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Capitulo 5

"Tomad, señor, las llaves de tu ciudad, que yo y los que estamos dentro, somos tuyos". Boabdil a los Reyes Católicos cuando tomaron la ciudad de Granada (2 de enero de 1492). Según las Crónicas de Rodríguez de Ardila.

     A la mañana siguiente, Clara María fue llamada a las dependencias reales. Cuando Clara y el sirviente accedieron a la sala, la monarca conversaba en latín con una de sus damas dando muestras de una gran elocuencia. El sirviente anunció su presencia interrumpiendo a ambas mujeres que volvieron la mirada hacia ellos.

—Hermana Clara, pasad..., doña Beatriz y yo estábamos esperándoos —dijo alegremente la Reina.

—Su alteza... —contestó Clara realizando una reverencia de cortesía.

—Le he pedido consejo a doña Beatriz para que nos ayude en nuestra labor. Doña Beatriz, ella es la hermana Clara María.

     La dama saludó a Clara mostrando un inusitado interés en su persona.

—¡Hermana!

—¡Doña Beatriz!... —se postró Clara de nuevo.

—Todavía no he tenido lugar de conversar con doña Beatriz sobre los preparativos de vuestro compromiso, pero como disponemos de poco tiempo y están aquí las dos, les indicaré lo que tengo pensado. Verá doña Beatriz, la hermana Clara María ha pasado su vida en el convento de las hermanas Clarisas de la ciudad de Úbeda y aunque su vida ha transcurrido al servicio monacal, la joven no consagrará sus votos a Dios, contraerá nupcias con el caballero don Diego de la Cueva.

     Beatriz Galindo no dijo nada pero su mirada sorprendida pasó de la bella joven que tenía delante a posarse en el rostro de la monarca.

—¿Abandonará los votos?

—Sí, por el bien de la corona, no debería sorprenderos... —señaló la Reina con ironía.

—Lleváis razón —contestó doña Beatriz.

     Clara María continuaba sin comprender qué bien podía hacerle a la corona que ella abandonase su vida religiosa pero incapaz de pronunciar palabra. Intentando dejar de lado sus inquietudes, observó con atención la conversación entre las dos mujeres.

—Como comprenderá doña Beatriz, hay que empezar a preparar todo para el enlace. La hermana Clara no tiene familiares que puedan ocuparse de tal menester así que, yo asumiré tal cargo, la joven Clara estará preparada cuando llegue el acontecimiento. Por eso, necesito que usted y las demás damas ayuden a preparar el ajuar de la joven y si es posible, habrá que instruirla en los asuntos más básicos de sus futuras obligaciones y valga decir que disponemos de poco tiempo... —agregó la Reina Isabel.

—Por supuesto su alteza... —dijo doña Beatriz.

—Lo primero de todo será proporcionarle las vestimentas apropiadas a su nueva condición —señaló la Reina mientras Clara María cerraba los ojos asustada ante ese hecho— a partir de hoy, no volverá a usar el hábito y vestirá de manera más acorde. Ayer recibimos las telas procedentes de Medina del Campo, habrá que confeccionar todo y como es comprensible, se deberá comenzar con el vestido de novia... —continuó ordenando la Reina.

     Doña Beatriz escuchaba atenta las instrucciones mientras se apiadaba de la dulce joven que intentaba disimular el pánico que aquellas palabras le provocaban. Beatriz, hija de una familia de linaje hidalgo, conocía esa sensación amarga de deriva. La joven Clara no tenía familia alguna pero ella sí que la tuvo y no fue impedimento para que se criara como tantas niñas en el interior del claustro conventual destinada a consagrarse a Dios.

—No se preocupe hermana Clara, no es usted la única que estuvo a punto de acogerse a la vida religiosa. Aunque me vea ahora de esta manera, yo también abandoné el mismo destino que el suyo gracias a la sabia intercesión de su majestad.

     Clara María se sorprendió de ese hecho.

—¿Usted también iba a ordenarse monja?

