Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 24 (Último capítulo)

<<Confía en el Señor, y haz el bien; habita en la tierra, y cultiva la fidelidad>>. Salmos 37:3.


Diego y los suyos se quedaron a solas, hasta el Adelantado había salido de forma precipitada sin esperarlos.

—¿En verdad vais a permitir que el asesino de vuestro padre salga impune? —preguntó Luis.

     Clara desvió la mirada hacia el amigo de su esposo y de pronto, toda su alegría se esfumó de un plumazo.

—Este no es el lugar más adecuado para hablar de eso... —contestó Diego.

—Nadie nos escucha —insistió Luis.

      Juan y Antón, que estaban detrás de Diego, miraban a ambos. Permanecían serios, pero era indiscutible que algo tenían que decir al respecto.

—¡Luis, por lo que más queráis, no continuéis con esto! Don Francisco acabará sus días encerrado en un convento, ¿es que no os basta con eso? —preguntó Clara descompuesta.

—¡Mediocre consuelo ese! Es bajo tierra donde debería pasar el resto de su existencia y perdonadme que os lo diga así —contestó Antón.

—¡Antón! No quiero que os dirijáis a mi esposa de tal modo. Ya os he dicho que éste no es el lugar, ni el momento para hablar de eso. Marchémonos de aquí y busquemos al Adelantado —contestó Diego.

      Clara se asustó al comprobar que Diego pensaba dejarla al margen de todo.

—¡Diego, no le hagáis caso! —le rogó Clara a Diego.

     Un súbito golpe de calor, junto a una sensación de mareo, hizo que Clara se agarrara con firmeza a la ropa de su esposo, pero de repente una bruma enturbió su mirada e hizo que se precipitara hacia el suelo.

—¡Clara! —gritó Diego al que no le dio tiempo suficiente a recoger a su esposa.

     El golpe seco de su cabeza retumbó sobre las paredes y los hombres se precipitaron de golpe hacia ella, pero fue Diego quien la cogió entre sus brazos.

—¿Qué le sucede? —preguntó Juan preocupado.

     Angustiado de ver el tremendo golpe que se había dado Clara, Diego apenas susurró:

—Lo que más me temía... Todo esto es demasiado para mi esposa, y maldita sea mi estampa si permito que ella enferme por culpa de unos y otros. Nadie hablará nada delante de ella ¡Nada! —sentenció Diego mientras izaba el cuerpo desmayado, apoyándolo sobre su pecho.

—Lleváis razón, no hemos tenido en cuenta por todo lo que ha pasado —aseguró Antón preocupado al comprobar el estado en que se encontraba la mujer de Diego.

—Busquemos al Adelantado y salgamos de aquí —dijo Diego sin querer añadir nada más.

     Los hombres no replicaron ante lo sucedido.


—¡Reverencia! Si me lo permitís, desearía hablar con vos, a solas —dijo el Adelantado mirando de frente a los tres hombres.

     Torquemada, don Diego de Deza y don Francisco de Molina miraban con insolencia y prepotencia la figura del Adelantado de Cazorla, pero pese a eso, Rodrigo no se dio por vencido.

—Podéis decir lo que gustéis delante de estos dos hombres —contestó el de Deza.

—Insisto, a solas... —volvió a reiterar.

     Al Inquisidor de Úbeda no le gustó la obstinación del Adelante, pero sentía mucha curiosidad por saber qué deseaba expresarle.

—¡Adelántense! No tardaré... —sugirió el Inquisidor a Fray Tomás y al de Molina.

     Los hombres asintieron y abandonaron el lugar, sin mirar atrás.

—¡Hablad! ¿Qué es eso que os urge tanto saber y que no habéis podido decir delante de los demás? ¿Acaso vuestra alma necesita ser reconfortada en confesión?

