Capítulo 20
"Que entre las cosas que más convienen al buen Corregidor es que tenga quieta y pacífica su provincia y limpia y expurgada de vicios, que son la enfermedad de ella". Ulpiano.
La oscuridad se cernía sobre él, como amante devota que reclama el alma de su enamorado. La muerte lo llamaba a su lado, y todavía no se encontraba preparado para abandonar este mundo. Sin embargo, debía hallarse a las mismas puertas del purgatorio porque el fuego de aquel infierno lo quemaba por dentro; una fuerte llamarada en el centro de sus entrañas, lo consumía hasta hacerle perder el sentido. Y aunque ya no soportaba seguir luchando, sufriendo esa agonía, algo lo retenía. Cuando creía que no soportaría más las llamas del averno, cuando pensaba que se caía en aquel abismo, un frescor lo devolvía a la realidad sacándolo de las tinieblas de la confusión en la que se hallaba inmerso. Rodrigo estaba perdido en un pozo de dolor y solo sabía que una omnipresencia, se empeñaba en no dejarlo partir. Una mano suave, acariciadora, intentaba devolverlo a la vida. Pero, ¿dónde estaba esa presencia que se negaba a dejarlo partir? ¿Acaso el santísimo había enviado a uno de sus ángeles para atormentarlo?
—¿Dónde estáis? —gemía el herido en voz baja, con un hilo de voz apenas perceptible para el oído humano.
Sarah, intentaba aplacar el fuego que el cuerpo del herido desprendía. Sabía que era un soldado cristiano, un religioso por el hábito que llevaba. Clara le había explicado que pertenecía a una orden llamada la Orden de Santiago. Fuertemente vendado en toda la parte superior del cuerpo, solo podía aliviar y refrescar su rostro. A pesar de no haber dormido más que unas cuantas horas y del dolor de cabeza que tenía, Sarah pasaba lentamente el paño humedecido por la frente del herido. Era consciente del inusitado interés que ejercía sobre ella, llamándole poderosamente la atención; y no precisamente por su atractivo, sino por el aurea de autoridad que emanaba de él.
No había duda de que ese soldado estaba acostumbrado al trabajo a la intemperie. Su piel morena era testimonio de horas y horas bajo el sol. Cuando sus hombres le quitaron el casco, una gran cascada de pelo rizado y moreno, recogido con un trozo de piel, le enmarcó el rostro. Tenía los ojos cerrados y no sabía de qué color eran, pero la forma de su mentón, le daba un aspecto duro y agresivo. También le había llamado la atención, su altura. Al colocarlo en la mesa, sus pies sobresalían de ella; y con lo pequeña que era ella, ese hombre le sacaba por lo menos un palmo. Y su complexión física, debía ser magnífica para soportar el peso de la armadura que le habían quitado los soldados. Sarah no se explicaba cómo podía haber cabalgado con dos flechas en el cuerpo y continuar vivo.
—No, no... —se quejaba Rodrigo.
—¿Ha recobrado la consciencia? —preguntó una voz discreta a su espalda.
—No, señor. Solo delira —contestó Sarah a Diego.
—¿Cree que sobrevivirá?
—Es pronto para saberlo, señor —aseguró la joven.
Sarah llevaba dos días sentada en la cabecera de la mesa intentando bajar la fiebre de ese hombre. No podía hacer más por él. Podía percibir el desasosiego de don Diego, que se sentía responsable por el estado del Adelantado. Ese hombre estaba al borde de la muerte por haberlas rescatado.
—Estaré fuera con mis hombres. Avisadme si el Adelantado recobra la consciencia.
—No se preocupe, señor.
Mientras salía, Diego se sentía culpable por ser el hombre más feliz de la tierra, solamente el estado del Adelantado empañaba su felicidad. Jamás hubiese imaginado que podría hallar junto a Clara tanta dicha. Con solo permanecer dos días al lado de los pequeños, había establecido unos vínculos tan estrechos con ellos, que los dos niños se calmaban en cuanto los cobijaba entre sus brazos. En ese momento, Clara velaba el sueño de los pequeños y él, había aprovechado el poco tiempo que los niños le concedían para salir fuera. No comprendía cómo su esposa podía aguantar tanto tiempo sin dormir. Cada tres o cuatro horas se despertaban reclamando la leche de su madre, y si no fuese por el cansancio que Clara tenía, estaría contento de verlos amamantarse de ella, pero su mujer estaba al borde de la extenuación. Todo lo ocurrido, más las horas que llevaba sin dormir, estaba empezando a pasarle factura. La hija de Abraham llevaba razón, su mujer no podía más.