—Sí, lo iba a ser, pero otras nobles causas, me obligaron a apartarme de ese camino. Ahora le estoy agradecida a su alteza por su sabia decisión, de hecho, estoy prometida con el capitán don Francisco Ramírez.

     Clara María empezó a relajarse al comprender que otras damas le habían precedido en el camino y parecían manejarse en sus obligaciones con buen tino.

—Tengo otros asuntos que no pueden posponerse, ¿puedo dejar a doña Clara en sus manos?... —preguntó la Reina Isabel.

—Desde luego, su alteza, aunque la hermana y yo marcharemos en busca de ropa más apropiada.

—Excelente idea, avise a las demás damas y pónganse a trabajar. Me reuniré con ustedes en cuanto compruebe como están las infantas y resuelve los quehaceres de hoy.

—Como desee, su alteza —contestó doña Beatriz.

—Alteza... —se despidió Clara María en cuanto la Reina se marchó.

—¡Bueno! ¿Preparada para tu nueva vida? —preguntó doña Beatriz volviéndose hacia Clara.

     La joven hizo un gesto negativo con la cabeza provocando la risa de la dama.

—No te preocupes muchacha, aprenderás a desenvolverte con soltura, tu inocencia y tu frescura son tu mejor baza..., vamos Clara, tenemos trabajo que hacer. Pero primero vamos a pasar por mi ropero para ver que te podemos adaptar.

     Varias horas después, Clara no estaba en su elemento, se sentía perdida en medio de todas aquellas damas que solo parloteaban y hablaban de sedas, telas, paños flamencos... sin comprender qué sentido tenía estar todo el día hablando de cosas sin importancia.

     Acostumbrada al silencio, no soportaba los cuchicheos, las conversaciones insulsas o los cotilleos..., si las hermanas la hubiesen visto en ese momento, la hubieran amonestado verbalmente primero y luego nadie le habría quitado una penitencia severa.

     Sin replicar, se dejó arrastrar por la bulliciosa actividad en la que se habían sumergido las damas de la Reina mientras le tomaban medidas y le probaban paños flamencos y lienzos. Clara hizo un repaso en su mente de todas las prendas que le iban a confeccionar. Empezarían para su vergüenza por las prendas interiores: camisas, calzas, jubones y faldillas; después, tomaron las medidas para las prendas destinadas a vestir el cuerpo: sayas, briales y gonelas...; y por último, los trajes de encima: gabanes, capas, mantos, tabardos...Algunas prendas irían forradas y ornamentadas con perlas mientras que otras estarían combinadas con zapatos y botas a juego. Dos de aquellas damas discutían sobre las cofias, los bonetes y las tocas cuando su majestad la Reina entró en la dependencia donde se encontraban.

—¡El cambio es sorprendente! —exclamó la Reina Isabel mostrando su agrado.

     Clara María se sintió abochornada y sus mejillas se colorearon de rosa. Le avergonzaba ser el centro de tanta atención.

—Estoy de acuerdo con usted su alteza... —señaló doña Beatriz.

—¿Por qué producían tanto escándalo? —preguntó la Reina mientras no dejaba de observar a Clara—. Creía que eran capaces de trabajar en silencio... —les amonestó de forma sutil la monarca.

—Disculpe su alteza por el ruido pero las damas y yo, no terminamos de ponernos de acuerdo en los colores de las prendas...

—¿Por qué motivo? —preguntó la Reina.

—Como la hermana Clara no procede de la nobleza...

—Nadie volverá a dirigirse a ella como hermana, a partir de hoy será doña Clara María —ordenó la soberana.

     Beatriz sonrió ante la leve reprimenda.

—Como doña Clara María no procede de la nobleza... —señaló de nuevo doña Beatriz— consideramos que debería utilizar tonalidades más claras y tejidos más acordes.

     A la Reina Isabel no le gustó escuchar aquellas palabras.

—Doña Clara María está bajo mi protección y de aquí en adelante se mostrará con los ropajes adecuados de cualquier dama que acompañe a su Reina. Por lo tanto, la joven vestirá no solo colores claros, es mi deseo que lleve colores brillantes e intensos, me gustan los verdes y los azules.

