Capítulo 4
"Con arte se quebrantan los corazones duros,
Tómanse las ciudades, derríbanse los muros,
Caen las torres altas,
álzanse pesos duros:
Por maña juran muchos,
por maña son perjuros".
Arcipreste de Hita. Libro de buen amor (S XIV).
Ruidos de pasos, alguien estaba a punto de entrar... Diego soltó su presa, sin retirar su mirada de ella. Clara María tuvo tiempo suficiente de levantar el rostro, lo justo para que nadie adivinase lo sucedido entre ambos pero sus piernas temblorosas impedían que se moviera del lugar. Las respiraciones agitadas y entrecortadas pasaban desapercibidas para los dos frailes que habían entrado, por lo que no vieron a Clara tapándose con el dorso de la mano su boca impactada por lo sucedido unos segundos antes. Sin embargo, Diego si era consciente del efecto que ese beso había provocado en ella.
Las dos miradas se cruzaron por un instante antes de que los frailes terminaran de acercarse, una vencida y otra vencedora, a pesar de que ninguno de los dos supo quién era el derrotado y quién el ganador. Diego era consciente de que se llevaría a la tumba ese precioso instante en el que había tocado el cielo con sus manos. El honor le impedía avanzar en ese romance prohibido; ella novicia, se consagraría a Dios y él, como caballero debía defender al inocente y no aprovecharse de criaturas inocentes, porque eso era ella la más pura y débil de las mujeres que jamás había conocido. A veces desearía haber sido un indeseable para dejarse llevar por el deseo pero su conciencia se lo impedía.
Y si de algo estaba seguro era, que podía afirmar que la lujuria no había sido el único motivo que le había impulsado a besarla. Si sus más bajos instintos le hubiesen apremiado, cualquier prostituta del campamento hubiese saciado esa sed. No, eso no podía ser..., algo le llevaba a buscarla a escondidas por las tardes, a seguirla con la mirada mientras una calma profunda le embargaba. Y luego estaba el tema de sus sueños..., en sus fantasías nocturnas solo aparecía ella. Ocho meses habían pasado desde que la vio por primera vez y su corazón se aceleraba con su sola presencia. Eso no era lujuria, era algo que no se atrevía a pronunciar.
Esos pensamientos le llevarían al desastre, cuando regresase a Úbeda, hallaría alguna dama de alta alcurnia que la sustituyese en sus pensamientos, quizás había llegado la hora de buscar esposa. Sí, eso haría, se desposaría con otra. Acabaría por desterrarla de su mente aunque jamás podría engañarse, el confinamiento en el campamento no era excusa para tenerla continuamente en el pensamiento. En el fondo sabía que se equivocaba, que buscaba excusas para justificar su obsesión por ella. Pero por el bien de los dos debía conformarse con ese beso prohibido, ese interés que sentía por verla debía acabar allí mismo. Jamás saldrían de sus labios palabra alguna que profanara aquella inocente virtud porque aunque ella era ajena a la tentación, él no y era obligación suya no continuar con esa locura y ser el más cuerdo de los dos. Sí, juraba por Dios que otra mujer la sustituiría en sus sueños y en su pensamiento.
—¿Dónde colocamos el herido, hermana? —preguntó uno de los frailes.
—Síganme, les diré donde está la sala de recuperación... —dijo Clara suspirando mientras se alejaba del herido sin mostrar la más mínima emoción y sin advertir el rostro inquieto de él.
Clara estaba temblando, qué extraña inquietud se apoderaba de ella cada vez que estaba en presencia de ese hombre. Nadie le había hablado de ese tipo de emociones, nunca había imaginado lo que sentían el resto de personas cuando se besaban ¡Cómo lo iba a saber dentro de unos muros! Solo la hermana Ana de vez en cuando le había otorgado un beso cuando era niña. Esa inquietud e interés por averiguar le iban a meter en un grave problema si continuaba tentando al demonio que habitaba en su interior. No debería haberse tomado nunca la licencia de tocar los labios de ese hombre, con esa conducta disipada no había respetado sus votos y había provocado al caballero para que la besase, sí seguro que eso debía de haber sucedido. Tendría que alejarse de él como fuese, sus cuidados debían recaer en otra persona.