Diego salió en busca de sus hombres que esperaban en el patio de armas.
—¿Cómo se encuentra el Adelantado? —preguntó Juan.
—Igual. Todavía sigue inconsciente y delirando.
—¿La muchacha no te ha dicho nada más? ¿Cuándo despertará? —insistió Luis.
—No sé..., habrá que seguir esperando. No podemos hacer nada sin el apoyo del Adelantado —contestó Diego.
—Deberíamos estar camino de Úbeda, ajustando las cuentas a Francisco de Molina —dijo Antón con mal humor.
—¿Qué queréis? ¿Iniciar una guerra de nuevo? Diego tiene una familia en la que pensar. Ha estado a punto de perderlos, y si no hubiésemos dado con ellos en Sabiote, jamás los habríamos encontrado. Serenad vuestros ánimos, las cosas hay que meditarlas concienzudamente antes de dar cualquier paso en falso—le contestó Juan a su hermano.
—Lleváis razón, Juan. No queda más remedio que esperar. Si el Adelantado se recobrase, podría dejar a Clara y los niños aquí, pero no me fio de nadie más, a excepción... —se quedó de pronto Diego callado.
—¿A excepción de qué? —preguntó Antón mientras los tres hombres lo observaban.
—A excepción de los Reyes. No dudaría en llevar a mi familia con la misma Reina Isabel si supiera que vuelven a correr peligro. Ni me fio de Francisco de Molina, ni de Francisco Ruiz, ni de Juan de Segura, y ni siquiera, de mi propio padre. Son capaces de cualquier cosa y no estoy dispuesto, a que me separen de nuevo de mi familia.
Cuando los demás escucharon a Diego, asintieron pensativos y se quedaron mirando hacia los soldados que se hallaban custodiando la fortaleza.
—Esperaremos, si no hay otra solución —dijo Antón resignado.
Tres días después, Sarah estaba cambiando el vendaje del Adelantado cuando el quejido del herido lo sorprendió. Los ojos del hombre se abrieron y parpadeando, con una mirada afiebrada pero profunda, la observó. Sarah miró a su alrededor para avisar a algún soldado, pero en ese momento no había nadie en el lugar. Volviendo la mirada hacia él, le preguntó:
—¿Podéis hablar? ¿Cómo os encontráis?
—¿Quién sois vos? —preguntó Rodrigo al ver a esa mujer a su lado.
—Mi nombre es Sarah y estoy a cargo de vuestro cuidado —contestó la joven apartándole el pelo de la frente.
Rodrigo movió por instinto la cabeza para evitar que esa mujer le tocase. Sarah se quedó con los dedos en el aire y se sintió abochornada de repente.
—¡Perdonadme! No pretendía molestaros. Pensé que os podía molestar el pelo en los ojos.
Rodrigo la miró serio, pero no pronunció palabra alguna. Aliviado, reconoció el salón donde se encontraba.
—¿Cuánto tiempo llevo así? —preguntó Rodrigo fijando los ojos en la mujer.
—Cinco días, señor. Si os esperáis, llamaré a los soldados y a don Diego.
Rodrigo asintió mientras seguía con sus ojos nublados por el dolor, la figura de la mujer hasta que desapareció de su vista.
Ladeando de nuevo la cabeza, fue consciente de que se encontraba sobre la mesa del salón del castillo. Sin saber por qué motivo, lo habían dejado allí. Moviendo un poco la mano, tanteó el vendaje que tenía alrededor de su cuerpo y del simple movimiento, el dolor le hizo gemir.
Unos pasos acelerados, procedentes del exterior, se escucharon aproximándose y Rodrigo levantó la vista.
—¡Señor! ¡Qué alegría que os hayáis recobrado!
Rodrigo reconoció la voz del soldado que había quedado a cargo de la fortaleza.
—Menos mal que os habéis despertado. Nos teníais muy preocupados —dijo la voz calmada de don Diego de la Cueva.
—Por vuestras caras, la cosa debe haber sido muy seria —intentó adivinar don Rodrigo.
—Y tan seria, que temimos por vuestra vida —aseguró Diego.
