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Capítulo 9

"No hay más Castilla; si no, más guerras habría". Hernando del Pulgar. Cronista Real de los Reyes Católicos. S. XV.

     Clara María tenía por costumbre madrugar, y aunque hacía un verdadero esfuerzo por no levantarse y despertar a su esposo en horas tan tempranas, le resultaba imposible, permanecer quieta en el lecho. Así que, intentando no moverse mucho, esperaba con paciencia a que se despertara mientras le observaba dormir.

      Diego supo por instinto que Clara llevaba un buen rato despierta. Su respiración, y la persistente sensación de que era observado, así se lo hacía saber.

—Decidme, esposa mía. ¿Qué hacienda os reclama a hora tan temprana que os impide permanecer durmiendo al lado de vuestro esposo? —preguntó Diego con los ojos cerrados todavía.

—¿Cómo habéis sabido que me hallaba despierta? Hoy no me he movido en el lecho, ni siquiera os he rozado.

—Vuestra mirada me despertó —contestó Diego—. Tenéis la habilidad de despertar mis emociones. Puedo presentir que me estáis mirando, hasta estando dormido.

—¡Qué habilidad la mía! No pretendía despertaros —dijo Clara girándose hacia él.

     Diego abrió los ojos y la observó con minuciosidad. La noche había surtido efecto, y un sueño reparador se había llevado el cansancio de Clara. Su rostro, ya no evidenciaba los signos de fatiga de los días anteriores. Aún así, Diego no tardó en preguntarle.

—¿Habéis descansado bien?

—¿Qué pensáis vos? ¿Tengo cara de estar cansada? —preguntó Clara María sonriendo.

—Es muy temprano para preguntas tan complicadas. Dejadme pensar... —durante unos segundos Diego la observó con detenimiento mientras simulaba estar pensando—. No, no os veo cara de cansada, pero...

—¿Pero qué? —preguntó Clara extrañada.

—Tenéis cara de necesitar más besos...

      Clara intentó mostrarse seria, sin embargo la sonrisa asomó a su rostro.

—¿Y de cuántos besos cree que estaría necesitada? —preguntó Clara mostrándose interesada.

—No sabría decirle con exactitud. Podríamos averiguarlo... —contestó Diego con seriedad.

—Suena interesante —afirmó Clara acercándose un poco más a su esposo.

     Ambos cuerpos quedaron unidos, separados únicamente por las ropas de dormir.

—¿Cree que a mi esposo le molestaría que empezara a indagar por mi propia cuenta? ¿O necesitaré su ayuda?

      Diego contuvo la respiración. Su mujer le estaba excitando con tan solo unas pocas palabras. Clara María estaba llevando la iniciativa por primera vez, y aquello le estaba volviendo loco.

—Estoy seguro, que a vuestro esposo no le molestaría si decidierais averiguarlo por vos misma —contestó Diego intentando atraerla hacia él.

     En ese momento, Clara se lo impidió reculando hacia atrás.

—No, no... Tendréis que hacerle saber a mi esposo entonces, que tendrá que quedarse quieto.

—Ja, ja, ja... De acuerdo, se lo haré saber —confirmó Diego riéndose.

     Clara María solo necesitó un segundo para decidirse a tomar las riendas. Sin que Diego lo esperase, la joven se giró y se acomodó encima con una deliberada lentitud, acoplando su ligero cuerpo sobre el de Diego. 

     Por instinto, su esposo la abrazó subiendo las manos a lo largo de su espalda.

—Sois preciosa... —confirmó Diego.

—Y vos atrevido. Sabed, que si mi esposo se entera, puede castigaros —aseguró Clara con picardía.

      En ese momento, Clara se deslizó hacia abajo. Encajando su pubis sobre la verga de su esposo, mientras sus pechos rozaban el torax de su marido. Con el ligero movimiento, el camisón se le subió hacia arriba y dejó al aire, sus muslos desnudos.

     Diego suspiró y un quejido de placer sonó en la habitación. Su mano se deslizó a lo largo de la suave piel de Clara, hasta llegar a sus nalgas.

—Vuestro esposo considera que lleváis demasiada ropa encima, y que preferiría veros sin tanta tela encima.