Los dos frailes se afanaron en colocar con cuidado al caballero en el camastro y tan diligentemente como habían entrado, se marcharon. Diego incómodo y preocupado, la veía bullir a su alrededor entretenida con su trabajo pero no se había dignado a mirarle ni una sola vez.
—¡Hermana Clara!
Clara sintió la llamada como si la hubiesen golpeado y dispuesta a cortar de raíz todo ese asunto, se apresuró a alejarse de él.
—¡Hermana Clara! ¡No se vaya todavía! Debe disculpadme por el atrevimiento, le aseguro que no volverá a suceder. No debí...
Clara continuaba de espaldas sin atreverse a mirarle de frente.
—No siga, estoy avergonzada por mi comportamiento, no tuve que tocarle, no sé por qué lo hice... —dijo Clara apesadumbrada—. Llamaré a un hermano para que se haga cargo de usted.
Diego no respondió cuando la vio salir como alma que llevaba el diablo. Era necesario poner distancia entre los dos, pero le dolía verla correr intentando alejarse de él.
—¡Maldita sea! —maldijo Diego mientras su rechazo le dolía como mil demonios.
En tan solo una semana, Diego había mejorado bastante. A los dos días de estar tumbado en aquel camastro con la sola compañía de un fraile, y sin ningún indicio de que le subiera la fiebre, abandonó la enfermería del hospital. Bajaba por la calle hacia la casa donde se hospedaba cuando uno de los hermanos Alcaraz lo interceptó.
—Iba en tu busca...
—Le dije a Luis que volvía de inmediato —respondió malhumorado.
—No es eso, el Rey te ha mandado acudir a su presencia.
—¿Sabes por qué? —preguntó Diego con curiosidad.
—No, no sé nada más pero es urgente...
—¿Qué puede querer su alteza de mi persona? —preguntó Diego.
—He visto entrar a Francisco de Molina en el salón del Rey cuando venía hacia acá —dijo Antón mientras Diego se volvía como si le hubiesen atacado por la espalda.
—¿Ese desgraciado no tendrá nada que ver con mi presencia allí? —preguntó Diego a su amigo en voz baja.
—No te alteres... —contestó el de Alcaraz levantando las manos, intentando apaciguarlo.
—¿Que no me altere? ¿Cómo que no me altere?... Seguro que ha aprovechado la más mínima oportunidad para desacreditar a mi padre consciente de que no se encuentra aquí o ha intentado dejar al linaje de los Cueva en entredicho pero eso se va a acabar, tenía que haber hecho algo con ese mal nacido. Le prometí a mi padre que no provocaría al de Molina pero se acabó... —dijo furioso mientras se dirigía en busca de las dependencias reales—. ¿Dónde se encuentra el Rey?
Con paso ligero, Diego no esperó a escuchar la contestación.
Al entrar en el salón donde el Rey Fernando y la Reina Isabel recibían normalmente a los caballeros, el lugar estaba atestado de los nobles más ilustres. La Reina levantó la mirada comprobando la forma tan repentina de entrar del caballero y la cara traspuesta que traía.
—Sus majestades, el caballero Diego de la Cueva se presenta ante ustedes... —dijo Diego flexionándose mientras realizaba el saludo y miraba a su alrededor para buscar al de Molina.
Todos los ojos se volvieron hacia él, sobre todo los de Francisco de Molina que no podía disimular la cara de rencor y odio.
—¡Adelantáos Diego de la Cueva! Enseguida os enteraréis por qué se os ha hecho venir a esta importante reunión... —dijo la Reina Isabel.
En presencia de los Reyes, se encontraban los representantes de las más importantes ilustres Casas de Castilla y Aragón: el capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, el Conde de Tendilla D. Iñigo López de Mendoza, el Comendador Martín de Alarcón, el capitán Hernán Pérez de Pulgar, Fernando de Zafra, secretario de los Reyes, así como varios consejeros reales y por supuesto, el desgraciado de Francisco de Molina.