—Como desee su alteza —añadió doña Beatriz ante la mirada atenta de las demás damas.

—Si no tienen más dudas pueden continuar con lo que estaban realizando... —terminó de añadir la soberana—. Aquí traigo las piedras que la joven Clara María llevará bordadas en el vestido de novia. No hay duda que resaltarán su belleza natural —sonrió la Reina Isabel a la joven que estaba completamente anonadada por esa muestra de generosidad y bondad.

—Por sus caras veo que se sorprenden pero debo advertirles que doña Clara María ha prestado un enorme y grandioso servicio en el Hospital de campaña y como agradecimiento a su labor, considero que es merecida la recompensa por tan magnífica dedicación.

—Por supuesto, su alteza... —añadió doña Beatriz.

—Apremiemos, que el tiempo es oro, ¿han pensado algo para la cabeza? Saben que soy partidaria de las cofias de lienzo blanco...

      A partir de ese momento, el resto de damas continuaron con la labor mientras le mostraban a la Reina las muestras de las telas y las sedas que terminarían vistiendo el cuerpo de Clara.

      Era ya avanzada la tarde cuando la Reina diligentemente despachó al grupo de costureras.

—Por hoy abandonaremos la labor, debo acompañar a mi esposo en estos momentos... —puntualizó la Reina Isabel.

        Las damas se inclinaron mientras la soberana salía del lugar y Clara María suspiró de alivio mientras las demás damas salían apresuradas detrás de la Reina.

—Mañana nos vemos aquí de nuevo doña Clara... —señaló doña Beatriz.

—No me acostumbraré a ese nombre...

—Ya verás como si —sonrió la mujer— te ves preciosa vestida así, tu prometido no te reconocerá.

     Clara palideció al escuchar la frase.

—No me reconozco ni yo...

Beatriz agarró del brazo a la joven y con afecto le dijo:

—No lo pienses, te irás acostumbrando poco a poco.

     Las dos mujeres salieron del lugar y doña Beatriz terminó de despedirse de Clara. La joven reemprendió el camino de vuelta hacia sus aposentos caminando ensimismada por la calle. Con la mirada hacia el suelo, contemplaba anonadada la manga de ese vestido, abullonada de suave seda que afinaba su brazo. Se sentía demasiado rara, no estaba acostumbrada al lujo de esos ropajes. Las hermanas con las que convivía se asombrarían al verla aparecer de esa guisa. No había anochecido pero faltaba poco para llegar a su destino cuando en su camino se cruzaron las piernas de un caballero. Al caminar con la mirada gacha, no había visto llegar al hombre, por lo que al comprobar que el susodicho no se apartaba de su camino, levantó la vista para esquivarle.

     Diego iba al encuentro de los caballeros del Rey cuando a mitad de camino se quedó prendado de la figura que caminaba hacia él.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Diego aturdido.

     Boquiabierto, detuvo el caballo al final de la calle, un ángel vestido de verde esmeralda caminaba atenta al suelo sin reparar en su presencia ni en las miradas de admiración que provocaba a su paso. Bajando del animal, casi se cae de la silla al enganchársele el pie en el estribo pero consiguió sostenerse justo a tiempo. Cogiendo las riendas del caballo, sujetó las bridas mientras esperaba a Clara que caminaba despistada hacia el y ni si quiera había advertido que estaba interrumpiendo su paso.

     Con el hábito no había podido detectar su complexión a pesar de que sus formas se intuían pero ahora, con esa vestimenta, Diego podía comprobar como la joven era esbelta, delicada y con unas curvas deliciosas que pronunciaban sus pechos y la forma de sus caderas. Mientras la observaba acercarse tuvo que tragar saliva y tomar aire porque se había quedado sin respiración.

     En cuanto estuvo a su altura, la joven se detuvo contrariada y levantó la vista, mirándole con sorpresa.

—¡Usted aquí! —exclamó Clara María.

—¿Y vos? Sería agradable saber qué hace mi prometida a estas horas de la tarde sin la compañía adecuada...

—¿Cómo dice? —preguntó Clara.