     Clara sonrió y con decisión, se incorporó ligeramente sacándose por la cabeza el camisón de dormir. Diego, le fue a la zaga, e hizo lo mismo con el suyo.

—¿Y ahora? —preguntó Diego jadeando.

—Voy a comprobar si efectivamente, necesito los besos esos, que decís —dijo Clara inclinándose completamente sobre Diego mientras reclamaba su boca.

     Diego y Clara se saborearon poco a poco. Clara le acariciaba la cara, mientras el inicio de su barba le irritaba un poco su piel, pero sin importarle continuó su exploración. Un deseo fuerte se despertó en ella, y sin saber qué hacer, no dudó en preguntarle.

—Decidme qué debo hacer ahora..., os necesito dentro de mí.

     Clara era todavía tan inocente, que a Diego no le importó mostrarle los secretos que aún debía ir descubriendo por sí misma.

—Ya que os habéis decidido a montarme, deberíais empezar a cabalgar.

—¿Cómo? —preguntó Clara abriendo los ojos, mirándole con atención.

—Levantaos —le ordenó Diego mientras le sujetaba las piernas.

     Clara obedeció la orden sin apartar la mirada. Despacio se izó sobre el cuerpo masculino y cuando el centro de su feminidad estaba a tan solo un palmo del de su marido, Diego le volvió a ordenar:

—Ahora, deslizaros lentamente. Debéis tomarme dentro de vos... —le aconsejó Diego mientras la respiración se le aceleraba.

      Clara sintió como se humedecía ante las provocativas palabras. Obedeciendo, cerró los ojos y se dejó caer con una deliberada lentitud. Al cerrar los ojos, fue más consciente del placer que le producía sentir como el miembro de Diego se iba introduciendo dentro de ella. Cuando lo tuvo dentro de sí, todo entero, Clara abrió nuevamente los ojos para observar de nuevo a Diego.

—Puedo prometeros que si no me cabalgáis ahora mismo, moriré de desearos tanto —le dijo Diego jadeando mientras intentaba permanecer quieto.

     Claro entendió lo que su esposo le estaba diciendo, y poco a poco fue moviéndose mientras sacaba la verga de Diego y se la volvía a introducir. Un gemido de placer se escapó de su garganta, y conmocionada, tuvo que apoyarse con ambas manos en el cuerpo de Diego para no caerse.

     Diego fue incapaz de soportar aquella exquisita tortura, y agarrando la cintura de Clara, la instó a moverse con mayor celeridad. A partir de ahí, ninguno de los dos pudo dejar de mover sus caderas. El deseo de uno, iba a la zaga del otro. Diego se contuvo cuando los espasmos del placer de Clara, consiguieron acerrarse a su miembro, arrancándole su semilla. Hincando los talones en el lecho, Diego elevó su cadera para gozar del mayor éxtasis de toda su vida.       Segundos después, Clara se dejó caer sobre el cuerpo de Diego, momento que aprovechó para abrazarla. Diego no podía sentirse más pleno. Nunca hubiese imaginado alcanzar tal gozo, ni ser tan dichoso con una mujer. Adoraba cada parte de su cuerpo y la amaba con desesperación.

—¡Diego!... —susurró Clara medio adormilada.

—¿Qué?... —preguntó él mientras la sostenía encima suya.

—Se me olvidó contar los besos...

      Una profunda sonrisa de satisfacción asomó al rostro de Diego, mientras ambos se quedaban nuevamente dormidos. Uno, en brazos del otro.

     Cuando Diego y Clara se decidieron a bajar a desayunar, Don Luis hacía tiempo que se había marchado.

—¿Mi padre? —preguntó Diego al sirviente.

—Señor, su padre se levantó temprano y marchó junto con algunos hombres al molino de aceite.

—¿Por qué motivo? —preguntó de nuevo Diego.

    Clara observó al sirviente susurrarle algo al oído, y solo, cuando el hombre abandonó la sala y les dejó solos, se atrevió a preguntarle.

—¿Sucede algo? No sabía que vuestro padre poseía un molino de aceite.