     Rodrigo lo miró solo unos segundos y sin titubear, contestó la pregunta

—Ni mi alma necesita ser reconfortada, ni he cometido ningún pecado mortal que vuestra reverencia necesite perdonar. Estoy ante vos por otro motivo.... Decidme, ¿por qué no atendisteis la misiva que os hice llegar antes de la ejecución de los judíos? Sabíais que el físico no era un hombre judaizante y que el único delito que os causó, fue atender a los Cueva, en especial a don Diego.

—¿Quién os creéis que sois para acusarme de un acto tan vil? Os haré arrestar por eso...

—Y yo demostraré ante el Santo Oficio la relación estrecha que os une con el Molina y que solo lo hicisteis para beneficiaros. ¡Contadme! ¿Qué os prometió?

—¡Injurias! Llevaré vuestra acusación ante el Rey si es preciso...

—Y yo ante el mismo Papa si es necesario... —contraatacó Rodrigo.

—¿Cómo osáis a difamarme con tal agravio? ¡Estáis atentando contra un hombre de Dios!

—Estáis exagerando, su reverencia... Nada tengo contra vos, solamente contra vuestros actos. Y ahora decid, ¿qué os prometió el Molina si quitabais de en medio a don Diego de la Cueva?

—Me estáis acusando de ir en contra de los mandamientos de Dios y de incumplir el más grave de sus pecados. Nuestro Señor dio la vida por nosotros...

—Si tanto os importa ese pecado, ¿por qué permanecisteis impasible ante la muerte de Don Luis de la Cueva? No hicisteis nada por evitarlo y os limitasteis a contemplar el atropello.

—Esa insinuación no quedará impune, os lo aseguro... Tendréis noticias mías —aseguró el Inquisidor.

—Las estaré esperando con impaciencia, su reverencia —contestó Rodrigo.

     El puente de la nariz del Inquisidor se elevó al coger el aire que parecía faltarle y estaba ya dándose media vuelta, cuando Rodrigo insistió nuevamente.

—¿Qué habéis hecho con la judía?

     El Inquisidor se detuvo nuevamente y mirándolo con extrañeza le preguntó:

—¿De qué judía habláis? ¿No sé a qué os referís?

—De la hija del físico, de la judía... ¿Qué hicisteis con ella? —insistió Rodrigo.

—No sé de quién me estáis hablando, pero imagino que estaréis acusándome de otro delito más. No olvido una afrenta, Adelantado.

—Ni yo tampoco, su reverencia —dijo Rodrigo mientras comprobaba cómo su esfuerzo por saber del paradero de Sarah se esfumaba por el aire.


     Diego cerró la puerta de la alcoba y miró a los hombres que permanecían en silencio.

—¿Cómo está? —preguntó Juan.

—Descansando. Ya está recuperada, pero cada día está más alicaída.

—Sí, lo hemos notado.

—¿Y entonces...? —preguntó Luis.

     Diego se mesó los cabellos mientras caminaba por la sala. En el centro de ella, los hombres esperaban sentados alrededor de la mesa a que Diego dijera lo que opinaba.

—Estoy preocupado por mi esposa. Es evidente que los últimos sucesos, están mermando su salud y tengo dos hijos que necesitan a su madre —dijo Diego sin querer entrar en el detalle que quien más la necesitaba era él—. Desde que nacieron, han estado dando tumbos de un lugar para otro y aunque la sentencia de los reyes, no es de mi complacencia, por lo menos me da un respiro para hallar la tranquilidad que mi familia se merece. No niego que me hubiese gustado ver al Molina muerto, pero tampoco se me olvida la forma indigna de proceder que tuvo mi padre.

     Algunos de los hombres miraban con incredulidad a Diego, pero otros compartían su opinión.

