Capítulo 6
"Tanto monta, monta tanto".
Lema del escudo de armas de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, 1469.
—¡No, no, y no! La Reina no tenía ningún derecho a concertar tu matrimonio con esa religiosa. Ni siquiera proviene de una familia noble —protestó don Luis de la Cueva, enfurecido, dando un fuerte golpe en la mesa.
—¡Padre! ¡No puede estar hablando en serio! Déjelo estar. La Reina tenía todo el derecho del mundo a proponer ese matrimonio. Le recuerdo que como vasallos suyos, le debemos obediencia y hemos jurado sobre la biblia, acatar todas las órdenes de su majestad. Si así lo dispuso, así obraré.
—Podíamos haber negociado un matrimonio rentable. ¿No te das cuenta? ¿Qué beneficios obtienes de ese casamiento?... ¡Solo limosnas! ¿O acaso crees, que después de esta guerra, las arcas reales estarán llenas? Aunque la Reina proporcione la dote..., no son más que migajas en un plato que podría haber estado lleno de viandas. Tenía planes para ti, familias nobles hicieron llegar acuerdos prematrimoniales con sus hijas antes de que la guerra comenzara. Era la oportunidad de emparentar con alguna de las familias más nobles. ¿Te imaginas el poder que podríamos alcanzar? Podrías haberte casado con la hija del marqués de...
—¡He dicho que lo deje estar, padre! ¡No lo repetiré! No me casaré con nadie más que con la elegida por su majestad. No pienso continuar discutiendo con vos... Hemos estado mucho tiempo separados, sin saber a ciencia cierta si volveríamos a vernos alguna vez. Y ahora, que por fin estáis aquí, no permitiré que convivamos entre gritos y rencillas. La guerra ha acabado y nos proporcionará las riquezas suficientes como para vivir con comodidad. Haremos prosperar el linaje de los Cueva y aumentaremos nuestras riquezas. El Rey Fernando así me lo prometió, y ese es mi deseo.
—¡Nunca se puede creer en la palabra de un Rey! Renunciarás a ella y, te casarás con...
—¡Nunca repudiaré a mi prometida! Es la esposa que deseo y no pienso ceder en eso... —dijo Diego mirando con enfado a su padre.
Harto de la discusión, Diego dejó a su padre con la palabra en la boca y comenzó a salir de la sala.
—¿Dónde te crees que vas? —gritó don Luis a su hijo.
Diego se volvió desde la puerta, y mirando fijamente a su padre, le contestó:
—A donde no vuelva a escuchar más quejas sobre mi prometida. Mañana la conoceréis, y ya os advierto, que si la ofendéis de palabra o le causáis la más mínima ofensa, no os lo perdonaré jamás. Por si acaso no os lo había dicho, en dos días se celebrará la boda, padre. Mañana noche es la recepción y si queréis asistir, estáis invitado —añadió Diego, saliendo del lugar.
—¡Maldita sea! ¡Ya veremos a ver, quién dice la última palabra! —amenazó don Luis.
Diego salió enfadado por el tenso enfrentamiento con su padre. Jamás, imaginó que pudiera reaccionar de ese modo. Clara María era la mujer que deseaba y no la abandonaría por otra. Era perfecta, aunque no tuviera orígenes nobles. Sus hijos heredarían su apellido y la templanza de su madre, no hacía falta más, ya habría tiempo para alianzas. Con su descendencia, se aseguraría de casar a sus hijos con matrimonios provechosos, siempre y cuando, ellos estuviesen de acuerdo. No les obligaría, a un matrimonio de conveniencia como pretendía imponer su padre, que ni siquiera se había dignado a conocer a Clara María.
Preocupado, Diego intentó dejar atrás toda la ira que sentía, no deseaba llegar a su boda de ese modo. Al día siguiente, tendría lugar la recepción que la Reina había organizado con motivo de sus esponsales con Clara, y debía tranquilizarse. Lo que debería ser una celebración, no se convertiría en un funeral por culpa de su padre. No lo permitiría.
—¡Don Diego!
Diego escuchó su nombre y levantó el rostro. De frente, se acercaba una de las damas de la Reina.
—Doña Beatriz —respondió Diego al saludo—. Pensé que estaríais con mi prometida.
—Os equivocáis. Debéis saber, que todo está preparado desde hace varios días. Vengo de visitar a doña Clara María en el hospital.
—¿En el hospital? Creía que se hallaría con vos preparando lo de mañana noche.
—Os vuelvo a decir, que todo está preparado. No hay nada que escape al control de su alteza. Así que, todo está más que ultimado —contestó doña Beatriz detectando el enojo en su rostro— ¿Os sucede algo don Diego? Os veo preocupado.
—Sois una dama bastante diplomática. No estoy preocupado, más bien enfadado... ¿Tanto se me nota? —preguntó Diego.
—Sí, vuestra cara es el reflejo de vuestra alma... —señaló doña Beatriz con suspicacia— ¿Tenéis algún problema que os perturbe? Pensé que os hallaríais contento por vuestro futuro enlace.
—Y así es, doña Beatriz... no es nada por lo que debáis preocuparos. Son cosas sin importancia que terminarán por solucionarse —mintió Diego a la joven dama.
—Si vuestra merced lo dice, os creeré.
—¿Decís que mi prometida está en el hospital? —preguntó Diego con curiosidad.
