena gestación de Metis, Zeus la absorbió. Tiempo después Atenea nació de su cabeza, adulta y armada, con la misma mirada de su padre y la misma divinidad de su madre.

Su vida estuvo marcada de grandes leyendas y actos históricos. Guía de héroes, participe de aventuras épicas, con gran relevancia en las glorias de Hércules, Homero y Perseo, entre otros. Inteligente, sabia, la deidad perfecta para la guerra. Muchas deidades deseaban poseer su sabiduría, pero la gran mayoría temía eso mismo. Una líder, una diosa incluso entre deidades.

Seguí leyendo a pesar de que en ese punto comenzaron los datos sobre la sabiduría en sí, de cómo representaba un valor primordial y su importancia en las decisiones cotidianas. Se refería al elemento en sí, alejándose de Atenea. Pensé que me sería útil si quería acercarme al don, pero a poco le encontré sentido.

Tomé otro libro de la estantería, uno que se titulaba «La cima de una heredera».

Sabiduría, inteligencia, valor, lealtad, sentido de responsabilidad. Esos fueron algunos de las cualidades que le abrió la puerta del éxito a Atenea. Zeus le otorgó en su honor múltiples victorias, patrona de Atenas y una imagen digna del Olimpo. Fue gracias a sus logros que Zeus la nombró líder de los Dioses Guardines, deidades superiores y destacables incluso en el mismo panteón. Solo por debajo de Zeus, con seis dioses a su mando y el mundo en sus manos.

Fuerte, temperamental, inflexible. Atenea era estricta, severa, se tomaba su trabajo con gran seriedad, su lugar en el mundo era su mayor tesoro. Vivía para sus logros, para sus funciones, todo lo demás le era inútil. Por esa misma razón, por su personalidad aislada y seria, por su perfil de gran autoconfianza, se le dificultaba crear lazos con otras deidades. Su vida personal era un misterio, su postura demasiado recta, su barbilla siempre en alto, una mirada paralizante. Pocos registros atestiguan otra faceta de la diosa, solo los que la conocieron en persona podrían asegurar su personalidad fría y distante, incluso aterradora. No se relacionaba con nadie fuera de sus obligaciones.

Cerré el libro con fuerza y lo arrojé sobre una mesita cercana.

No quería escuchar sobre su personalidad o su círculo social; esos temas me hacían sentir extraña en muchos sentidos. Yo estaba interesada en conocer su poder, lo que había heredado de ella, pero eso no lo mencionaba ninguno de los otros libros que revisé. Nadie parecía conocer exactamente su poder.

Atenea fue genial, era fuerte y valiente, nunca dudaba y poseía una fuerza inimaginable para derrotar a sus enemigos, la admiraba por eso. Pero tenía una vida vacía. Solo se dedicaba a luchar y era distante con las personas que según entendí se preocupaban por ella. No tan diferente de lo que me imaginaba.

No me sorprendió, yo misma me percaté del abismo que separaba a Atenea de los demás cuando estaba en el pasado. Sin embargo, yo no era así.

Tal vez fui Atenea en una vida anterior, pero ahora era Ailyn, y no tenía ni quería ser como lo fue la Atenea original. Como Astra lo había dicho, nosotros podíamos ser las reencarnaciones de los Dioses Guardianes, pero solo heredamos su poder, no su personalidad.

Me tomé unos minutos más para leer un libro titulado como «Las hazañas de Palas Atenea». No era precisamente lo que buscaba, pero saber lo que Atenea logró gracias a su determinación no me vendría mal. Lo extraño fue que en todo lo que leí no mencionaron su vida romántica con exactitud, ningún dato de ella con Apolo ni ningún otro.

Fue, en parte, una pérdida de tiempo leer páginas y páginas sobre Atenea de las cuales solo aprendí que Atenea fue grandiosa, poderosa, hermosa, y más fría que Andrew. Aun así, tomé otro libro, con la esperanza de encontrar algo que por lo menos me explicara cómo se sentía Atenea haciendo lo que hacía.