—Sin un físico que os atendiese, ha sido un verdadero milagro que hayáis despertado, señor —explicó el soldado con una sonrisa resplandeciente en el rostro.
—¿A quién le debo la vida entonces? —preguntó Rodrigo mirando a los presentes.
—Aunque mi esposa ayudó en lo que pudo, es la joven Sarah la que os atendió. Sus conocimientos de medicina han ayudado a que permanezcáis todavía en este mundo —contestó Diego—. Si os acordáis, es la hija del físico Abraham.
Rodrigo no replicó, pero miró de malos modos a la mujer. Durante unos segundos, sostuvo la mirada vidriosa con aquella joven, y continuó hablando con Diego de la Cueva.
—Al no encontraros dentro del castillo, deduje que habríais puesto a salvo a vuestra familia .
—Así fue, señor. Se hallaban en un subterráneo del castillo y gracias a vuestros consejos, salimos a la mayor brevedad.
—¿Estaba apresada?
—Sí, cuando os hayáis repuesto, os contaré todo. Ahora es necesario que recobréis vuestras fuerzas. Estáis demasiado débil.
—Lleváis razón. Me duele todo el cuerpo. Sin embargo, es necesario que lo planeado siga su curso. Debéis mandar un par de hombres a Úbeda y averiguar en qué situación os encontráis.
—Lo haré, sin mayor demora ¿Visteis quién os atacó? —preguntó Diego de la Cueva.
—Sí, tuve tiempo de ver a mi atacante —dijo Rodrigo sin pestañear—. La imprudencia y la cobardía delató a Francisco Ruiz.
—Imaginábamos que habría sido él —respondió Diego comprobando que don Rodrigo cerraba de nuevo los ojos—. ¡Cobarde!
—Ya lo creo que fue él —aseguró Rodrigo Manrique.
—Os dejaremos descansar, pero antes de que os durmáis, intentaremos llevaros a una de las salas que hay en el interior. No nos atrevimos a moveros de aquí hasta que no os despertarais. La herida que tenéis en el estómago es grave, y habéis salvado la vida por poco.
Rodrigo buscó de nuevo con la mirada a la joven que se había encontrado a su lado al despertar y no le gustó para nada comprobar que debía estar agradecido a una judía. La inquisición prohibía que judíos y musulmanes ejercieran sus prácticas con cristianos. Con el ceño fruncido, no expresó su opinión, a pesar de que esa mujer le había arrancado de las garras de la muerte.
—Sarah, si necesitáis algo más, estaremos fuera. Le diré a mi esposa que entre a ayudaros —comentó Diego a la joven.
—Gracias, señor. Debo cambiar el vendaje de don Rodrigo; entre la señora Clara y yo, podremos hacerlo —contestó la joven.
En cuanto se hubieron marchado los hombres y el salón se despejó, Rodrigo abrió de nuevo los ojos para comprobar extrañado que la joven avanzaba hacia él y que tenía entre sus manos varios objetos.
—¿Qué os disponéis a hacer con eso? —preguntó Rodrigo malhumorado.
—Es primordial, limpiaros las heridas y cambiaros el vendaje ¿Preferís que os atienda la esposa de don Diego? —preguntó Sarah insegura.
Rodrigo se encontraba en una encrucijada. No quería que ninguna judía lo atendiese, pero sus hombres no sabían nada de curar heridas y la herida del estómago le estaba matando del dolor.
—No hace falta. Podéis continuar —contestó Rodrigo.
A los pocos segundos, otra voz de mujer se escuchó a su lado.
—¡Sarah, me ha indicado mi esposo que don Rodrigo ha recobrado la consciencia! ¿Necesitabais mi ayuda....?
Rodrigo abrió de nuevo los ojos y contempló a la esposa del de la Cueva.
—Así es, señora —contestó Sarah con un hilo de voz.
Clara se quedó mirando a la joven extrañada, pero enseguida desvió la mirada hacia el Adelantado.
—Vos, debéis ser la esposa de don Diego.
—Sí, señor —contestó Clara—. Y por lo visto, debo daros las gracias por haber ayudado a mi esposo a liberarnos. Si no hubiese sido por usted...
—Vuestro esposo habría encontrado la forma de sacaros de ahí. No he visto hombre más decidido a recuperar a su familia. Resulta evidente la devoción que siente hacia vos y hacia vuestros hijos.