—Diego lleva razón. Don Luis mandó apalear a mi propio hermano con el único fin de deshacerse de la esposa de Diego. Y por si se os ha olvidado, los siguientes meses fueron de penalidades, creyendo muertos a mi hermano y a Diego y por si fuera poco, doña Clara tuvo su propio calvario; no sé por lo que pudo pasar esa joven en casa de ese mal nacido sabiendo que su esposo había muerto y teniendo que criar dos criaturas entre los muros de ese castillo, viéndole todos los días la cara a ese Francisco Ruiz. La gran mayoría de los aquí presentes tenéis familia, y entre la guerra de los moros y las maquinaciones de don Luis y de don Francisco, llevamos mucho tiempo sin saber de nuestros seres queridos que también nos necesitan. No me gusta el destino de don Francisco, pero si ha de pasar los últimos años de su vida pudriéndose dentro de un monasterio, ¡¡sea!! No seré yo quien le exima de la condena. Hay muchas familias que dependen de Diego, los campos continúan sin sembrar y nuestras familias tienen que comer. Es tiempo de regresar... ¿O vamos a continuar con esta contienda que trajo tantas desgracias y que solo ha teñido de sangre nuestras vidas? —preguntó Antón de Alcaraz.

—Mi hermano lleva razón... —terminó por añadir Juan—. Diego tiene derecho a rehacer su vida junto a su familia. No me gusta más que a vosotros que el Molina continúe con vida, pero lo más sensato que podemos hacer es seguir hacia delante. Solo Dios dirá qué hay que hacer. Allá dentro... —dijo Juan señalando hacia la alcoba donde se encontraba Clara— hay una mujer que ya perdió a su esposo una vez. Si Diego perdiera la vida por matar al Molina, no sé... si podría afrentarlo de nuevo esa joven. Durante todo este tiempo ha sufrido en silencio, pero creo que ha llegado la hora de que miren al frente. Se lo merecen.

     A Diego se le hizo un nudo en la garganta por el apoyo tan incondicional de su amigo.

—Gracias, Juan. Te lo agradezco. Y opino lo mismo, ya hemos sufrido bastante por todo. No insistiré en reclamar la vida del Molina si ello supone un perjuicio más grave para mí y los míos. Aquí, se acaban todos los años de rencillas, peleas y muertes. Mis hijos no heredarán un camino de venganza y sangre, y si Dios lo permite, mi hijo Diego será el heredero del linaje de los Cueva y los Molina. La reina actuó en consecuencia cuando ideó mi casamiento con Clara y no seré yo, quien malogre el fruto de sus acciones. Quiero a mi esposa y no renunciaré a ella.

—¡Que así sea! —dijo el Adelantado entrando por la puerta.

     Los hombres se volvieron, mirando hacia la entrada. Don Rodrigo estaba bajo el arco de la puerta.

—¿Dónde os habéis metido, don Rodrigo? —preguntó Diego extrañado por su ausencia.

—Le reclamé a Diego de Deza su conducta, pero no saqué nada de provecho de sus palabras. Estoy seguro que se confabuló con el Molina a cambio de algo, pero algún día lo averiguaré.

—¿De verdad creíais que confesaría su delito? —preguntó Diego.

—No, de hecho esperaba que lo negase, pero eso me sirvió para averiguar algo más.

—¿Qué habéis averiguado? —preguntó Diego.

—Que la joven judía no se encuentra en la cárcel del Obispo.

—¿Sarah? ¿Habéis intentado averiguar algo de su paradero? —preguntó Juan.

     El Adelantado asintió.

—Pero por su cara de sorpresa, deduje que no sabía de lo que le estaba hablando —explicó Rodrigo.

—¿Y dónde podrá estar? —preguntó Diego.

—Tarde o temprano, lo descubriré —aseguró Rodrigo.


     Como un preso, regresaría a Úbeda, custodiado por el mismo Diego de Deza hacia el monasterio en el que se pudriría el resto de su vida. ¡Pero maldita fuera si lo permitía! Diego de la Cueva y su renegada hija, no se quedarían con todo por lo que había luchado. Antes los mataría. El problema era salir de allí sin que lo detuviesen. Los reyes habían ordenado su vigilancia a la guardia real hasta que se hallara entre los muros que se convertirían en su prisión. Su única escapatoria tendría que ser esa noche. Deambulando por la sala y medio borracho, intentaba pensar en cómo escapar de allí.