Nunca en mi vida había leído tanto, pero al menos esperaba que todo lo que aprendí de Atenea me sirviera en algo a la hora de aprender a usar magia.

Caminé por la habitación tratando de encontrar con suerte la salida, o toparme con alguno de mis amigos. Vuelta tras vuelta solo veía lo mismo: libros. Para ser una sala especial, muy lejos de la biblioteca principal, era bastante grande.

Vislumbré a Sara en un sofá, leyendo un libro que al parecer la absorbía, y al otro lado del área de lectura Cailye se encontraba jugando con las hojas de un viejo libro.

Me acerqué a ella, segura de que si le dirigía la palabra a Sara no me escucharía.

—¿Qué has encontrado? —indagué, tomando a Cailye por sorpresa.

—Oh, Ailyn, eres tú. —Dejó el libro en su lugar y centró su atención en mí—. ¿Ya terminaste con lo tuyo?

—Sí, leí cuatro libros sobre Atenea, pero me salté la mayoría de las cosas. Necesito distraerme de mi supuesto pasado, así que pensé que escuchar el de los demás me ayudaría.

Ella sonrió con alegría y me tomó de las manos con entusiasmo.

—Odio leer —admitió bajando la mirada, pero sin soltarme—, pero descubrí cosas interesantes en un solo libro.

Sonreí con ternura; ella en ocasiones era como una muñeca.

—¿Qué cosas?

Dio brinquitos de alegría, mientras una esplendorosa sonrisa iluminaba su rostro.

—Tengo sesenta «Hijas del océano», y veinte ninfas —informó, orgullosa—. Gobierno sobre las montañas, y me gustaba cazar, por eso usaba túnica corta; además, ayudaba a las mujeres en labor de parto debido a que asistí el nacimiento de mi hermano. Dice que, a diferencia de mi mellizo Apolo, represento la luna. También que mi otro nombre es Diana.

Era fascinante la facilidad con la que hablaba de Artemisa en primera persona, tan personal e íntimamente, como si no la considerara diferente a ella. Yo, en cambio, creía que Atenea era Atenea, y yo era yo, dos personas por completo desiguales.

—¿Eso es todo? Pasaron cinco horas, ¿y solo leíste eso?

—Te dije que no me gusta leer —espetó—. Además, no necesito saber más, la mayoría de las cosas están en el libro sin nombre.

Cailye olfateó el aire, y por su expresión supe que Sara se había acercado.

Diosa del amor y la belleza —masculló, al tiempo que me volvía hacia ella.

—¿Qué?

—Dijiste que querías saber lo que encontramos. —Me haló hasta el sofá, dejando a Cailye parada en su lugar como si fuera una desconocida.

Sara me entregó un libro tan grueso como los libros de Stephen King y me miró con orgullo.

—Léelo, ahí está todo sobre mí.

No pude evitar soltar una gran carcajada.

—Sara, aprecio que quieras compartirlo conmigo —Le devolví el libro—, pero no lo voy a leer. Tuve suficiente con Atenea, por eso te lo pregunté, para no leerlo.

Ella parpadeó, sorprendida, mientras Cailye se reía.

—Bien —accedió, y se acercó más a mí para bajar la voz—. Los libros escritos por humanos resaltan mucho las aventuras amorosas de Afrodita. Gracias al libro sin nombre sé más de ella de lo que aparece en estos libros, pero consultar una perspectiva diferente es interesante. Debido a tantos líos Zeus le dio la mano de Afrodita a Hefesto, no sirvió de mucho, claro, pero se repite la mención de ese hecho en demasiadas literaturas, en especial porque Afrodita lo engañó con Ares y esa unión dio deidades importantes hasta el día de hoy.

—¿Y qué sabes tú?

Mi amiga soltó un pequeño suspiro.