—Nada de lo que debáis preocuparos. No os he hablado nunca de nuestros negocios, pero recordadme que os los muestre mañana. No tenemos uno, no, sino dos molinos —contestó Diego observándola con atención—. Nuestros negocios se centran en el cultivo de las viñas, los olivos y el molino de harina; aunque, también nos dedicamos al ganado. La lana es un negocio bastante rentable.

     El sirviente acababa de confirmarle que la noche anterior habían robado parte del aceite de la cosecha destinado a la venta y, que su padre, junto con algunos hombres se habían puesto en camino para poner en aviso al corregidor. Diego no quería preocupar a Clara. Estaba comprobando, como esa mañana, el apetito había vuelto a ella, así como su ánimo. Se sentía aliviado de que su esposa hubiese olvidado un poco todo aquel asunto de su recién aparecido padre. No la preocuparía con el incidente ocurrido, pero la imagen y las palabras de Francisco de Molina vinieron a su mente y, en ese momento, se acordó del anillo.

—¡Clara!

—Decidme... —dijo la joven mientras embelesada se afanaba en cortar una hogaza de pan.

—Por casualidad, ¿poseéis un anillo...? —preguntó Diego con curiosidad.

—Sí..., ¿cómo lo habéis sabido? —preguntó su esposa levantando el rostro y mirándole atenta—. Nunca os lo he mostrado.

—Habladme de él —le ordenó Diego.

—Es un anillo de hombre. La reverenda madre me lo dio antes de partir hacia Granada. Según ella, lo llevaba el día que me abandonaron en la Casa Cuna. ¿Por qué me preguntáis? ¿Y cómo lo habéis sabido?

—Anoche cuando llegué no quise deciros nada, pero ayer hice una visita a Francisco de Molina.

     Clara María dejó de masticar mientras preocupada, continuaba atenta a su esposo.

—¿Averiguasteis algo? —preguntó Clara dejando la comida encima del plato.

—Sí, pero ahora prefiero que continuéis comiendo. No tiene la mayor importancia...

      Clara le observó con el ceño fruncido.

—¿Estáis seguro? ¿Os ha dicho algo del anillo ese hombre?

     Ese hombre era su padre, pero Diego no quería inquietarla.

—Por supuesto que estoy seguro, ya os he dicho que no debéis temer nada. Os lo explicaré todo en la cena. No quiero ver que os preocupáis por ese hombre. No se acercará a vos, y con el tiempo nos olvidaremos de todo este incidente.

     Clara María comprobó que Diego se mostraba tranquilo y relajado, así que, confiando en él, continuó comiendo.

      Cinco minutos después, Clara miró a su esposo y le preguntó:

—¿Os importaría que hoy visitara a las hermanas?

—Os dije que podíais visitarlas cuando os complaciera. Si me decís a qué hora terminará vuestra visita, pasaré a recogeros. Aunque varios hombres, os acompañarán.

—¿Lo consideráis necesario?

—Sí, es necesario. Pasaré a recogerte cuando acabes —agregó Diego de forma tajante.

     Seguro que tras el robo, estaba la mano de Francisco de Molina. Ese maldito, aprovechaba cualquier ocasión para complicarles la vida. Debía reunirse con su padre con urgencia.

—¿Habéis terminado ya? —preguntó Diego.

—Sí, ya no me cabe más comida —aseguró Clara sonriendo.

—Habéis comido, pero no para tanto. En Granada, comíais más —dijo Diego sonriendo.

—Es poco caballeroso, recordádmelo. Aunque nunca me habían dicho con tanta delicadeza que como demasiado.

     Diego sonrió mientras se levantaba de la mesa del comedor. Antes de abandonar la sala, se acercó a su esposa y le dio un beso en el cuello.

—Recordad que os recogeré en el convento.

—Está bien —dijo Clara viéndole partir.


     Diego se reunió con su padre mientras este informaba al corregidor, Don Hernando de Roxas. El hombre, parecía ser una persona íntegra.

—¡Padre! ¡Don Hernando! Me alegro de volver a verlo, a pesar de las circunstancias.

—Don Diego..., su padre estaba informándome del robo. Tome asiento —dijo el corregidor a Diego.

     Don Luis observó a su hijo y, tal como había hecho con el corregidor, le explicó lo sucedido en el molino.

—Don Hernando está ya al tanto de todo. Los ladrones actuaron de noche, golpearon al encargado y robaron toda la cosecha de aceite. No han dejado nada... —aseguró Don Luis.

