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Capítulo 22

<La cólera da ingenio a los hombres apagados, pero los deja en la pobreza>>. Isabel de Castilla.

Diego esperaba en el interior del convento, el regreso de sus hombres, por lo que al escuchar los golpes en la puerta, abrió de inmediato.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué ha sucedido, Luis?

—Dejadme pasar y os lo explicaré... —agregó el hombre al que le faltaba el aliento.

      Las hermanas miraron con preocupación a la joven que se hallaba inconsciente. Cerrando la puerta de inmediato, Diego y las religiosas se apresuraron a atenderlos.

—¿Está herida? ¿Y los demás? —preguntó Diego preocupado mientras Luis depositaba a la muchacha en el suelo.

—No, solo se ha desvanecido. Y los demás..., se fueron por las calles aledañas para despistar al de Molina. Deben estar al llegar; no tardarán.

—¿Qué ha sucedido para que la joven haya regresado de tal modo? —preguntó la reverenda madre.

—Lo peor que podía suceder, reverenda madre. Han quemado en el centro de la plaza a los judíos apresados y entre ellos, se hallaba su padre. Los hermanos Alcaraz no pudieron hacer nada. Y la muchacha, quiso presenciar la ejecución. No pude negarme.

       Diego cerró los ojos al instante, consternado por la noticia.

—¡Qué desastre! ¡Todo ha salido fatal! Debería haber ido yo mismo —añadió Diego tapándose la cara.

—¡Pobres almas! —añadió la reverenda madre persignándose—. ¡Hermana Ana! Traedme el ungüento que guardamos para estos casos.

—Sí, reverenda madre —contestó la religiosa, levantándose el hábito y echando a correr hacia el dispensario.

—No hubieseis conseguido nada. La sentencia estaba firmada. A lo sumo, os hubiesen apresado también a vos. El Inquisidor estaba acompañado por el Molina.

       En ese momento, más golpes aporrearon la puerta y Diego se aproximó corriendo, permitiendo el paso al resto de los hombres, que entraron respirando de forma agitada.

—¡Cerrad de inmediato! Los hombres de Molina nos siguen —ordenó uno de los soldados.

—¡Guardad silencio! Las voces alteradas pueden escucharse desde fuera —advirtió Juan de Alcaraz a los demás.

—¿Os han visto entrar aquí? —preguntó la madre reverenda alarmada.

—No hermana, no les ha dado tiempo a alcanzarnos.

      Varias hermanas que se habían aproximado a la entrada, al escuchar el jaleo, miraban con un temor reverencial la presencia de aquellos hombres dentro del convento. Su superiora, se dio cuenta y las tranquilizó.

—¡No temáis, hermanas! Son hombres de buena fe. Debemos abandonar esta entrada, si queremos que no nos escuche. Síganme todos.

       Cuando los hombres, escucharon a la religiosa impartir la orden, se apresuraron a obedecer sin rechistar, conocedores del apuro en que se verían inmersos si los soldados del Inquisidor les descubría dentro del convento. Tanto las religiosas como ellos, tendrían que asumir graves consecuencias. Sin excepción de nadie, todos abandonaron la entrada.

      En cuanto llegaron a una gran sala, Luis depositó a la muchacha en uno de los sencillos bancos que adornaban aquella estancia.

     La hermana Ana no tardó en aparecer con el ungüento y en cuanto la joven Sarah, lo tuvo junto a la nariz, empezó a recobrar la consciencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la joven, todavía atontada, moviendo la cabeza de un lado para otro.

—No os mováis, todavía no estáis bien —dijo la madre reverenda.

     Sarah escuchó la voz de una mujer e intentó enfocar la mirada hacia ella. Tan solo unos segundos bastaron para que Sarah recordara los últimos instantes vividos por su padre y sin poder evitarlo, se dobló sobre sí misma llorando desconsolada.

—¡No gritéis aquí, joven Sarah! Pueden escucharos y nos pondríais en peligro a todos —advirtió la reverenda madre cogiendo la mano de la joven.

