Capítulo 21
<<La traición la emplean únicamente aquellos que no han llegado a comprender el gran tesoro que se posee siendo dueño de una conciencia honrada y pura>>. Vicente Espinel. Escritor español. S. XVI.
A Sarah le temblaba todo el cuerpo cuando consiguió aproximarse. Gracias al sigilo de sus pasos, su insignificante persona pasó inadvertida entre los hombres que hablaban de su padre sin percatarse de su presencia. Mientras los ojos se le empañaban de lágrimas, Diego de la Cueva interrogaba a uno de sus hombres.
—¿De qué se le acusa? —preguntó Diego dejando entrever su preocupación.
—De dar cobijo a Juan —contestó Luis señalando con la cabeza al de Alcaraz.
—¿Cómo es posible que se hayan enterado si nadie nos vio entrar o salir de la casa de Abraham? —preguntó Juan de Alcaraz.
—Tomamos todas las precauciones para no perjudicar al físico —añadió Diego.
—Pues como sea, Diego de Deza está interrogando en estos instantes al judío. Y sabed, que el inquisidor tiene fama de ser poco piadoso y despiadado cuando quiere obtener sus confesiones —contestó Luis.
—¡Maldita sea! ¡He puesto en riesgo la vida de ese hombre! ¡Hay que salvarlo, Diego! —se quejó Juan de Alcaraz mirando impotente a su amigo.
—Vos, no sois el culpable de eso. Si mi padre no hubiese ordenado quitaros de en medio, Abraham no os habría atendido.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Antón—. ¡No podemos permanecer por más tiempo aquí!
—Lo sé, no hace falta que volváis a repetirlo. Marcharemos de inmediato hacia Úbeda. Hallaremos el modo de liberarlo... —manifestó Diego de la Cueva decidido.
Juan miraba a ambos hombres y preocupado sugirió:
—No creo que vuestra presencia sea oportuna, Diego. En cuanto os vea el de Molina, aprovechará cualquier excusa para acabar lo que empezó, quizás deberíais...
—Es un riesgo que deberé asumir. No puedo dejar desamparado a ese hombre que tanto nos ayudó. Como sea, lo sacaremos de la cárcel del obispo.
—¿Eres consciente de que estarán vigilando todos los caminos y que nos tenderán una emboscada?
—Pues hallaremos el modo de entrar. Si pudimos entrar en la misma Alhambra, engañando a los moros, habremos de lograrlo en nuestra ciudad. Nadie conoce Úbeda, mejor que nosotros —contestó Diego.
—Está bien. Se hará como ordenéis, pero luego no os quejéis de que os lo advertí —advirtió Juan.
En ese momento, Clara limpiaba la herida del Adelantado cuando escuchó un tumulto procedente del salón.
—¿Qué estará sucediendo ahí fuera? —preguntó el Adelantado.
—No lo sé, mi señor —contestó Clara.
—¿Podéis salir y averiguarlo? —le preguntó don Rodrigo—. Me mata estar tumbado en este camastro sin poder moverme todo el tiempo.
—Por supuesto que no os podéis mover. No se os puede abrir la herida que tenéis en el estómago. Enseguida vendré... —dijo Clara saliendo de la sala, dejando a solas al hombre.
—¿A dónde habría de ir? —se preguntó a sí mismo Rodrigo.
Cuando llegó hasta el gran salón, su esposo se hallaba rodeado de hombres. Su atención se desvió hacia la joven Sarah y lo que descubrió, no le gustó. La joven, tan blanca como la nieve, tenía los ojos arrasados en lágrimas. Rauda, acudió a su lado.
—¿Qué os sucede, Sarah? ¿Por qué estáis así?
Sarah se volvió hacia la voz serena de Clara.
—Es mi padre, señora. La Inquisición lo ha apresado.
—¿La Inquisición? ¿Y por qué motivo?
—Por darle cobijo a Juan de Alcaraz —contestó la joven mientras bajaba el rostro y se tapaba los ojos con las manos—. ¡Lo matarán!
—¡No lloréis! Ya veréis como lo sueltan...