Clara se sonrojó mientras escuchaba las palabras de don Rodrigo.
—Soy una esposa afortunada.
—Tenemos que cortar las vendas —dijo una eficiente Sarah interrumpiendo la conversación.
—Por supuesto, ahora mismo —contestó Clara centrándose inmediatamente en la labor.
Las dos mujeres se pusieron a trabajar ajenas al escrutinio del hombre.
En ese mismo momento, pero en la casa del Rabino Abraham, unos fuertes golpes en la puerta, alertaron al físico.
—¡Voy! Enseguida os abro... —gritó el anciano mientras subía el escalón que daba acceso a la sala donde trabajaba.
Nada más abrir la puerta, varios soldados se abalanzaron sobre él, tirándolo al suelo de un empujón. La cabeza del anciano hizo un ruido seco al chocar contra el suelo y durante unos segundos, Abraham se quedó sin respiración y medio atontado por el golpe mientras un soldado gritaba:
—¡Abrid a la Inquisición!
—¿Qué sucede? ¿Qué buscáis en esta humilde morada?—preguntó el hombre asustado y dolorido en exceso.
—Quedáis detenido por encubrimiento —declaró uno de aquellos soldados mirándolo con odio.
—¿De encubrimiento? No sé de qué me acusáis, señor ¡No sé de qué me estáis hablando!
—En cuanto lleguemos a la cárcel, el inquisidor os lo explicará todo. Ya veréis como recobráis la memoria.
—Pero debe haber un error. Les aseguro que yo no tengo a nadie en mi casa —intentó aclarar el anciano.
—Se os acusa de ejercer vuestras prácticas malignas con un cristiano llamado Juan de Alcaraz.
—No puede ser, señor. Os juro, que no tengo que ver nada con ese hombre del que habláis —dijo Abraham asustado intentando justificarse.
—Dejad de hablar. Permaneceréis en silencio hasta llegar a la cárcel del Obispo.
Varios soldados colocaron unos grilletes en las manos del judío Abraham y a empujones, lo sacaron de la sinagoga. Aterrorizado, bajaba por la cuesta intentando pensar quién podría haberlo denunciado. Excepto su hija y los hombres de don Diego, nadie se había enterado de la presencia de los dos heridos en su casa. Era imposible que alguno de aquellos hombres lo hubiera delatado.
Rodrigo tuvo que dar su brazo a torcer y reconocer, que las dos mujeres sabían lo que hacían. Las manos de esa judía habían revoloteado por su cuerpo como las alas de una mariposa. Apenas había sentido la yema de esos dedos que trabajaban diligentemente intentando limpiar cualquier impureza que se hallase en su cuerpo. Empezando con la herida del hombro, las escuchó cuchichear entre ellas sobre la mejoría de la herida, pero cuando llegaron a su estómago y la joven judía tuvo que bajar un poco la sábana que lo cubría, Rodrigo a punto estuvo de agarrar con firmeza la tela y no dejar que observase aquella parte de su anatomía. ¿Desde cuándo una mujer se tomaba tales licencias con un religioso? Si no hubiese sido por el dolor que lo aquejaba, se habría sonrojado por completo. ¡Por todos los santos! En toda su vida, jamás una mujer había contemplado su cuerpo a no ser que fuera de chiquillo y ni siquiera eso había sido posible porque se había criado en un convento. Desde pequeño, su familia lo había destinado a la vida religiosa y él, lo había acatado de buen gusto. Por lo que el contacto con una mujer había sido nulo.
Cerrando los ojos, se dejó llevar por la prudencia y aguantó estoicamente a que esas dos mujeres acabasen. Pero al contrario de lo que se imaginaba, al cerrar los ojos, las huellas de los dedos de esa joven se grabaron en su piel como si de una caricia se hubiese tratado. Tenía frío y sin embargo, el sudor perlaba su frente.
Sarah era consciente de la reticencia de ese hombre a que ella le curase. Había sido adusto en el trato que le había otorgado nada más saber que le debía la vida. Excesivamente rígido y áspero en la forma de hablar, su forma de proceder, lo había delatado. Había sentido el rechazo instantáneo a su persona y por primera vez, había tenido miedo. A pesar de que había permitido que continuase con su labor, se había sentido intimidada por el religioso. Ese hombre no quería que lo atendiera. Podía denunciarla y acabar con ella, por el simple hecho de haberlo curado. Tales eran las leyes que la Inquisición imponía.