      Sarah, miró a la mujer con lágrimas en los ojos y asintió, mordiéndose los labios para evitar que un grito desgarrado saliera de su interior.

      Juan la contempló con impotencia, pensando en la terrible injusticia cometida. Por intentar salvarle la vida, el judío había tenido que pagar con la suya. Todo aquello había sido por su culpa. Si el hombre no lo hubiese atendido, en ese momento estaría vivo.

—Os daremos algo que os pueda calmar —sugirió de nuevo la madre reverenda—. ¡Hermana Ana! Ordenad que cuezan a la joven Sarah algunas hierbas para tranquilizar esos nervios.

—Voy de inmediato, reverenda madre.

     En cuanto la religiosa abandonó el lugar, el silencio en el lugar se hizo sobrecogedor. Todos los presentes contemplaban a la muchacha conscientes de la precaria situación. Habían sido testigos mudos del acto ominoso y abominable, que merecía ser condenado. Pero Sarah, no era consciente de lo que la rodeaba porque lo único que tenía en mente, era el cuerpo en llamas de su querido padre. Verlo quemarse en la hoguera, había terminado por destruir su única esperanza.

       Diez minutos después, la hermana Ana volvía a aparecer con un cuenco.

—¡Tomad! ¡Bebed esto! Os calmará —aconsejó la hermana Ana.

       Sin saber cómo, Sarah se vio incorporada por una monja, mientras que otra introducía un líquido amargo en su boca que tuvo que tragar.

—¡Es suficiente! —ordenó la reverenda madre.

      Mientras tanto, Diego interrogaba a los hombres.

—¿Qué sucedió para que no llegarais a tiempo? —preguntó Diego.

—El Inquisidor se negó a recibirnos —contestó Juan de Alcaraz.

—El muy condenado tenía ya preparado el estrado para la ejecución.

—¿A pesar de la orden del Adelantado? —preguntó Diego indignado.

—A pesar de eso, señor —aseguró uno de los soldados—. Ese hombre, llegó incluso a mofarse en nuestra propia cara. Ignoró por completo la orden del Adelantado. A mi señor, no le gustará saberlo.

—¡Maldita sea su alma! —gritó Diego.

—¡No olvidéis que estáis en la casa de Dios! —reprendió la reverenda madre la actitud impulsiva del hombre.

       Diego miró avergonzado a la religiosa y dándose cuenta de sus palabras, se calmó de forma instantánea.

—¡Perdonadme, reverenda madre! Se me olvidó por completo donde estábamos...

—Es comprensible, dada la situación —contestó la religiosa asintiendo con gesto serio.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Antón—. ¿Creéis que nos estarán esperando?

—Francisco de Molina me ha reconocido —advirtió Juan.

—Entonces, sabe que estoy en la ciudad... —aseguró Diego.

—Por la sonrisa que mostraba su rostro, debió imaginárselo. Aquí corremos peligro, Diego. Este será uno de los primeros sitios en el que nos buscarán —contestó Juan.

—Entonces, ¿os marcharéis de inmediato? —preguntó la reverenda madre que había estado atenta a la conversación—. ¿Creéis prudente hacerlo?

—Lo más prudente es esperar el amparo de la noche, hermana. Sin embargo, nuestros enemigos deben hallarse casi a las puertas de este convento —señaló Diego—. Será imposible salir, sin un enfrentamiento sangriento.

—Don Diego... hay una salida oculta en el convento que os puede conducir fuera de la ciudad.

     Soldados y hombres de Diego de la Cueva, miraron con interés a la religiosa.

—¡Madre! Sabed que vuestra divina ayuda, nos salvará de morir hoy —contestó Antón de Alcaraz.

       La religiosa se volvió hacia aquella voz y sonriendo con un halo de dulzura, le corrigió.

—Sabed noble caballero, que no hago milagros. Tan solo, habéis tenido suerte de que en el convento se halle una salida para casos improvistos.