Diego se adelantó y se colocó detrás de los caballeros, permitiendo que hubiera la suficiente distancia entre él y Francisco de Molina.
—El Rey Boabdil de Granada nos ha enviado una misiva en la que nos insta a negociar las condiciones de rendición y de entrega de la ciudad... —dijo el Rey Fernando mientras un murmullo de sorpresa y contento se escuchaba en el salón—. Ustedes son los elegidos para entrar a la ciudad y negociar las condiciones pero no se adelanten, no confío en que el resultado de esa negociación se ponga de nuestra parte podría tratarse de otra trampa... —aseguró el Rey.
—Disculpad la venia su alteza, pero no entiendo la presencia de don Diego de la Cueva en las transacciones, no tiene la experiencia suficiente como para... —contestó Francisco de Molina.
Diego tentado a saltar sobre él si pronunciaba alguna palabra ofensiva, no previó la reacción de la Reina Isabel que también fue consciente de ello.
—El capitán Hernán Pérez y don Diego de la Cueva han demostrado en contadas ocasiones el valor demostrado, no hace falta añadir que la última de sus hazañas les hace merecedores de esta misión. Entraron en la ciudad de Granada y salieron ilesos pero he de puntualizar que el caballero Diego de la Cueva habla perfectamente la lengua de los moros y conoce la ciudad, y por si lo ha olvidado usted, en las negociaciones se incluirá la liberación de los caballeros cristianos que el Rey Boabdil tiene prisioneros, entre ellos don Luis de la Cueva, padre de don Diego por lo que creo que pondrá todo su empeño y astucia en que el transcurso de esas negociaciones sea lo más satisfactorio posible... —dijo la Reina Isabel levantándose del asiento, mirando con seriedad y gravedad a Francisco de Molina—. De hecho, es deseo de la Reina que este joven caballero contraiga nupcias con una de mis damas como recompensa a su generoso valor... y cuando sea el tiempo de regresar a Úbeda, espero que ambas familias depongan ese enfrentamiento enfermizo y malsano que nada bueno trae ni a la ciudad, ni a ambos linajes, ni al bien de la Corona. Espero don Francisco que de aquí en adelante, tome en consideración el deseo de vuestra Reina... y que el casamiento de don Diego de la Cueva y mi dama de honor, traiga la paz de nuevo entre ambas familias —sentenció la Reina mirando de frente a don Francisco.
Don Francisco de Molina enclavijaba los dientes mientras la respiración se le aceleraba. Intentando no mostrar el estado de tensión y de enfado que le embargaba, se cogió las muñecas por detrás de su espalda y bajó la cabeza de forma sumisa pero la sangre le hervía por dentro. Era conocimiento de la Reina que Clara María era su hija y estaba disponiendo que su única descendiente se casara con el desgraciado del cachorro de los Cueva. No lo permitiría, de momento dejaría que su alteza se saliera con la suya, ya habría tiempo de intervenir después, su única hija no acabaría uniendo su sangre con los Cueva. Su linaje no se uniría jamás con la de su enemigo, prefería verla muerta.
El Rey Fernando sabía que la Reina no daba puntada sin hilo, no era el momento adecuado para preguntarle el por qué de esa decisión, pero era indudable que Diego de la Cueva se había convertido en un protegido de su esposa y no sabía la razón que había tras de ello. Lo que no entendía era qué dama pretendía casar con aquel gallardo noble, todas las demás estaban casadas y prometidas. En ese momento, su esposa ordenó algo a un sirviente que había en el lugar y volvió a sentarse en el sillón.
