10.2. Un camino escabroso
Titanium - Sia - Cover Acustic
El estacionamiento estaba oscuro, demasiado considerando la hora; de nuevo se estaba nublando el día. Había pocas personas ahí, la mayoría estaban en el centro comercial o estacionando sus vehículos.
Me preparé para subirme a mi moto mientras Andrew la preparaba cuando lo vi por mi periferia, parado entre las sombras de las vigas en las esquinas más oscuras. Una sombra humana, un hombre, la misma persona que había visto antes en mi edificio, a la que Andrew salió a buscar semanas atrás.
Estiré mi mano para llamar la atención de Andrew y advertirle, pero en cuanto parpadeé la silueta despareció. Dudé de lo que vi, tal vez solo fue una alucinación, igual a la que tuve en la escuela de Cody. No sentí nada que encendiera mi alarma, nada de presencias, a lo mejor sí me lo imaginé.
—Will.
Me volví hacia Andrew en cuanto me llamó, pero aun así no alcancé a seguir su movimiento cuando lanzó al aire las llaves en mi dirección. Me apresuré a alcanzarlas por impulso, y a penas las agarré en mi mano cuando Andrew siguió.
—Manejarás de regreso.
—¿Me dejarás aquí? —Entrecerré los ojos, decepcionada.
Exhaló, con más paciencia de la de costumbre. Sus ojos me recorrieron el rostro, como si quisiera ver mis ojos con suficiente atención, una mirada tan suspicaz que tuve el impulso de desviar la mirada al suelo.
—Iré atrás, tú conduces. Hace tiempo no lo haces, quiero asegurarme de que podrás hacerlo. Cuando me vaya irás sola a la preparatoria y devuelta. Los conjuros de Astra te protegen de la influencia divina, no de los accidentes automovilísticos.
Lo miré con los ojos bien abiertos, luego observé las llaves en mi mano y sonreí. Andrew me miró mientras lo hacía, se fijó en cada movimiento de mi parte mientras recorría con mis dedos los manubrios y la pantalla de mi moto, los asientos y las luces, cada parte de ella.
No me arriesgué a que cambiara de opinión, subí a mi Suzuki tan rápido como pude.
El aire frio, el canto del viento contra mis oídos, mis ojos fríos, no sabía lo mucho que extrañaba cada vibración de la moto hasta que tomé más velocidad en la avenida, cuando la carretera era solo mía.
Andrew no se sujetaba de mí, pero podía sentir su torso contra mi espalda, su pecho y su abdomen me brindaban calor ante el clima frio, la fricción entre los dos resultaba más evidente de lo que me imaginé. Trataba de que eso no me distrajera demasiado, estaba ahí por si ocurría algo, eso debía ser suficiente. Pero por momentos, en especial en los semáforos, me era imposible no sentir su respiración sobre mi hombro, su cercanía. ¿Así se sentía cuando yo era la que iba atrás?
La primera mitad del recorrido fue tranquila, sin inconvenientes, pero justo cuando llevábamos la mitad del camino esas cosas aparecieron. Nublaron mi vista, aparecían al lado de la carretera como fantasmas, manchas oscuras y deformes, rostros horribles sin nombre, manos largas, dedos huesudos, risas demoniacas.
La moto se tambaleó, Andrew me llamó, yo sacudí la cabeza para quitarme del campo visual todas esas ilusiones. Sabía que eran ilusiones, productos de mi mente de recuerdos que no eran míos. Los había visto muchas veces en mis pesadillas y fuera de ellas.
Las ignoré, o eso traté. Seguían captando mi atención más de lo que me habría gustado, pero al menos seguía conduciendo.
Fue en ese momento en que una nueva ilusión apareció, una que no había visto antes. Un ente flotante en plena carretera, con una túnica tan oscura como el ébano, con un humo oscuro rodeándolo como si absorbiera el color a su alrededor. Sin rostro, sin nombre. Estaba en el cielo, cerca de nosotros, inmóvil, hasta que de un momento a otro voló en nuestra dirección.
Aceleré, era una ilusión, otro espectro sin memoria que se superponía a la mía.
—Will.
Lo ignoré, el viento ahogó sus palabras, la velocidad se apoderó de mis venas. Las voces a mi alrededor aumentaron, las siluetas nos cerraban el camino. Demasiado cerca, demasiado reales.
Titubeé, el espectro ahora estaba a pocos metros... y fue entonces cuando una luz dorada atravesó el cielo, una luz tan similar a una flecha que mi cuerpo se paralizó con los manubrios entre mis dedos.
—Eso no es una ilusión.
Y eso fue suficiente para que mi mundo se desvaneciera. De repente todo cobró vida, cada monstruo que yo creía encerrado en mi cabeza salió a mi realidad. Ahí, a mi alrededor, frente a mí, en todas partes.
Hubo un grito descomunal, una intensa luz dorada, y luego nada. Dejé de sentir los manubrios y la misma moto en el momento en que la luz se hizo demasiado grande. Dejé ir mi cuerpo, algo dolió y quemó frente a mí. Y luego todo estalló.
Oí la voz de Andrew, no supe lo que dijo, pero sí que fui consciente de sus manos alrededor de mi cuerpo, de sus dedos sobre mi suéter y sobre mi cabeza, de cómo mi punto de gravedad cambió y ya no supe hacia donde era arriba y abajo.
El olor a gasolina llegó a mi nariz antes del sonido de la explosión, mi cuerpo bien protegido por el de Andrew, su corazón golpeando contra mi oído. Hubo una intensa luz, el olor a gasolina quemada, y la fuerza de Andrew aferrado a mi cuerpo como si fuera todo o nada.
No sentí el impacto, no hubo dolor, o eso fue lo que creí en ese momento. Fui consciente de cómo rodaron nuestros cuerpos por el pavimento y luego por el césped, también de la fuerza con la que me aferraba a la ropa de Andrew como una garrapata, con toda la intensidad de mis dedos, con el cuerpo temblando y sin poder hablar.
No pude decir nada, ni siquiera gritar, tampoco oí nada por un buen rato. No oía más que un molesto zumbido en mis oídos, las imágenes frente a mí eran borrosas y sin definición. No había monstruos, pero el cuerpo de Andrew tendido al lado del mío me confirmó que sí los hubo.
Tosí, el casco me pesaba, me hacía doler la nuca, me obstruía todos los sentidos. El cuerpo me pesaba y me dolía del lado izquierdo cuando intenté incorporarme, y tardé varios segundos en quitarme el casco que parecía atascado en mi cabeza.
El césped estaba húmedo, noté en cuanto mis dedos lo rozaron, pero no fue hasta que me llevé la mano a la cabeza que noté que no era de agua, sino de gasolina.
Para cuando pude distinguir figuras noté a Andrew ahí en el suelo, frente a mí, tendido inconsciente. Parpadeé, tomé aire de forma dolosa, incluso me dolió el amago de tocarlo. Tenía sangre en la cabeza, golpes en toda su cara y sus brazos, su ropa llena de pequeños agujeros.