     Un criado hizo presencia en ese momento, interrumpiendo sus pensamientos.

—¡Marchaos! No os he hecho llamar —dijo don Francisco furioso mientras le tiraba al pobre hombre la copa que sostenía en la mano.

     Esquivándola, el hombre sonrió ante el evidente estado de embriaguez de Francisco.

—¡Vaya primo! ¡Qué humor gastáis últimamente!

     Sorprendido, don Francisco fijó la mirada en su primo Juan de Segura.

—¡Por Cristo! ¿Cómo os han dejado entrar? —preguntó don Francisco.

—Solo he tenido que decir que me enviaba la misma reina... —aseguró Juan de Segura.

     Trastabillando, Francisco se acercó corriendo hacia su primo y cogiéndole la ropa entre sus puños, le miró a los ojos y le dijo:

—¡Tenéis que ayudadme! No puedo acabar mis días en un monasterio. Ayudadme a salir de aquí.

     Sin embargo, Francisco de Molina no era consciente del rencor y el profundo odio que inundaba los ojos de su primo.

—¡Ayudaros! Claro que os ayudaré, para eso estoy aquí... —dijo con ironía el Segura.

—Gracias a Dios... ¡En bendita hora habéis llegado! Os gratificaré por vuestra ayuda, os lo aseguro; pedidme lo que queráis, que os lo concederé.

—¿Estáis seguro, primo? Mirad que el precio que os solicitaré será muy alto.

—Os prometo que si me sacáis de aquí, tendréis vuestra justa recompensa.

—Sea, vos lo habéis dicho —dijo el Segura— porque el precio que solicitaré, será vuestra propia vida.

     Y sin mediar más palabra, Juan de Segura sacó una daga que ocultaba en su jubón y la clavó en el costado de don Francisco, sacándola de inmediato y volviéndole a asestar dos puñaladas más.

     Francisco de Molina miró con sorpresa a su primo y horrorizado, bajo la vista hacia la daga hundida en su costado. Balbuceando de forma incrédula, solo le dio tiempo a preguntar antes de caer al suelo:

—¿Por qué?

—¿Por qué preguntáis? —se agachó su primo con el rostro desfigurado por la rabia—. Os lo diré... Vos y mi esposa os burlasteis de mí, en mi propia cara. Fui consciente de su infidelidad desde el primer momento en que supe de su embarazo y os odié desde ese mismo instante en que supe que la criatura que llevaba en su vientre era vuestra. He esperado pacientemente durante muchos años, siempre a la sombra, el momento preciso para hacer justicia por vuestra traición y ha llegado la hora; no podía esperar más a que os marcharais como si nada. Saberos dentro de un monasterio, no aliviaba el odio que os tengo de vuestras continuas humillaciones y de vuestro delito. Habéis matado al de la Cueva y ahora, soy yo quien acabará con vuestra vida. ¡Maldigo vuestra alma y espero que os pudráis en el infierno! —escupió el de Segura con todo el rencor que llevaba dentro—. Pero quiero que sepáis una cosa más. Cuando acusen al de la Cueva de vuestra muerte, quiero que sepáis que seré yo quien reclamará vuestro puesto. Iré a por vuestra propia hija y me desposaré con ella, y serán mis hijos quienes hereden todo vuestro patrimonio y el de don Luis...

     La vida se le escapaba del cuerpo, pero la magnitud de las palabras de su primo, hicieron que sacara sus últimas fuerzas. Barbotando unas débiles palabras, Francisco de Molina levantó la mano para agarrar del jubón a su primo y don Juan de Segura sintiéndose victorioso, se agachó para escuchar lo que tenía que decir. Con una sonrisa sardónica, el triunfo podía contemplarse en la mirada del Segura.

—No he dicho todavía mis últimas palabras... —dijo el Molina con un ímpetu sobrenatural.