—Ese hombre, don Luis... —dijo Sarah señalando al soldado— dice que el inquisidor tortura a los acusados.
—No penséis en eso. Ya veréis como consiguen soltarlo de inmediato —dijo Clara pasando su brazo por la cintura de Sarah—. ¡Venid y sentaos! Os traeré un poco de agua. Os calmará.
Sarah obedeció a Clara y se sentó en el rellano de unas escaleras que conducían a la torre. Mientras tanto, los hombres continuaban hablando y don Diego parecía estar organizando su marcha. Mirando hacia el suelo, posó sus manos en las rodillas intentando coger un poco de aire para serenarse. Tenía que confiar en el esposo de la señora Clara, él sacaría a su padre de la cárcel. Pensar lo contrario, sería como admitir que estaba a punto de perder lo único que tenía en la vida y no podía soportarlo.
En Úbeda, en ese mismo instante, don Francisco de Molina recompensaba al judío Ezequiel por su información.
—Tomad esta bolsa y procurad mantener la boca cerrada. Si llegara a oídos del físico que sois vos quien lo habéis denunciado, el inquisidor tendría que soltarlo.
—No os preocupéis, nadie sospechará nada.
—Decidme una cosa, ¿por qué lo habéis hecho, siendo judío como sois? ¿Qué ganáis con todo esto? Habéis acusado a uno de los vuestros. El rabino era un hombre importante y por supuesto, un buen físico. Si no hubiese sido por él, mis nietos no estarían en este mundo. Eso debo reconocerlo y le estoy agradecido por ello, pero debo encontrar a mi hija, al coste que sea. El haber dado amparo a la mano derecha de los Cueva, le costará la vida. Podría haber intercedido en su favor, pero Diego de Deza está insoportable últimamente. No sé qué mosca le habrá picado pero solo piensa en acabar con todos los judíos de Úbeda —dijo don Francisco encolerizado—.Vos, deberíais guardaros también de él, si no queréis acabar como el físico.
Ezequiel se quedó callado unos instantes, debido al estado de excitación en el que se encontraba tras conocer la detención del rabino. Sumido en sus pensamientos, no había prestado oído a las últimas palabras del Molina donde le advertía que se guardara del inquisidor. Estaba nervioso por haber resuelto el asunto de Sarah de forma tan magnífica. La hija del rabino jamás podría rechazarlo. Y sin su padre para protegerla y con todos sus bienes confiscados, solo podría hallar cobijo en su persona. Momento que aprovecharía él, para estar a su lado cuando más lo necesitara. Y con respecto al rabino, él se lo había buscado. Le había salido más ventajoso haberle concedido a su hija en matrimonio. Solo él sería responsable de su muerte.
Ezequiel volvió a prestar atención al hombre que tenía al lado y le contestó.
—El físico Abraham, sobrevaloraba la opinión de su hija sobre la de cualquier hombre. Solicité la mano de la joven y no accedió, pero en cuanto el físico desaparezca de este mundo, su hija no tendrá más remedio que casarse conmigo. O es eso, o morirse de hombre; o lo que es peor, acabar violada y muerta en cualquier callejón de la ciudad. No tengo la menor duda lo que elegirá.
—Mal de amores, ahora comprendo —dijo don Francisco en voz alta—. Y no me sorprende el motivo, pero pagaréis un precio muy caro si vuestra futura esposa consigue averiguar que fuisteis vos quien denunció a su padre —contestó Francisco de Molina.
—Jamás se enterará. Tanto a vos, como a mí, no nos conviene que esto se sepa. Vos, averiguaréis dónde se esconde vuestra hija y yo conseguiré la mujer que quiero.
—Que así sea —contestó don Francisco.
En ese momento, unos golpes en la puerta, interrumpieron la conversación. Desde el otro lado, Francisco Ruíz solicitaba permiso para entrar.
—¿Me habéis hecho llamar, señor?
—Así es. Acompañad a este hombre por la puerta de atrás.
—Enseguida, don Francisco —contestó Francisco Ruiz.