Se me encogió el corazón, el terror me subió por la garganta. Sangre. Ojos cerrados. Respiraba, vi su pecho subir y bajar, su ceño fruncido y su mueca de dolor.
—An... —mi garganta dolió, y cuando lo hizo lo noté. El dolor, mis propios golpes, mis propias heridas.
Andrew me protegió, sus heridas eran más graves que las mías, su estado mucho más crítico. Lo toqué, lo moví, el pánico aumentó cuando no hubo respuesta.
—Andrew... —mascullé.
Entonces abrió los ojos, de golpe, con la misma rapidez con la que se enderezó. Vi adrenalina, un brillo de ira y la sorpresa en su mirada. Entreabrió la boca, por un momento pareció un tanto desorientado, hasta que su atención cayó sobre mí y dejó de respirar.
Abrió los ojos tanto como pudo, se abalanzó sobre mí, y cuando lo sentí tenía sus manos sobre mis hombros, sus ojos sobre los míos.
—¿Estás bien? —preguntó, su voz ronca, rota. Le dolía la garganta, lo supe.
Asentí, solo eso.
Me fijé en su rostro magullado, en la sangre que corría de su mejilla. Me di cuenta de que no había herida abierta, solo la sangre. Eso me alivió. Claro, él se regeneraba mejor que yo. Dejé salir el aliento, un alivio interno. Pero aun así él siguió observándome con el ceño fruncido y ojos severos.
Miré hacia la calle, en busca de mi segunda preocupación. Mi moto. Pero no la encontré, solo había humo por todas partes y un horrible olor a llanta quemada, ni siquiera partes, nada. No quedó nada de ella.
Mi pecho dolió, el frio se apoderó de las lágrimas que tocaban la puerta para salir. Me dolía la garganta de tan solo aguantar la bola que se instaló. Esa cosa... era real. No era parte de mis pesadillas, ya no había ninguna diferencia entre la realidad y mis sueños.
—¿Qué fue lo que pasó? —susurré a medias. Andrew no dejó de evaluarme.
—Espectro. Fantasmas del Inframundo —dijo él con un tono intimidante—. Imagino que tras el fracaso de anoche deben tener prisa. La moto estaba alterada, el espectro vino a llevarse lo que quedara. —Sus ojos se detuvieron sobre los míos—. Estás herida, en tu cuello, la marca del casco.
Tuve que abrir y cerrar los ojos varias veces para no llorar. Mi pecho dolía, el nudo solo crecía. No quería eso, no quería nada de eso. Y quería gritarlo, gritar con todas mis fuerzas lo harta que estaba de todo, que quería que parara, que se terminara.
—Estoy bien.
Pero no lo convenció. Extendió sus manos hacia mí, sus palmas frente a mi cabeza, entre sus dedos su mirada implacable. El brillo tenue fue reconfortante, la calidez de su magia vigorizante. La sentí cuando rozó mi piel como si pidiera permiso para entrar, luego sentí cómo se deslizó en mi interior con cautela y delicadeza. Me alivió, mi cuello dejó de doler, pero el ardor persistía. Yo solo quería llorar por horas y horas.
La moto fue... un regalo de mis padres. Era de las cosas más importantes para mí, y todo eso también me la quitó. Y no solo eso, también me percaté de la ausencia de los pendientes de Sara, de su regalo, de mi lazo, de nuestro hilo. Se desvaneció junto con la moto, con mi vida. Ese mundo se llevaría a mis amigos, y no contento también se llevaba mis sueños, mis pasiones, y lo odiaba. Quería pegarle a alguien, tener a un responsable en carne y hueso para poder dirigir todo mi odio hacia él.
Cuando terminó, cuando el brillo se apagó y bajó las manos, sus ojos no dejaron libres los míos. No sabía qué veía en mi mirada, pero sí vi que en la de él solo había rencor.
—No fue tu culpa. Yo te dejé conducir.
Me tuve que morder la lengua para no soltarme a llorar frente a él.
—Pero yo manejaba. Yo fui la que vio esas cosas. Yo... tenía el mando, controlaba la moto. Esto es solo... Es una prueba de lo que sucede si tomo el control.
Guardó silencio unos segundos, evaluando mis palabras.
—A eso le temes —dijo en voz baja, con más suavidad de la que su mirada reflejaba.
Me paralicé, un susto escurridizo se deslizó por mi espalda. Y me sentí vulnerable, desnuda, tan al descubierto que su mirada, sus palabras, solo me dieron un camino a seguir. Abrí los ojos tanto como pude, desesperada, aterrada, sin poder controlar mi cuerpo.
—Se llevó mi vida, se los llevará a ustedes. ¿Qué más se va a llevar? Si sigue así me llevará a mí también. ¿A qué le temo? Es un tornado, los tornados se llevan todo y lo destruyen. ¿A qué le temo? —Ahí me di cuenta de que estaba llorando, y no solo eso, temblaba como si me fuera a dar un ataque de pánico en cualquier momento—. Le temo a que se lleve todo y lo destruya.
Silencio. Profundo y abrumador. Él me observó por largos segundos sin abrir la boca de nuevo, yo imité su prudencia. Y así nos quedamos por un rato, por varios minutos, tal vez horas, no estuve segura en mucho tiempo.
Él no llamo a los demás, prácticamente no se movió de su lugar, y tan solo observó mis lágrimas, me vio llorar a mares en silencio, como si su cuerpo no estuviera ahí pero sí su alma. Sus ojos me veían en verdad, me veían llorar de miedo y de ira, de tristeza y frustración. Pero no intervino. Andrew en ningún momento me consoló.
Un secreto. No le diríamos a nadie lo que sucedió esa tarde. Le imploré que así fuera. No quería que Sara se preocupara y tomara alguna acción precipitada, lo mismo para Evan. A ojos de nuestros amigos él manejaba solo la moto cuando el accidente ocurrió, se tomó las cosas muy a la ligera y en resultado mi moto terminó hecha pedazos.
No pensé que accediera, pero al final permitió que me callara ese asunto.
Entré con sigilo y rapidez a mi departamento, cuidadosa de no llamar la atención hasta que llegué a mi habitación y cerré la puerta con seguro.
Dejé pasar las horas hasta que faltaba poco para el atardecer, y antes de salir de mi departamento me duché y me vestí con ropa nueva. Tenía un leve moretón en el cuello donde el caso me presionó al caer, pocos golpes gracias a Andrew.
Al abandonar mi habitación mis padres estaban en la sala. Mamá estaba en sofá leyendo un libro de recetas y papá en la cocina, limpiando los trastes. Cierto, era su turno de limpiar la cocina. Cody, mi siempre lleno de sorpresas hermano, se encontraba parado en la puerta principal, cruzado de brazos de la misma forma que cierta persona que conocía y con toda la intensión de ser un obstáculo.
Fruncí el ceño y le lancé una mirada acusadora. Él tan solo sonrió.
—¿Volverás a salir, cariño? —inquirió mamá, cerrando el libro para dejarlo sobre el sofá.