—Que no debería andar sola por la calle a estas horas sin ningún tipo de compañía... —advirtió Diego disfrutando de la evidente contrariedad que sus palabras provocaban en ella.

     Clara María intentó coger aire para serenarse, estaba cansada y ese idiota le estaba regañando por andar sola.

—¡Deteneos ahí! —dijo la joven mientras con las manos en la cintura se volvía y examinaba toda la calle— ¿Me equivoco o estoy en medio de un campamento cristiano rodeada de soldados donde no hay peligro alguno?

     A Diego le gustó su forma de enfrentarse a él, era evidente que no podía disimular su enfado, era refrescante ver el atrevimiento y la testarudez en su carácter. Advirtió que disfrutaba haciéndola caer en sus chanzas.

—Las damas prometidas no pueden andar por la calle de esta manera... —añadió Diego intentando mostrar cara de enfado.

—¿Y como se supone que deben mostrarse las damas prometidas por las calles? —preguntó Clara evidentemente molesta.

—Deben ir acompañadas por una dama de compañía o en su caso por su prometido...

      Clara María tenía años de haber ensayado la prudencia y la contención, no dada a palabras vanas y superfluas, no caería en el error de contestar a su supuesto prometido. No acababa de aceptar el compromiso y ya se arrepentía de haberle dado el sí. Sabía que no estaba preparada para la ardua labor que le esperaba, aun así se contuvo durante unos segundos.

     Diego veía pasar por sus ojos las emociones que la embargaban: sorpresa, incomodidad, enojo y por último prudencia. Otra en su lugar se hubiese mostrado contrariada y le hubiera protestado a la mínima.

—¿Se os ha comido la lengua un gato? —preguntó Diego de nuevo intentando que perdiera ese aire de aplomo. Quería comprobar cuán apasionada era defendiendo sus convicciones.

     En cuanto Clara escuchó esa última ofensa, sorprendió a Diego preguntando a su vez:

—¿Todavía estoy a tiempo de romper este compromiso? Debo volver con la Reina y rogarle que me conceda la venia de no casarme con vos, sin duda tener al Señor como esposo resultará más beneficioso que casarme con vos.

     Clara se volvió y emprendió el camino de vuelta por donde había venido sorprendiendo a Diego.

—¡Deteneos!, ¿dónde pensáis que vais? —preguntó Diego yendo tras ella.

—A buscar a la Reina, ya os lo he dicho. Os equivocáis de persona, yo no estoy preparada para la responsabilidad de ser vuestra prometida. Solo sé, curar enfermos y rezar, ¿qué puede desear un caballero como vos de mi persona? Os lo dije y os lo vuelvo a afirmar, no debéis casaros conmigo, buscaros otra esposa.

     Diego se dio cuenta en ese momento de su tremendo error, Clara en su inocencia no comprendía que no hablaba en serio. Había caído por completo en su engaño y estaba decidida a dejarle.

—No prosigáis, no consentiré que rompáis nuestro compromiso. No deseo otra esposa más que vos, ya os lo dije y no os dispensaré de vuestra obligación —advirtió Diego hablando en serio.

—¿Por qué? Ya habéis comprobado lo inadecuada que soy para vos...

—El inadecuado soy yo que tan solo pretendía burlarme de vos, no hagáis caso a mi burdo intento de engañaros...

—¿Engañarme?

—Sí, de engañaros, quería ver asomar el fuego en vuestros ojos cuando os enfadáis...

—¿Y por qué por el amor de Dios queríais verme de tal modo?

—Porque en vuestras palabras puedo llegar a vislumbrar e intuir la gran pasión que guardáis por dentro.

     En ese momento, Clara María se sonrojó hasta la última raíz de su cabello.

—No deberíais burlaros de mi, no estoy acostumbrada a ese tipo de bromas.

—Ya lo veo, disculpadme..., no volveré a bromear. Podéis caminar sola...

—¡Vaya! Gracias por decídmelo... —respondió Clara con ironía—. Ahora, ¿me dejaréis marchar?

—¿Dónde pretendíais ir? —preguntó Diego.