—¡Alabado sea el Señor! De todos modos, nos habéis hecho un gran favor, acogiéndonos en el interior de este lugar. Sin el apoyo de ustedes, posiblemente no estaríamos a salvo —añadió Diego.

—Por desgracia, poco hemos podido hacer entre todos para salvar la vida del físico —añadió la reverenda madre.

      En ese instante, una religiosa entró corriendo con cara de asustada.

—¡Madre reverenda! ¡El Inquisidor solicita vuestra presencia y desea registrar el convento!

      Esas palabras sirvieron de acicate para que todo el mundo se agitara nervioso.

—Hermana Ana, acompañad a estos hombres por el pasadizo y aseguraos, que nada entorpezca su huida.

—Sí, reverenda madre —añadió la hermana Ana.

—Yo, entretendré mientras tanto a don Diego de Deza —añadió la religiosa volviéndose hacia Diego—. Aquí se separan nuestros caminos, don Diego. Espero que cuide mucho de nuestra querida Clara María y de esos niños. Espero conocerlos algún día y sepa, que continuaré rezando para que ustedes, puedan vivir tranquilos de una vez.

—Gracias, reverenda madre. Sin embargo, me temo que necesitaremos más que un milagro para que toda esta contienda acabe.

—No desesperéis. Confiad en el Señor.

—¡Vamos, Diego! Hay que irse... ¡Ya! —dijo Luis preocupado.

Diego miró a la religiosa por última vez y enseguida, abandonaron el lugar tras la hermana Ana. Sarah, que se hallaba casi mareada por el brebaje que le habían dado, caminaba deprisa mientras Juan de Alcaraz, la ayudaba sin dejarla caer.


Una vez que la reverenda madre, se halló sola en medio de la sala y se aseguró que don Diego había tenido tiempo suficiente para huir, se volvió sobre sí misma, encaminándose hacia el encuentro con el Inquisidor.

Cuatro religiosas, las más ancianas, esperaban junto a la puerta de entrada, la llegada de su superiora.

—¡Hermanas! Ya saben lo que tienen que hacer.

     Las religiosas asintieron y se colocaron detrás de la reverenda, como si se pertrecharan en espera de la batalla, dispuestas a todo; el Inquisidor no pondría un pie dentro del convento. Sus gestos serios, adustos y ásperos, daban testimonio de la testarudez que las caracterizaba y que no dudarían en utilizar.

     La reverenda madre sin amilanarse ante los golpes de don Diego de Deza, les advirtió con voz baja:

—No pongan caras de asustadas y acuérdense, de que las misericordias del Señor jamás terminan, pues nunca fallarán sus bondades —les advirtió la reverenda citando un versículo de la biblia.


—¡Por fin! —exclamó Diego de Deza al escuchar el sonido del cerrojo mientras la puerta se abría.

       Cinco religiosas, con la reverenda madre al frente, se encontraron cara a cara con él. Tal parecía que las cinco monjas parecían irritadas e incluso, a Diego de Deza le dio la sensación que estaban dispuestas a enfrentarse a él.

—¡Quítense de en medio y déjenme pasar!

—¿Se puede saber..., por qué osáis a interrumpir nuestro momento de recogimiento? Sabed que este es un lugar sagrado.

      Diego de Deza perdió los nervios al escuchar tan estúpida pregunta.

—Si no fueseis una religiosa, ahora mismo os haría encarcelar por vuestra osadía ¿Cómo os atrevéis a negarme el paso? —le advirtió Diego de Deza con una mirada fría que la traspasaba.

—Si no llevaseis ese hábito, pensaría que no estoy ante un hombre de Dios... —le contestó la reverenda madre obviando la pregunta—. Más bien..., parecéis un soldado.

—¿Cómo os atrevéis a insultarme de esa manera? Os llevaré ante el Santo Oficio...

—Refrenaos, señor... ¿De qué me acusaréis? ¿De estar rezando ante el Santísimo? Soy una devota cristiana y solo dedico mi vida a la oración —aseguró la religiosa retándolo.