—¡Sarah!
Ensimismada en sus pensamientos, la joven no se había percatado de que Clara la observaba y que don Rodrigo la miraba con interés.
—¿Necesitáis que os ayude a algo más? —insistió Clara al comprobar que Sarah estaba distraída.
—No, no... —contestó Sarah tartamudeando.
Clara se percató del estado de agotamiento de la joven Sarah.
—Deberíais marcharos a descansar. Mi esposo está con los niños en este momento y puedo relevaros un rato hasta que me reclamen de nuevo. Estáis agotada y parecéis al borde del desmayo.
—¡Pero señora, vos estáis más cansada que yo! Además, debéis atender a vuestros pequeños.
—¡Tonterías! Sois vos la que habéis permanecido al lado de don Rodrigo todos estos días.
Durante unos segundos, ninguna de las dos mujeres dio su brazo a torcer y Rodrigo miró atento a ambas. No se había dado cuenta del estado de su salvadora hasta que doña Clara lo había señalado. Unas profundas ojeras y una mirada cansada daba muestra del profundo agotamiento de la judía. Por un instante, se sintió culpable por haber pensado de aquella manera. La joven, lo único que había hecho, era salvarle la vida a expensas de perder la suya y él, ni siquiera se lo había agradecido. En ese momento, la tímida mirada femenina se fijó en él y Rodrigo vio unos ojos asustados. Se sintió culpable por haberla atemorizado con sus absurdos prejuicios.
—¡Marchad a descansar! —le ordenó Rodrigo sin pensar.
El eco de la potente voz del religioso rebotó en las piedras de las paredes del salón. Sarah dio un respingo y sin mediar palabra alguna, se dirigió hacia una de las salas del castillo. Cuando cerró la puerta tras de sí, temblaba por el miedo. Estaba a punto de echarse a llorar.
Solo cuando Rodrigo se quedó a solas con doña Clara, se percató que la judía lo había malinterpretado. El tono de su orden había sido tan duro que la joven había creído que no soportaba su presencia y que la despachaba al no soportar su persona. Y aunque había sido así en un principio, Rodrigo solo pretendía que descansara. La joven creía que prefería los cuidados de la cristiana. Tendría que pedirle disculpas.
Al cabo de dos horas, Diego reclamó de nuevo la atención de su esposa.
—¿Dónde se encuentra la joven Sarah? —preguntó Diego a Clara.
—Está descansando. La muchacha no aguantaba más tiempo sin descansar.
Diego asintió evaluando la situación.
—Varios hombres vigilarán la salud del Adelantado. Ahora es necesario que os reunáis con los niños y les deis de nuevo de comer. Luego, vos, también descansaréis.
—No puedo...
—No debéis preocuparos. Su padre velará por ellos.
Clara fijó la atención en su esposo. No iba a oponerse a esa decisión, estaba agotada también.
—Id y haced lo que vuestro esposo os dice. Si no me he muerto en cinco días, dudo mucho que el Señor reclame ahora mi alma —aconsejó don Rodrigo.
—Está bien, don Rodrigo. Si por algún motivo el Adelantado se sintiera molesto, debéis llamar a Sarah o a mí... —le ordenó Clara a su esposo.
—Así lo haré —asintió Diego.
Solo cuando la esposa de don Diego desapareció de su vista, don Rodrigo se atrevió a hablar.
—Ahora entiendo vuestra insistencia en recuperar a vuestra esposa.
Diego sonrió con picardía.
—Tenéis una esposa muy bella.
—No fue solo su belleza lo que me encandiló. Quedé prendado de Clara desde el primer momento.
—¡No tuvisteis escapatoria!
—Ninguna —aseguró Diego sonriendo—. Ella es mi destino ¡No sé qué haría sin ella!... Iré a avisar a los muchachos de que me quedo con vos.
Las palabras de don Diego, se quedaron grabadas en la mente de Rodrigo mientras el hombre lo dejaba a solas unos instantes. No comprendía cómo una mujer podía llegar a convertirse en el destino de un hombre. Para él, su destino solo era servir a Dios.
Cuando Clara terminó de atender a los pequeños, se echó a un lado del lecho para descansar. Y como si sus hijos hubiesen intuido que su madre estaba al borde de la extenuación, se quedaron dormidos a la par de su madre.