—Sí, lleva allí varios días recluida, desde que llegaron los prisioneros de la Alhambra para ser más exactos.
—No tenía conocimiento de ese hecho. Pensé que todavía se hallaría con las damas de la Reina.
—La Reina Isabel se apiadó de ella —sonrió doña Beatriz—. Durante los primeros días, se hizo evidente, que vuestra futura esposa no estaba preparada para delicados bordados e insustanciales conversaciones; su presencia, era más necesaria donde realmente se le requería. La mayoría de los prisioneros llegaron en muy mal estado y la joven, está ayudando a los físicos.
—Gracias por advertírmelo, me pasaré por si necesita algo.
—Todas las manos son pocas en circunstancias como estas, pero quizás, seríais más útil a vuestra prometida de otro modo. No es trabajar más, sino que la alejéis un poco del lugar, lo que le hace falta. Se merece un descanso. Me temo que se está agotando y los nervios por la cercanía del enlace, le impiden descansar lo suficiente. Llegará a la boda, consumida si no lo evitais.
Diego, mirando a los ojos de aquella dama, comprendió que esa mujer no se había cruzado con él por casualidad.
—¿Veníais a mi encuentro, verdad? —preguntó Diego.
—Pues sí, pero jamás lo confirmaré delante de nadie, y mucho menos de mi prometido. Si supiera que estoy hablando con vos, a lo mejor se enfadaría.
—Conozco al capitán Ramírez y, no es un hombre de enojos. Y más..., si es por una noble razón.
—Cierto es. Era mi obligación, advertiros —sonrió la dama.
—¿Y decís, que habéis encontrado a mi prometida cansada y nerviosa?
—Efectivamente, a lo mejor, le vendría bien algún paseo. La ayudará a soportar la espera hasta la boda y quizás, si habla con vos, podáis descubrir los motivos de su desazón.
—Desconozco por qué muestra tal preocupación.
—La joven Clara María es una joven muy inteligente, pero joven al fin y al cabo. Piensa que no os merece..., y si a eso, se le suma el hecho de que durante toda su vida pensó, que estaría al servicio de Dios, y que no dispone de familiares directos que la hayan preparado para su futura labor, creo que tiene motivos suficientes para mostrarse mortificada. ¡Creedme, sé de lo que hablo! He preparado a la joven Clara en la medida de lo posible, pero estoy segura, por lo poco que la conozco, que abandonaría su recelo si hablara con vos.
—Habéis hecho bien en avisarme. No preocuparos, que yo habré de tranquilizarla.
—Muchas gracias, don Diego. Ahora, si me disculpáis... —asintió doña Beatriz con una reverencia mientras se marchaba y lo dejaba a solas.
El joven, cambió el rumbo de sus pasos y se encaminó hacia el hospital. Comprobaría, qué tal de nerviosa se hallaba Clara. A lo mejor llevaba razón y no les vendría mal pasar la tarde juntos.
Era la tercera vez que había ido a la sala de curas, y cuando llegaba, no se acordaba lo que debía buscar. Con las manos apoyadas en la mesa y con la cabeza gacha, intentó serenarse.
—¿Os sucede algo? Os veo alicaída... —preguntó una voz a su espalda.
Clara María pegó un respingo e incorporándose, se volvió apoyándose en el borde de la mesa. Frente así, tenía al causante de todos sus males. A Clara no le apetecía hablar, así que negó con la cabeza.
—Para no pasaros nada, no parecéis muy contenta. Por vuestra cara, cualquiera lo diría...
La joven volviéndose hacia el armario, continuó con la labor de buscar lo que el físico le había solicitado.
—¿Me vais a contar lo que os sucede? —preguntó Diego, insistiendo de nuevo.
—Llevo tres veces de venir aquí, y cuando llego, se me olvida lo que busco.
Diego sonrió ante la franca confesión y el olvido de ella.
—¿Qué hacéis aquí? Os daba con vuestro padre... ¿Se encuentra mejor? —preguntó Clara que continuaba obstinada en no mirarle.
—Sí, acabo de dejarlo. No hay nada que una buena cama, y una comida, no alivie —señaló Diego.
—¿A qué habéis venido? —preguntó Clara sin querer volverse.
Diego se apiadó de ella y dando varios pasos, terminó por acercarse. Pegando su pecho a la espalda de ella, advirtió lo tensa que estaba. Por encima de su hombro, pudo observar la meticulosidad con que trabajaba limpiando unas agujas de coser. Su futura esposa, no sería una persona ociosa.
Clara se tensó al advertir el cuerpo de Diego detrás suya. Con un olfato excepcional, a la joven le llegaba el olor varonil del hombre. Su cercanía le perturbaba.
—No deberíais acercaros tanto a mí. Es indecoroso.
—He venido por vos... —susurró Diego cerca del oído de Clara.
Clara cerró los ojos, estremeciéndose sobre todo al sentir, la respiración cálida de su voz. Y cuando las manos de don Diego agarraron su cintura, ya fue imposible concentrarse en nada que no fuera él.
—Creo que nos vendría bien un paseo, y de paso, podríamos pasar el día juntos. Apenas nos conocemos, y en dos días es nuestro enlace. Deseo conoceros algo más. ¿Qué me contestáis? ¿Os animáis a pasar la tarde con vuestro prometido? —preguntó Diego bajando el rostro y dejando un suave beso en el cuello femenino.
Nada más sentir la caricia, Clara se puso nerviosa. Miró a su alrededor, por si alguien había sido testigo de aquel beso.
—¡No podéis besarme de esa manera! Alguien podría veros y me moriría de la vergüenza. Recordad, que todavía no nos hemos casado.
Diego permitió que se volviera de frente, pero sin retirar las manos de su cintura, le volvió a exigir:
—Entonces, acceder. Comer conmigo hoy. Estoy nervioso y solo vos, podréis aplacar la inquietud que me embarga.
—¡Ja! ¿Habláis de inquietud? No habéis venido a la persona oportuna. Si es tranquilidad lo que buscáis, no la hallaréis en mi —aseguró Clara totalmente convencida.
—Razón de más, para que abandonéis lo que estáis haciendo. La mañana ha amanecido soleada. Os aseguro, que no lo lamentaréis.
Clara levantó el rostro, y le sostuvo durante unos segundos la mirada, sopesando su ofrecimiento.
—Esta bien, pero primero, debo pedir permiso.
Diego asintió contento, y retirándose hacia atrás le preguntó:
—¿A qué esperamos?
—En cuanto guarde todo esto, estaré preparada. Avisaré que alguien ocupe mi puesto.
—Os espero aquí —dijo Diego, sin quitarle la vista de encima.
Clara asintió.
Antes de pasar a por Clara, Diego había ordenado que le prepararan unas viandas, las cuáles llevaba atadas al lomo del caballo. No pretendía ir muy lejos, tan solo, saldrían fuera del recinto amurallado. Así que, paseando con tranquilidad, ambos salieron del campamento.
—¿Habíais estado alguna vez en el exterior de la ciudad? —preguntó Diego intentando romper el tenso silencio de Clara.
—No... Desde que llegué, he estado al servicio de la Reina. Los enfermos, requieren muchos cuidados.
—Pues hoy, contemplaréis la ciudad de Granada desde la muralla del campamento.
Clara María llevaba mucho tiempo, sin que el calor del sol le calentara el rostro.
—¿En qué pensáis? —preguntó Diego observando como levantaba el rostro del camino.
—No estoy pensando. Resulta agradable pasear..., llevaba mucho tiempo sin que me diera el sol. Ni siquiera, he tenido tiempo de echarlo de menos.
—¡Y yo que creía que pensabais en mí todo el tiempo! —dijo Diego sonriendo—. ¿Cuántos años tenéis? —preguntó deseoso de conocer más cosas sobre ella.
—Según las monjas que me recogieron, dieciocho. ¿Y vos?
—Veintiuno —contestó Diego sonriendo— Os llevo tres años. ¿Por qué habéis dicho que os recogieron?
—Me abandonaron en la Casa Cuna nada más nacer. Las hermanas del Real Convento de Santa Clara me cuidaron. ¿Os molesta eso? —preguntó Clara observándole ahora de frente.
—¿El qué? ¿Que os halláis criado en un convento?
—Si. El que haya sido un expósito y no tenga sangre noble.
—No, no me importa lo más mínimo. Ni debería preocuparos a vos tampoco, ya os lo dije.
—Ya, pero es que, a lo mejor vuestro padre no piensa lo mismo.
Diego comprobó que su ángel no estaba tan errada. Sus presunciones eran totalmente ciertas.
—Os casaréis conmigo, no con mi familia. Mi padre, os aceptará, dadlo por hecho.
—¿Sólo vivís con vuestro padre?
—Sí, mi madre murió siendo yo un niño.
—¿Y no tenéis más hermanos?
—No, no los tuve.
—Lo lamento —contestó Clara—. ¡Decidme! ¿Conocéis el Convento de Santa Clara?
—Sí, queda cerca del palacio de los Cueva. Puede decirse, que viviréis muy cerca de donde os criasteis.
—¿Si...? —preguntó Clara gratamente sorprendida—. Contadme cosas sobre vuestro hogar. ¿Cómo es?
—Bueno..., no es un palacio muy grande, solo tiene cincuenta habitaciones.
—¿Cincuenta habitaciones? —preguntó Clara asombrada.
Diego no contestó a la pregunta y continuó explicándole.
—Sus cuadras albergan a más de cien caballos y dentro de...
—¿Cien caballos? —preguntó de nuevo Clara deteniéndose en el camino.
—¿Por qué os detenéis?
Clara le miró con interés y en voz baja le indicó:
—Os estáis burlando nuevamente de mí...
Diego sonrió, y confirmándoselo con la cabeza, asintió.
—Sois demasiado inocente y ya os avisé que me gusta bromear. Estáis demasiado seria. Sólo quiero que os relajéis un rato. Vuestra sonrisa es demasiado bella para que la reservéis solamente para vos. Deseo veros feliz, no me gusta veros preocupada.
—No puedo evitarlo. ¿Acaso vos no estáis nervioso?
—No, al contrario, estoy impaciente porque llegue el día —dijo Diego mientras accedían a una de las cuatro puertas del campamento.
Girando a la derecha, Diego continuó caminando junto a la muralla. Clara, comprobó que a las afueras del campamento no había nada. Un amplio terreno desnudo se abría entre el campamento y la ciudad de Granada.
—Pensé que la vega sería rica en huertas y campos —señaló la joven.
—Y efectivamente, lo es. Solo que, el Rey Fernando, mandó talar todos los árboles próximos al campamento. No quería que nuestros adversarios, quemaran la arboleda y el fuego se extendiera al interior del campamento.
—Ya veo.
—Aquí podemos detenernos.
—¿Aquí? Pensé que nos alejaríamos de la ciudad.
Clara era demasiado ingenua, y a Diego no le molestaba ese aspecto de su carácter. Al contrario, le satisfacía enormemente.
—No me atrevo a ir más allá de la muralla.
—¿Por qué? —preguntó Clara— si Granada ya se rindió, ¿teméis las represalias de los moros?
—No, temo no contenerme si permanezco junto a vos, a solas. Sólo dos días nos separan de nuestro matrimonio. Os aseguro, que no llegaréis mancillada.
Clara María se quedó mirándole, mientras el bochorno hacía presa en ella. No sabía de qué hablaba su prometido, pero seguro que tenía que ver con el pecado de la carne. Echó la vista atrás, y luego, comprobó que ningún soldado parapetado en la muralla, les podía escuchar.
—No os preocupéis, estando aquí, nadie puede oír lo que hablamos —aseguró Diego al advertir que a Clara le preocupaba que escuchasen la conversación.
—Me alegro saberlo. Veréis, no sé exactamente de lo que habláis, pero debo deciros que me avergüenzan esos comentarios.
—Lo sé, por eso, os los digo... —sonrió Diego—. Los soldados pueden vernos, con lo cuál, vuestra honra no quedará comprometida. Dejad de preocuparos. Y yo, podré disfrutar de una tarde mortificándoos mientras el sonrojo de vuestra cara, os delata.
—Lo tenéis todo pensado —contestó Clara María.
—No, no lo había pensado, pero no me gusta que estéis nerviosa. Es mi deber, tranquilizaros.
—Acaso, ¿alguien os ha contado que estoy preocupada?
—Se dice el pecado pero no el pecador. Así que, decidme señora mía, todo lo que os inquieta. Solo pretendo conoceros un poco y como os repito, pretendo aplacar vuestra inquietud —dijo Diego desatando un par de mantas que tenía atadas al caballo.
—¿Os habéis traído mantas?
—Sí, hace frío, no quiero que enferméis. Una, podéis ponerla en el suelo, y con la otra, podéis taparos. Cuando el sol se va, el aire de las montañas nevadas, llega hasta aquí.
Clara asintió, cogiendo las mantas que Diego le daba. De momento, la mañana era estupenda. El sol no era muy fuerte, y se estaba a gusto allí. Clara dispuso la manta en el suelo, y se sentó en ella mientras Diego, se acomodaba a su lado, pero dejando un espacio entre ambos. Estaba incómoda porque era la primera vez que se encontraba a solas con un hombre. Así que, mirando al frente, Clara se quedó callada y observó la ciudad amurallada de Granada.
—¿Conocéis la ciudad por dentro?
—Sí... —contestó Diego.
—¿Y cómo es?
—Existen rincones tan bellos que pareces encontrarte en medio del paraíso. No me gustaría estar en el pellejo de Boabdil. Tiene que haber sido duro abandonar tal paraíso. ¿Te gustaría conocerla?
Clara asintió sonriendo.
—Sí, me encantaría.
—Dadlo por hecho, antes de partir hacia Úbeda, os llevaré murallas a dentro.
—¿De verdad haréis eso por mí?
Diego asintió.
—Gracias —contestó Clara María.
Clara continuó callada, perdiéndose en la belleza de la vega. Habían un montón de dudas que reinaban en su mente. Quizás, aquel era el momento de abordarlas.
—¡Diego!
—¿Qué? —preguntó el soldado comprobando que era la primera vez que le tuteaba.
—Debo deciros algo, pero no sé cómo...
Clara había cogido un tallo seco de hierba y lo estaba partiendo en mil trozos. Su inquietud era más que evidente.
—¿Qué os inquieta tanto que no os atrevéis a hablar? —preguntó Diego.
—Sabéis que estuve en el convento desde que nací... —dijo Clara mirando hacia él.
—Si... ¿Por qué?
—Bueno, hay cosas que en los conventos no se mencionan. Que a lo mejor, una mujer debería saber, pero yo...
Por la forma en que el rostro de Clara se estaba poniendo colorado, podía imaginarse, qué pensamientos rondaban por la mente de su prometida.
—Yo no sé qué hay que hacer en la noche de bodas... —confesó atormentada Clara, desviando la vista. Aunque se sintió aliviada porque por fin, lo había dicho.
—¿Eso es lo que tanto os preocupa? —preguntó Diego cogiéndole la mano—. ¡Miradme!
Clara obedeció. Diego comprobó que sus ojos se mostraban atormentados. Intuía, que un fino hilo la separaba del borde del llanto.
—No os preocupéis por eso. Iremos despacio, os mostraré todo lo que debáis saber. Os doy mi palabra.
—¿Estáis seguro? —preguntó todavía Clara insegura.
—Como la vida misma. Os prometo, que disfrutaréis de vuestra noche de bodas, y que vuestra preocupación, no tendrá fundamento alguno.
Clara le miró con interés. Esa declaración, la sosegaba.
—Gracias, eso espero —dijo Clara—. ¡Contadme! ¿Qué se espera de mí en vuestro palacio?
—Como señora de la casa, deberéis administrarla con mano firme. A vuestro cargo, tendréis a los sirvientes que os ayudarán en ello. Deberéis llevar las cuentas. ¿Sabéis de letras? —preguntó Diego.
—Perfectamente, y sabed, que soy buena en números.
Diego agarró su mano, y acercando sus labios, la besó.
—Me alegra saberlo.
—¿Estaréis siempre en palacio? ¿O marcharéis a la guerra?
—Me temo que mis obligaciones con los Reyes, me mantendrán ocupado parte del tiempo.
Diego, vislumbró un velo de preocupación por sus ojos.
—No temáis, volveré. Tengo motivos más que de sobra para regresar.
Clara continuó en silencio.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Diego.
—Si... —contestó sonriendo Clara.
—Comamos, pues —dijo Diego levantándose para coger las viandas.
El tiempo pasó rápido, y la tarde se echó encima. Después de comer, ambos se sumergieron en un apacible letargo. Con sus espaldas apoyadas en las piedras de la muralla, Clara no pudo aguantar la calma de aquel lugar, y el silencio permitió que poco a poco, fuera relajándose y sus ojos terminaran por cerrarse.
Diego fue consciente, de que su ángel se había quedado dormida, cuando el cuerpo de Clara empezó a oscilar hacia el lado contrario de donde él se encontraba. Pasando su brazo rápidamente por los hombros de ella, y con la única mano libre que le quedaba, sujetó su cabeza hasta apoyarla en su propio hombro. Una satisfacción embriagadora le colmó el alma. Esa mujer sería toda suya. Sus labios se posaron suavemente en la frente de su ángel para depositar un delicado beso. No quería despertarla. Seguro, que llevaba días sin dormir. Las marcadas ojeras, así lo evidenciaban. Estaba agotada y doña Beatriz, había sido lo suficientemente prudente como para advertírselo. Clara no tenía a nadie que cuidase de ella, pero de aquí en adelante, si el Señor lo permitía, él velaría por su bien.
Se había enamorado de ella. Había aceptado sin protestar, el mandato de su compromiso anunciado por la Reina Isabel porque ese fue el momento, y no ningún otro, cuando se dio cuenta que Clara María era la mujer que realmente quería. Su simple presencia le alegraba el ánimo, y la pasión que sentía por ella, amenazaba con desbordarle. Tendría paciencia con ella, pero pronto bajo la ley de Dios, se convertirían en marido y mujer. Y nunca se separaría de ella.
—¡Duerme ángel mío! Que vuestro adalid, velará vuestros sueños.
Dos días después.
Don Francisco de Molina medio oculto, era testigo mudo de la boda de su única descendiente. Si por él hubiese sido, la habría impedido, pero conocía el carácter de la Reina. No podía contravenir la imposición real. La consumación de ese matrimonio implicaría que, en caso de fallecer el de la Cueva, su hija heredaría sus bienes siempre y cuando, hubiese algún heredero de por medio.
De momento, les permitiría disfrutar. Luego, Dios dispondría. En caso de llegar ese vástago, su nieto se convertiría en el heredero del apellido de los Cueva. Ya se encargaría después, de concertar otro conveniente matrimonio para su hija mientras él se ocupaba de criar a su nieto, a su conveniencia. Toda la riqueza de los Cueva, acabaría en sus manos. No conocía otra venganza mejor. La Reina le había servido en bandeja, la derrota de su mayor enemigo.
—Nos encontramos aquí reunidos en presencia de Dios para unir en sagrado matrimonio a don Diego de la Cueva y a doña Clara María. Si alguno de los presentes conoce impedimento para que se celebre la boda, puede y debe hablar ahora o callar para siempre.
—Clara María, ¿queréis ser esposa y mujer de don Diego?
—Sí, quiero.
—Diego, ¿queréis por esposa y mujer a doña Clara María?
—Sí, quiero.
—Por la autoridad que me concede la Santa Sede Apostólica, os declaro marido y mujer.
Diego se volvió hacia Clara, y levantándole el velo, depositó un suave beso en sus labios ante el aplauso de los asistentes. Cuando se separaron, Clara, le obsequió con una tímida sonrisa.
Alegría que no era compartida por el padre del novio, cuyo rictus de seriedad en la cara, extrañaba a más de uno.
Los Reyes fueron los primeros en acercarse a felicitar a los contrayentes y, cuando se retiraron, el resto de invitados, se les acercó para darles la enhorabuena.
Pero antes de partir, la Reina Isabel antes se aproximó con paso lento a don Luis de la Cueva, seguida de su esposo.
—Felicitaciones, don Luis, espero que sepáis apreciar y valorar las cualidades de la joven. Echaré de menos a doña Clara María.
—Gracias, su alteza. Imagino que siendo una de vuestras damas, sabrá estar a la altura.
—No lo dudéis don Luis. Tengo en alta estima a doña Clara, y sin duda, será un matrimonio ventajoso.
—Por vuestro rostro, tal pareciera que estáis en un funeral —aseguró el Rey Fernando—. Cambiar vuestro semblante, o haréis pensar a los comensales que no os satisface el enlace.
—No era mi intención... —señaló don Luis.
—Eso me pareció —respondió la Reina con ironía—. ¿Conocéis el lema del escudo real, don Luis?
—Claro señora —contestó el hombre extrañado.
—"Tanto monta, monta tanto". No lo olvidéis nunca. Hay ocasiones, en que nos vemos obligados a utilizar los medios a nuestro alcance si con ello podemos resolver un conflicto mayor.
El Rey Fernando, que acompañaba a la Reina, sonrió. Su esposa era demasiado sutil y diplomática, pero don Luis no terminaba de entender las palabras de su esposa. Con el tiempo comprendería. Felicitándole a su vez, reanudó la marcha al lado de la Reina.
—No se ha dado cuenta.
—Soy consciente de ello. Pero, lo sabrá con el tiempo, y cuando eso ocurra, espero que se avenga a razones. Estoy harta de este enfrentamiento inútil que no hace más que enfrentar a dos de los más importantes súbditos del Reino de Jaén.
El Rey, que sujetaba la mano de la Reina, la acercó a sus labios y otorgándole un beso, le dijo:
—Nunca dejaréis de sorprenderme.
Clara María no estaba preocupada. Podía decirse, que eso era quedarse corto para describir su actual estado de ánimo. La preocupación, la consumía. Los músculos del cuello le palpitaban violentamente. Estaba tensa y se sentía fuera de lugar, y por mucho que lo intentara, no parecía que fuera capaz de relajarse. Se había casado con Diego, y ya no había vuelta atrás; so pena que en el último instante, no consumaran el matrimonio. Entonces, ella podría volver al convento. Pensó, esperanzada.
Estaba en la habitación, que en adelante, compartirían. Obligada a esperar a su esposo, mientras despedía a la comitiva que les había acompañado. Varias damas de la Reina, la habían escoltado después de la recepción y el convite, y la habían preparado para lo que suponía que era su deber. Esperaba inquieta, el sonido de los pasos de Diego al acercarse. Dando vueltas por la habitación, pensaba en lo que debía hacer, en cuanto él entrase por la puerta.
Las pocas pertenencias que había traído de su austera habitación, parecían insignificantes, comparadas con su nuevo vestuario. La dama Beatriz, había sido lo suficiente gentil el día anterior, para ayudarla a colocarlo en la casa de Diego. Ese, fue el momento en que conoció a su suegro. La mirada del anciano, seria y reservada, la intimidó. Aquel hombre, no daba muestras de estar demasiado contento por el enlace. Su rostro, así lo evidenciaba. Pero el anciano, gracias a Dios, no había realizado comentario alguno. Aunque, pudo advertir, el semblante grave de Diego. La presta ayuda de doña Beatriz, salvó el tenso momento.
Cuando Diego entró en la habitación, su esposa permanecía todavía de pie.
—Creí que os hallaría dentro del lecho.
Clara cerró los ojos, y cogió aire al escuchar esas palabras.
—Y ahí me dejaron las damas, pero como tardabais, decidí levantarme. No podía permanecer tanto tiempo tumbada.
—Ya veo que la inquietud se ha apoderado de vos.
A Clara María le faltó decirle que estaba aterrada. Para Diego, era una visión realmente magnífica, de eso no cabía duda. Sus cortos cabellos le caían por encima de sus hombros, y remarcaba la fragilidad y delicadeza de su precioso rostro. Y la transparencia de sus ropas, solo le provocaba arrancárselas para comprobar lo que se intuía debajo de ellas. Sin embargo, proceder así, terminaría por asustar más todavía a su mujer.
—¿Por qué me miráis así? —preguntó Clara.
—Porque no hay en el Reino de Granada, novia más bella que vos. Hoy estabais bellísima. Me he quedado sin respiración en cuanto os he visto aparecer.
El silencio se hizo entre ellos, mientras Clara permanecía de pie observándole.
—Gracias... ¿Os vais a quedar ahí? —le preguntó avergonzada.
—No, prefiero que os acerquéis vos... ¡Venid! No temáis —dijo Diego alargando el brazo con la palma de su mano hacia arriba.
—Por vuestra actitud, cualquiera lo diría, y confianza no es precisamente lo que me inspira vuestra mirada —confesó Clara sin querer.
Diego sonrió por su sinceridad mientras Clara acortaba la distancia entre ellos, y se detenía justo delante de él.
—Si estáis tratando de serenarme, no lo estáis consiguiendo... —dijo Clara María.
—No os preocupéis más, no haremos nada que vos no queráis. Iremos despacio, ya os lo dije, y soy hombre de cumplir mi palabra. Todavía no conocéis a vuestro esposo y os perdonaré por esa ofensa.
En ese momento, Diego bajó el rostro y se apoderó con suavidad de los labios de su esposa. Debía recordar moderarse para no asustarla.
—¡Dios, pero qué bien sabía! —pensó Diego mientras la abrazaba— ¡Por fin, os tengo donde quiero! No abandonaréis nunca mis brazos. Es el sitio que os corresponde —confesó Diego en voz alta—. Ayudadme a desvestirme, deseo sentir vuestras manos. He soñado con ello tantas noches, que ahora no termino de creérmelo. De que por fin, estéis aquí y seáis mía.
Con timidez, Clara desabotonó, las prendas una por una, sin advertir la ardiente mirada de Diego posada en ella. Cuando llegó a la blanca camisa, las manos de la joven se detuvieron, pero Diego la animó a que continuara. Clara fue levantando con lentitud el atuendo, dejando al descubierto aquel sorprendente pecho masculino. Nunca había contemplado el cuerpo de un hombre tan de cerca.
Diego fue testigo del efecto que su propio cuerpo provocaba en ella. Conforme subía su camisa y sus manos acariciaban su pecho, un suspiro femenino se escapó de su garganta. No pudo aguantar semejante tormento, y terminó por quitarse él mismo la prenda que le cubría. Si con las palabras no conseguía tranquilizarla, le haría olvidarse de todo con sus besos. Retirando la bata de Clara, pasó a levantar a su esposa entre sus brazos, y acercándose al lecho, la depositó con suavidad entre los cobertores que se encontraban retirados. Reclamando sus labios, Diego terminó por quitarle el camisón de su cuerpo. Quería darle placer, y un instante después supo que lo estaba logrando cuando los labios de Clara le buscaban ávidos y su mano se posaba de nuevo en su pecho. El beso se volvió intenso y apasionado. De hecho, Clara, subió una de sus manos hasta su nuca para aproximarlo más a ella.
Acariciando su rostro, Diego intentando contenerse, pero sentir sobre sí mismo las caricias de Clara, acabó con su paciencia. Jadeando, se retiró de su boca y poniéndose de pie, terminó de despojarse de todas sus ropas mientras su mujer respiraba agitada, al igual que él. Los ojos de ambos no se apartaron en ningún momento mientras Diego se desnudaba. Al dejar caer la última prenda, Diego se recreó en la vista que tenía ante sí. Sin tocarla, acarició toda la piel descubierta de su esposa, mientras avergonzada trataba de ocultarse de su vista. Intentaba tapar con sus manos aquellos pechos tentadores y tan bien formados, e incluso el mismo centro de su feminidad. Pero Diego no estaba dispuesto a que nadie le negase ese derecho, ni siquiera, ella misma. Agarrando con firmeza las manos de Clara, las retiró de su cuerpo colocándolas encima de su cabeza.
—¡Eres más bella de lo que nunca imaginé! ¿Tenéis miedo?
Claro negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.
—Solo me detendré si me lo ordenáis —le advirtió Diego dispuesto a armarse de paciencia con la tarea que le había impuesto el santísimo—. Y si os hago daño, me lo diréis. Debéis saber, que hoy os dolerá por ser la primera vez. Cuando me introduzca en vos, intentaré ir todo lo despacio posible, pero es inevitable que sintáis algo de dolor.
Clara asintió.
—¡Besadme! Me muero por sentir vuestros labios —le ordenó Diego mientras bajaba el rostro y se apoderaba de ellos.
Diego era consciente de que debía darle tiempo a Clara para que se acostumbrara a su cuerpo, aunque sus instintos le apresuraran a reclamar su inocencia, pero su cuerpo debía obedecer los dictámenes de su mente. Intentaría no perder el control, aunque lo único que quería era sumergirse en ella. La pasión que sentía, le abrumaba. Nunca había experimentado tal placer con una mujer. Pensar en todo lo que estaba por venir, hizo que se estremeciera de agonía.
—¡Clara!... —logró decir Diego.
—¿Qué! —preguntó la joven.
—No os asustéis, pero voy a bajar a lo largo de vuestro cuerpo, necesito probaros —intentó advertirle el joven.
Clara era incapaz de razonar con lógica, sin comprender qué pretendía hacer Diego, pero había perdido todo rastro de cordura. Estaba a su merced. Llamas de fuego empezaban a acumularse en su interior, atormentándola. Era consciente que debía de poner freno a toda aquella lujuria. Yacer con un hombre y obtener placer, estaba castigado por la ley de Dios. Solo se permitía la unión de dos personas para el simple acto de procrear. Pero, ¿cómo detener ese anhelo que la arrasaba? Aquello, sería la perdición de ambos. Su lógica, se desvaneció cuando los labios y la lengua húmeda de su esposo, bajó por su cuello y se posó en el centro de sus pechos. Los traidores, le dolían y parecía reclamar la caricia de su esposo.
Los pezones enhiestos de Clara, reclamaban sus labios. A Diego, se le cortó la respiración cuando levantando un poco la mirada, contempló aquellos dos botones, duros. Un jadeo se le escapó de su garganta. Por Dios, no podía aguantar aquel tormento. Así que, su boca se introdujo uno de aquellos pezones mientras un grito de Clara le llegaba a los oídos. No podía detenerse ni aunque le fuera el alma en ello. Su lengua se apoderó del pezón, y solo, cuando se acordó de que su gemelo le aguardaba, lo abandonó en busca del otro. Era consciente, de que estaba torturando a Clara, que su esposa le susurraba palabras, pero era incapaz de escucharlas. Desesperada, le agarraba del pelo, intentando detenerlo en su avance. El deseo se había apoderado de ambos, y si no hubiese sido tan inocente, hubiese bajo hasta el mismo centro de su feminidad para darse el festín que anhelaba, pero aquello asustaría demasiado a una virgen como ella. Hasta que no se hubo hartado de aquellos dos montículos, no se incorporó. Jadeando, reclamó de nuevo los labios femeninos. Las manos de Clara, se apoderaron de su rostro. Sentir su caricia sobre su nuca, le llevó a no poder soportar más la espera.
—No sé capaz de resistirlo más. ¿Estáis preparada? —preguntó Diego dándole tiempo para responder.
Clara asintió, mirándole con los ojos atormentados por la pasión.
—A partir de este momento, me pertenecerás —le confirmó Diego mientras su mano bajaba hasta la unión de sus piernas y le introducía un dedo para comprobarlo.
La humedad, dio testimonio de que había llegado el momento. Abriéndole las piernas, Diego se situó entre ellas.
—Rodéame con tus brazos —le ordenó Diego.
—Sé que no hago bien en sentir este deseo..., ¿qué he de hacer? —preguntó Clara.
—Acompañadme. Deseo que disfrutéis tanto como yo. No puede ser pecado lo que sentimos, ahora eres mi esposa. Lo que hacemos no está mal, está bendecido por el santísimo —declaró Diego mientras continuaba besándola.
Clara se volvió loca de deseo por él, perdiendo todo raciocinio. Fue consciente del mismo momento, en que la carne de Diego se introdujo poco a poco en ella. Un grito de dolor se le escapó, y trató de echarse hacia atrás.
—Terminará pronto cariño, te lo prometo. Luego dejará de dolerte.
Diego empezó a moverse, al principio lentamente. Se introducía poco a poco, y volvía a salir para volver a entrar en aquel estrecho canal. Era consciente del sufrimiento que le provocaba. Sus manos femeninas, intentaban apartarle, pero estaba totalmente decidido a quitar de en medio aquel escoyo que se interponía entre los dos. Con un fuerte impulso, entró en ella y terminó por arrebatarle su inocencia. Apoderándose de su boca, silenció el agudo grito.
—¡Ya está! No lloréis —dijo retirándole con sus dedos las lágrimas que anegaban sus ojos—. Os prometo, que de aquí en adelante, solo sentiréis placer. Os lo juro por mi alma, que sentiréis la mayor dicha de vuestra vida —la intentó calmar Diego mientras gemía del placer de estar rodeado de aquel calor.
Clara se sentía llena, aunque le dolía. Diego reculó y volvió a introducirse de nuevo, pero esta vez no le fue tan doloroso. Su esposo empezó a marcar un ritmo lento, arqueando las caderas mientras se introducía una y otra vez en su cuerpo. Clara lo recibió en su interior pendiente de cada una de las sensaciones que le hacía sentir.
—¿Qué me ocurre? —consiguió preguntar Clara extrañada.
Su cabeza se agitaba de un lado para otro y un calor desconocido, empezaba a acumularse en su interior, justo en el lugar en que ambos cuerpos se unían. Su esposo no le respondió. El ritmo, lento del principio, empezó a acelerarse a medida que ambas caderas se acoplaban ejecutando un baile demasiado antiguo, y que Clara desconocía. Ninguno de los dos, tuvo tiempo de imaginar el éxtasis tan voraz que les invadió. El clímax fue tan abrumador, que ambos perdieron la consciencia mientras permanecían extenuados. Diego la abrazaba tan estrechamente, que no era capaz de saber donde acababa su cuerpo y dónde empezaba el de ella. Solo la humedad de las lágrimas de Clara, consiguieron arrancarle del estupor en el que estaba sumergido.
—¿Os he hecho demasiado daño? —preguntó Diego.
Clara contestó, negando la pregunta con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué lloráis? ¿Acaso os duele todavía? —quiso saber Diego impaciente.
—No, no lloro por eso... Simplemente, estoy emocionada, nunca imaginé que sentiría tal placer.
Diego la miró en silencio durante un momento que fue haciéndose muy largo.
—¡Ni yo tampoco! ¡Te quiero, Clara! La dicha que me embarga es tal, que no imagino una vida sin que estéis vos. Tenéis que amarme porque no soy capaz de concebir una vida sin vuestro amor.
Clara, colmada por sus palabras, se abrazó a su cuello y empezó a llorar de nuevo. Nunca, nunca... había dependido de nadie, pero ese conquistador había llegado a su vida para arrebatarle su corazón. Si alguna vez le faltaba, también estaría perdida.
—Mi amado caballero, ¿cómo no podría corresponderos...? Os quiero con toda mi alma, mi señor. Vuestra soy.
NOTA HISTÓRICA.
"TANTO MONTA, MONTA TANTO" (Lema del Escudo de los Reyes Católicos).
El rey Fernando, toma el nudo gordiano como símbolo (yugo con una cuerda suelta) junto al mote «tanto monta», abreviación de su divisa personal, dada la tradición del reino aragonés en expandirse por el Mediterráneo. Además, el yugo contenía la «Y», que era la inicial de Isabel (escrito en aquella época como Ysabel) y el haz de flechas, atado con una cuerda era el símbolo de Isabel I. Las flechas contenían la «F», inicial de Fernando. De este modo cada uno de los cónyuges recordaba a su pareja en sus propias divisas heráldicas.
Hoy se puede encontrar la frase «tanto monta», así como los símbolos del yugo y las flechas, en los escudos de algunas ciudades y municipios que aluden a los Reyes Católicos. Por otra parte, la expresión "Tanto monta", es la abreviación de "tanto monta cortar como desatar". Fernando II de Aragón, lo utilizaba como divisa personal para señalar que los medios utilizados para resolver un problema no son importantes frente a la solución de este.
Escudo de los Reyes Católicos con el lema.
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