     En ese instante, Francisco de Molina interrumpió el duro enfrentamiento verbal que tenía signos de acabar bastante mal.

—Estamos perdiendo el tiempo mientras discutís. Diego de la Cueva puede estar escapándose en estos momentos —susurró el Molina cerca del oído del Inquisidor.

      Diego de Deza inspiró profundo y con los dientes apretados, miró por última vez a aquella perra con hábitos.

—Algún día...

      La reverenda madre le sostuvo la mirada y con un magistral sentido del humor continuó sacando de quicio al Inquisidor.

—¿Algún día qué...? No entiendo cómo podéis vestir hábitos y estar tan lleno de odio —persistió en la contienda sosteniéndole la mirada a Diego de Deza durante unos segundos más. Y a continuación, dirigió su atención hacia el hombre que había a su lado—. He escuchado perfectamente sus palabras, don Francisco ¿Piensa que tengo a don Diego de la Cueva entre nuestros muros? ¿Está insinuando que hay hombres dentro de nuestro convento? Jamás osaría a profanar este santo lugar con la presencia de un varón. Sabed, que entre estos muros, solo nos hallamos frágiles mujeres dedicadas a Dios y a la oración. Haré llegar a la misma Reina Isabel vuestras insinuaciones maliciosas y tendréis que dar explicación de este ultraje. De todos modos, ¿qué puedo esperar de un hombre como vos? ¿Sabéis señor inquisidor...? Vos y vuestro acompañante, os hacéis valedores de la máxima de nuestra Orden; en verdad, la ociosidad es la enemiga del alma. Si estuvieseis cumpliendo con la verdadera labor que os encomendó el Altísimo, no estaríais confabulando a sus espaldas, levantando injurias contra sus propias hijas. Y ahora, si me disculpáis, continuaré rezando por las almas descarriadas de esta ciudad. ¡Que no son pocas, por cierto!

       Diego de Deza dio un paso al frente, dispuesto a acabar con la osadía de esa bruja. Sin embargo, las monjas se adelantaron y cerraron la puerta en sus mismas narices.

—Dejadlo pasar. Ya tendréis tiempo de entrarla en cintura. No os olvidéis de la cercanía de esta monja con la reina. En eso, lleva razón. No hay que tomar su amenaza a la ligera.

—¡Frágiles mujeres dice...! ¡Instrumentos del diablo es lo que son! Cuando termine con ellas..., no les quedará fuerzas ni para mover esas diabólicas lenguas. Pienso torturarlas hasta que confiesen todos sus pecados —dijo el Inquisidor apretando los puños con fuerza.

—Ahora, urge encontrar al de la Cueva. Posiblemente, haya buscado cobijo bajo el ala de su padre.

—Continuemos, pues —añadió el Inquisidor subiendo por la calle.


Minutos después, Luis de la Cueva escuchaba por boca de Juan de Segura, la noticia de que su hijo se encontraba en la ciudad.

—¿Estáis seguro de que eran hombres de mi hijo?

—Os aseguro que eran los propios hermanos Alcaraz.

     Luis de la Cueva, se levantó del sillón de madera e inquieto, se cogió las manos por detrás de la espalda y caminó cabizbajo, signo de su nerviosismo. Llevaba demasiado tiempo sin ver a su hijo.

—Si hubieseis visto la cara de vuestro enemigo, os aseguro que no estaríais tan tranquilo.

—¿Tranquilo decís? —gritó irritado don Luis—. ¿Acaso estáis ciego?

—No, señor —contestó Juan de Segura sintiéndose ofendido—. Pero vuestra actitud...

—¡Pensáis mal! Solo estoy intentando averiguar qué pretende el cabrón del Molina.

—Sus hombres no aprovechan ocasión para difamar a vuestro hijo. Insinúan que secuestró a su propia esposa y que la hija de Molina, lo despreció delante de sus hombres. Dejan entrever, que vuestra nuera quería permanecer con su padre. Que lo rechazó.