—Que es más complicado que eso. Afrodita representaba los anhelos de los demás, sus más profundos deseos. Les daba libertad a los humanos de expresarlos, para el momento eso era mal visto, por eso ella recibió tantos castigos. Era imprudente, claro que sí, pero no era mala. Se dejaba llevar, es todo. Era capaz de conectar con una versión de los demás que permanece encerrada, creo que cuando convives demasiado tiempo entre ellas tu percepción se distorsiona un poco.

Me quedé en silencio unos segundos.

—Tú... ¿lo haces también?

Sonrió, una sonrisa casi triste.

—Por supuesto que no, no tengo esa clase de poder. Lo uso muy superficialmente, mirar el interior de los demás es aterrador, no podría hacerlo.

Me pregunté si se habría visto a sí misma, si al menos podría mirar a su interior sin sentir temor. Una punzada en mi corazón me dijo que no, aun no.

—Tengo algo para ti —dijo mi amiga luego de un momentáneo silencio. Sacó de alguna parte del sofá un libro más pequeño en cuanto a contenido, delgado, de una portada oscura y letras en relieve—. Sé que aun te cuesta entender a Atenea, en especial lo que hizo. Tal vez esto te ayude a comprenderlo.

Me lo ofreció. Yo dudé antes de tomarlo. El titulo dibujaba una interrogante en mi rostro, no entendía lo que significaba para mí. «Luz de sol. Vol I».

Se puso de pie tras tomar una gran exhalación, dejándome con el libro en las manos.

—Léelo, no es mucho, pero es algo. Tal vez te ayude, tal vez no. Depende de ti.

Y se fue. La vi caminar por el pasillo hacia otro corredor. No vi a Cailye por ninguna parte, no supe en qué momento se alejó. No había nadie conmigo, estaba sola, sola con el libro en mis manos. Lo miré y leí el titulo varias veces, pensativa y dudosa al respecto. Sol. Apolo. ¿Podría encontrar sentido a Atenea a través de Apolo? Lo dudaba, pero ahí estaba, ante mí. La historia de la persona por la que Atenea dejó todo, por la que quiso vivir como humana.

Apolo... ¿qué significaba para Atenea? ¿Qué le ofreció que ella tanto anheló? ¿En verdad había valido la pena todo solo... por él?

Luz de cielo, de estrellas y de deseos. Paz, el final del comienzo. Calidez. Luz de sol. Era vida. Vida primordial entre los primordiales, guía de constelaciones y acompañante de dioses, digno de todo lo etéreo y valioso. Brillante, perfecto, era arte en sí mismo. Abstracto, completo.

Apolo. Luz de sol. Bendito por los astros el día en que nació, hermano de la oscuridad, de la luz en la oscuridad, la luna su hermana y alma gemela, el sol su rey y elemento. Apolo. Un pequeño regente, fugaz como las estrellas, pero firme como la tierra. De influencia considerable, rivalizando con la de su padre Zeus.

Verdad. Perfección. Artes. Sublime. El dios que representa al astro rey, que controla la fuente de vida, que brilla y da calor. La divinidad masculina más cercana a Zeus, su retrato y orgullo pese a la tragedia que tiñe su infancia.

Protegido por la luna Apolo nació tan solo pocos minutos después de su hermana, Artemisa. Un secreto y un deseo, la vida en sí misma abriéndose paso hacia lo demás, luchando por existir. El dios representa eso, la fiereza y el ímpetu de una suave brisa o una llamarada. Opuesto, igual. Su naturaleza era dual al igual que su hermana. Enfermedad y salud. Destrucción y renacimiento. Portador de pestes y dador de vida. Representa el equilibrio de todo, de todos.

Su padre, Zeus. Su madre, divinidad de los cielos y de la luz, Leto. Oculto en su nacimiento, se dice que en aquel momento la luna eclipsó al sol y todo sonido cesó para dar paso a su vida. Un momento eterno en medio de la infinidad y la nada. Solo las estrellas fueron los testigos del momento en que sol y luna llegaron al mundo.