Diego de la Cueva se quedó helado, aquella noticia le cayó como un jarro de agua fría. Callado y abstraído escuchó la proclamación de su alteza, mientras su mente y su corazón se negaba a aceptar ese hecho. Pero meditándolo unos segundos, comprendió que lo más sensato era cumplir con la orden de la Reina Isabel. Después de todo, no tenía otra opción, como vasallo de la Reina debía acatar todas las imposiciones que dictaminase la monarca y por otro lado, qué más daba casarse con una dama de la Reina que con cualquier otra noble si en el fondo, la que deseaba le estaba prohibida. Que la hermana Clara María desapareciese completamente de su vida y no la volviese a ver jamás, acabaría con su último rayo de esperanza pero era lo más conveniente. Lo que no llegaba a comprender era por qué su casamiento podía interferir en la persona de Francisco de Molina, la Reina no era realmente consciente de la animadversión entre ambas familias. Era imposible acabar con los atropellos cometidos por el de Molina y la venganza por la muerte de varios de sus hombres que no se haría esperar, ni siquiera con una imposición real.
Prestando nuevamente atención, volvió a escuchar las indicaciones que el Rey Fernando daba respecto a la negociación secreta. El sitio a la ciudad había merecido la pena, iban a evitarse demasiadas muertes inútiles. Desde el comienzo de las escaramuzas entre ambos bandos, más de la mitad de los caballeros cristianos habían perecido, además de los numerosos cristianos que permanecían prisioneros tras las rejas de la Alhambra, entre ellos su propio padre que por fin sería liberado. Tenía ganas de volver a verle de nuevo, sabía que estaba débil pero que estaba vivo y eso era lo que importaba. Solo lamentaba que la reconquista de Granada conllevase dejar atrás a Clara María.
Varias horas después, acabada la reunión, el Rey Fernando dispuso que descansaran para el día siguiente antes de que partieran hacia Granada, Diego ya se disponía a marchar cuando la Reina Isabel le reclamó.
—Diego de la Cueva, no os vayáis todavía, debo hablar con vos.
Diego asintió y se apartó del paso de los demás caballeros mientras le miraban atentos y salían del lugar. Solamente Hernán Pérez se atrevió a manifestar públicamente su alegría por su compromiso con una palmada en la espalda felicitándole por ello. El único que no levantó el rostro del suelo fue Francisco de Molina que serio y cabizbajo salió el último de todos sin poder disimular la contrariedad que le embargaba. La tensión entre ambos se podía cortar con un cuchillo pero antes de que algo sucediera, la Reina añadió en voz alta:
—¡Acercaos hasta aquí don Diego!
El Rey Fernando permaneció en el sillón en el que había estado sentado y Diego a unos pasos del monarca esperó a que su alteza le comunicara sus deseos.
—¿Se encuentra la dama ya aquí? —preguntó la Reina Isabel a uno de los sirvientes.
—Así es su alteza... —contestó el hombre.
—Hacedla pasar.
La Reina Isabel no perdía el tiempo pensó Diego de la Cueva. Por lo visto iba a conocer a su futura esposa en ese mismo instante. Quizás era lo mejor, cuanto antes acabara con aquello, antes podría centrarse en los verdaderos asuntos que le preocupaban. Conocida por manejar los asuntos de Castilla con mano de hierro, ahora se proponía terminar con el asunto de su compromiso antes de que acabara el día. Diego no quiso mirar hacia atrás mientras presentía a su espalda la entrada de la joven dama o a lo mejor no era tan joven. No le importó, como un reo en el cadalso, esperaba su sentencia porque estaría atado a una mujer que no le importaba lo más mínimo aunque a lo mejor podía cogerle aprecio con el tiempo y quién sabe si algo más.