—¿Cómo...? —preguntó el de Segura perplejo.

     Francisco de Molina arrancó la daga de su propio cuerpo y sin que a su primo le diera tiempo a reaccionar, se la clavó mortalmente en el cuello.

     Juan de Segura no pudo hacer nada. Intentando agarrar la mano y desangrándose encima del cuerpo de don Francisco, se ahogó con su propia sangre. Francisco de Molina murió unos segundos después diciendo:

—¡Nos veremos en el infierno, primo!


     El hallazgo del cuerpo de Molina junto al de Segura, causó un gran revuelo a la mañana siguiente. Hasta los mismos reyes se personaron en el lugar, para comprobar in situ los hechos acontecidos.

—¿Qué creéis que pudo pasar? —preguntó la reina a su esposo.

—Algún tipo de rencilla familiar debían tener entre ambos para que se hayan matado entre ellos —contestó el rey Fernando.

—Y creo saber la razón... —aseguró la reina.

—¿Vos...? —preguntó extrañado el rey—. ¿Qué sabéis que yo desconozca?

—Todo tiene que ver con la esposa de don Diego...

     En ese momento, el Inquisidor de Úbeda solicitaba permiso para entrar.

—Pasad, su reverencia. Os hemos hecho regresar porque deberíaias ver esto —afirmó la reina.

—¡Por Dios misericordioso! ¿Quién ha matado a estos dos hombres? —preguntó el Inquisidor horrorizado.

—No digáis quién puesto que han sido ellos mismos quienes han acabado con sus propias vidas —dijo la reina a punto de explicar el por qué—. Quizás ha sido gracias a la justicia divina... —aseguró la reina.

—¡Alteza! ¿En serio pensáis que lo divino tiene que ver con la muerte de estos dos grandes caballeros?

—¿Grandes caballeros, reverendísimo? ¡No insultéis mi inteligencia! Que ni eran tan grandes, ni mucho menos tan caballeros.

     Diego de Deza se tuvo que tragar sus propias palabras.

—¡Explicaos, alteza! No entiendo nada —dijo don Diego de Deza con la sensación de que se perdía en algo.

—¿No era de vuestro conocimiento que la hija de don Francisco, era hija natural de doña Juana, la esposa de don Juan de Segura?

—Desconocía tal hecho, su alteza —confesó don Diego de Deza perplejo.

—Don Francisco de Molina y don Juan de Segura eran primos, pero eso no impidió que don Francisco lo engañara con su propia esposa ¿No consideráis que después de todo, se ha hecho justicia después de tantos años?

—Si lo planteáis así, mi señora, no seré yo quien os rebate tal juicio —contestó el rey.

—Don Diego de la Cueva permanece todavía en sus aposentos. Informaremos a doña Clara de los hechos ocurridos la pasada noche.

     A Diego de Deza, le daba exactamente igual que la reina informara a quien le diera la gana, pensó contrariado por el revés que había dado aquel asunto. Francisco de Molina había prometido ayudarlo en sus propósitos y sin embargo, había malgastado su tiempo perjudicando su imagen ante la reina. Todo había quedado en agua de borrajas.

—Entonces, su alteza, si me dispensáis, regresaré a Úbeda.

—¡No podéis marcharos todavía! —aseguró la reina—. Esperaréis a que preparen el cuerpo de estos dos hombres porque vais a llevaros sus cadáveres y les daréis cristiana sepultura en el lugar que consideréis más conveniente de Úbeda. No quiero que sus restos permanezcan enterrados en Granada —aseguró la reina Isabel enfadada.

—Como ordenéis, su alteza.

     Después de realizar el debido saludo de despedida, don Diego de Deza salió de la sala sin mirar los ojos de pícaro del rey.

—Admiro vuestra templanza, esposa. Nunca dejáis de sorprenderme. Sabéis golpear donde más duele, ¿era necesaria esa última orden? —preguntó el rey Fernando.