—¡Eso es una vil mentira! Después de ver el repertorio lastimero en el que esa mujer se sumió cuando creímos que mi hijo había muerto, dudo mucho que sienta tal desprecio. No sé qué pretende su padre, pero esto no me gusta.

—So pena, que hubiese sido amenazada por su propio padre a hacer esas declaraciones...

—De ese desalmado, no me extrañaría nada, pero ¿con qué fin?... A lo mejor, tampoco quiere que su linaje se mezcle con los Cueva.

—Eso, tendrá que averiguarlo.

—Saldré de inmediato. Debo hallar a mi hijo.

—¿Qué se propone hacer?

—Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo —dijo don Luis de la Cueva.

—¿Intentará tomarse la justicia por su mano...? —preguntó Juan de Segura mientras le brillaban los ojos.

     Juan de Segura llevaba mucho tiempo deseando ese confrontamiento, e intuía que había llegado el momento. Luis de la Cueva, mataría a su primo y por fin, el asumiría el mando de los Molina.

—Si acabo con el de Molina, mi hijo no correrá más peligro. Ya intentó matarlo una vez; no habrá otra.

—¿Tiene preparados a sus hombres? —preguntó de nuevo Juan de Segura asegurándose de su intuición.

—Están esperando una orden mía para acabar con ese mal nacido.


Clara María sentía una corazonada funesta. La preocupación, la estaba matando porque barruntaba que algo trágico estaba por suceder. La mandíbula le dolía de la presión con que apretaba sus dientes y el frío, no se le iba del cuerpo, a pesar de no ser un día extremadamente helado. Tenía congelada el alma. Su cara, era muestra de la gran desazón que la afligía.

—¿Qué os sucede? —preguntó una voz detrás de ella.

     Clara María, se volvió al instante.

—¿Qué hacéis levantado? —preguntó dirigiéndose hacia don Rodrigo.

     Clara dio dos pasos al frente para agarrarlo, pero el Adelantado la detuvo, levantando el brazo en alto.

—No os molestéis. Estoy harto de permanecer por más tiempo tumbado en ese camastro —determinó Rodrigo—. Necesito salir de ese maldito confinamiento. Estoy mucho mejor.

—Pero... podéis recaer.

—Os aseguro, que en peores situaciones me he visto.

—De todos modos, es muy pronto para que empecéis a andar de nuevo.

—Entrad dentro. Esperaremos noticias de vuestro esposo en el interior.

     Clara María no replicó. Obedeciendo, se puso al lado del Adelantado por si debía agarrarlo; aunque lo más seguro, era que la tirara al suelo. Era un hombre alto y su peso superaba al de ella.

       Rodrigo sentía un dolor de los mil demonios, pero la preocupación por los acontecimientos de ese día, le tenían inquieto. Comprendía a la perfección, el desasosiego de la esposa del de la Cueva.

—¿Vuestros hijos...? —preguntó Rodrigo intentando distraer a la mujer.

—Duermen. He salido solo un momento para tomar un poco de aire.

—Os ahogabais dentro —declaró don Rodrigo.

—Sí... —contestó Clara levantando el rostro hacia ese hombre—. No puedo evitarlo. Mi esposo está tardando en venir.

—No os preocupéis, vuestro esposo llegará.

      El nudo que se le formó a Clara en la garganta, le impidió contestar. Sin embargo, intentó asentir intentando mantener la esperanza.

      Cuando llegaron al interior, Clara buscó el sillón más grande y se lo acercó. Era la hora del almuerzo.

—Sentaos y comed un poco. Debéis reponer fuerzas. La naturaleza debe seguir su curso y las heridas, bueno..., llevan su tiempo el que se curen. Por mucho que queráis demostrar lo contrario, todavía no estáis bien. No podéis acelerar vuestra sanación. Solo el Señor, dispone.

       Rodrigo no contestó. Sin embargo, invitó a doña Clara para que se sentara a la mesa.

—Sentaos y compartid mi mesa. No es agradable comer solo.

—Excusadme. Lo cierto es que... he perdido el apetito.