Vacilé antes de responder.
—Iré a despedir a unos amigos. Regresarán hoy a casa y es posible que no los vuelva a ver en la ciudad.
—Humm. —Mamá me miró de pies a cabeza con esa forma tan suya que tenía de escanearnos—. Lo dices como si no los volvieras a ver en ninguna ciudad. ¿Está todo bien? Últimamente te ves deprimida. Diferente.
Me esforcé en controlar mi respiración, en que no notara que mi corazón se aceleraba. Sus ojos claros me observaban como si me interrogaran, como si yo fuera culpable de algo. Lo había olvidado. Y ella no era tonta. Mamá de seguro sabía que Andrew me recogía cada mañana y que pasaba más tiempo con Sara de lo habitual, debió notar que dejé de diseñar, que ya no iba con frecuencia a los centros comerciales y que dejé de encargarle telas de muestra para mis diseños.
La forma en la que miró en ese momento me lo dejó claro. Ella estaba preocupada por mí en un nivel tan sutil que mis otras preocupaciones me impidieron notar.
Forcé una sonrisa.
—Todo bien.
Y me di la vuelta, dispuesta a tirar a Cody a un lado solo para restarme de la habitación.
—Eso es mentira —intervino mi hermano, y nunca en sus diez años me dieron tantos deseos de cerrarle la boca. Observó a mamá mientras continuó—. No está bien. Es más, adivino que tiene algo importante que decirles.
Mamá enarcó una ceja, interrogante y un tanto severa, papá que oía desde la cocina dejó lo que hacía y nos prestó atención, sin llegar a interrumpir.
—¿Qué sucede? —quiso saber ella como si hubiéramos hecho una travesura y quisiéramos ocultarlo.
Tragué saliva, guardé silencio, me quedé quieta en mi lugar. Cody me miró, instándome con sus ojos, avivando un instinto que me decía que debía tirarlo por la ventana.
Cody rodó los ojos y elevó el mentón.
—Ella no fue a ningunos juegos académicos. ¿Acaso no han visto sus notas? Lo saben tanto como yo, va perdiendo incluso la hora del almuerzo. Nunca enviarían a una estuante así en representación de la institución.
Mi madre frunció el ceño. Un fuego pasivo en su mirada.
—Si eso es cierto, ¿en dónde estuviste? —Se puso de pie, ahora con una ira llameante—. Acaso tú... ¿Con quién estabas? ¿Qué hiciste?
No quise imaginarme lo que se le pasaba por la cabeza. Podía pensar tan mal como quisiera y aun así no acercarse a la verdad.
—No es lo que piensan —dijo Cody—. En realidad, estuvo en coma por usar magia que no conocía.
De repente a mamá se le apagó la llama de ira de sus ojos. La sorpresa y el desconcierto se manifestaron en su rostro en medidas iguales. Papá, en cambio, dejó caer un plato que estaba secando de la impresión. Los dos nos miraron como si nos hubiera salido un tercer ojo.
Solté un suspiro pesado y me volví hacia mi hermano, que claramente había perdido la cabeza.
—Cody, ¿qué crees que haces? Vas a conseguir que nos metan a los dos al psiquiátrico.
Mi hermano me dedicó una mirada tan severa que fue como ver los ojos de Andrew por un segundo, una imagen tan similar que mi corazón pegó un brinco. Bien podría ser su hijo.
—Ellos deben saber la verdad, se merecen al menos eso. Aunque no vayas esos cambios no solo te afectan a ti.
—¿De qué hablan los dos? —dijo mamá, ahora en un tono preocupado.
La miré, me fijé en su expresión, en su angustia. En su amor. Y me dolió, porque Cody tenía razón. Ellos se merecían algo más que un conjuro, que mentiras. Tarde o temprano ellos se enterarían, y si a mí me ocurría algo al menos debían saber por qué.
—Es cierto —exhalé—, no fui a ningunos juegos académicos.
Los ojos de mi madre se abrieron de par en par, papá no sabía ni siquiera qué decir.
—Pero antes de que se alarmen, no me fugué con nadie, la realidad es mucho más complicada. —Tomé aire, incomoda, ansiosa—. Se los voy a explicar todo, y aunque suene loco les juro que es la verdad.
Cody sonrió como un diablillo, pero no hizo ningún comentario. Le lancé una mirada fulminante, pero él ni se inmutó. Cómo quería romper sus preciosos cuadernos en ese momento.
Dudé por varios segundos, pensando en cómo intentar explicar toda esa locura sin que les diera un infarto o pensaran que estaba mal de la cabeza. Al final tan solo tomé aire con fuerza y hablé, lo hice rápido y tan simple como pude, lo más superficial para que ellos se hicieran una idea.
Les hablé sobre los Dioses Guardianes, sobre lo que pasó hacía mucho tiempo, evitando el drama alrededor de Atenea y Apolo. Les conté sobre los chicos, sobre Sara, sobre lo que podían hacer. Sobre la marca. No mencioné las pesadillas ni los demonios, mucho menos los ataques, nada que los alarmara más de lo que ya estaban. Al final les mencioné los planes de mis amigos, y cómo yo no estaba incluido en ellos, como si eso los aliviara en algo.
Para cuando terminé no supe descifrar del todo sus expresiones. Mamá se limitó a mirarme de pies a cabeza y viceversa, con los ojos bien abiertos y una ceja enarcada. Papá no parpadeó por varios segundos, sus pupilas bailaban, fruncía el ceño y relajaba la frente, y uno de sus pies tenía un tic. Él me miró, luego a mamá y luego a mi hermano para al final regresar su atención a mí.
Papá fue el primero en romper el incómodo y prolongado silencio que cayó sobre los cuatro, tan tenso que lo sentía cortante.
—Ailyn... ¿estás metida en las drogas?
¡¿Qué?!
Cody, quien había conservado la seriedad en todo momento, soltó una carcajada tan grande que no solo casi se ahogó con ella, sino que rompió la tensión como si se tratara de un vidrio. Su risa ocupó toda la sala, mamá parpadeó ante su reacción y papá solo lo miró como si lo regañara por reír ante una pregunta tan válida y grave. Nunca había oído a mi hermano reírse de esa forma.
—¡Papá! Claro que no, por todos los dioses, no soy drogadicta —exclamé, avergonzada hasta los pies y enojada con Cody por ponerme en esa situación.
Papá parpadeó varias veces, confundido, buscándole la explicación razonable a toda mi locura. Mi madre, por otro lado, mantuvo la boca cerrada y sus ojos sobre mí, con una atención tan aguda que me sentí atravesada por su mirada.
—¿Alguien te dio a tomar o comer algo cuando saliste? —preguntó papá—. ¿O acaso fue ese chico con el que fuiste? ¿Él se droga?
Bufé, controlando el impulso de halarme del pelo.
—Mamá, papá, no estoy drogada, o loca, o enferma, o confundida, o todo lo raro que piensen. Les estoy diciendo la verdad, por los dioses, sería más fácil si tan solo les mintiera.