—A mi alojamiento, he pasado todo el día con la Reina y sus damas, me proponía llegar cuando me habéis interrumpido.

—¡Os acompaño! —declaró Diego deseoso.

—¿No habéis dicho que puedo ir yo sola?

—¿Y perderme el placer de vuestra compañía? —preguntó Diego a su vez.

—¿Voy a estar siempre acompañada? —preguntó Clara con interés.

—Solo los primeros años de nuestro matrimonio, luego ya podréis ir sola sin necesidad que os acompañe cuando ya seáis demasiado vieja y arrugada... —agregó sonriendo Diego.

     Clara comprobó que ese hombre estaba bromeando de nuevo.

—Imagino que tendré que acostumbrarme a ese aspecto de vuestro carácter, decidme don Diego ¿todo os lo tomáis a broma?

—No, puedo mostrarme serio cuando las circunstancias lo requieren pero debo de decir a mi favor, que cada vez que estoy en vuestra presencia sacáis mi parte más canalla. Estoy tan deslumbrado ante vuestra belleza que no puedo evitar sacar el fuego de ese carácter que sé que guardáis en vuestro interior. Pero he de reconocer que aunque me he quedado sin palabras al veros así no me produce ningún placer que otros vean lo que ha de ser mío.

—Podéis hacer el favor de no hablar así, me estáis avergonzando —se quejó Clara ruborizándose.

     Diego ya no pudo disimular el placer que le produjo esa respuesta y mostrándole su antebrazo le rogó:

—¿Me dejaréis acompañaros lo que resta de camino? Debo marcharme a una misión en cuanto os deje y me gustaría llevarme un grato recuerdo de vos y no una muestra de enfado. Podría ser la última vez que os viese, podría correr peligro y caer herido...

—¿Intentáis dadme pena? Porque no lo estáis consiguiendo, si cayeseis herido os volvería a coser, os lo aseguro. A lo mejor conseguiría que os volvierais a desmayar y que dejarais de parlotear insulsamente.

     Diego no contestó al comentario pero en su fuero interior le producía un placer extremo la inteligente diatriba de su prometida, por lo que continuó con la exposición de sus argumentos esperando que Clara se le acercara y le permitiera acompañarla. No podía confesar que sentía una extraña emoción de que su prometida caminara a su lado.

—Veo que no llegaré a mi destino si continuamos con esta absurda discusión, está bien, podéis acompañarme —dijo Clara pasando sus dedos por el antebrazo como temiendo tocarle.

     Clara permaneció a su lado consciente del evidente interés que mostraban sus personas, avergonzada, caminó en silencio. Diego, consciente del cuerpo de su ángel a su lado, no dijo nada. Ya se sentía demasiado eufórico como para malgastar aquellos bienaventurados instantes.

—¿De verdad corréis peligro? —preguntó Clara María con verdadero interés al llegar a un cruce.

—Nada que debáis temer —contestó Diego tranquilizándola, solo pretendía que os apiadarais de mi.

     Clara María volvió la mirada hacia él y no añadió ningún comentario más pero a Diego le agradó comprobar que mostraba cierto grado de preocupación por su persona.

—Al final, me ganaré vuestro corazón —determinó Diego serio mientras miraba al frente.

     Clara dio un traspiés al escuchar tal afirmación pero al ir del brazo de Diego, consiguió recobrar el paso. Si continuaba al lado de ese caballero, sus ropas terminarían por incendiarse de la vergüenza continua que le producían sus comentarios.

—Ya veo que mis palabras os conmueven lo suficiente como para haceros tropezar... ¿No vais a decir nada? —preguntó Diego volviendo ligeramente la mirada hacia ella comprobando que casi habían llegado a su destino.

     El camino había sido demasiado breve, si su vida de aquí en adelante transcurría con esa rapidez le faltarían vidas para pasarlas junto a ella. A pesar de la baja intensidad de la luz reinante, no pudo dejar de advertir las sonrojadas mejillas. Tendría que tener paciencia con esa virtuosa joven de agudo ingenio. Deteniéndose en frente del lugar donde se hospedaba, Clara María intentó retirar su mano del brazo pero Diego fue más rápido y aprisionó la mano de la joven con la suya.