     El hombre asintió. A él, le pasaba lo mismo.


En ese mismo instante, en las afueras de la ciudad, Diego iba al frente de sus hombres. Con la espada en la mano, habían decidido no ir por la ruta habitual que conducía a Cazorla. Así que entre los olivos, pero sin perder de vista el camino, marchaban a paso ligero.

—Parece que estamos de suerte —susurró Antón.

—Hasta que no perdamos de vista la ciudad, no estaré tranquilo —contestó Diego—. ¿Cómo está la muchacha?

—No ha abierto la boca desde que salimos del convento.

—Mejor así. Clara sabrá qué hacer en cuanto lleguemos. No hay nada mejor que una mujer para que consuele a otra —contestó Diego.

     Estaban a punto de cruzar un riachuelo, cuando un grupo de hombres armados, les salió al paso. El Inquisidor y don Francisco de Molina a su lado, le dieron el alto.

—¡Mierda! —dijo Antón.

—¡Deteneos! —gritó la voz del Inquisidor.

      Diego miró a su lado y comprobó por el rabillo del ojo que todos estuviesen preparados para la lucha.

—Si nos apresan, seremos hombres muertos —declaró Juan de Alcaraz.

—Y si no luchamos..., también —replicó su hermano.

—Pues... solo queda una opción. Que Dios nos proteja —sentenció Diego de la Cueva— ¡Muchacha! Ocultaros en esa oliva y no os mováis de ahí.

—Sí, señor —contestó Sarah con miedo mientras las manos le temblaban y obedecía la orden.

—¿Listos? —preguntó Luis.

—Listos... —contestaron todos al unísono.

      El infierno se desató en el centro de un pequeño claro. Los soldados del Adelantado, luchaban al lado de los hombres de Diego y a pesar de que los soldados del Inquisidor, los superaban en número, varios hombres del de Deza empezaron a caer.

       Diego de Deza estaba horrorizado al ver la cruel contienda que se desarrollaba ante él. Aquellos siervos del demonio, luchaban como si estuvieran poseídos. Sobre todo, el cabecilla del grupo, el tal de la Cueva que parecía imparable.

—¡Diego, a tu izquierda! —gritó Luis.

     No había terminado de gritar su advertencia, cuando el ruido de cascos de caballos, se escuchó cerca. Al frente, Luis de la Cueva hizo presencia en la contienda mientras con la mirada, buscaba a su hijo. Y cuando descubrió que continuaba vivo, gritó a voz pelada:

—¡Matad a todos los Molina!

      Francisco de Molina comprobó con una enorme sonrisa de satisfacción, la oportuna aparición de su enemigo. Era una oportunidad perfecta.


     Mientras tanto, Sarah, asustada por el cariz que estaba tomando aquella escaramuza, tomó una rápida de decisión. Si permanecía allí y la apresaban, sería ejecutada. Y no había mejor momento para huir, que en el fragor de la batalla. Nadie se daría cuenta de su marcha. Su padre estaba muerto y con sus bienes confiscados por la Inquisición, nada la ataba a aquellas tierras. Ni aquella era su lucha, ni aquella su gente. Y a pesar de que les estaba agradecida por haber intentado salvar a su padre, no debía permanecer por más tiempo entre los cristianos. Mirando por última vez a don Diego de la Cueva, se volvió presurosa por entre los olivos y se marchó dejando tras de sí, el campo de batalla.