Esta vez fue mamá la que frunció el ceño sin dejar de mirarme.
Miré a Cody en busca de apoyo.
—Ailyn dice la verdad —dijo el enano, tratando de ocultar su sonrisa burlona. Empezaba a creer que todo eso solo fue porque él quería ver sus reacciones—. La he visto, a sus amigos también, no podría maquinar algo tan grande.
Mi padre frunció el ceño cuando lo miró.
—¿Cody también se droga? —preguntó, en un tono mucho más alarmado.
No sabía si reírme o llorar. Tal vez las dos.
Mi hermano sonrió, noté cómo se mordió el labio inferir para contener la carcajada. Yo, en cambio, suspiré y apreté los ojos con fuerza antes de abrirlos otra vez.
—Es la verdad, aunque no quieran creerla. Y no papá, ninguno de los dos se droga.
Frunció más al ceño, y vi en sus ojos sus intenciones de hablar con nuestros maestros para descartar sospechas. Él era un hombre de ciencia y razón, nunca aceptaría algo así tan fácil. En cambio, mi madre...
Se me acercó sin dejar de mirarme a los ojos, era una mirada cauta e inquisitiva, perspicaz. Sentí su tacto sobre mi cuello de repente, sus dedos cálidos sobre mi piel. Por un momento temí que viera las marcas del casco debido al accidente, pero me tranquilicé al recordar que Andrew hacía tan bien su trabajo que no dejó marcas.
—Usas maquillaje para ocultarla —habló por primera vez desde que les solté la situación.
Sus ojos brillantes se miraron los dedos con un poco de exceso de base liquida y luego a mí otra vez. Me sostuvo una mirada triste, perpleja, enojada. Vi tanto en su mirada que apenas sí entendí lo que sentía.
—Desde ese día has estado actuando extraña —siguió. No supe si hablaba para los presentes o solo pensaba en voz alta, uniendo hilos, descifrando señales—. Creí que era por los exámenes, por tus notas, pero esto es... —Frunció el ceño, parpadeó, parecía que no sabía ni cómo sentirse—. Es tan irreal...
—Pero es la verdad —repetí.
Ella negó con la cabeza, su entrecejo arrugado y su mirada cargada de furia, miedo, preocupación y tristeza. Se parecía mucho a Sara en ese momento, a la forma en la que reaccionaba, como si sintiera cosas tan opuestas al mismo tiempo que le causaran conflicto. Noté en ese momento que sus manos temblaban, sus dedos tenían tics involuntarios.
Intenté tomarle las manos, consolarla no sabía por qué, pero ella las ocultó antes de poder moverme.
—Sé que no mientes. Es solo que... Siempre creí que harías grandes cosas algún día, que eras la persona que el universo nunca calculó que nacería, pero nunca pensé que sería así. No estaba preparada para algo tan grande.
Abrí mucho los ojos, mi corazón me pegó un golpe.
—Tú... ¿Me crees?
Entrecerró los ojos, vi dudas, una niebla en sus pensamientos.
—Creo que eres especial, Ailyn. Irrumpiste en nuestras vidas como un milagro y me gustaba creer que alguien que nace bajo tus circunstancias debía tener un futuro brillante. Pero solo eran... —Tragó saliva— imaginaciones, nada más. Creer que pueda ser real, todo lo que dijiste, me hace odiarme por siquiera considerar un camino glorioso para ti.
No supe qué decir.
Me miró a los ojos, los suyos seguían confundidos, en medio de un debate que yo no comprendía. Soltó un pequeño suspiro.
—Necesito un momento para pensarlo, para digerirlo. Es... demasiado por procesar.
Tan solo asentí, no me atrevía a hablar por temor a decir algo que pudiera romper ese delgado hilo de credibilidad que me concedió. Al menos ella lo consideraba, al menos para ella era racional.
—¿Y papá? —pregunté en voz baja. Él seguía sin moverse, con el ceño fruncido y mirada en otra parte. Casi pude ver sus deseos de ir por su computadora a buscar sustancias que indujeran a esa locura.
Ella no lo miró cuando contestó.
—Encontrará el lado racional, y cuando lo haga lo entenderá. No será pronto, pero empezará ahora. Él también lo sabe, los dos supimos que eras especial en el momento en el que naciste.
Acarició mi rostro con sus manos, mis mejillas y mis ojos, el puente de mi nariz, cada detalle. Sus ojos tan claros como los de mi hermano me miraban con amor, más allá de todo su caos vi amor.
Quise hablar, decirle algo, la voz no me alcanzó.
—Esos chicos de los que hablaste, los que te ayudaron, se irán hoy, ¿no es así? Sara también. Sé lo mucho que la quieres. —Por un momento un velo de tristeza cubrió su rostro—. Es en el hotel de la otra calle, ¿cierto? Ve a despedirte, sé que no te perdonarías si no alcanzas a decir adiós. Hablaremos cuando vuelvas.
Había algo en su mirada, en esa tristeza y esa ira, que me inquietaba. Pero no mencioné nada, tan solo asentí y le ofrecí una sonrisa de agradecimiento.
Todos, excepto Astra, estaban en el estacionamiento del hotel, esperando a que la mujer se presentara. El sol ya había comenzado su descenso hacia el atardecer, tiñendo el cielo de rosas y naranjas nostálgicos. Nunca creí que colores tan cálidos me hicieran sentir tanto frio.
—Sigo sin creer que se los dijeras —comentó Sara luego de escuchar que mi hermano me hizo una treta para confesarle la verdad a mis padres.
Solté un suspiro.
—Ni yo.
—¿Qué te dijeron cuando lo hiciste? —preguntó Evan con interés, con cierta diversión oculta.
Me encogí de hombros.
—Creyeron que me drogo.
Andrew tosió varias veces como si se hubiera atragantado con algo. Los demás le dieron rienda suelta a su risa ante mi desgracia.
—¿Y Cody? —inquirió Sara.
—Creyeron que también se droga.
Más risas.
—No —dijo ella—, me refiero a qué dijo.
La miré con atención. Ella estaba recostada a una reja al lado de Andrew, a pesar de su risa me pareció percibir cierto titubeo preocupante en su pregunta.
—Fue Cody el que me metió en eso. Él dijo que ellos debían saberlo y no me dio opción.
Andrew enarcó una ceja, Sara dejó de reírse.
—¿Eso dijo?
Asentí.
—Eso suena sospechoso —añadió Evan, no tan serio como los otros dos, pero sin sonreír—. Por decir menos.
La presencia de Astra apagó el tema y desvió los pensamientos. Apareció como si nada al lado de Andrew, como si llevara todo el rato ahí. Yo pegué un brinco en cuanto la vi, los demás casi ni se inmutaron. Su apariencia fantástica llamaba demasiado la atención, ese pelo blanco y esa túnica violeta no ayudaban en nada.
—Tengo todo listo afuera —dijo a modo de saludo, de muy buen humor, se oía emocionada, entusiasmada—. Solo faltan sus cosas y nos iremos.