El judío hizo un movimiento de despedida y ambos hombres salieron dejándolo a solas. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Francisco de Molina se sentó en el sillón. Sin dejar de darle vuelta a lo que le rondaba por la cabeza, sopesó lo que debía hacer en las siguientes horas. Tendría que vigilar de cerca cada rincón, cada calle y cada entrada a la ciudad. Estaba seguro de que Diego de la Cueva intentaría liberar al físico y estaba seguro, que el de la Cueva sabría que estaría esperándolo. Había llegado el momento de ajustar cuentas con sus mayores enemigos. Acabaría con el padre y el hijo y a partir de esos momentos, sus nietos serían considerados como Molinas. En Úbeda, solo había lugar para uno de los dos linajes y ese, era el suyo. Aunque después, tendría una cuenta pendiente: Clara. Su hija acataría sus órdenes y esperaba que entrase en razón si no quería acabar sus últimos días encerrada en un convento y alejada de sus hijos. El que se escapara con el de la Cueva, solo había reafirmado lo que ya sabía. No podría jamás confiar en ella. En el fondo, se había enamorado de ese inútil.
Una hora después, Diego ultimaba todos los detalles para su marcha a Úbeda. Desde el lecho, don Rodrigo aconsejaba a Diego cómo proceder en el asunto para poder liberar al preso.
—Juan de Alcaraz tendrá que dar testimonio de que él no ha sido atendido por el rabino en ningún momento y ahí, entraré en acción yo, que atestiguaré por escrito que Juan se hallaba entre estos muros en aquellos días, tras haberlo hallado casi moribundo. Será mi palabra contra la del acusador y ante ambos testimonios, solo la palabra del Adelantado de Cazorla prevalecerá en el juicio. Pero... —dijo el Adelantado desde el lecho—. Solo hay un inconveniente en todo este asunto, amigo Diego.
—¿Y cuál es, señor? —preguntó Diego.
—Que no lleguéis a tiempo y que hayan ajusticiado al acusado antes de que vuestro hombre logre justificar vuestro alegato —declaró Rodrigo.
Juan de Alcaraz miró con atención a ambos hombres y aquellas palabras, no le gustaron. El Adelantado llevaba razón. Tan solo unas horas, bastaban para sonsacar al acusado una confesión. Abraham era un anciano y por mucho que resistiese, era imposible que aguantase semejante tormento.
—Saldremos de inmediato, señor —contestó Diego de la Cueva.
—Aun así, ¿sois conscientes del peligro que os acecha? Es casi probable que toda esta trama se haya montado con el único fin de mataros. Mis mejores hombres acompañaran a Juan para declarar ante Diego de Deza y hallándose bajo mi protección, el inquisidor no se atreverá a levantar falso testimonio sobre él, pero vos, sois otra cuestión... deberéis esconderos —sugirió el Adelantado.
—Don Rodrigo lleva razón, Diego. Deberíais hacerle caso, por esta vez —increpó Juan a Diego, elevando el tono de voz.
—¿Por qué me reprendéis con tal dureza? ¿No os dais cuenta que no soy un cobarde? Jamás he tenido que esconderme de nadie —contestó Diego a su amigo.
—Pero ahora sois responsable de una familia que os necesita. Deberíais pensar en ellos y no dejaros llevar por vuestro orgullo. Esconderos en el convento de las clarisas, es la mejor solución. Nadie os buscará ahí. Aquí tenéis mi carta para la reverenda madre. Si esa religiosa estima tanto a vuestra esposa, de seguro que os dará cobijo en todo este asunto. Tenéis tan solo unas dos o tres horas para liberar al preso y considerar, por la experiencia que tengo en estos menesteres, que si no conseguís nada antes de que raye el alba, vuestro amigo, morirá.
—Roguemos a Dios porque eso no suceda. No me lo perdonaría en la vida... —dijo Juan de Alcaraz apesadumbrado.
Tanto Diego como don Rodrigo, levantaron las cabezas y miraron a Juan, comprendiendo su malestar. El mismo Rodrigo se sentía contrariado puesto que ese hombre, era el padre de la mujer que le había salvado la vida. Tenía una deuda con esa mujer.