—¿Cree que el aceite pueda estar en la ciudad? —preguntó Diego al corregidor.

     Pero fue Don Luis quien contestó a su hijo.

—Las huellas de los carros estaban marcadas en la tierra por el peso de las tinajas, pero cuando el camino ha empezado a ser pedregoso, hemos perdido la pista. Por lo visto, el aceite ha ido a parar fuera de la ciudad.

—Me temo que su padre lleva razón. Sería de tontos, esconder tal cantidad de aceite aquí. Puedo registrar toda la ciudad, casa por casa, pero le aseguro que no voy a encontrar nada —aseguró Don Hernando—. No se preocupen, conseguiré averiguar quién robo su aceite tarde o temprano. Por suerte, se llevaron varias tinajas con el sello de los Cueva. Informaré al Adelantado de Cazorla.

—Gracias, Don Hernando —contestó Diego.

—Esperaremos noticias suyas... —le dijo Don Luis levantándose de la silla—. Le dejamos, mi hijo y yo, tenemos que otros asuntos pendientes.

—Muy bien Don Luis. Les mantendré informados.

     Padre e hijo asintieron y con un breve saludo de despedida, abandonaron el lugar.

—¿Cree que ha sido el de Molina, padre?

—¿Quién sino se atrevería a hacerlo? Ese malnacido nos está provocando, pero me va a encontrar —aseguró Don Luis.

—Déjelo de mi cuenta, padre. Le aseguro, que el aceite aparecerá tarde o temprano. Iré al zoco, hay varios comerciantes judíos que se dedican a la venta de aceite. Empezaré por ahí, a lo mejor les ha llegado algún rumor.

—No creo que se atreva a vender el aceite en nuestras propias narices.

—Ese tipo, es capaz de cualquier cosa.

—Está bien, inténtalo, pero será inútil. Volveré a palacio, tengo que despachar los asuntos de Baeza —dijo Don Luis.

—Nos vemos a la hora de comer. He de recoger a Clara, después de pasarme por el zoco.

—¿Tu esposa no se encuentra en palacio? —preguntó el anciano.

—No, ha ido al convento de las hermanas clarisas. Nos reuniremos con usted para comer.

—Que te acompañen estos hombres. No me fio de nadie.

—¿Y usted? —preguntó Diego.

—Con un hombre me basto para llegar a palacio.

     Don Luis emprendió el camino, y se marchó dejando a su hijo en compañía de sus amigos.

—¿Qué hacemos Diego? —preguntó Juan de Alcaraz.

—Acabamos de hablar con el corregidor, ya está al tanto de lo sucedido. Vamos a hacer una visita a los comerciantes del zoco. Aunque Don Hernando haga su trabajo, nosotros no podemos permanecer con los brazos cruzados.

—Está bien... —contestó Juan de Alcaraz.

Los tres hombres que acompañaban a Diego, emprendieron la marcha hacia el zoco de la ciudad.


     Mientras tanto, Clara ajena a todo, visitaba de nuevo a la reverenda madre. Tras escuchar todo lo acontecido, le habló de aquellos días.

—Temía que algo así, sucediera. Prometí a vuestro padre que os cuidaría y que guardaría el secreto. Aseguró, que corríais peligro si llegaba a oídos de Don Luis de la Cueva, de que tenía una hija. Prefirió que crecierais entre nosotras, ajena a todo, y tengo que deciros que todos estos años, ha estado pendiente de vos en la distancia. Ha sido el mayor benefactor que hemos tenido, por eso pudimos ampliar la biblioteca y tú, conseguiste adquirir todos los conocimientos. Él, lo hizo posible.

—Debisteis decídmelo —declaró Clara—. He estado todos estos años, sin saber quién era mi familia. Qué destino el mío, que me ha tenido separada todos estos años de mi verdadero padre, y ahora tengo por familia, al que se supone que es su enemigo. Y lo peor de todo, es que no confío en Don Francisco.

—Sí hija, debo reconocer, que su ambición no tiene límites. Apenas tengo contacto con el exterior, pero a este convento llegan demasiadas almas en busca de auxilio. Y vuestro padre, no queda muy bien parado.

—No sé qué hacer madre.

— ¿Sois feliz con vuestro esposo?

—Os aseguré que así es. Amo a mi esposo sobre todas las cosas. Sin embargo, temo un enfrentamiento entre Diego y mi padre.

—Deberéis conduciros con prudencia. Tanto el uno, como el otro, se enfrentarán tarde o temprano —declaró la reverenda madre—. Vuestro padre no permanecerá en el anonimato, y don Diego, no le permitirá que se os acerque. Deberéis estar atenta.

—Espero que no suceda ningún altercado, no podría soportar que algo le ocurriera a Diego. Y por otro lado, debo reconocer que no quiero conocer a ese hombre que dice ser mi padre, pero me temo, que todo esto no acabará ahí.

—No os preocupéis, hija. Os tendré siempre en mis rezos —aseguró la reverenda madre.

—Gracias reverenda —asintió Clara agradecida.

—Entonces, ¿a partir de hoy, vendréis a ayudarnos?

—Sí, madre, siempre que pueda. Estoy ansiosa por empezar. En el palacio, los sirvientes son tan eficientes, que apenas tengo nada que hacer.

—Ya os dije, que todas las manos eran pocas. Acompañadme. La hermana Ana se llevará una sorpresa cuando os vea.

     Clara estaba sonriendo con las ocurrencias de la hermana Ana, cuando una de las hermanas entró buscándola.

—¡Clara María! La madre reverenda solicita tu presencia. Tu esposo ha venido a recogeros.

—¡Oh! No me di cuenta que era tan tarde —añadió Clara mirando a la hermana.

—No haced esperar a vuestro esposo —dijo la hermana Ana—. Yo acabaré con esto.

—Gracias, hermana Ana. Mañana os veo —dijo Clara dando un beso rápido a la religiosa, mientras salía corriendo de la botica.


      Nada más llegar, Clara llamó a la puerta, solicitando permiso para entrar.

—Pasad Clara María —añadió la reverenda madre.

       Clara comprobó, que en efecto, Diego había venido a recogerla.

—¡Diego! —dijo Clara saludando a su esposo mientras pasaba dentro—. ¿Conocías a la reverenda madre?

—No, nunca había tenido la oportunidad. Ya nos hemos presentado —dijo Diego sonriendo a su esposa.

     A la reverenda madre le agradó ese muchacho. Había percibido un brillo especial en sus ojos en cuanto Clara hizo presencia en la sala. Y con eso, a la reverenda madre, le bastaba. Esa muchacha se merecía alguien que la quisiera, y era evidente, que Don Diego quería a su esposa por la forma de mirarla.

—Debo daros las gracias, reverenda madre —dijo Diego girando la cabeza hacia la religiosa.

—¿Por qué, Don Diego?

—Por haber cuidado de ella todos estos años —añadió Diego.

       Clara se sonrojó ante las palabras de su esposo.

—Puedo asegurarle, que la joven Clara María, ha sido nuestra alegría durante todo ese tiempo. Cuando la Reina Isabel insistió en que la acompañara, un trozo de nuestro corazón se marchó con ella. Es un placer volver a tener entre nosotras a Clara. Si hay alguien en deuda, esas somos nosotras. Tenemos que agradecerle que le permita visitarnos. Clara María siempre será apreciada en este convento, y baste decirle que sus conocimientos nos son realmente necesarios.

—Y así lo demostró en el campamento de Santa Fe —añadió Diego sonriendo.

      La reverenda madre abandonó el lugar tras la mesa, y se adelantó hacia el esposo de Clara.

—Me alegro escuchar eso. No le conocía en persona, pero puedo asegurarle, que me alegro que se haya casado con ella. Creo que será un buen esposo para nuestra Clara. Solo le ruego, que nos la cuide bien.

—Así lo haré, reverenda madre.

—¡Que Dios les bendiga! — añadió la religiosa haciendo la señal de la cruz a ambos.

—Gracias madre —respondió Clara sonriendo.

—No hay de qué hija. Cuando quieras, estaremos aquí —dijo la religiosa.

—Intentaré venir a menudo.

       Cuando Diego comprobó que Clara había terminado de hablar con la reverenda madre, le preguntó:

—¿Nos marchamos?