Diego entró varias veces para comprobar que los tres dormían y cuando en una de ellas, observó que los niños habían vuelto a despertarse, los sacó del lugar sin hacer ruido, dejando que su mujer descansara un rato más. Cuando salió con ellos en los brazos, Antón le preguntó con una sonrisa picarona.
—¿Qué pretendes hacer con estos dos infantes?
—Preguntaros mejor, ¿qué vais a hacer vos con ellos?
—¿Yo? ¿Me habéis visto cara de damisela?
Diego llegó hasta él y ante la atónita mirada de los demás, dijo en voz alta:
—Diego, aquí tienes a tu tío Antón. Antón, aquí tienes a tu nuevo protegido. Serás el encargado de enseñarle a manejar la espada.
Y sin más ceremonia, Diego dejó a su hijo en brazos de su amigo.
—¿Yo? ¿Y por qué tengo que ser yo? Sabéis que no me agradan los niños y sobre todo, los que se pasan todo el día comiendo... —protestó Antón con el niño en los brazos.
—Es hora de que vayáis practicando el arte de entretenerlos —se rió Juan del apuramiento de su hermano.
—Y vos, os encargaréis de mi pequeña —indicó de nuevo Diego dirigiéndose hacia Juan.
—¿Os habéis vuelto loco? —protestó a su vez Juan de Alcaraz.
—No me he vuelto loco, pero necesito que entretengáis a los pequeños un poco para que Clara descanse —contestó Diego alejándose de los dos hermanos.
—Y mientras tanto, ¿qué vais a hacer vos? —preguntó Juan iracundo.
—Tengo un par de cosas pendientes —contestó Diego sin volver a mirar a los hermanos Alcaraz—. ¡Luis, saldréis de inmediato hacia Úbeda! Que un par de soldados os acompañen e intentad averiguar qué está sucediendo en la ciudad. Sobre todo, necesito saber los pasos del de Molina.
—¡A vuestra merced no os tiembla la voz a la hora de ordenar! —sonrió Luis mientras Diego se adentraba de nuevo en el castillo sin dignarse a mirar hacia atrás. Los dos hermanos, lo observaron enfadados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Juan mirando a la niña que pataleaba entre sus brazos.
—¿Ahora? Ahora nos cuesta hacer de niñeras —contestó Antón enojado ante la sonrisa socarrona de Luis.
—Aquí os quedáis. A algunos los mandan tareas femeninas y a otros, cosas de hombres...
—¡Serás idiota! ¡Ya volverás! —respondió Antón a Luis mientras éste se marchaba.
Diego escuchaba las voces de sus amigos, pero necesitaba un momento a solas con su esposa y dejar a los pequeños con ellos, era lo único que se le había ocurrido. Después de echar un vistazo al Adelantado y comprobar que continuaba bien, se adentró silenciosamente en el interior de la sala donde dormitaba Clara.
Clara se tocó la nariz sin saber qué insecto la molestaba. Le costaba abrir los ojos, sobre todo porque los pequeños no se habían despertado todavía y era un tiempo precioso para seguir durmiendo. Bostezando, apartó de un manotazo la molestosa presencia que continuaba importunándola. Sin embargo, no había forma de que la dejara en paz. Parpadeando, terminó por abrir los ojos y en vez de encontrarse con un molesto insecto, se encontró con unos tunantes ojos que la miraban con picardía.
—¿Lleváis mucho tiempo aquí? Que sepáis que habéis estado a punto de morir aplastado.
Diego, sonrió ante la ocurrencia de Clara.
—¡Y yo que quería despertaros de una forma sutil y agradable!
—¿Sutil? Yo solo pretendía dormir un poco más —declaró Clara fijando sus ojos en los de su esposo.
—He intentado que durmierais todo lo posible, pero esos pequeños hambrientos...
—¿Pequeños hambrientos?
—Así es como Antón los ha bautizado. No me miréis así, pues os aseguro que hemos hecho todo lo posible para que alargaseis vuestro sueño todo lo posible. Sin embargo, es imposible contenerlos por más tiempo.
—¿Y qué hacéis vos aquí, cuando deberías de estar al lado de nuestros niños? —preguntó Clara con el entrecejo fruncido.