—¡Deberíais marchad de inmediato! —sugirió don Rodrigo volcando su mirada en Diego—. Mis hombres han conseguido en un convento cercano, los ropajes de unas hermanas. Podréis engañar a vuestros perseguidores, disfrazándoos de monjas.
—Pero, en cuanto nos den el alto, descubrirán quienes somos —se quejó Antón, al que no le gustaba esa idea.
—Si os acompaña una mujer, nadie sospechará nada. Será ella, la que hable en todo momento.
—¿Y qué mujer nos acompañará en esta campaña? —preguntó Diego inquieto.
—Hermana, puede pasar... —ordenó Rodrigo en voz alta.
El Adelantado miró hacia la puerta de la entrada y una religiosa apareció en ese instante. Los presentes miraron con atención a la voluminosa figura de la hermana y cuando ésta, se echó hacia atrás la capucha del hábito, dejó al descubierto su rostro para el asombro de todos.
—La misma Sarah, os acompañará. Me ha pedido especialmente que le permitiera acompañaros y así se lo he concedido —explicó Rodrigo que en el fondo no era partidario de que la mujer se expusiera de ese modo.
Diego se levantó del borde del camastro donde se hallaba sentado y asintiendo, accedió a que la joven Sarah los acompañara.
—Si la muchacha está decidida a asumir el riesgo, vendrá con nosotros —comentó Diego.
—Así es, señor. En el caso de que mi padre haya sido torturado, solo yo podré auxiliarlo. El señor Rodrigo, ya no me necesita y yo... ya no soy necesaria aquí.
Por algún extraño motivo, a Rodrigo no le gustaron aquellas palabras. Sin embargo, la joven judía llevaba razón. Ella podría auxiliar a su padre y solo por ese motivo, la había dejado marchar, máxime sabiendo el riesgo que aquella campaña conllevaba. Confiaba en que sus hombres supieran también defender a la mujer.
—Se hará como deseéis. Señor... —dijo Diego volviéndose hacia el Adelantado—. Dejo a mi familia a su cargo...
—No os preocupéis, don Diego. Nada les pasará a los vuestros entre estos muros mientras me quede un hálito de vida. Se está volviendo una costumbre que tenga que cuidar de alguno de los miembros de los Cueva... —dijo Rodrigo sonriente.
—Gracias, señor. Regresaremos mañana, a más tardar.
—Que así sea —se despidió Rodrigo con la cabeza.
Diego asintiendo, salió en busca de sus hombres y seguido por Juan, abandonaron la sala. Sarah, tardó solo unos instantes más en ir en pos de los hombres. Un significativo intercambio de miradas se produjo entre el Adelantado de Cazorla y la joven judía, que a pesar de pasar inadvertido para todo el mundo, fue lo suficientemente importante. Unos hilos invisibles de tensión se entrelazaron entre ambos y aunque las palabras eran contraproducentes, las breves miradas que se dirigieron se dijeron todo y nada.
Rodrigo volvió el rostro sobre la almohada en la que reposaba la cabeza y suspirando, apretó con fuerza, la tela que cubría su cuerpo. Desde el mismo momento en que la joven le rogó aquella petición, supo que una velada sensación de desastre pendía sobre sus cabezas. No debería haberle permitido marcharse y él, sin saber por qué, tampoco comprendía por qué le importaba tanto aquello. Sin embargo, sabía que los siguientes acontecimientos afectarían a ambos, para bien o para mal.
En cuanto Diego llegó al patio de armas, se dirigió hacia su esposa. Clara esperaba junto a su caballo.
—¡Prometedme que regresaréis! —rogó Clara acongojada.
Diego acortó los pasos que lo separaban de ella y cogiéndola de las manos, intentó apartarse varios metros para que nadie los escuchara. Cogiendo entre sus manos el rostro de su esposa, se quedó mirándola unos breves instantes e intentó sonreír para que no se preocupara. No quería que la última imagen que tuviese de ella, fuese llorando.
—¿Acaso lo dudáis? ¿No volví desde la misma muerte para estar con vos? Nada ni nadie me separará de mi familia. Cuidad de nuestros hijos y no salid del Castillo, bajo ningún motivo debéis exponeros. Aquí estaréis a salvo. Y esperadme amor mío porque pronto, nos marcharemos de estas tierras e iniciaremos una nueva vida.