—Sí Diego, cuando desees.

—Hasta otro día, reverenda madre.

—Hasta pronto Don Diego..., Clara —añadió la religiosa viéndolos marchar del lugar.

     La reverenda madre se volvió hacia la austera mesa, y sentándose en la silla, dejó su mente divagar. El esposo de Clara era buena persona, o por lo menos lo parecía. Sin embargo, le preocupaba Don Francisco de Molina. Un mal presentimiento la embargó.


      Los hombres de Diego esperaban fuera del convento a sus señores. Clara les saludó nada más advertir su presencia, pero ninguno de ellos pronunció palabra alguna. Diego le ofreció el brazo a su esposa, y caminando a su lado, subieron la pequeña cuesta que conducía hacia el palacio. No habían hecho más que llegar a una esquina, cuando Diego se tensó. Levantando la cabeza extrañada, advirtió la presencia de varios hombres que les salían al paso.

—¡Diego! —exclamó Clara en voz baja.

—No os preocupéis, no sucede nada —susurró Diego.

      Sin embargo, Juan de Alcaraz y los otros dos hombres, echaron mano de sus armas. Midiéndose con las miradas, todos permanecieron quietos. Sin embargo, Diego, solo fijaba su atención en uno de ellos.

—¡Diego de la Cueva! Había llegado a mis oídos que habíais regresado de la guerra contra los moros... —dijo el hombre con aire socarrón mirando de arriba abajo a Clara.

     A Clara no le gustó ese hombre, y mucho menos, la forma escandalosa en que la observaba. Clara fue consciente de la mirada de lascivia que recorría todo su cuerpo, mientras el hombre se demoraba en sus pechos. La joven levantó el brazo que tenía libre, mientras disimulaba y se tapaba, pero los músculos de su esposo se tensaron bajo su mano.

—¿Qué queréis? —preguntó Diego enfadado.

—Solamente daros la bienvenida..., aunque debo decir, que no os hemos echado de menos. Es una pena, que ninguna espada mora, os haya sesgado la vida.

      Clara se sintió preocupada por las palabras de ese hombre, que además, continuaba avergonzándola por su insistente mirada.

—¿No me vais a presentar a la dama? —preguntó Francisco Ruiz.

     Sin que a Clara le diera tiempo a reaccionar, Diego desenvainó la espada y con un rápido movimiento, le hizo un corte en el cuello.

—Esta dama, es mi esposa, y si vuelvo a comprobar que os atrevéis de nuevo a mirarla de esa forma, os aseguro que os rebanaré el cuello. Nada me produciría mayor placer, os lo aseguro.

     Dos de los hombres de Diego se habían colocado a ambos lados de Clara, a excepción de Juan de Alcaraz, que permanecía al lado de Diego.

     Francisco Ruiz miró a Diego con odio, mientras notaba como su propia sangre se escurría por su cuello. Levantando el brazo, le hizo una seña a sus propios hombres para que retrocedieran. Estaban a plena luz del día, y con demasiados testigos a su alrededor. Si mataba al de la Cueva, el corregidor lo apresaría. Y además, eran tres contra cuatro. No era tan tonto como para arriesgar la vida de esa manera.

—No hace falta que os mostréis tan indignado. No pretendía ofender a la dama, y menos a vos. Al fin y al cabo, sois familia de mi señor. No os he dado la enhorabuena —dijo el hombre con insolencia.

—Guardárosla —añadió Diego impasible.

      A Clara no le gustó nada escuchar esas palabras. Esos insolentes, que acababan de afrentar a su esposo, estaban al servicio de su padre. No quería que su esposo saliera herido enfrentándose a esos rufianes.

—¡Marchad! Ahora que tenéis oportunidad, y no tentéis más la suerte. La próxima vez, no seré tan benévolo —añadió Diego.

     Durante unos segundos, aquellos hombres sostuvieron la mirada de su esposo, pero tras meditarlo rápidamente, abandonaron el lugar. Solo cuando Diego les vio marchar y desaparecer de su vista, se volvió hacia su esposa.

—¿Estáis bien?