Clara María no estaba preparada para entrar en aquel salón tan lujoso, nunca había visto nada igual. Las paredes cubiertas de tapices junto con grandes candelabros encendidos y enormes alfombras de escenas de batallas impedían pasar el frío del exterior a la vez que otorgaba un signo de regia elegancia y majestuosidad que hacía empequeñecer a Clara. Cuando le llegó la orden de que la Reina reclamaba su presencia, se puso nerviosa. Pero al comprender quién estaba delante de ella, la visión se le emborronó, intentando no marearse presa de los nervios. Aunque el salón era acogedor, tuvo frío, sus manos heladas no dejaban de temblar y no era precisamente por el frío que hacía aquel día. Un escalofrío le recorrió el cuello bajando a lo largo de su espalda, y por si fuera poco, sus dientes se acordaron en ese momento de castañear como si no hubiese otro momento así que los enclavijó haciendo la presión suficiente para que nadie detectase el temblor de su mandíbula. El instinto de protección, hizo que se abrazara así misma como si pudiese aislarse de lo que iba a suceder allí. Por primera vez en su vida sintió miedo, miedo a lo desconocido, temiéndose que don Diego de la Cueva la hubiese delatado por un beso. Si ese era el caso, a lo mejor los Reyes pretendían que se marchara de la ciudad o a lo mejor algo peor, castigarla por aquel pecado. De todos era conocida la famosa prisión de religiosos de Úbeda para corregir los comportamientos licenciosos de ciertos miembros de la Iglesia y que la Inquisición no aprobaba. Las hermanas del convento habían contado horrores de lo que allí pasaba. Decían que aquello era peor que el mismo infierno, que uno prefería estar muerto a caer en manos de Diego de Deza.
—¡Adelantaos hermana Clara María! Os estaba esperando.
Diego se tensó al escuchar el nombre de su ángel en boca de la Reina Isabel y levantó la cabeza como un resorte mirando detrás suya la frágil y pálida figura que avanzaba hacia él. Sus ojos entrecruzaron sus miradas un segundo y pudo contemplar el miedo que aquella situación le producía. Su respiración se aceleró al comprender que Clara estaba completamente asustada y nerviosa. La rabia le embargó, no la había visto nunca en esa tesitura y comprobó del peor modo posible que aquello le desagradaba sobremanera. Si pudiera consolarla para hacerle sentir segura, lo haría en ese mismo instante pero la presencia de los Reyes se lo impedía.
—No sé si conocéis al caballero don Diego de la Cueva... —dijo la Reina mirándola con atención—. Dado que ambos proceden de la misma ciudad... —dejó caer la noticia la monarca como si tal cosa.
Se había propuesto no volver a ver a Clara y no era justo que la Reina la mandase llamar justo en ese momento, cuando debía conocer a su prometida. Y cómo era eso de que Clara María era de Úbeda, no comprendía cómo aquello era posible. Pero el recuerdo infantil de una niña entre las monjas vino a su mente..., qué tonto había sido, Clara era aquella niña que de pequeña vio aquel día en el zoco y que jamás había vuelto a ver.
El cuerpo de Clara María se aproximó hasta situarse junto al del caballero. Diego de la Cueva no le había dirigido la palabra pero su cara de sorpresa cuando la Reina la nombró, le indicó que el caballero era ajeno a los propósitos por los que estaba allí por lo que seguramente los Reyes no sabrían nada de eso beso prohibido. Clara soltó lentamente el aire contenido, intentando controlarse.
—Sí su alteza, atendí al caballero en la enfermería el otro día... —respondió Clara María con voz temblorosa.
—No tenía conocimiento de que hubiese caído herido... —añadió el monarca.
—Sí señor, nada de gravedad, leves heridas de la escaramuza —añadió Diego restando importancia al asunto.
A lo mejor alguien les había visto besándose y aquello traía consecuencias para ambos. No le importaba lo que le pasase a él pero si Clara era castigada por su culpa no lo iba a permitir.
Clara miraba al frente sin poder dejar de temblar a pesar de que se cogía sus manos delatoras por delante de su hábito, estaba seguro que Diego de la Cueva se percataba de su incontrolado estado.
—No os preocupéis hermana, veo que estáis demasiado pálida —dijo la Reina que se dio cuenta de la intranquilidad y el desasosiego que embargaba a la joven—. No debéis temer nada, estáis bajo la protección de vuestra Reina.
El Rey Fernando continuaba mirando con atención a su esposa sin comprender lo que se proponía.
Diego apretó los dientes si cabe más todavía. Clara no solo estaba asustada, estaba intentando controlar unos pequeños temblores que parecían dominarla y hasta la Reina se había percatado de su lamentable situación. La preocupación por ella estaba dando paso a su enfado.
—Necesito que sepáis la gran nueva, pronto acabará el asedio a Granada sin embargo..., he determinado que cuando todo termine vuestra presencia aquí no sea necesaria, regresaréis hasta a Úbeda —dijo la monarca.
El corazón de Diego se olvidó de latir al escuchar ese hecho porque si ya era difícil tener que decir adiós a su ángel, más duro sería sabiéndola entre los muros de algunos de los conventos de la ciudad. El destino tenía un extraño sentido del humor pero seguía sin comprender que pretendía la Reina con la presencia de ambos allí. A lo mejor la Reina pretendía que custodiara a Clara para asegurarse que llegase sana y salva a la ciudad.
—Vuestro buen hacer y laboriosidad es muy apreciada por vuestra Reina, no me habéis defraudado en ningún momento desde que os conocí pero creo que vuestro destino no está precisamente entre las paredes del convento de las hermanas Clarisas. Ha llegado el momento de que sirváis a sus majestades de otro modo... —aseguró la Reina.
El Rey Fernando continuaba atento el desarrollo de la conversación.
—Gracias su majestad —contestó Clara María al comprender que la Reina tenía otros propósitos en mente para ella y que el castigo no estaba entre ellos.
La Reina Isabel permaneció solamente unos segundos mirando fijamente a Clara María, pero aquellos instantes se hicieron eternos para ambos jóvenes y más, cuando la Reina posó la mirada de uno a otro sin sentido.
—He determinado que abandonaréis la vocación de religiosa y os desposaréis con el caballero Diego de la Cueva.
Diego se quedó sin aire, su corazón empezó a latir desbocado ante la proclama real. El rictus de su boca se distendió y sus hombros se relajaron. Casarse él con su ángel, no podía ser verdad pensó totalmente incrédulo mientras la alegría se desbordaba en su interior, tuvo que contenerse para no mostrar en público su agitado estado. Ni siquiera se atrevió a comprobar la reacción de ella.
—No comprendo... —dijo Clara María tartamudeando.
La Reina apiadándose de la pobre hermana que era prácticamente una niña, bajó los tres escalones que la separaban de la joven y le cogió ambas manos afectuosamente.
—¡Estáis helada muchacha! Ya os he dicho que no hace falta que temáis... —expresó la monarca mientras con una mano sujetaba las manos de Clara y con la otra mano libre la Reina levantaba el rostro asustado de la joven—. En unos días, te desposarás con el joven Diego de la Cueva. No debes preocuparte por tu nueva vida, estoy segura que el caballero aquí presente os tratará bien y que os dejo en buenas manos, ¿verdad joven Diego? —preguntó inquisitiva la monarca volviendo la vista hacia el caballero.
—Juré por mi honor servir a sus Majestades y defender la vida de cualquier inocente, Clara María no deberá temer nunca ningún mal de su esposo..., la protegería con mi propia vida si fuese necesario —aseguró Diego intentando no demostrar la euforia de sus sentimientos en aquellas palabras.
Tanto Clara María como la Reina Isabel volvieron sus miradas hacia él mientras confesaba tal lealtad. La Reina Isabel asintió con la cabeza mientras la monarca volvía la vista hacia su propio esposo, la sonrisa iluminaba el rostro de ambos monarcas.
—No esperaba menos de vos, espero que sepáis valorar el tesoro que os concedo.
Diego asintió satisfecho e intentando mostrar su agrado contestó a la Reina:
—Y por ello, os estaré eternamente agradecido.
En ese momento Clara María interrumpió su estado catatónico y con voz baja pero audible confesó a la Reina Isabel:
—Pero su alteza, yo no estoy a la altura del caballero don Diego de la Cueva. Es de su conocimiento que nunca fui educada como una noble dama, ni sé cómo hay que hacerlo. No vengo de familia noble, estaba preparada para consagrarme a Dios...