Ellos asintieron. Andrew se enderezó, pero no caminó siguiendo a Astra como lo empezaron a hacer los otros dos.
—Yo me quedaré aquí —comuniqué y los demás se detuvieron en seco—. No quiero entrar, es mejor que los despida aquí. Además, me preocupa lo que mi padre pueda hacerle a mi cuarto en mi ausencia.
Intercambiaron miradas, pero nadie se opuso. Sara fue la primera que se me acercó, parecía no saber cómo despedirse. Tan solo me ofreció una sonrisa sincera y me abrazó. No sabía qué clase de acuerdo tenía ella con Astra acerca de mi seguridad, pero debió ser muy bueno si Sara se sentía menos rígida y podía cerrar los ojos con tranquilidad. Lo sentí en su cuerpo, ese peso menos, ese alivio.
—Me duele alejarme de ti más de lo que crees —susurró a mi oído—, pero saber que estarás segura es el mayor de mis consuelos.
Algo eléctrico me recorrió el cuerpo, dolió cuando llegó a mi pecho. No quería separarme de ella, quería romper a llorar y quedarme entre sus brazos. Pero no podía. Y cuando ella se alejó noté que la misma falta que yo le haría a ella, ella me la haría a mí. Noté, entonces, que realmente me quedaría sola.
Sentí la mano de Evan sobre mi hombro antes de toparme con su gentil sonrisa y brillantes ojos azules.
—Fue un gusto conocerte, Ailyn —dijo en ese tono suyo tan cálido—. Nos volveremos a ver. Estoy seguro.
No le dije nada, en parte para mantener sus palabras y en parte porque no sabía qué decirle. Cuando alejó su tacto de mi hombro supe que, a pesar de conocerlos por tan poco tiempo, los extrañaría como lo haría con Sara.
Siguió a mi amiga, a la que Astra le decía algo, y se unió a la conversación. Andrew se me acercó entonces.
Esperé a que soltara algún último comentario ocurrente, o simplemente se fuera sin más. Sin embargo, no hizo nada de eso. Me lanzó algo pequeño cuando un metro de distancia nos separaba, yo lo atrapé en el aire sin saber de qué se trataba.
Era una cajita pequeña, la caja de unos pendientes. Mi boca se abrió de sorpresa, mi rostro debía lucir atónito en cuanto levanté la cabeza hacia él.
—Los recogí cuando caímos, estaban cerca de la carretera. —Se encogió de hombros—. Sé lo importante que son para ti, así que solamente los tomé. —Me miró a los ojos, tan inescrutable como siempre, pero más tratable que de costumbre—. Cuídalos bien, no los vuelvas a perder.
Eso fue todo, esa acción desencadenó las lágrimas que había estado conteniendo ante la partida de mis amigos. Lloré en silencio unos segundos, concentrada en la cajita y pensando en el lindo gesto de Andrew al preocuparse por encontrarlos. Los pendientes de Sara, mi lazo a ella. Me los devolvió. Sacó algo del huracán y me lo regresó ileso.
—Gracias —mascullé entre lágrimas. Ya no me importaba que me viera llorar.
Él posó su mano sobre mi cabeza, una diminuta sonrisa se asomó en sus labios, casi imperceptible. Luego, sin decir nada más, apartó su tacto y siguió el camino que los demás habían tomado.
Me di la vuelta, rumbo al conjunto residencial, mientras mis mejillas seguían húmedas y rosadas, dándoles la espalda a mis amigos, a esa vida divina que ellos habían decidido tomar.
Encerrada en mi cuarto, en silencio, y en plan depresivo, miré una por una las fotografías de la Feria Estatal. Las fui pasando de un lado a otro y las contemplé varias veces antes de llegar a la última foto con Andrew. Me quedé mirando la fotografía por varios minutos, sin pensar en nada, perdida en el silencio de mi cabeza.
Debía sentirme aliviada, tenía mi vida otra vez. No más magia ni cosas raras. Pero también se habían ido ellos, y eso me dolía cada vez más. Me sentí responsable, equivocada, como si hubiera hecho algo malo y fueran ellos los que cargaran con la responsabilidad.
Las palabras de Andrew me azotaban la conciencia. ¿Era cierto? No, imposible. Ellos estarían bien sin mí, mucho mejor de hecho. Eran capaces. Eso me repetía una y otra vez para excusar mi miedo de afrontar lo que ellos fueron a afrontar.
«Prefiero que tu presencia nos retrase a que tu ausencia nos mate.»
Sacudí la cabeza cuando alguien tocó a mi puerta unos minutos después, me dolía la cabeza siempre que pensaba en lo que dijo, en el tono que usó.
—Entra.
Mamá abrió la puerta y la cerró a su paso. Todavía cargaba ese velo de tristeza, pero ya no lucía tan confundida. Noté, tarde, que en sus brazos llevaba el libro de civilizaciones antiguas que yo leí los primeros días. Claro, lo usó como manual de inducción.
—Te ves más triste de lo que deberías. —Se sentó a mi lado sobre la cama.
—Me preocupa la misión, es todo. Los tres se fueron, es normal que me sienta sola al comienzo.
Me observó con atención, cada gesto de mi rostro, cada movimiento de mis músculos.
—Aún es confuso y no sé muchas cosas, pero ¿a qué le temes? Imagino que ellos también deben tener miedo, pero ¿por qué el tuyo es diferente?
Fruncí el ceño. ¿A dónde quería llegar?
—¿Además de morir? Honestamente... —suspiré— de ser la causa de su muerte. Uno de ellos me dijo que si me quedaba definitivamente sería la responsable de sus muertes, pero no dejo de pensar que de ir el resultado sería peor. Creo que... sin mí... ellos tienen esperanza.
Me contempló por un rato más, su mirada apacible y lejana.
—¿Recuerdas la historia de cómo naciste?
Asentí, sin saber cómo eso encajaba con el tema.
—No sabías que estabas embarazada hasta que diste a luz.
—Sí. Pero hay más, antes, durante y después. Ese día el cielo estaba furioso, las tormentas eléctricas tenían al hospital en emergencia. Yo apenas estaba terminando mis estudios, tu padre estaba a punto de retirarse de la universidad porque no tenía para costear la carrera. No planeábamos tener una familia tan pronto, pero entonces naciste y todo fue tan maravilloso que las penurias nos parecieron un precio justo a pagar por tenerte en nuestras vidas. —Hizo una pausa—. Ese día me encerré en el baño del hospital, cuando me di cuenta de lo que sucedía no pude pedir ayuda, todos estaban ocupados y la tormenta no permitía que oyeran mis gritos, tuve que hacerlo sola. Tenía tanto miedo...
—¿A dónde quieres llegar? —la interrumpí.
Suspiró. Miró por la ventana, el atardecer estaba en su punto más intenso, bailando con la noche en los pocos minutos de luz de día que quedaba.
—A que estábamos aterrados, tanto tu papá como yo. No estábamos listos, tuvimos que adaptarnos. Porque había un ser indefenso que dependía de nosotros. Fue difícil, cometimos muchos errores y pasamos por momentos muy difíciles, pero te sacamos adelante. Te logramos. Nuestro amor por ti nos dio la armadura y el valor para seguir. Es natural tener miedo, equivocarse, pero si te escudas tras el temor entonces no podrás proteger a nadie y tampoco lograrás nada.
—¿Insinúas que es mejor que los acompañara? Mamá, no soy una Diosa Guardián.
—Ailyn... —habló con suavidad, posando su atención en mí de nuevo—, desde que naciste has sido nuestro milagro. Nuestra luz al final del camino. Estamos orgullosos de la persona que eres y mucho más porque sabemos que todo lo que hicimos por ti no fue en vano. Luchamos por ti, por tu hermano, por nuestra familia cada día. No nos arrepentimos. Pero ¿y tú? ¿Por qué luchas? Solo quiero que no te arrepientas, que en unos años no te tortures pensando que pudiste hacer las cosas diferente y no lo hiciste.
—¿Eso quiere decir que...?
—No me malinterpretes, no te estoy pidiendo que vayas con ellos. Pero quiero que sepas que es una decisión importante que no debes basar en el miedo. Y que sea lo que decidas tu padre y yo te apoyamos.
—No quiero ir —repliqué, casi se me quebró la voz.
Acarició mi cabello con dulzura y me miró del mismo modo mientras sonreía. Su mano temblaba, sus ojos estaban demasiado vidriosos.
—Pero te sientes mal al quedarte aquí, ¿verdad? Si dudas de una decisión es porque sabes que no es lo que quieres. Creo que ya decidiste lo que quieres hacer, pero te da miedo aceptarlo.
Me quedé callada, meditando las palabras de mi madre, su historia, su expresión. No quería ir, me aterraba. Sus manos temblaban. Ella tampoco quería que fuera, entendí entonces. Pero tenía razón, dudaba de mi decisión porque no quería ver que me equivocaba, porque tenía demasiado miedo. Sin embargo, el miedo no podía ser una excusa para no hacer lo correcto.
—Ailyn —dijo mamá en un tono más suave—. Cuando naciste supe que estabas destinada a algo grande. Es tu destino de una forma que por más que me oponga no puedo negar. No quiero que te expongas, que te lastimen, pero sé que tampoco puedo detenerte. Eres mi hija, ante todo y primero que nada. Pero también eres luz, eres esperanza. No solo para tus amigos, sino para todos nosotros.
¿Luz? ¿Esperanza?
En ese momento el recuerdo que se estrelló contra mi cabeza fue tan claro como el agua. De repente, ahí, la respuesta, un gran letrero.
«Olvidarás este encuentro hasta que sea hora de recordar, cuanto tú misma te lo permitas». La imagen de Atenea flotando hasta mí, sus palabras: Tú eres la Luz de la Esperanza...
Contuve la respiración. Mi corazón se agitó como una avispa. De repente estaba agitada, mareada. Tuve que sostenerme de mamá para no irme al piso.
La había encontrado, la Luz de la Esperanza no se podía ver o tocar, estaba unida al alma de la diosa de la sabiduría, era parte de Atenea. Parte de mí.
Pero eso significaba que...
Algo que yo podía hacer, una esperanza para ellos y no solo un retraso. Podía ayudarlos, con la Luz de la Esperanza podría darles más posibilidades. Aun con miedo podría serles de ayuda si descubría cómo usar la Luz de la Esperanza contra Hades. Yo... podía estar a su lado.
Me lancé sobre mamá para abrazarla, lo hice con toda la fuerza que pude y ella me respondió con la misma intensidad. Porque ella tenía razón. Si tenía algo, si podía hacer algo, entonces podría estar junto a ellos.
—Mamá, tengo que ir... los tengo que...
Me abrazó con más fuerza, cortando mis palabras.
—Lo sé. Siempre lo he sabido. Tienes un camino largo y glorioso por delante, cariño.
Me alejó lo suficiente para verle el rostro. Lloraba, temblaba, no podía verme a los ojos sin volver a llorar. No quería que fuera, y aun así me alentó a hacerlo... No. Me alentó a tomar un camino por el que no me arrepintiera.
Cuando me soltó no perdí tiempo. Tomé la mochila más grande que encontré y la embutí de ropa, de suéteres y sudaderas, zapatillas adicionales y ropa interior. Me aseguré de guardar los pendientes de Sara y mi cuaderno de diseños. Obtuve como resultado una mochila voluptuosa llena de ropa mal doblada, pesada.
Mi madre me observó guardar todo en silencio, ahora de pie al lado de la cama. Tragué saliva. Ahora que había decidido ir tras los demás se me hacía imposible tan solo irme lejos de mi familia. Me aterraba dejarlos, estar lejos de ellos.
—Mamá... —intenté despedirme, pero ella me calló con otro abrazo.
—Solo cuídate, ¿sí? Mantente a salvo y avísame que estás bien. Déjame el resto a mí, hablaré con tu padre luego, pero debes prometerme que volverás...
—Mamá —La alejé, la miré a los ojos con toda la seguridad que pude mostrar—, regresaré a mi casa de la misma forma en la que me voy. En una sola pieza.
Me miró por prolongados segundos. No supe en qué pensaba, pero algo en su expresión se alivió.
—Tuve sueños —murmuró en calma, como si supiera que podía compartirlo justo en ese momento— sobre ti antes de que nacieras, de siquiera saber que se trataba de ti. Te vi en lo alto, rodeada de una luz dorada, como un faro o una... diosa. Eras más adulta, joven pero mayor a cómo estás ahora. Todos se arrodillaban ante ti y pedían tu bendición. Te llamaban la Diosa de la Esperanza, entre otros nombres. Creo que ahora puedo entenderlos mucho mejor.
Arrugué la frente.
—Mamá...
—Ve por la ventana, si tu padre te ve no te dejará salir —soltó a toda prisa, bloqueando cualquier intento por preguntarle más al respecto—. Hablaré luego con él, cuando ya no pueda detenerte.
La miré a los ojos, boquiabierta y sin saber muy bien qué hacer. Sus ojos me apuraron.
—Ve.
Parpadeé varias veces y eso hice. Me acomodé la mochila y corrí hacia la ventana. El roble me dio la bienvenida, como si me tendiera la mano para bajar, para huir, para correr.
Observé el vacío, los pisos y las ramas, el piso, y me imaginé que la caída debía de ser lo suficientemente dolorosa como para necesitar a Andrew y a su magia. Pero luego de mirar de nuevo a mamá, ver sus ojos y ver todo lo que me gritaban, lo que sentían, decidí ignorar la posibilidad de una caída.
Tomé aire, el viento me acarició el rostro mientras el cielo se oscurecía más a cada segundo. Vi el horizonte, las nubes y a lo lejos las luces de la ciudad. El miedo cosquilleó en la boca de mi estómago, en mi piel, y me erizó cada vello del cuerpo. Lejos, muy lejos.
Y luego salté a la primera rama, agarrándome de pies y manos al árbol para no caer.
—Nombre del huésped —pidió el joven recepcionista de cabello negro.
—Evan Cowater. —Repetí por tercera vez, perdiendo poco a poco la paciencia.
El chico buscó en el computador por un momento y luego volvió la mirada hacia mí, tan aburrido que arrastró la respuesta.
—El joven Cowater, junto con el joven Knight, cancelaron sus reservaciones hace diez minutos.
No, no.
—¿Sabe en qué se fueron? ¿O hacia dónde?
Enarcó las cejas, como si considerara que aquella fuera información que no tendría por qué saber. Fue la chica a su lado, no muy mayor que yo, la que respondió.
—Los vi salir en un camper negro hace unos minutos. Iban con otras dos mujeres.
Le agradecí su información sin preguntarle por qué ella sí lo sabía, y como despedida le di un golpe a la puerta al salir, queriendo dejar ahí mi frustración y tragándome cualquier palabra que fuera a soltar. Corrí hacia mi conjunto residencial sin decir nada más.
Saqué mi celular, dispuesta a llamar a Sara para saber en dónde diablos estaban, pero la presencia de mi hermano a mi espalada me impidió terminar de marcar su número.
—¿Qué haces aquí, enano? —pregunté sin mucho cuidado. Desde que sabía que era vidente ya no me importaba en dónde se aparecía o qué sabía.
Se detuvo a mi lado, sus ojos fijos en la carretera.
—Usa mi bicicleta, no están muy lejos de aquí.
Bufé, molesta.
—Pero claro, tú lo sabías.
Él sonrió con aires de grandeza.
—Más o menos. —Se movió, dejando ver la bicicleta que usaba cuando tenía siete años en el jardín de nuestra antigua casa. Era una bicicleta para niños, por supuesto, de Spider-Man—. Sigue la avenida, no tardarás en dar con ellos. Y no te preocupes, no les diré a mis padres lo de la Suzuki.
Lo miré a él y luego a su bicicleta. La bicicleta era en serio pequeña, pero era mi única opción. Era eso, o correr, así que no había mucho qué pensar. Dejé salir un suspiro cuando lo acepté.
—Gracias, Cody, en serio aprecio tu ayuda.
Tomé la bicicleta y traté de acomodarme en ella lo mejor que pude.
—Oh, y Ailyn. —Mi hermano ganó mi atención nuevamente. Se acercó a mí, y tomó mi muñeca para luego colocar en él un lindo brazalete lleno de piedras granate y cuarzos citrinos—. Llévalo siempre contigo, te protegerá.
Observé de cerca el brazalete, se veía hermoso gracias a la combinación de piedras espirituales brillantes aun en la oscuridad de la tarde. Tenía un dije alargado, parecido a una placa, con la inscripción: Tu familia te espera.
Le sonreí y él me devolvió la sonrisa. Un momento tan raro que quise tomarnos una foto solo para recordar que había sucedido.
—Cuida mucho a nuestros padres —pedí—. Y no te metas con el futuro.
Sonrió con más arrogancia.
—Trataré. Y, por cierto, tu hilo rojo está más cerca de su otro extremo de lo que piensas. Unidos superarán la barrera de la muerte.
—¿Y ahora qué profecía estás anunciando?
Parpadeó y ladeó la cabeza. Parecía que pudiera ver algo que nadie más podía.
—Vete ahora si quieres alcanzarlos antes de que salgan del estado.
Se dio media vuelta y entró al edificio, dejándome con una nube de confusión sobre mi cabeza.
Sacudí la cabeza. No tenía tiempo para pensar en eso, así que me acomodé en la pequeña bicicleta, que me hacía lucir como un payaso sobre su carrito, y empecé a pedalear con todo lo que tenía.
Justo cuando sentí que mis piernas ya no me darían más, que hasta ahí había llegado, y que tendría que haber llamado a un taxi desde el comienzo, divisé a lo lejos un gran camper negro escondido en la noche. Sus luces me guiaron en la oscuridad, marcaron mi meta.
Una sonrisa triunfante recorrió mi rostro y aceleré el paso tanto como podía sin desfallecer en el intento.
Mis piernas dolían, y lo único que mi cuerpo pedía a gritos era detenerse y descasar. Sin embargo, seguí mi trayecto aun en contra del dolor.
Tenía miedo, mucho, a decir verdad. Todavía pensaba que si cometía un error le costaría la victoria al equipo en general, o incluso la vida. Ese miedo seguía latente en mi pecho, al lado de los deseos de devolverme y no saber más del tema.
Pero mi madre tenía razón.
Si me quedaba en casa no podría proteger a nadie, ni a ellos ni a mis amigos. No la quería, odiaba ser su reencarnación, pero, aunque no me gustara ese también era mi camino, mi destino. Necesitaba el poder para protegerlos, a todos, en casa no lo conseguiría.
La Luz de la Esperanza debía servir para algo, debía ayudarme o mostrarme el camino. Eso quería creer. Quería creer que podría hacer cualquier cosa.
Estaba a pocos metros del camper cuando la puerta se abrió y la cabeza de Andrew se asomó por ella. Me miraba con sorpresa, y casi confundido. Negó con la cabeza, como si lo que estuviera viendo fuera el colmo, luego frunció los labios y regresó al interior del vehículo.
Segundos después el camper se detuvo. Debido a la velocidad que adquirí solo pude frenar un par de metros más adelante del camper, casi cayéndome por el cambio de velocidad. Con mi pecho subiendo y bajando con rapidez, y sin el tiempo suficiente para respirar correctamente, me bajé de la bicicleta.
Corrí hasta la puerta del camper, con la bicicleta a mi lado y la mochila rebotando a mi espalda, y justo cuando llegué Sara abrió la puerta.
—¿Ailyn? ¿Qué haces aquí? —preguntó, entre confundida y molesta, más enfadada que otra cosa.
—Entendí... No debí... Quizá... —hablaba entrecortado, sin saber muy bien cómo explicar lo que pasaba por mi cabeza—. Soy...
Entonces, Astra apareció al lado de Sara. Pero ella, a diferencia de mi amiga, sonreía con una emoción que solo había visto en mi madre cuando veía películas de terror.
—Tardaste más de lo que creí —dijo Astra, haciéndose a un lado de los peldaños—. Sube, llegas a tiempo, apenas estábamos desempacando.
La miré confundida, al igual que Sara. No vi en mi amiga intenciones de dejarme pasar, así que tuve que deslizarme por su lado para poder pasar.
Adentro, y ya con la respiración normal, pude hablar y explicarme, intentar aclarar lo que sentía. Sin embargo, en cuanto contemplé el interior del camper mi voz se fue.
Por dentro no era nada parecido a un remolque. Era tan grande como una casa, con divisiones de cocina, cabina de conductor, sala con sofás grandes, comedor para diez personas y lo que alcancé a ver como dos habitaciones al fondo de todo. El lugar era gigante, tanto que contaba con pasillos.