     Clara asintió mientras volvía a agarrarse del brazo de Diego y emprendían la marcha. En silencio, la joven no dejó de pensar en el tenso enfrentamiento que acababa de suceder. Clara fue consciente en ese instante, de la gran inquina entre ambas familias. Los ojos de ese hombre destilaban odio puro, y la insolente inspección de su cuerpo le había molestado sobremanera. Nadie se había atrevido nunca a ofenderla de tal modo.

—¡Diego! —susurró Clara.

—¿Dime? —preguntó su esposo casi llegando al palacio.

—No me gusta ese hombre...

      Los hombres de Diego que acompañaban a ambos, la miraron de reojo por primera vez.

—No te preocupes, no nos abordará jamás.

—¿Y tú, te acercarás a él? No quiero que podáis caer herido por mi culpa.

—No temáis, no sucederá nada —aseguró Diego.

—¿Me lo prometéis? —preguntó Clara dando muestras de desasosiego.

      Diego miró a su esposa durante unos instantes, e inclinando la cabeza, asintió.

—Gracias... —dijo Clara aliviada.

     Juan de Alcaraz y los demás se quedaron mirando a Clara, y sonrieron levemente sin que la esposa de Diego se percatara. En ese momento, a Juan de Alcaraz le cayó bien esa mujer. Había temido, que al ser la hija del de Molina, su amigo corriera peligro. No se fiaba de ella, pero esos breves instantes habían bastado para comprobar que la mujer de Diego, mostraba verdaderos sentimientos hacia su amigo. Pero, debía reconocer, que era demasiado ingenua. Aprendería con el tiempo, que a Diego de la Cueva, nadie lo insultaba de esa manera. Ese malnacido de Francisco Ruiz, había firmado su sentencia de muerte. La mirada de lascivia no había pasado desapercibida para nadie, y Diego, no le permitiría que volviera a mirar de esa manera a su mujer.


     Era de madrugada cuando se escucharon gritos de alarma.

—¿Qué sucede...? —preguntó Clara soliviantada, levantándose del lecho.

—No salgáis de aquí, y cerrad la puerta en cuanto salga —le advirtió Diego a Clara mientras se vestía apresurado.

      Un resplandor inundó de repente la habitación, y Clara acudió a la ventana.

—¡Es un incendio! —exclamó Clara horrorizada.

     En un segundo, su esposo estuvo detrás de ella, contemplando el dantesco espectáculo. Terminando de vestirse, corrió hacia la puerta.

—Han prendido fuego en el establo. No quiero que salgáis de aquí.

—¡Dejadme ayudar! —rogó Clara.

—Prometedme que no saldréis de aquí. No quiero que os queméis, o resultéis herida.

     Con el corazón en un puño y angustiada, Clara asintió y cerró la puerta tras la salida de Diego. Aproximándose de nuevo a la ventana, desde la que veía a los criados correr para intentar apagar el fuego, tuvo una corazonada, su padre estaba detrás de esos incidentes. Por los sirvientes, se había enterado del robo. Así que, El robo del aceite y el incendio eran demasiadas casualidades juntas. El pesar, la embargó, y abrazándose fuerte, dijo para sí misma:

—¡Dios mío! ¿En qué locura os habéis metido por mi culpa? —pensó Clara con la imagen de Diego en su mente—. ¡Oh Señor, no permitáis que le suceda nada! —rogó Clara.

      Sin poder hacer nada más, se arrodilló en el suelo, y empezó a rezar para que el fuego se extinguiera lo más pronto posible. Rogaba a Dios, para que su esposo, y todas aquellas personas, salieran ilesas del incendio y acabara esa pesadilla.


Nota histórica: Me ha parecido interesante recordar la famosa frase del cronista Hernando del Pulgar cuando describe la dramática situación de Castilla bajo Enrique IV (Hermanastro de Isabel la Católica). Después de pasar lista a la serie de continuos desórdenes, a las sempiternas rencillas entre familias nobles, al estado de bandidaje extendido por buena parte de Castilla y de Galicia, termina con una frase que se ha hecho célebre: <<No hay más Castilla; si no, más guerras habría>>. Y cuanta razón llevaba, los crecientes conflictos entre los Cueva y los Molina no se extienden más porque no hay más Úbeda, porque si no, más enfrentamiento habría entre ambos linajes. 

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