—Tonterías... —sonrió su alteza—. Sois una de mis pocas damas que puede hablar latín con fluidez y tenéis conocimientos de tantas artes que seguramente igualáis a vuestro futuro esposo y en cuanto a lo que os falta por aprender, estoy segura que el Caballero Diego de la Cueva os instruirá en lo que haga menester...
Diego sonrió ligeramente, Clara estaba intentando desembarazarse de él y completamente asustada como haría cualquier cervatillo, intentaba justificar la inadecuado de su compromiso, pero no lo permitiría. Era su prometida desde ese mismo momento y así se lo haría saber. No deseaba a ninguna otra que no fuese ella.
—Si me lo permitís su alteza... —pidió permiso Diego para hablar.
La Reina Isabel asintió, momento que aprovechó Diego para volverse hacia Clara y agachándose delante de ella, se hincó de rodillas en el suelo, mirándola fijamente.
—"Yo, don Diego de la Cueva declaro ante vos Clara María investido del poder que me ha sido concedido y en presencia de Dios Nuestro Padre así como de sus majestades los Reyes Fernando e Isabel que os declaro solemnemente como mi prometida y con el corazón en la mano os hago saber que acepto gustoso el honor que su alteza la Reina Isabel ha querido concederme para desposarme con vos y juro como caballero mostraros eternamente mi lealtad si me honráis en aceptar este casamiento para convertíos en mi señora y soberana haciéndoos entrega de mi fidelidad, cuidados y protección de por vida así como de los hijos que Dios se digne a concedernos, juramento que sostendré hasta el final de mis días y llegada mi muerte".
A Clara María se le humedecieron los ojos, no estaba preparada para esa declaración de lealtad y de fidelidad. Acongojada fue incapaz de decir una sola palabra más.
Con el rostro serio, Diego de la Cueva la miró.
—¿Qué respondeís? ¿Me aceptáis? —preguntó Diego sin pestañear.
Clara María se dio cuenta que estaba permitiéndole una salida pero realmente, en el fondo de su alma, sabía que empezaba a sentir algo por ese caballero. Quizás no era una idea tan descabellada. Solo tenía una opción, así que asintió otorgándole el sí que quería.
Diego se levantó del suelo eufórico y mirando de nuevo hacia la Reina Isabel continuó hablando.
—Esperaremos a la conquista de la ciudad de Granada y a la liberación de mi padre para celebrar los esponsales si su alteza lo considera conveniente —sugirió Diego.
—Por supuesto, Diego de la Cueva, hay mucho que hacer para entonces pero tenga por seguro que Clara María estará preparada cuando llegue el momento. Yo misma me encargaré de los preparativos.
—Gracias su majestad...
—Felicitaciones Diego de la Cueva, quisiera añadir algo más al deseo de la Reina... —dijo el Rey Fernando levantándose del sillón—. Es deseo de vuestro Rey que por los hechos acontecidos durante la entrada a la Ciudad de Granada seáis recompensados pero debo deciros, que en vuestro caso añadiré un regalo de bodas especial que luego os lo comunicaré.
—Gracias su alteza —contestó Diego de la Cueva.
—Podéis retiraros... —añadió el Rey Fernando.
Tanto Clara María como Diego se inclinaron delante de los Reyes y realizando el saludo de cortesía salieron ambos del gran salón. El Rey Fernando comprobando la salida de ambos jóvenes le preguntó a su esposa:
—¿Desde cuándo os habéis metido a casamentera esposa mía?
—Sabed esposo mío que esa joven que acaba de salir, es la hija bastarda de Francisco de Molina. He unido ambas familias y espero que de aquí en adelante se acabe la contienda.
—Sabia decisión, yo no podría haberlo hecho mejor.
La Reina Isabel sonrió.
Diego que iba a la zaga de Clara intentaba mostrarse serio en ese momento mientras la pobre no era capaz ni de mirarle.
—¿A dónde os dirigís? —preguntó Diego nada más salir del salón.
—¿Cómo...? —preguntó Clara desconcertada.
—¿Qué a dónde pensabais ir? —preguntó de nuevo Diego.
Clara María no disimuló el gran suspiro que salió de lo más profundo de su interior y recobrando el habla se detuvo contestándole:
—Al hospital, voy al hospital...
—Os acompaño... —añadió Diego sin dejar de sonreír.
—No es necesario don Diego —declaró Clara María alarmada de repente.
—Insisto..., es mi deber acompañar a mi prometida —contestó Diego.
—No comprendo qué beneficio sacáis con todo esto, lo que dije en el interior del salón, era cierto. No procedo de una noble familia y no recibiréis ninguna dote por mi, ni beneficio económico alguno con este casamiento quizás deberíais buscar a otra... —declaró Clara María.
—Si hubiese querido realizar algún matrimonio ventajoso para el linaje de los Cueva, te aseguro que llevaría casado bastante tiempo pero puedo confirmaros que no es ese el motivo que me mueve.
—¿Y qué motivo os mueve entonces? —preguntó inocentemente Clara.
—Vos..., vos sois lo único que me podía inducir a casarme de buen grado. Había aceptado el hecho de desposar a alguna joven dama pero debo confesaros que solo lo habría hecho con la única intención de arrancaros de mi pensamiento. Os llevo en la mente a cada momento del día y si el beso del otro día significó también algo para vos, solo espero con ansia el día que me aceptéis como vuestro esposo, no podría haber dicha más gozosa ni recompensa mayor que seáis la dueña de mi corazón. No renunciaría a vos ni por todo el oro del mundo... —declaró Diego de la Cueva mirándola con intensidad.
—No deberíais hablar así..., la gente podría escucharos —declaró Clara María nerviosa y abochornada mirando a su alrededor.
—Entonces ¿accedéis? —preguntó de nuevo Diego.
—¿A qué?... —preguntó Clara con evidente irritación.
—A que os acompañe hasta el hospital.
—Pero la gente hablará de vos y de mí... —declaró Clara nerviosa.
—Para mañana todo el campamento de Santafé sabrá que me desposaré con vos —afirmó rotundamente Diego—. Así que no temáis por las habladurías, prácticamente sois mi esposa, la Reina Isabel así lo ha decretado.
A Clara María le dio un vuelco el corazón, había pasado de estar prometida con Dios a estar prometida con un caballero y en tan solo en un día.
—Os arrepentiréis y luego no habrá solución... ¿Estáis completamente seguro de lo que hacéis? —preguntó de nuevo Clara María.
—Como que existe un Dios en el cielo... —sonrió Diego.
—Está bien, veo que no podré convenceros de lo contrario, decidme Diego de la Cueva... ¿siempre os salís con la vuestra?
—Casi siempre... —confesó Diego.
—Ya os confieso que no os llevaréis un dechado de virtudes, suelo dar mi opinión la mayoría de las veces y suelo meterme en jaleos en más de una ocasión.
Diego sonrió de dicha al escuchar esas últimas palabras intentando disuadirle pero encantado de comprobar que por fin aceptaba el enlace.
—Consideradme vuestro adalid, os defenderé y os sacaré de todos esos apuros en los que os encontréis.
—¡Oh! Ya veo que no os tomáis en serio mis defectos, está bien ya los iréis descubriendo, luego no digáis que no os avisé —dijo Clara mientras comenzaba a andar dejándole atrás.
Diego sonrió durante unos segundos más mientras escuchaba la encantadora voz de ella recriminarle.
—¿Me vais a acompañar o no?
—Toda la vida si me dejáis... —dijo Diego en voz baja mientras con grandes zancadas avanzaba hasta ella y se ponía a su par—. No os arrepentiréis nunca...
No hicieron más palabras, ambos se comunicaban con la mirada. Una débil sonrisa iluminó el rostro de Clara y Diego no pudo sentir más dicha excepto la que ella le haría sentir delante del altar cuando llegase el momento.
Nota de la autora:
Todos mis libros tienen alguna canción que me ayudan a inspirarme cuando escribo. Si esta historia tuviera banda sonora, sin ninguna duda sería esta.
HAUSER- Benedictus
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