Clara lo miró esperanzada.
—¿Me lo juráis?
—Por lo más sagrado —contestó Diego.
Acto seguido, Diego depositó un beso en la frente de su mujer y ante la atenta mirada de todos sus hombres y de los soldados, se dirigió hacia su caballo y montó en él, dando la orden de partida.
En cuanto la soltó, Clara sintió el vacío que su esposo le dejaba. Observó con ojos llorosos, cómo el grupo abandonaba los muros del castillo, seguido de todos aquellos hombres y de la joven Sarah, a la que había cogido aprecio en el tiempo que habían pasado juntas.
—¿Liberaréis a mi padre? —preguntó Sarah a Diego nada más salir.
—Por supuesto, Sarah. Sabed que haré todo lo que esté en mi mano por sacarlo de la Inquisición.
—Gracias, señor —dijo la joven.
—Sarah, entiendo vuestra inquietud. Sin embargo, debéis ser cautelosa. No sabemos si la acusación a vuestro padre, se extiende también a vuestra persona. Abraham me pidió que cuidara de vos y así lo haré. Deberíais haber esperado junto a mi esposa, pero reconozco que necesitamos vuestra ayuda.
Sarah asintió mientras la pena la embargaba. Tenía tal inquietud que las manos le temblaban. Escondiéndoselas en el interior de su ropa, no dejó entrever el fuerte dolor que le corroía las entrañas. Como una fuerte tormenta cuando se forma, la desesperación ante lo que se iba a encontrar, solo sentía unas ganas inmensas de gritar y de llorar. Quería pegar a alguien y desahogar todo su dolor. Si tuviese enfrente al causante de la desgracia de su padre, sería capaz de matarlo con sus propias manos pero don Diego llevaba razón. Incluso ella, podría estar en peligro y debía actuar con cautela. Aun así, estaba dispuesta a todo por volver junto a su padre.
Clara no abandonó el patio de armas, pese a hallarse sola en medio del lugar. Sumida en sus pensamientos, solo fue capaz de levantar la cabeza cuando una mano amable, la agarró del brazo, haciéndola volver al presente.
—Ya no queda nadie aquí fuera, señora. Deberíais volver dentro, ¿no os parece? La noche está fría —le sugirió uno de los soldados.
Sarah asintió y sin emitir palabra alguna, se introdujo en el interior del castillo. La espera se le haría interminable a pesar de tener que cuidar de dos niños y un enfermo.
Para Diego de Deza, cada uno de aquellos judíos, era un alma que debía salvar. Solamente el fuego eterno podría pugnar al reo de sus delitos. Reconduciéndolo por el camino de Dios, que era el único camino del bien, se proponía acabar con lo que había empezado. El físico, no había podido demostrar que la acusación que pesaba sobre su cabeza era falsa, así que solo quedaba la tortura. Solo el tormento arrancaría la confesión que necesitaba para demostrar las malas artes de ese físico.
Entrando en los sótanos de la cárcel, Diego de Deza miró el cuerpo de aquel hombre sobre el potro. El hedor pestilente del lugar, echaba para atrás. El fuerte olor a sangre, se mezclaba con los excrementos y los orines de los condenados.
—¿Habéis conseguido ya la confesión? —preguntó el Inquisidor tapándose la nariz con un pañuelo.
—No, señor. Este judío es más resistente de lo que parece.
—Pues, por lo que se ve, no quedará mucho de él cuando confiese. Terminad de una vez y arrancarle los miembros si es menester pero de madrugada, han de salir todos los presos camino del cadalso ¡No me hagáis esperar! ¡Sabéis que se me acaba la paciencia! —le gritó Diego de Deza al verdugo.