      A la reina Isabel no le causó ninguna gracia la chanza de su esposo, sin embargo, le contestó contenida:

—Como soberana no puedo eludir la responsabilidad que debo a mi reino e impartir justicia por el mantenimiento del bien y de la paz, aunque tenga que apartar la vista y mirar hacia otro lado en aras de sacrificar mi propia dignidad como mujer, pero considero que la hombría de un hombre no se mide solo en el campo de batalla. Don Francisco Molina fue un caballero que luchó a nuestro lado, lo reconozco, pero sin embargo deshonró su nombre desde el mismo momento en que mantuvo relaciones con una mujer que no era su esposa y en concreto, con la esposa de su propio primo. Sé que los hombres no dais mucho importancia a la fidelidad y que caer en ese pecado no es un grave delito, al fin y al cabo como habéis dicho en incontables veces: <<el hombre es hombre>>, pero de ahí a que esté de acuerdo con ello, va un abismo, mi señor esposo.

      El rey Fernando se quedó serio mientras le vino a la mente las infidelidades cometidas en sus primeros años de matrimonio y sin querer ahondar en esa vieja herida, le preguntó:

—¿Queréis que os acompañe a comunicárselo a doña Clara, mi señora?

—Por supuesto, no podría estar en mejor compañía que en la de vos —aseguró la reina Isabel.


Desde que la guardia real le había comunicado a Diego que debían esperar dentro de los aposentos, todos los hombres de Diego, incluso el Adelantado, se inquietaron preguntándose el motivo por el que la misma reina hubiese denegado su salida de Granada.

—¿No os parece extraño, don Rodrigo? —preguntó Diego.

—No sé qué pensar —aseguró el Adelantado—. A lo mejor a la reina se le olvidó comunicaros algo más. Desconozco qué puede ocurrir.

      Sin embargo, pese a la orden, Clara María esperaba tranquila junto a Diego, a que pudieran reemprender la marcha hacia Úbeda. En la víspera, su esposo le había asegurado que ya no había razón para su desasosiego. Diego no reclamaría ningún tipo de represalia a su padre y todos, intentarían volver a la normalidad. Regresarían al palacio de los Cueva y junto a su esposo, criarían a sus hijos lejos de rencillas y venganzas. El alivio era enorme, pero una pequeña mancha oscurecía su alma. Todavía estaba por ver que don Francisco diera su brazo a torcer. ¿Se conformaría con pasar el resto de sus días dentro de un monasterio? ¿Y si su padre continuaba con aquella horrible venganza? Temía por su esposo, a pesar de la orden real. Desde su retiro podía ordenar la muerte de Diego y nadie podría demostrar su participación en ello.

     Sentado junto a su esposa y con la pequeña en brazos, Diego contemplaba el sueño plácido de su hijo que permanecía dormido en brazos de su madre. Un silencio pesado se había instalado entre los presentes, a los cuales no les quedaba otra opción que esperar.

     Clara observó al resto de hombres. En sus rostros comprobaba la desidia que les producía tener que esperar. Estaban deseando emprender el regreso y dejar atrás toda aquella pesadilla. Pero a un ruido, procedente del exterior, todos se levantaron, haciendo una reverencia al unísono cuando los reyes entraron por la puerta escoltados por su propia guardia.

     La reina se percató en ese momento de los dos querubines y con evidente interés se acercó a los pequeños.

—¡Son preciosos, don Diego!

—Sí, su alteza —contestó Diego con orgullo.

—Un niño y una niña... —aseguró Clara con una sonrisa en su rostro.

     La reina se alegró al comprobar que sus intenciones habían sido acertadas. Había hecho lo correcto en unir a aquellos dos jóvenes de ambos linajes. A partir de ese momento, los Cueva y los Molina, serían solo uno. Con ese niño y sus abuelos muertos, toda contienda estaba acabada.