Los muebles eran grandes, incluso la TV en la sala y el horno de la cocina, y los adornos lucían tanto retro como modernos, una combinación equilibrada. Calefacción, en definitiva, más acogedor que muchas casas. Me moría por ver cómo era el baño y me pregunté si tendríamos que hacer paradas para vaciar el tanque.
Seguramente era producto de la magia. Cada dimensión y cada objeto no podían ser normales.
—¡Ailyn! —gritó Sara, sacándome de mi estado de admiración.
Barrí el lugar con la mirada, y me di cuenta de que tenía cuatro pares de ojos sobre mí esperando una explicación de mi cambio de opinión.
—Sé que no debería estar aquí —empecé—, que dije que no iba a venir y todo eso. Pero descubrí algo que puede ayudarnos.
—¿Qué es? —quiso saber Evan, quien me miraba con una curiosidad casi tan aguda como la de Astra.
—Soy... —Me picaba la confesión en la lengua, estaba a punto de soltar la noticia cuando Astra me robó el momento.
—La Luz de la Esperanza —concluyó con una sonrisa.
—¿Qué? —exclamó Sara, que no sabía si estaba más enojada o más confundida. Tal vez ambas. Lo más probable sería que me devolvería volando a mi casa y me encerraría en mi habitación.
Se me tensó la espalda al considerar la posibilidad. Aun así, seguí hablando.
—Atenea me lo dijo cuándo viajé al pasado. Está unida a mí, es parte de mí. Yo soy la Luz de la Esperanza.
Ninguno de los tres siquiera parpadeó.
—¿Hablaste con la Atenea original? —repitió Sara, entrecerrando los ojos, como si fuera una idea descabellada e imposible.
—Espera un momento —dije—. Astra, ¿tú lo sabías?
Ella asintió, tan inocente como una niña.
—Te lo preguntamos en el parque —recordó Evan—, ¿por qué no lo dijiste antes?
Sus ojos violetas nos enfocaron a todos cuando respondió, con toda la naturalidad del mundo.
—At me pidió que no lo hiciera. Ella te vio, esa es una de las razones por las cuales no me presenté antes, porque temía que hacerlo impidiera que eso ocurriera. El tiempo es muy delicado, el pasado sí se puede influir en algunas situaciones. Pero también es perfecto.
—Así que todo fue parte del plan —concreté, a lo que ella asintió.
—Espera —interrumpió Sara, enojada, muy enojada, dirigiéndose a Astra—. Ailyn no irá con nosotros. Sea lo que sea que tiene ella no puede acompañarnos. Ese fue el acuerdo.
La mujer de blanco cabello la miró primero, luego a mí, ahora con seriedad, con una expresión madura, antigua.
—Respeté su decisión de quedarse, eso fue lo que hice. Ahora respeto su decisión de acompañarnos. Era el plan original, los siente Dioses Guardianes. —Me miró a los ojos con toda intención, con intensidad—. Te lo preguntaré de nuevo. ¿Qué quieres hacer, Ailyn?
La miré a ella, luego a Sara que parecía suplicarme que recapacitara, también le dediqué una mirada a los dos chicos, tan callados como expectantes, uno más que otro.
Tomé aire.
—Iré con ustedes.
—¡Ailyn! —exclamó mi amiga alarmada, temerosa.
—Ya decidiste por mí antes, Sara —le dije—. Esta vez elegiré yo, aunque mi elección no te guste.
La miré con más dureza de la que pretendía. Ya no sabía qué decirle para que entendiera.
—Pero...
Giré la cabeza, reacia a alargar una conversación que ya habíamos tenido y que seguramente tendríamos más adelante. Ella me miró, dolida, asustada, su ceño fruncido.
—¿Cuándo nos vamos?
Astra sonrió.
—Ya mismo. Pero ahora que estás aquí ya podemos tomar el ritmo propio de este camper. Quería esperar, ya que estaba segura de que tarde o temprano lo aceptarías, eso no ha cambiado en ti.
Tuve la impresión de que ella creía demasiado en que yo fuera como la Atenea original, algo que por supuesto nunca sería. Eso estaba fuera de mis metas, era aspirar demasiado alto.
—¿Ritmo propio del camper? —preguntó Evan.
—Viaja diecisiete veces más rápido que un camper promedio y se camufla bien ante los guardias de tránsito. Los humanos la verán como cualquier otro camper, pero por dentro es un mundo diferente. Llegaremos rápido a nuestros destinos, mientras disfrutamos de la comodidad del vehículo.
Sin dejar tiempo para hacer más preguntas, Astra se dio vuelta y se dirigió a la cabina del conductor.
—Ailyn —dijo Sara en voz baja—, ¿en serio esto es lo que quieres hacer? No quiero que elijas por un momento de valor o una revelación.
Negué con la cabeza, sintiendo la penetrante mirada de Andrew sobre mí.
—Es lo que decido, eso es lo que importa.
Arrugó más la frente, jugueteaba con sus labios.
—Prométeme que, si un día despiertas y quieres volver, lo harás y no te convencerás de lo contrario. Que no te quedarás si no quieres.
—Solo si tú prometes que, aunque corra peligro no me volverás a sugerir que me vaya. No necesito que intentes protegerme a costa de tu vida, eso solo me hace daño.
Ella me miró por varios segundos hasta que suspiró con bastante fuerza. No me respondió, tan solo tomó mi maleta y se dirigió a uno de los dos cuartos. La miré irse, preguntándome internamente si habríamos llegado a un acuerdo o era todo lo contrario.
—Yo creo —Evan se me acercó— que es genial que nos acompañes.
Me regaló una de sus encantadoras sonrisas, tan contagiosa que sonreí con él. Luego Astra lo llamó y él se fue a la cabina del conductor.
La petrificante mirada de Andrew me provocó un escalofrío en la columna vertebral, me volví hacia él y lo miré a los ojos mientras fruncía el ceño.
—¿No te agrada que esté aquí? —inquirí, nerviosa—. Creí que serías el primero en alegrarse. Tú querías que viniera.
Inclinó la cabeza, curioso, y me miró de pies a cabeza.
—Dijiste que no lo harías.
—Sí, bueno, cambié de opinión. Vivan o mueran supongo que compartiré su destino.
Una de las comisuras de sus labios se deslizó, dando paso a una sonrosa a medias que me hizo brincar el corazón.
—Veremos qué pasa. Al parecer eres una caja de sorpresas. Solo espero que una de ellas no nos lleve a la ruina.
Abrí la boca, dispuesta a refutarlo, pero no me dio tiempo. Se fue, se alejó caminando hacia el pasillo de las dos habitaciones como si yo no fuera más que un mueble no deseado.
Yo me quedé mirándolo hasta que entró a la habitación opuesta a la de Sara, pensando en lo que quiso decir, a qué se refería. Y esperé, por algún motivo, por la inquietud en mi pecho, que estuviera bien equivocado.
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