—Existe la costumbre de que cuando un caballero marcha a batalla, su dama le agasaje con una prenda, ¿qué me daréis vos?

     Clara María sentía el fuego de la mano varonil sobre la suya, se había quedado sin palabras y su corazón latía acelerado. Pero cuando escuchó el ruego pudo reunir el valor suficiente para responder:

—No tengo nada que os pueda otorgar...

—Os equivocáis —contestó Diego levantando la mano hacia su cabello.

     Le habían colocado en el cabello una cofia transparente y habían utilizado varios pasadores para que no se le cayera así que sin dudarlo ni un segundo, Diego le retiró del rostro uno de aquellos objetos y lo sostuvo en su mano.

     La miró intensamente, sin decir nada más mientras el silencio entre ellos se notaba tenso por momentos. Comprendiendo que no podía prolongar más su presencia, agarró con delicadeza sus dedos y besó el dorso de su mano.

—Esperaré ansioso volver a veros de nuevo, llevaré como recordatorio de vuestra presencia esta prenda aunque hubiese deseado algo distinto de vos... —añadió Diego hablando de forma apresurada.

     Clara comprendió que ese hombre definitivamente llevaba razón, un gato le había comido la lengua. Se sentía abrumada ante esos pequeños avances seductores, incapaz de responder ante el atrevimiento de retirarle el pasador del cabello.

—¿No me deseáis suerte? —preguntó Diego clavando su mirada en ella.

—No la necesitáis, sois un hombre con suerte Diego de la Cueva, siempre conseguís lo que os proponéis.

—Os equivocáis, la suerte no me había bendecido hasta que no os he conocido —afirmó Diego soltando definitivamente su mano—. No me he separado de vos y ya anhelo volver a estar en vuestra compañía. No podré veros durante unos días, creo que si la empresa de esta noche es satisfactoria, pronto tendremos que marchar sobre Granada pero os aseguro que en cuanto mi padre sea liberado, tendrá lugar nuestro casamiento.

     Ese hombre le producía un azoramiento que la inhabilitaba para hablar despertando sus más bajos instintos y anhelos.

—Como continuéis así, vais a hacer que no se me vaya nunca el sonrojo —declaró Clara María apurada.

      Diego miró a ambos lados de la calle y al comprobar que había caído prácticamente la noche no pudo resistirse. Con su mano izquierda agarró con firmeza la barbilla de Clara y acercando sus labios a los de la joven, la besó encandilado, reclamando su boca. Su ángel no se retiró, respondía al beso levantando sus manos y posándolas en su cuello. Aquel leve contacto cautivador, provocó que llamas de deseo se extendieran por su piel. Sin tener en cuenta ni el lugar ni el momento, soltó la rienda del caballo y con el brazo libre terminó de acercar su delicada figura hacia su cuerpo. Diego se estremeció de placer, no podía haber deseado prenda mejor que aquella. Soñaría despierto con la sensación del cuerpo de Clara posado sobre el suyo mientras ese beso arrasador que sabía a noches de pasión y luna llena le urgía a ocultarla en la oscuridad y perderse en el frenesí de la pasión que estaba por llegar.

     Temiendo que alguien les descubriera, Diego se retiró por fin de ella, dando un paso hacia atrás, abandonando el calor de sus labios que debido a la intensidad del deseo se mostraban húmedos y ansiosos por más caricias.

—Que descanséis mi ángel, rezad por mi y recordad que rendida Granada, mi nombre se unirá al de vos. Sueño con el día que pueda llamaros legítimamente esposa y no tenga necesidad de estar alejado de vuestra presencia, ni de robaros un beso a escondidas.

     Acto seguido, Diego se volvió y montando en su caballo, se marchó dejándola con un extraño anhelo en su interior que no supo definir.

—Tenedlo por seguro don Diego de la Cueva, rezaré por vos... —dijo Clara María para sí misma mientras le veía alejarse.

Ciudad de Granada, 2 de Enero del Año de 1492.