Luz y calor, eso reflejaban sus ojos. Felicidad en su rostro. Gentil, benevolente con los humanos al igual que su madre, severo con ellos igual que su padre. Dos caras de la misma moneda, dos extremos y respuestas opuestos. Como las nubes, como un rayo de sol, así se describía a la deidad regente sobre el gran astro rey.

Corazón enorme, sonrisa de diamante. De intensos amores y grandes tragedias, triunfos memorables y perpetuo legado, así estuvo plagada su vida. Demasiado cercano, demasiado vehemente. Arde, quema.

Corría el rumor de un amor tan grande como el sol, tan intenso como el fuego y tan ciego como la oscuridad. Plagó su corazón como una enfermedad. Su debilidad. Su destrucción. Su mayor sueño. Detalles pocos al respecto, según las deidades susurraban, más allá de una dama de ojos de oro y mirada de hierro...

Continué la lectura tanto como pude, aventurándome en la imagen del mundo de Apolo, del perfecto e inigualable Apolo con sonrisa de nube y ojos de sol. Y mientras más lo hacía más trabajo me costaba encontrarle relación con Andrew. No podían ser más diferentes, más opuestos. Eso me sacó una sonrisa de satisfacción, saber que no era la única tan diferente a su predecesor.

El caso de ellos era particular. Apolo fue una deidad alegre, sonriente, cálida. Andrew era serio, frio y malhumorado. De ojos oscuros, mirada de león en lugar de un sol, como si todo en su corazón fuera una gran mancha negra. En cambio, Apolo era transparente y accesible.

Dejé de leer en cuanto las páginas comenzaron a faltar. Rasgadas o media hoja, comidas o con la tinta borrosa. No entendí gran parte de los párrafos completos que aparecían aquí y allá, se perdió el hilo conector de las palabras.

Estaba tratando de entender lo que leía cuando sentí el tacto de alguien sobre mi hombro. Pegué un brinco y cerré el libro por puro instinto, sorprendida.

Cuando giré el cuello me topé con la sonrisa de Evan, con sus amables ojos azules observándome. Le echó un vistazo al libro en mis manos, cerrado, mis dedos sobre las letras del título. Y sonrió más. Atrás de él, al otro lado del espacio del sofá, recostado a una estantería y con un libro de bolsillo en la mano, Andrew se encontraba sumergido en la lectura. Su expresión seria seguía intacta, ajeno a mi presencia.

—¿Qué hacen aquí? —pregunté, mirando hacia cualquier parte menos hacia Andrew y el libro en mis manos.

Evan se fijó en mi rostro de nuevo, olvidando al libro por un momento.

—Te buscábamos. Astra nos quiere en el camper lo más pronto posible.

Parpadeé dos veces, confundida.

—¿Tan rápido? Pero... Ella dijo todo eso acerca de leer y aprender sobre nuestros predecesores...

Algo pareció oscurecer la mirada amable de Evan. Pero por la rapidez con la que lo dejó pasar supuse que había sido mi imaginación.

—Seleccionó algunos libros para ti para el camino. Quiere que regresemos.

¿Y desde cuando hacíamos todo lo que ella quería? No exterioricé mi pregunta, ya que Evan de seguro me diría que era mayor y sabía lo que hacía. Cosa que dudaba.

Dejé boca abajo el libro sobre Apolo, con total naturalidad, como si fuera irrelevante. Andrew no me miró en ningún momento, así que supuse que ni siquiera se percató de mi cercanía. El libro que sostenía delante de sus ojos debía de ser muy interesante.

—¿Vamos? —insistió Evan.

Yo solo asentí y me puse de pie. Los chicos comenzaron a caminar, Andrew varios pasos separados de nosotros, leyendo, Evan a mi lado. Guardamos silencio por algunos segundos, atravesando la biblioteca rumbo a la salida. Muchos seguían en lo suyo, pero sí noté que había mucha menos gente, tal vez por la hora.

Antes de llegar a la salida me fijé en Evan, en su perfil y en la forma en la que su cabello parecía brillar de lo oscuro que era. Sonriente y amable, diferente a esa combinación extraña de Sara y de Cailye, opuesto al genio de Andrew. Mismas circunstancias, resultados diferentes, ¿tendría algo que ver con sus dones?