—Mi esposo y yo hemos venido a comunicaros un fatal desenlace que se produjo la pasada noche—dijo la reina sin dejar de entrever su verdadero pensamiento—. Don Diego..., debéis saber que anoche fallecieron don Francisco de Molina y don Juan de Segura—dijo la reina Isabel mientras seguía contemplando al niño dormido entre los brazos de la joven Clara—. Vuestra esposa sostiene en brazos en este momento, al legitimo heredero de don Francisco de Molina y creo, dada la corta edad de vuestro hijo, debéis ser vos quien os hagáis cargo de dirigir y velar por los intereses de vuestro hijo hasta que éste alcance la minoría de edad para hacerse cargo de sus bienes.

    Diego se acercó hacia Clara y con el brazo izquierdo que le quedaba libre, rodeó la cintura de su esposa.

     Apartando la vista sobre don Diego, la reina Isabel clavó la mirada entonces en Clara.

—Vuestra padre, don Francisco murió anoche a manos de su primo, don Juan de Segura y creo que vos y yo, podemos hacernos una idea del por qué y aunque esté mal decirlo en estos términos, no oculto mi satisfacción personal por las muertes de esos dos hombres. Os aliviará saber que podéis marchar tranquilos. Espero que el Señor bendiga estos dos niños y les depare un futuro más dichoso que el que han tenido hasta ahora —aseguró la reina con una enorme solemnidad—. ¡Don Diego! Espero que no defraude nunca la confianza que vuestra reina depositó en vos...

     Clara María no reaccionó a las palabras de la reina, pero Diego sí.

—Nada me causará mayor placer, su alteza que honrarla. Dedicaré el resto de mis días a servir a mis reyes y a cuidar de mi familia.

—¡Que así sea! —añadió la reina Isabel.

     Los presentes aprobaron con satisfacción las palabras de la reina. Y cuando ambos soberanos no tuvieron nada más que agregar, se despidieron y dejaron a solas a los presentes.

—¿Acaban de decir que don Francisco de Molina y don Juan de Segura han muerto? —preguntó incrédulo Juan de Alcaraz.

     Sin previo aviso, Diego se sentó en el banco y a punto estuvo de caer a su hija.

—Así es, don Diego... —aseguró el propio adelantado—. Y como dice la reina, ya es hora de enterrar todo este asunto y que comiencen una vida nueva.

     Los hombres seguían sin poder creérselo. Estaban estupefactos ante la inesperada muerte de don Francisco de Molina.

—¿Ahora sí, verdad? —preguntó Clara mirando a su esposo a los ojos.

     Diego sabía a lo que se refería Clara y cogiéndola de la mano, le aseguró:

—Ahora sí, mi amor. Ya podemos decir que se ha acabado todo. Ninguna lanza volverá a pender sobre nuestras cabezas —confirmó Diego mientras sentaba a Clara a su lado y estrechaba entre sus brazos a su valiosa familia.


Ciudad de Úbeda, tres meses después.

La paz había resurgido en Úbeda como un soplo de aire fresco. Sus habitantes habían aceptado aliviados el macabro final de don Francisco de Molina y esperanzados de que la vida de todos cambiara para bien, una evidente tranquilidad se había instaurado entre sus gentes. Los partidarios de don Francisco habían terminado por aceptar al hijo de don Diego como su nuevo señor y acatando la orden de la reina Isabel, le habían jurado fidelidad, a pesar de contar con tan corta edad.

     En apenas unos meses, Clara María había florecido como una flor en primavera y para asombro de todos, lucía una incipiente barriga signo de su estado de buena esperanza. Había sido una sorpresa inesperada la incorporación de otro nuevo miembro a la familia Cueva. El orgulloso padre, que no cabía en sí de gozo, vivía feliz el día a día, asombrado por la rapidez con que crecían los gemelos y la noticia de la llegada en invierno de su próximo hijo.

     Esa mañana, se encontraban en la pequeña capilla del convento de Santa Clara. Diego y Clara María bautizaban a sus dos hijos en compañía de un reducido grupo de personas. Juan de Alcaraz sería el padrino de la pequeña Juana y don Rodrigo Manrique, apadrinaría al pequeño Diego de la Cueva y de Molina; como madrinas, la hermana Ana y la reverenda madre habían aceptado gustosas el honor.