     La misión de pactar a escondidas con el rey Boabdil la rendición de la ciudad fue mucho más peligrosa de lo que en un momento se creyó. La pequeña tropa cristiana acompañada de un número considerable de caballeros, se encargaron de posicionarse en los puntos estratégicos de las torres y las murallas de la Alhambra, teniendo cuidado de que el bando más radical de los sitiados no se alzara contra su rey y anulara el pacto. Pero el encuentro furtivo entre ambos bandos en la Torre de Comares dio sus frutos y por fin había llegado el tan ansiado día de la entrega de la ciudad.

     Los Reyes católicos esperaban la señal del destacamento cristiano que por caminos escondidos debía subir a la torre más alta de la Alhambra.

—¿Cuánto crees que tardarán? —preguntó la Reina Isabel impaciente.

—No deben de demorarse mucho, a Boabdil le interesa salir cuanto antes de la ciudad —aseguró el Rey Fernando.

     Diego de la Cueva también esperaba impaciente el esperado acontecimiento, en su mano llevaba el prendedor del pelo de Clara recordándole lo cerca que estaba de que sus propósitos se cumplieran, desde su posición podía ver a los Reyes esperando la llegada del Rey Boabdil. Según lo pactado, esa sería el último día que su padre junto con los demás prisioneros cristianos continuarían en las mazmorras nazaríes, pronto serían liberados. La noche anterior no había podido dormir con los nervios que le producía la larga espera después de tanto tiempo sin ver a su padre.

—Te vas a caer del caballo como continúes con esa inquietud, tu caballo está contagiando esa excitación a las demás bestias.

     Diego examinó a su amigo con el entrecejo fruncido, era imposible permanecer sereno, los nervios le apremiaban.

—Estoy impaciente, la espera me mata... —aseguró Diego.

—Cálmate, tu padre estará un poco débil pero seguro que se repondrá en pocos días. Eres un hombre afortunado. Regresarás a Úbeda con tu padre sano y salvo, con fama, riquezas y una esposa.

     Diego sonrió ante tal afirmación.

—Primero debo casarme con ella...

—Pareces ansioso porque llegue el momento...

—Ya lo creo... —confesó Diego de la Cueva mientras observaba los caballeros a su alrededor—. No podría haber ganado una apuesta mejor —aseguró Diego.

—¿A qué te refieres? —preguntó el soldado.

—A que por una toca gané una esposa.

—No me recuerdes la apuesta, si lo llego a saber jamás te hubiese animado, puede ser que...

—Si te atrevieras a quitarme lo que es mío, no vivirías para contarlo —aseguró Diego señalándole con la espada en la mano.

—Diego estás demasiado posesivo..., podrías dejar de amenazar a Luis ¡Mirad la señal! —advirtió uno de los hermanos Alcaraz.

     El destacamento cristiano que había subido al encuentro del Rey Boabdil, ondeaba victorioso el pabellón de Santiago y la cruz de plata que el rey Fernando había llevado durante toda la guerra. En cuanto el ejército encabezado por los reyes y sus nobles a la cabeza vieron el estandarte, gritos de entusiasmo estallaron entre la tropa mientras atronaban los disparos de los arcabuces. Tres cañonazos sonaron atronadores mientras las tropas del Rey Fernando el Católico accedían a la ciudad de Granada y se desplegaban por toda la ciudad.

—Marchemos Diego de la Cueva, ¿no querías liberar a tu padre? —sonrió Luis mientras apremiaba a su amigo.

—Por supuesto, llegó el momento —señaló Diego mientras conducía su caballo cuesta arriba.

      Mientras Diego y sus amigos como parte del grueso del ejército se dirigía a la ciudad para desplegar a los soldados por toda la muralla y liberar a los prisioneros cristianos, el otro tanto acompañaba a los Reyes a la orilla del Genil a esperar la llegada del Rey Nazarí.

     La ceremonia de la entrega de las llaves de la ciudad fue breve. El Rey Boabdil, vestido con una marlota de terciopelo aceituní y carmesí, el color de la dinastía nazarí, adornada con galón de hilo de oro en los filos, turbante blanco y botas de fino cuero repujado completaba su atuendo con una espada gineta ricamente decorada y en cuya empuñadora destacaba plata dorada, esmaltes y marfil con inscripciones. Todos los gestos y detalles fueron acordados al mínimo detalle. Boabdil hizo el intento de bajar de su montura pero el Rey Fernando se lo impidió con gesto amable.

     El Rey Fernando no permitió ningún tipo de humillación ni de nada que lo pareciera. La mano afectuosa del monarca cristiano sobre el brazo del árabe derrotado aceptó la rendición. Y seguidamente, el Rey Boabdil besó gentilmente la mano de la Reina Isabel.

     Solamente, los más allegados a los Reyes pudieron escuchar las palabras de triste resignación por la pérdida de la ciudad, así como los buenos deseos del Rey Boabdil para los nuevos dueños. Los Reyes Católicos aceptaron amistosos y conciliadores las breves palabras y concluyeron el encuentro mientras el último Rey nazarí emprendía camino del exilio.

     Era ya tarde cuando el ejército junto con los liberados entraban en el campamento cristiano de Santafé. Todos los que se habían quedado en él, salieron a recibir a los victoriosos.

—¡Hermana Clara! Venga, Granada ha caído, los soldados están regresando... —escuchó a su espalda la llamada de una de las monjas que todavía continuaban llamándola por su nombre religioso.

     Clara María salió apresurada a la calle, nerviosa contemplaba la gran comitiva de soldados que llegaban con los Reyes al frente mostrando grandes muestras de alegría en sus rostros. La gente aplaudía y aclamaba con vivas y vítores la llegada triunfal pero su vista no se apartaba de cada uno de aquellos rostros intentando hallar al que esperaba ver con impaciencia. Más de cuarenta mil soldados desfilaron por delante de ella junto con setecientos prisioneros cristianos que habían sido liberados.

     Cruzada de brazos esperaba hallar ese rostro conocido hasta que por fin sobresalió sobre los demás. Clara suspiró aliviada, Diego de la Cueva la había encontrado desde lejos y la traspasaba con el brillo de su mirada. Una sonrisa traviesa se dibujaba en aquel rostro pícaro que parecía hablarle sin palabras. Diego, llevaba a la grupa de su caballo, a otro soldado de avanzada edad que presumiblemente sería su padre. Nada más llegar a su altura, el soldado saludó con un breve gesto de su cabeza a Clara y sin detenerse en el camino continuó la procesión. Clara no se fue del lugar hasta que el último de los soldados terminó por entrar. Volviendo sobre sus pasos y acompañada de las monjas su mente solo tenía un pensamiento: rendida Granada, no había vuelta atrás, su casamiento era un hecho.

Glosario de términos:

Arcabuz:Antigua arma de fuego, antecesor del mosquete. Su uso estuvo extendido en la infantería europea de los siglos XV al XVII. A pesar de su longitud, el disparo era de corto alcance (apenas unos 50 metros efectivos) pero letal; a esa distancia podía perforar armaduras.

Marlota:Tipo de vestidura que utilizaban los moros. Consistía en un sayo ajustado de poco vuelo o ninguno, tan solo el que le daba el acolchado de algodón o de borra de seda de que iba embutida. Constaba de mangas ajustadas y largas.

Terciopelo aceituní: Tela rica traída de Oriente y muy usada en la Edad Media.Imágenes de la Alhambra de Granada.

Glosario de términos:

-Arcabuz:Antigua arma de fuego, antecesor del mosquete. Su uso estuvo extendido en la infantería europea de los siglos XV al XVII. A pesar de su longitud, el disparo era de corto alcance (apenas unos 50 metros efectivos) pero letal; a esa distancia podía perforar armaduras.

-Marlota:Tipo de vestidura que utilizaban los moros. Consistía en un sayo ajustado de poco vuelo o ninguno, tan solo el que le daba el acolchado de algodón o de borra de seda de que iba embutida. Constaba de mangas ajustadas y largas.

-Terciopelo aceituní: Tela rica traída de Oriente y muy usada en la Edad Media.

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