—Veréis... Llevo varios días intentando hallar un poco de tiempo para estar con vos, pero entre todas vuestras obligaciones, no he conseguido teneros a solas. Siempre estáis ocupada o dormida.
—¿Necesitáis pedir audiencia para estar con vuestra esposa? —preguntó Clara sonriendo.
—Ya lo creo, pero que sepáis que vuestro esposo se resarcirá tarde o temprano, de vuestra falta de atención —contestó Diego sonriente.
—¿Y se puede saber qué quiere mi señor esposo con tanta urgencia?
—Un beso. Me muero por un beso de vos.
—Eso es fácil de conceder. No era necesario pedir audiencia.
Clara alargó el brazo y retiró de la frente de Diego, el mechón de pelo que ocultaba el iris de sus ojos.
—¿Un beso solamente es lo que solicitáis?
—¿Creéis que hay tiempo para algo más? —preguntó Diego desesperado por tener a Clara de nuevo entre sus brazos.
—Si os dais prisa, puede ser que a lo mejor optéis a algo más que un beso —declaró Clara bajando el brazo, posando la mano en el pecho de Diego.
—¡Dios mío! ¡No sabes cuán desesperadamente necesitaba escuchar eso! —susurró Diego acercando los labios al rostro de su esposa—. Hacía tanto tiempo que no os tenía así, que ya ni siquiera me acuerdo. Estos cinco días mirándoos desde lejos, han sido una tortura.
Fundiéndose en un frenesí de besos y de caricias, las manos de Diego volaron por la ropa de Clara desatando los lazos que habían en el vestido y con desesperación, intentó arrancarle la ropa cuando un fuerte ruido en la puerta, los interrumpió.
—¡Maldita sea! —gruñó Diego en el cuello femenino—. Mataré a quien osa importunarnos.
—Que sepáis que os he escuchado desde aquí y os comunico, que como no salgáis pronto, no podré garantizar vuestra seguridad... —advirtió Juan desde el otro lado de la puerta—. Mi hermano Antón, está a punto de estampar a vuestro vástago contra el suelo.
—¡Diego! —se quejó Clara asustada.
—No hablaba en serio; está bromeando —le advirtió Diego a su esposa—. ¡Ya vamos! Decid al de Alcaraz que ya salimos....
Juan escuchó las palabras y sonriendo, se marchó en busca de su hermano.
—Me temo que tendremos que posponer nuestra cita para otra ocasión —advirtió Diego a su esposa mirándola con decepción mientras el deseo nublaba sus ojos.
Clara sonriendo, se percató de la cara de decepción de su enamorado esposo y le susurró:
—Os estaré esperando ansiosa.
—¡Por Dios! No me tentéis así. Mi aguante está llegando a un límite.
—¡Bienvenido a la paternidad, esposo mío! Se levantó Clara del lecho, riéndose a carcajadas, mientras Diego maldecía su suerte.
Bastaba que una sola persona te denunciara para que el tribunal del Santo Oficio iniciase el proceso. Abraham tenía que elaborar una lista de enemigos, pero la cuestión era que él no tenía ninguno. Y si no acertaba a adivinar quién era su acusador, lo condenarían injustamente. Toda la vida la había dedicado a curar a la gente y eso para él, no podía ser un delito, independientemente de quien fuera el enfermo o herido.
—¿Sabéis escribir? —preguntó el carcelero.
—Sí, señor —contestó Abraham.
—Pues ya podéis empezar ¡No tenemos todo el día!
Bajo la atenta mirada del carcelero, Abraham se puso a escribir todos los nombres que se le ocurrieron. Empezó con los vecinos de su calle, con las personas a las que había curado, continuó con los más allegados a don Juan de Alcaraz y a don Diego de la Cueva, continuando por Francisco de Molina y don Luis de la Cueva. Cuando terminó, estaba exhausto y la cabeza le dolía. Era incapaz de buscar más culpables.
La noche ya se había echado encima cuando Luis llegó a Cazorla seguido por los dos soldados. Sus pasos apresurados entrando en el salón alertaron a los que se hallaban dentro. Diego volvió la vista hacia su amigo y levantándose se dirigía hacia él cuando Luis le advirtió desde la arcada de la puerta:
—¡La Inquisición ha detenido al físico Abraham!
El corazón de Sarah dejó de latir un segundo cuando escuchó la horrible noticia.
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