     Tras una breve y emotiva ceremonia, los padres de los recién bautizados les agradecieron el detalle de haber accedido a ser las madrinas de sus hijos.

—No tenéis que darnos las gracias, don Diego. Por Clara siempre estaremos dispuestas a hacer todo lo que sea necesario. No se olvide que durante mucho tiempo, fue una más entre nosotras, por no decir que se convirtió en la hija que nunca tuvimos —agregó la reverenda madre mirando con adoración a Clara María—. ¿Os he dicho hija que estáis radiante?

—No, reverenda madre —dijo Clara María avergonzándose.

—No habéis cambiado para nada, seguís siendo la misma niña ingenua y por lo que veo, seguís sonrojándoos de la misma manera —sonrió la reverenda.

—Me temo que mi esposa no cambiará nunca y deseo que así sea. No cambiaría nada de su persona. La quiero tal como es.

       Aquellas palabras hicieron suspirar y sonreír al resto de hermanas que escuchaban la conversación.

—Os habéis llevado el tesoro más grande de este convento, don Diego —dijo la religiosa.

—Lo sé y me siento afortunado por ello, reverenda madre. Gracias por cuidar de ella... Ya sabéis que si necesitaran algo, tan solo tenéis que decírmelo.

—Gracias don Diego, aquí tenemos todo lo necesario, pero no olvidaré sus palabras. Y ahora, creo que sus hombres están impacientes... —dijo la reverenda acercándose a la puerta del convento.

—Sí, vamos a celebrar en palacio una pequeña comida por el bautizo de mis hijos —aclaró don Diego—. ¿Seguro que no quieren acompañarnos? —insistió de nuevo Diego—. A Clara María les encantaría compartir este día con ustedes.

—Le agradecemos la invitación, pero nuestra Clara ya sabe la máxima que siempre nos ha gobernado. Me temo, que ya hemos sido demasiado ociosas esta mañana. Las obligaciones nos requieren nuevamente, ¿verdad, hermana Ana?

     La hermana Ana que no compartía la misma opinión, apretó el cejo y con un suspiro, asintió.

—Lo que usted ordene, reverenda madre.

      Los presentes dejaron entrever unas pequeñas sonrisas cuando contemplaron el falso rictus que se entreveía en el rostro de la hermana Ana.

—¡Vayan y disfruten! Se lo han ganado.

—Gracias, reverenda. ¡No sé qué hubiese hecho todos estos años sin ustedes! —admitió Clara con lágrimas en los ojos.

—Ni nosotras tampoco, hermosa niña. Nosotras tampoco. Has sido la luz que has iluminado nuestras vidas.

    Cuando Diego comprobó el cariz que empezaba a tomar la despedida, se apresuró y cogiendo a Clara de la mano, le preguntó:

—¿Vamos?

     Clara asintió y sin poder mirar hacia las hermanas, salió del convento agarrada a su esposo. Cuando llegaron a la altura de los demás, Diego le preguntó a su esposa.

—¿Todo bien?

    Los ojos de Clara María eran tan transparentes como su alma. En ellos se podía contemplar la inmensa paz y felicidad que la embargaba. Por muchos contratiempos y problemas que surgieran en un futuro, nada temería junto a su esposo.

—¡Todo bien! —añadió sonriendo.

—¡Pues marchémonos a comer! ¡Qué tengo hambre! —exclamó Antón sonsacando una carcajada a los presentes.

—¡Cómo no! —susurró Juan que iba al lado de su hermano.

     Solo cuando el pequeño grupo de personas, desapareció de la vista de la reverenda madre, ésta cerró la puerta del convento y dijo para sí misma suspirando:

—Confía en el Señor, y haz el bien; habita en la tierra, y cultiva la fidelidad.


FIN

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro