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2. 'Imbatibles, o casi'

Él

Caminé de un lado a otro de la plataforma destensando todos los músculos del cuerpo en cuanto les perdí de vista. La negrura de la noche nos engulló apenas pasamos el cartel de bienvenida de la ciudad, internándonos en los barrios más deshabitados y apartados. Fue entonces que me permití deshacerme de la capucha y el pañuelo.

Ojeé el interior del coche que acabábamos de robar, teniendo que abrir la puerta del copiloto debido a la inesperada niebla que nos engulló. Y al hacerlo, me sorprendió encontrar un móvil sobre el asiento. La pantalla iluminada indicaba la llegada de una nueva notificación. Cuando lo tuve entre los dedos descubrí que un cúmulo de mensajes y llamadas perdidas colapsaban la barra de notificaciones. Lo guardé en el bolsillo del chaleco al mismo tiempo en que me sentaba con pausa en el asiento y así revisar a fondo la guantera. Además de documentos, pañuelos y un paquete de Mikado, no encontré nada de valor.

Saboreé el primer palito de chocolate entretanto revisaba por completo el resto del coche, apreciando lo limpio que estaba y lo bien que olía, hasta que de pronto, el sutil aroma a manzana se vio opacado por un olor que no reconocí al principio. Cuando por fin pude ver a quien pertenecía, no pude dar crédito a que hubiera pasado por alto que, sobre los asientos traseros, un zorro de peculiares colores me mirase aterrorizado.

Estiré el brazo, dispuesto a tocarlo, justo en el preciso instante en que supe que me buscaban antes incluso de que me llamasen:

—¿Pasa algo? —Julek me miraba desde la cabina apoyando un brazo sobre la puerta entreabierta del copiloto. El viento cortante de la noche le enredaba las rastas de su melena negra, que no estaba sujeta tras su espalda como usualmente solía tenerla. Con una mano se hizo a un lado varias de ellas, despejándose la cara.

Me aparté hasta salir del coche, cerrando la puerta con cierta urgencia.

—No —mentí.

Con un movimiento de cabeza me señaló el otro lado de la plataforma, donde descansaba la caja de herramientas de la grúa.

—Deberías ir soltándolo, en cuanto lleguemos lo bajamos.

—No tiene batería —fruncí el ceño, en desacuerdo con su plan improvisado.

Su ceja poblada enarcada me dio a entender que no tenía constancia de ello.

—¿No estaba sin gasolina?

—No hace amago de encenderse ni poniendo contacto —respondí sin titubear, evitando que se acercase para verlo por sí mismo y en consecuente le quedase cara de imbécil al descubrir que había un animal dentro. Y al parecer mi expresión inescrutable le convenció lo suficiente para asentir y volver a la cabina sin emitir palabra. Apenas lo hizo y desapareció de mi vista, cogí de la caja de herramientas una diminuta linterna, para acto seguido agacharme a la altura de la puerta del piloto y comprobar el estado del coche por debajo.

Una vez de pie sobre la plataforma me sacudí la ropa, pensando a toda velocidad qué hacer con el zorro que seguía en su interior. Si Dahlia o Julek se enteraban de su presencia, no dudarían en dejarlo en la carretera. Y aunque esa había sido mi primera opción al encontrarlo, la descarté enseguida al comprobar por el collar que llevaba al cuello que no era un zorro asilvestrado. Fuera el motivo por el cual el animal estaba allí, si lo soltaba en el bosque, moriría.

Caminé de vuelta hacia el principio de la plataforma rozando con los dedos el techo del coche, tomándome un segundo para apreciar la línea deportiva del mismo. El color negro brillante le daba un acabado casi perfecto. Los faros redondeados y el emblema de R/T destacaban sobre la calandra cuadrada del morro. De puertas afuera se veía cuidado, niquelado.

A punto estuve de dar por finalizada la revisión cuando recordé que no había inspeccionado el maletero. Retrocedí sobre mis pasos, manteniendo el equilibrio cuando el camión tomó una curva cerrada que zarandeó toda la estructura.

No sabía qué esperaba toparme en él, pero no lo que realmente encontré: dos maletas enormes. De las cuales, una de ellas estaba mal cerrada debido a la manga de una chaqueta que sobresalía de su interior. Al parecer la chica tenía prisa por irse.

Eché un último vistazo a la carretera que dejábamos atrás antes de acercarme de una vez a la cabina de la grúa. Las farolas de las calles parpadeaban tras nuestro paso, pareciendo advertir nuestra llegada. Miré hacia el bosque antes de abrir la puerta del copiloto y entrar, hecho a la idea de que Neeka ya estaría a la altura del corazón del bosque.

—Pensé que te habías caído en marcha —vociferó Dahlia en cuanto vio que me sentaba en el extremo de los asientos.

—Relájate un poco.

—Tío, alegra esa cara. ¡Dos por uno!

Rodé los ojos cuando su estridente voz comenzó a irritarme más rápido de lo normal. Por mucho tiempo que pasase a su lado, no terminaba de acostumbrarme a sus chillidos.

—El camión es de Wayne —advertí, rebuscando esta vez en los compartimentos de la grúa.

—Si crees que este cacharro cuenta como uno, déjame decirte que eres un poco ilusa —fue lo que farfulló Julek, que se mantenía de brazos cruzados en el asiento del medio—. Lo único que te ofrecerían por esta barca sería un Chupa Chus.

Ella se echó a reír, no sin antes dar varios volantazos; primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, comprobando así la solidez del camión, que respondió a la perfección pese a su apariencia desgastada.

—Va como un tiro.

—Limítate a conducir o déjame a mí, pero céntrate y deja de hacer el imbécil —añadió el otro con el mal humor filtrándose a través del tono grave de su voz.

A duras penas me hice un hueco entre la puerta y el cuerpo menudo de Julek para despojarme de la chaqueta y el chaleco negro, quedándome en manga corta. Odiaba la ropa de invierno, me restaba movilidad y entorpecía mis movimientos. Descendí la mirada hasta mis antebrazos, donde varios cortes y moratones se esparcían por toda la piel quedando expuestos a mis ojos y a los de mis acompañantes.

—Dodge Challenger R/T —anuncié tras respirar aliviado, en busca de distraerlos.

Dahlia vitoreó. De no estar conduciendo estaba seguro de que aplaudiría.

—¿Cuánto nos darán por él?

—Depende —respondí sin dudar—. Cien mil dólares, cincuenta o nada en absoluto. No sé el motor que tiene, la potencia, de qué año es... A simple vista pinta bien, parece de los setenta.

Escuchar eso pareció desilusionar a la conductora, que de un momento a otro dejó de sonreír para centrarse por completo en la carretera. La misma que reconocí enseguida como la que nos llevaba de cabeza al río, y no a la explanada de siempre.

—Cambio de planes. El punto de encuentro será bajo el puente —anunció él al ver mi cara de desconcierto—. Con todo esto de que es Halloween, la explanada estará ocupada por atracciones y gente borracha por doquier. No se fían.

Pese a que no estaba conforme, asentí con desgana. Siempre pasaba lo mismo cada vez que era él quien se encargaba de vender la mercancía. Parecía que buscaba a los compradores más tozudos.

Me retorcí los dedos hasta el punto en que los huesos crujieron. Estaba tan tenso que ni eso conseguiría relajarme.

Dahlia pareció notarlo.

—¿Qué te pasa?

Exhalé por lo bajo.

—Nada.

Largó uno de sus típicos suspiros que conducían a soltar el rollo de que nada malo iba a pasar, que lo habíamos hecho de lujo, como cada vez que actuábamos.

—Está bien, no le ha pasado nada —probó a decir, creyendo que mi malestar era por Neeka.

La miré con los ojos entrecerrados, cansado de aguantar sus vagos intentos de restarle importancia a todo. Prefería trabajar solo que con cualquiera de los dos, pero no podía simplemente quejarme y exigirlo. Además, por mucho que me molestase admitirlo, juntos éramos imbatibles.

—Pudo haberla atropellado.

O apuñalado.

Y aunque había sido mi idea, me arrepentí en el último momento cuando vi que el camión no paraba y ella no se movía.

—Pero no lo hizo. Y ahí sigue, vivita y coleando —miré a través de la cristalera que había tras nuestras espaldas, donde al final de la plataforma se vislumbraba el bosque que poco a poco quedaba en segundo plano, dejando en su lugar que los bajos edificios de la zona lo sustituyesen. Casi podía volver a visualizarla pasearse inquieta por los laterales del coche, hasta que de forma repentina saltó en marcha y se perdió entre los árboles.

—No vuelvas a arriesgarte así —demandó Julek en tono autoritario.

Enarqué una ceja en cuanto deduje que se refería a mi intervención, cuando la chica había sacado la navaja.

—¿Pretendías que dejase que le hiciera daño?

—¿Quién a quién? —contraatacó, clavando la mirada en el perfil de mi cara—. Porque de puro milagro no le ha saltado a la yugular.

Tragué saliva, viéndome momentáneamente acorralado.

—Estaba controlado.

—Y una mierda.

De pronto Dahlia carraspeó.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —me exasperaba el solo hecho de pensar en lo que estaba a punto de decir.

—¿Estás seguro de que no es peligrosa?

Inconscientemente arrugué la nariz al fruncir el ceño. Su pregunta me había pillado por completa sorpresa, o más bien el tono con el que la había hecho. Llevábamos más de tres años trabajando juntos, moviéndonos por todas partes, saliendo de líos con la ayuda de los otros. Y nunca, pero nunca me había planteado que pudiera temerle a Neeka.

—¿Le tienes miedo? —me salió decir.

—¿Has visto cómo la miraba? —evadió mi pregunta con otra, haciendo hincapié en lo sucedido.

Mentiría si dijera que no. Y mentiría todavía más si me negaba a creer que algo raro había pasado cuando la miré a través de los ojos de Neeka. Su mirada, grisácea como el mismísimo cielo en plena tormenta, me transmitió de golpe una sensación que hacía años que no experimentaba. Exactamente cuatro, cuando rescaté a una bola de pelo que se escondía bajo un contenedor en pleno diluvio. Apenas la sujeté entre mis brazos y sus ojos amarillentos se clavaron en los míos como dagas, algo dentro de mí cambió.

—¿No queríais una distracción? —seguí evadiendo el interrogatorio, ingeniándomelas como podía.

Lo único que había fallado en el plan, era la parte en la que la chica se había acercado para socorrerla. Cuando nuestro único propósito era detener la grúa el tiempo suficiente para hacernos con su control. Pero cuando se acercó y la tocó, supe que se truncaría absolutamente todo.

—Que sí, solo digo...

Me volví al frente, ignorándola para buscar en los bolsillos del chaleco mi móvil.

20:03 p.m.

Una vez vi la hora, reparé en que no era el mío y que, de fondo de pantalla, en lugar de una imagen simple de fábrica, había una chica de pelo morado sonriendo a la cámara con el diminuto zorro de fuego sentado sobre sus muslos. El contraste de su tez morena y sus ojos claros me distrajeron momentáneamente.

—¿El hombretón estará bien? —preguntó la rubia después de varios minutos con la preocupación pululando a su alrededor, pese a su aura alegre. Por muy bien que disimulara, había notado al instante que estaba nerviosa. Su postura corporal lo evidenciaba, y la forma en la que había puesto el intermitente derecho lo confirmó; le temblaba ligeramente la mano debido a su tic nervioso.

Nos desviamos definitivamente del principal rumbo que debíamos tomar, dirigiéndonos en su lugar al peor punto de encuentro que había en aquella zona del barrio.

—No le arreé tan fuerte —el temple tranquilo de Julek le quitó hierro al asunto.

—Lo suficiente para mandarlo a dormir de un puñetazo —el reproche salió de mi boca con aspereza. Si él tenía cosas para echarme en cara a mí, yo también podía echárselas a él. Como el hecho de que a veces detestaba su forma de actuar, le pesase a quien le pesase. Y fue eso mismo lo que me hizo dudar esa noche de si avisarles de que Wayne tenía que ir a buscar un coche tirado en plena convencional. El tipo me caía bien, lo suficiente para que me preocupase poner su vida en manos de Julek. Pero igualmente lo hice, llamé a Dahlia y ella dio la voz, porque a fin de cuentas no todos los días se nos presentaba un robo tan sencillo como aquel.

Se giró hacia mí casi a cámara lenta, creyéndose que con esa cara de amargado podría intimidarme, cuando la realidad era que me producía un aburrimiento mortal.

—La próxima vez te encargas tú de noquear a la gente mientras yo me dedico a darle órdenes a tu chucho.

Apreté los dientes, y en consecuente, los puños.

—Si no quieres que empiece a llamarte por lo que realmente eres, llámala a ella por su nombre.

—¿Y si no quiero? —me desafió a escasos centímetros de la cara.

—¿Podéis reducir un poquito los niveles de testosterona? Me estoy asfixiando —Dahlia irrumpió como siempre solía hacer cada vez que las cosas se tensaban entre nosotros, es decir, prácticamente todos los días.

Cedí a su petición, cansado y con la cabeza en mil sitios. Aparté los ojos de su cara apretada en una mueca molesta. El cristal de la ventanilla entró en contacto con mi nuca expuesta cuando me recosté sobre la puerta, casi pareciendo poder producirme escalofríos. En vista de que quedaban menos de cinco minutos para llegar a nuestro destino, me acomodé mejor sobre el asiento, cerrando temporalmente los párpados. Fue entonces que noté que estaba verdaderamente agotado, aunque mi cuerpo no lo evidenciase.

No podía ignorar que cada vez me costaba más mantener a raya sus instintos, y en consecuente, los míos.

✵✵✵

El caudal del río había aumentado considerablemente tras las lluvias de la semana pasada. Apenas quedaban unos seis metros de camino por los que poder pasar con los coches, y teniendo en cuenta las dimensiones de la grúa, no quería ponerme en la situación en la que tuviéramos que dar la vuelta allí.

Con la vista clavada en el reflejo de la luna sobre el agua, deshice el recogido que me sujetaba el pelo. En cuanto dejé de sentir la tirantez en los mechones, respiré aliviado. Me masajeé el cuero cabelludo, para seguidamente volver a recogérmelo en un moño alto.

—Si tanto te molesta, rápate del todo —comentó Dahlia sentada sobre una roca mientras se fumaba un porro—. O déjatelo largo para poder atarlo más flojo.

Ojeé el balanceo de sus pies en el espejo natural formado por el agua. Calada tras calada, cada vez se escurría más sobre su improvisado asiento, totalmente absorta del mundo y enfocada en disfrutar del cielo nocturno.

—Quien me molesta es el inepto de allá —clavé la puntera de la bota en la arena de la orilla. Luego la otra, haciendo dos surcos.

La escuché reírse por lo bajo, luego, el característico sonido al darle una calada seguido de un escupitajo que arrancó de las profundidades de la garganta.

—Bueno, al menos me consuela saber que el motivo de tus jaquecas es el mismo que el de las mías.

Aparté la mirada del río, donde el reflejo borroso de su figura parecía estar acercándose a mí, para posarla directamente en ella.

—Que él sea el principal motivo no quiere decir que tú no lo seas —rodé los ojos, asegurándome de que me veía pese a la escasez de luz.

—Klas, admítelo, en el fondo me quieres.

—En el fondo del río.

Empezó a carcajearse como una desquiciada entretanto yo la miraba con cara asqueada. Querer no era la palabra exacta que describía lo que sentía por ella. Aprecio, quizás. Hacía tantos años que había dejado de mirar por los demás, que ya no recordaba lo que se sentía experimentar aquel sentimiento.

—Pensé que iba a acuchillarla —de pronto su estridente risa cesó, dando paso a que un tono de voz más neutro rompiera el silencio de la noche.

La acompañé sentándome sobre una roca plana que tenía a los pies, inspirando profundamente. A su lado, con los antebrazos apoyados sobre las rodillas y la vista clavada en la otra orilla, confesé:

—Yo también.

—¿No lo hubieras impedido? —no disimuló el desconcierto que le generó mi respuesta.

—Lo hice, ¿no?

—Pero ¿dudaste de si llegarías a tiempo?

Ladeé la cabeza en su dirección.

—Dahlia, no soy infalible.

De nuevo su risa resonó entre los pilares metálicos del puente, esparciendo el sonido por todos lados. El paso de los coches sobre nuestras cabezas opacaba nuestra presencia. Reparé en que uno de los pilares estaba siendo engullido por un imparable óxido.

—Pero casi —aseguró, arrimándose todo lo que pudo hasta que hizo chocar su hombro contra el mío.

Negué con la cabeza, exhalando en profundidad.

Cansado de esperar, y con el hambre revolucionándome el estómago, me dispuse a rebuscar en los bolsillos internos de la chaqueta los palitos de chocolate que una hora atrás había encontrado en la guantera del coche robado. En cuanto di con ellos, el recuerdo del zorro ocupó mi mente.

Suspiré más alto de lo que pretendía. Pero ni con esas sonsaqué a Dahlia de su mundo. Cada vez que fumaba de noche, se perdía contando las estrellas hasta que el colocón era tan gordo que solo podía reírse de su existencia y de la nuestra. Se divertía a su manera mientras yo la miraba sin entender cómo podía obviar todo lo que nos rodeaba.

Permanecí sentado un par de minutos más, planteándome qué hacer. No podía esperar a que llegasen los compradores y fuesen ellos mismos quienes se topasen al zorro nada más echaran una visual al interior del coche. Por eso, y porque creía que se me había ocurrido algo, me levanté tras corroborar que no había ni rastro de Julek en los alrededores. Desde que se había ausentado con la excusa de que tenía que hacer una llamada, no volvió a aparecer por allí, dejándonos a solas con la mercancía.

Con la tranquilidad de que la grúa estaba libre de vigilancia, me acerqué. Y mientras lo hacía, pensé en las mil de alternativas que tenía para liberar al bicho sin resultar herido en el proceso. Pero al subirme a la plataforma y abrir la puerta del copiloto, sentarme tras el volante y ojear por última vez el interior, un detalle que había pasado por alto la última vez que había estado dentro me dio una bofetada mental.

—¡Dahlia! —exclamé, cosa que nunca hacía por el riesgo que suponía pegar semejantes gritos.

Se giró sobresaltada, soltando al momento el porro por el susto que le di.

—Tenemos que irnos de aquí —endurecí la expresión, luchando por mantener la calma—. Tiene una cámara.

Se levantó como un resorte, comenzando a correr hacia mí con sus ojos oscuros abiertos como platos. De un salto sorprendentemente hábil pese a su estado se subió a la plataforma, asomando rápidamente la cabeza en el interior del coche para corroborar que aquel diminuto aparato negro que se escondía tras el retrovisor, estaba captando la imagen.

—¿Estás seguro de que es una cámara?

Asentí, arrancando de cuajo el aparato. Me eché hacia a atrás para poder cerrar la puerta.

—Llama a Julek, que venga ya —enfaticé, obligándome a coordinar mis pasos para ir a la parte trasera del coche y asegurarme de que no había otra grabando. No descubriendo ninguna más, recé para que la imagen que hubiera podido captar no fuera suficiente información para ubicarnos.

—Voy —saltó al suelo a la vez que rebuscaba en la agenda del móvil su contacto, pero ni falta hizo que lo llamase cuando lo vimos aparecer tras la esquina de una chabola de madera donde antiguamente guardaban canoas.

Pisoteé el aparato, reduciéndolo a diminutos amasijos de plástico.

Para cuando alcé la mirada, me topé con que el pelinegro se estaba tomando con toda la calma del mundo acercarse a nosotros, ajeno a lo que ocurría. Incluso pese a los llamados de Dahlia, se hacía el interesante toqueteando la pantalla de su móvil, creyéndose un hombre de negocios. Solo que le faltaba el traje, el maletín y diez años de madurez mental.

—¡Tiene una puta dashcam! —alzó la voz, congelándole en el sitio. Y no sabía que era peor; que avanzase, pero nos ignorase, o que se anclase al suelo sin poder articular palabra.

Obligado a tomar las riendas de la situación, corrí hasta detenerme a la altura de la puerta del conductor, dispuesto a arrancar con o sin ellos. Dahlia se subió a la plataforma enseguida. Y cuando finalmente iba a hacerlo Julek, tuve el mal presentimiento de que ya nos habían encontrado. Fue esa misma razón lo que provocó que me congelase. Casi podía ver el destello de unas luces que me conocía muy bien reflejándose en el agua del río, en los pilares del puente metálico y en el espejo retrovisor del camión.

—¡Niklas, reacciona! —gritó de pronto Dahlia, sentándose a mi lado para girar ella misma las llaves del camión—. ¡Ahora! ¡Vámonos!

Y aunque en ese instante prefería salir del camión, huir a pie y tirar por la borda la recompensa de la noche, recordé que nunca dejábamos el trabajo a medias. Siempre concluíamos las misiones que empezaban con una planificación previa, ya sea breve o extensa, de lo que tendríamos que robar en cada ocasión. Y en esa, ni Dahlia ni Julek parecían estar dispuestos a desaprovechar los minutos de espera en los que tuvimos que permanecer agazapados tras los guardarraíles de la carretera.

—Como nos cojan... —gruñó Julek sentándose al otro lado de los asientos, dando un portazo.

Me tragué mis propias palabras y las ganas que tenía de estamparle el puño en toda la cara por las estupideces que iba soltando pese a que ya habíamos logrado salir de debajo del puente. Al muy desgraciado solo se le ocurría echarme a mí la culpa cuando él era tan responsable como yo.

En esa ocasión y en muchas más.

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