      Diego se sintió aliviado al comprobar que su padre estaba luchando junto a él, a pesar de las diferencias que les separaban. Se sintió agradecido por el gesto a pesar de que podían haber vencido a los soldados del Inquisidor. De reojo, intentó localizar a su enemigo y comprobó que Francisco de Molina dirigía la mirada hacia su padre, mientras se quitaba de encima a uno de los soldados del Adelantado. En tan solo un segundo, el hombre miró hacia el suelo y agachándose cogió una lanza de uno de los soldados del Inquisidor. Horrorizado al comprobar las intenciones del malnacido, Diego intentó avanzar hacia delante para intentar ayudar a su padre. Clavó la espada en su adversario, pero justo cuando gritaba para advertirlo de que se mantuviera a resguardo, el arma mortal surcó el aire y fue a clavarse en el cuerpo del anciano, tirándolo al suelo e hincándolo en la tierra. Los hermanos Alcaraz, ajenos a lo que sucedía, intentaron proteger a Diego que parecía haberse vuelto loco por momentos, pero cuando miraron hacia donde se dirigía, comprendieron el motivo de tal locura. Don Luis de la Cueva permanecía lanceado e inmóvil. Y por la disposición del cuerpo, el hombre estaba muerto.

     Diego llegó corriendo hasta el cuerpo de su padre e impotente, intentó pensar cómo quitar la lanza a su padre.

—¡Padre! —gritó sin ser consciente

—¡Hijo! —dijo Luis de la Cueva enfocando los ojos sobre su vástago mientras un hilo de sangre salía de su boca..

—No os mováis. Os quitaré la lanza de inmediato. Os repondréis.

—No hay tiempo para ello —susurró el anciano moribundo.

—No digáis eso... —pidió Diego a su padre mientras intentaba levantarle la cabeza del suelo, mirando impotente su cara.

      Don Luis de la Cueva, no movió ni un solo músculo de su rostro. Su mirada permaneció fija e impasible ante el rostro de su hijo.

—Todo..., lo hice por vos. No me arrepiento... —dijo vomitando una gran bocanada de sangre—. ¡No me arrepiento de nada! —gritó mientras exhalaba su último aliento.

Y sin más, Luis de la Cueva murió.

—Que el Señor se apiade de vos —susurró Diego traumatizado, con lágrimas en los ojos.

      A varios metros, Francisco de Molina sonreía satisfecho al comprobar el resultado de su acción. Sin embargo, cuando volvió la mirada y evaluó la situación, comprendió que el fulgor de la batalla estaba tomando un cariz preocupante y no precisamente a su favor.

—¡Retirada! —gritó Francisco de Molina considerando que no había otra opción.


Era media tarde, cuando Diego y los demás llegaron a las mismas puertas del Castillo de Cazorla. Cuando Clara María escuchó la noticia por boca de un soldado, se izó las faldas de su vestido y salió disparada hacia la entrada, sin percatarse del esfuerzo que hizo el Adelantado al salir tras ella. Un grupo numeroso de hombres, tapaba su vista de lo que ocurría e intentando ver entre ellos, se entremetió en el medio buscando a su esposo.

     Diego entró con gesto serio, tirando del caballo que llevaba el cadáver de su padre. Sus hombres, les seguían y más atrás, los soldados del Adelantado. A ambos lados, fueron amontonándose los soldados de la guarnición del castillo, observando la seria comitiva. El silencio se hizo atronador. Tan solo interrumpido por el ruido de los cascos de los caballos que acompañaba aquel desfile fúnebre.

      Sin levantar la cabeza, Diego no fue consciente de la desesperación de su mujer que lo buscaba en medio de aquel gentío. Solo cuando reconoció el lastimero jadeo femenino cerca de él, levantó la cabeza por instinto y salió de su ensimismamiento contemplando el desesperado rostro que tenía enfrente. Clara había descubierto su presencia y corría los pocos metros que los separaban. Echándose sobre su cuerpo y arrollándolo con la fuerza de un vendaval, lloró sin poder remediarlo. Soltando el caballo, Diego abrazó aliviado, el cuerpo de su esposa. Tan solo se habían separado un día y parecía que habían sido mil. Por fin estaba con Clara, con su esposa... Era un consuelo encontrarse entre aquellos brazos que lo rodeaban con tanto cariño. Nunca hallaría mayor paz y amor que entre sus brazos. Clara era su salvación, su hogar. Toda su vida.

—¡Dios mío, cuánto te quiero! —susurró Diego en el oído de Clara sin que nadie lo escuchase. Tan solo ella.  

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