Abraham, tendido en el potro, era consciente de todos los huesos que le habían roto. Casi hubiese agradecido no saber tanto de medicina porque si sobrevivía, sabía que jamás volvería a andar. Ya no sentía las piernas y su espalda quebrada del tormento, había sido incapaz de soportar el estiramiento de aquellas ruedas que el verdugo movía una y otra vez, intentando quebrar cada uno de sus huesos. Sus brazos se habían salido de sus hombros y solo un fino hilo de cordura, lo mantenía en la dolorosa agonía de sus últimos momentos. Su vida llegaba a su fin. Había vivido como había querido, practicando lo único que sabía hacer, la curación. Y por más tormento que le aplicaran, jamás se arrepentiría de atender a las personas que habían acudido a él. Llevaba toda su vida en esa ciudad. Había nacido allí, había crecido entre aquellos cristianos. Conocía cada uno de sus rostros y de sus enfermedades. Nunca había podido hacer distinción entre la salud de un cristiano, de un judío o de un musulmán. Las tres religiones habían convivido bajo las mismas estrellas durante tanto tiempo, que era incapaz de diferenciar entre esas personas cada vez que alguien había solicitado sus servicios.
La única pena que se llevaría con él, seria no haber podido ver por última vez a su amada hija. Solo lamentaba el camino pedregoso que le esperaba a su niña Sarah. Una lágrima rodó por su rostro ensangrentado, pasando inadvertida para el verdugo que se acercaba con una horrible y deformada sonrisa, totalmente decidido a sonsacarle la confesión tras la represalia del Inquisidor.
La reverenda madre había accedido a dar cobijo a don Diego mientras los demás hombres se aventuraban camino de la Cárcel del Obispo. Entre la joven Sarah y uno de los soldados de Rodrigo habían conseguido engañar a la patrulla que les había interceptado el paso y disfrazados de monjas, habían llegado hasta las mismas puertas del convento pidiendo auxilio.
Sin embargo, la tarea de darle amparo podía fracasar. Don Diego paseaba nervioso, sin dejar de dar vueltas de un sitio a otro, dispuesto a ir en busca de los demás, si tardaban demasiado.
—Contadme, don Diego... ¿Cómo se encuentra nuestra niña Clara? —preguntó la madre reverenda intentando distraer al hombre que tenía enfrente.
Solo distrayéndolo, sería capaz de ayudarlo hasta que supiesen algo de los demás. Y en efecto, el caballero cayó en el engaño y nada más nombrarle a su esposa, empezó a hablar de ella y de los niños.
Rayaba ya la madrugada cuando los primeros rayos de luz anunciaron un nuevo amanecer. Acompañada por uno de los hombres de Diego de la Cueva, el tal Luis, esperaban junto a la puerta de una Iglesia aledaña a la Cárcel del Obispo. Los demás hombres, habían ido en busca del Inquisidor. Ya no sentía sus pies helados y aunque el hábito cristiano estaba hecho de una vasto tejido, su cuerpo temblaba del frío bajo la tela. Solamente la proximidad del cuerpo de aquel hombre, le proporcionaba un poco de cobijo.
—¿Creéis que tardarán mucho? —preguntó Sarah.
—No desesperéis, pronto sabremos algo. Hace tiempo que marcharon.
En ese momento, Sarah y Luis escucharon unas voces airadas que cada vez se acercaban a ellos. Bajando los rostros y ocultos por la capucha, evitaron que los reconocieran. Unos campesinos pasaron junto a ellos vociferando gritos.
Al paso de los hombres, Luis le dio un codazo a Sarah con disimulo y con un ligero movimiento de cabeza, la instó a que hablara con ellos.
Sarah se sobresaltó pero en un santiamén, entendió la orden impreso en el gesto. De espalda a ellos, les preguntó:
—¿A dónde acuden con esta premura esta mañana? Si van a los campos, no es precisamente por ahí y por sus voces diría que están contentos...
Uno de ellos se volvió y sin fijarse mucho en la religiosa, le contestó:
—Van a justiciar a los judíos. Queremos ver cómo los queman en el cadalso.
A Sarah se le quebraron las piernas y por poco se cae al suelo si no hubiese sido por la ayuda del hombre que tenía a su lado. Con disimulo la había cogido de la cintura, impidiendo que se precipitara hacia el suelo.
En cuanto los campesinos se perdieron de vista, Sarah se volvió hacia el caballero.
—¡No puede ser! ¡No puede ser!... Mi pobre padre —susurró Sarah llorando volviéndose hacia el hombre.
—No os vengáis abajo ahora. Este no es el momento. Si queréis sobrevivir, deberéis ser fuerte. ¿Queréis que nos aproximemos al lugar? A lo mejor vuestro padre no se encuentra entre ellos.
Sarah asintió mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Si los hermanos de Alcaraz regresan y no nos ven, nos reuniremos con ellos en el convento —añadió Luis.
Sarah ya no era capaz de escuchar las palabras de aquel hombre pero desesperada, prácticamente corría por aquel camino empedrado y aquellas estrechas callejuelas en pos de los campesinos que decían querer ver a los judíos arder.
Tras girar en una esquina, la algarabía de la gente, llegó hasta ellos. El tal don Luis, la detuvo con disimulo y ocultándolos convenientemente tras los exaltados, las dos monjas pasaron inadvertidas mientras una procesión de reos se veía aparecer calle abajo. Sarah, bajo el hábito, buscaba con disimulo la cara tan apreciada por ella. Era incapaz de ver entre las lágrimas pero aun así, se las retiró del rostro sin que nadie lo advirtiera. Tan solo unos minutos después, los ensangrentados y torturados reos, desfilaron por delante de los espectadores. A partir de ese momento, Sarah reconoció a alguna de aquellas caras. Eran judíos que solían acudir a la sinagoga de su padre. De repente, un sexto sentido, la hizo mirar hacia un lugar y la cara que no quería ver allí, apareció. Dos soldados llevaban a su padre a rastras. Por lo que fuese, no podía andar y sus pies arrastraban por el suelo, dejando un reguero de sangre a su paso.
Sarah miró hacia el hombre que había a su lado y asintió. Don Luis supo entonces que aquel pobre desgraciado era el físico. Estaba irreconocible, a pesar de haberlo visto antes. El verdugo había hecho bien su trabajo. Sin levantar sospecha alguna, agarró con firmeza a la joven por si había que salir corriendo de aquel lugar. Con un brazo la sujetó y con el otro tocó su espada, dispuesto a sacarla si era menester.
En cuanto los dos soldados llegaron a su altura, el anciano levantó el rostro hacia ellos, atraído por no se sabe qué casualidad del destino. Un brillo de reconocimiento apareció en los ojos de aquel desahuciado anciano al reconocer bajo el hábito de una religiosa, el rostro de su hija. Solamente, un leve movimiento por parte del hombre, hizo que la joven supiera que su padre la había reconocido.
Cuando la macabra procesión terminó de pasar por delante de ellos, Luis susurró a la joven:
—No es necesario que lo veáis.
—Lo único que me queda, es acompañarlo en sus últimos momentos —contestó la muchacha con un hilo de voz.
Caminando al lado de la devastada muchacha, Luis vigilaba cualquier lugar desde el que se le pudiera atacar. Cuando llegaron al lugar del ajusticiamiento, se quedaron en una de las cuatro esquinas de la plaza. Dos cadalsos habían en el centro. Uno contiguo a una iglesia, el de las autoridades del Santo Oficio, donde el Inquisidor contemplaba impasible cómo subían a los reos . Y en el otro, el de los acusados. Como si fuese un hormigueo, Luis levantó levemente la mirada y descubrió en la esquina de enfrente a sus amigos, que con disimulo movieron las cabezas dando a entender que no habían podido hacer nada.
Juan de Alcaraz fue el único que no miró hacia las dos monjas. Su mirada estaba puesta en el Inquisidor y junto a él, en la figura de don Francisco de Molina, que presenciaba el vil espectáculo. El muy canalla, volvió su mirada hacia él y como si adivinase el dolor que aquel horroroso acto le producía, sonrió cínicamente.
Solo cuando Sarah contempló el cuerpo de su padre en llamas, se volvió hacia el hombre y asintiendo, abandonaron el lugar. Antes de marchar, Luis hizo una seña a Antón para que abandonaran el lugar con discreción. Y nada más volver la esquina, lejos de las miradas curiosas, Luis tuvo el tiempo justo de recoger en el aire el cuerpo desvanecido de la joven.
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