—Poseidón... ¿cómo era? ¿Se parecía a ti? —solté, curiosa.

Evan alzó las cejas de golpe y me miró, como si no hubiera escuchado bien la pregunta. Andrew frunció con fuerza el ceño, pero no despegó sus ojos del libro. Al menos sabía que sí que me escuchaba.

—¿Hay algo en particular que quieras saber sobre él? —dijo, y habría jurado que el tono que usó era diferente al usual. Un poco más informal, con cierta mezcla de recelo.

Negué con la cabeza mientras esquivaba a una señora que pasaba por nuestro lado. Casi se chocó conmigo.

—Es solo curiosidad. Las chicas parecen tener una percepción muy diferente sobre sus respectivas predecesoras. Me preguntaba lo que creías tú.

Me miró con fijeza por un par de segundos, sus ojos brillaron, y al final me ofreció una de sus sonrisas amables.

—Era hermano de Zeus, poderoso al nivel de Hades. Dominaba sobre las aguas, sobre cada cuerpo de agua existente. Todo un mundo si me lo preguntas, incluso más basto que la tierra. Era... excéntrico. Igual que todos sus hermanos.

—¿Qué opinas de él? —insistí.

Sentí la mirada taladrante de Andrew, pero cuando me fijé en él, su atención seguía concentrada en el libro.

Evan tomó una leve inspiración.

—Que cometió muchos errores y que pudo haber hecho muchas cosas si hubiera tenido tiempo. Pero, sobre todo, sé que haya hecho lo que haya hecho, había personas que en verdad quería. Creo que... sus siguientes vidas expresaron sus deseos más dormidos.

Enarqué una ceja.

—¿Cómo sabes eso?

Sonrió con gracia.

—Intuición. —Hizo una pausa—. Su fuerte no era tan sensible como el centro de Afrodita, o tan instintivo como el de Artemis. No era tan visionario como Atenea, pero tampoco tan libertino como Apolo. No era tan responsable como Hermes ni desenfrenado como Ares. Pero tampoco era tirano, ciertamente aprendió de los errores de sus hermanos, cometió unos diferentes. Arrogante, como todos los dioses, pero...

Se quedó callado cuando me miró a los ojos.

—¿Qué sucede? —preguntó mientras fruncía las cejas con extrañeza.

Lo miré sin parpadear. Confundida e intrigada al mismo tiempo.

—Es... raro. Hablas de él como si hubieras estado a su lado. Pero al mismo tiempo como... si hubiera una gran distancia entre ustedes.

Mantuvo su expresión en calma, una sonrisa algo melancólica se asomó en sus labios.

—Le estoy agradecido, Ailyn. Por muchas cosas. Compartimos el alma, nos unen muchas cosas más allá de los dones. Y es esa unión la que me permite usar su poder.

Me quedé mirándolo, pensando en cómo se sentiría tener una unión con un dios, con alguien con quien compartes el alma cuando son personas diferentes. Ellos lo hacían ver tan fácil que me frustraba, como si ellos hubieran abrazado a su vida pasada y yo le diera la espalda a la mía.

Una conexión. Me pregunté si ese lazo vendría con el tiempo, o si sería imposible para mí alcanzarlo.

En ese momento llegamos a la puerta de la habitación, donde las chicas nos esperaban acompañadas de Astra. Estaban hablando, más precisamente Sara y Astra, Cailye solo escuchaba. Pero en cuanto aparecimos terminaron la conversación. Sara se abrazó a sí misma, como si estuviera nerviosa; Cailye, en cambio, se acercó corriendo hacia nosotros.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Pero la rubia no dejaba de sonreír y dar pequeños brincos en el aire. Miré a mi amiga, en busca de una respuesta real. Sara sonrió con suavidad luego de intercambiar una mirada con Astra.

—Astra sabe dónde está Ares.

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