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Capítulo 2

¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios!

¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!

Romanos 11:33.


Preocupada, la reverenda madre disponía de poco tiempo para informar a la reina Isabel de la procedencia ilegítima de Clara María. Era de vital importancia que supiera quién era su padre. Así que, antes de que la reina partiera hacia Baza, intentó explicárselo.

—Madre reverenda, creo que no comprendo vuestra reticencia e inquietud a que la novicia emprenda tan encomiable labor. Os aseguro que estará a buen resguardo y que su conocimiento será aprovechado en el hospital del campamento.

—Os pido disculpas, alteza, si la he llegado a ofender de algún modo. Pero no es eso lo que me preocupa. Me temo que mi reticencia se debe a un asunto de otra naturaleza. Y es necesario que la ponga al tanto de los hechos que tienen que ver con la novicia.

—¡Hablad con libertad pues...! —exclamó la Reina impaciente.

—La realidad es... —titubeó la religiosa antes de hablar— que esa novicia no es quien aparenta ser.

—No entiendo lo que pretendéis decir... —respondió la Reina ante el nerviosismo de la monja.

—Ha crecido entre los muros de este convento y ha vivido al margen de la realidad de su nacimiento, ignorando quiénes eran sus verdaderos padres. Y aunque ella misma crea que es una novicia, su paso por aquí no es permanente como ella imagina. Todo se realizó para ocultar su presencia en esta humilde morada de Dios.

—¡Explicaos...! —exigió la reina.

—Prometí guardar el secreto de su origen y respeté la decisión del padre de la muchacha, pero creo que tratándose de su Majestad, podré confiarle ese secreto que tan bien guardado ha estado durante todos estos años.

—¡Continuad de una vez! Me tiene intrigada reverenda madre, hablad... —ordenó la Reina Isabel.

—Esa niña es la hija bastarda de don Francisco de Molina, un noble de la ciudad que en estos tiempos forma parte de los caballeros que luchan junto a su señor esposo, el Rey Fernando. Una antigua disputa entre el linaje de los Molina y de los Cueva provoca que cada dos por tres, alguna intriga mal sana llene de sangre las calles de la ciudad con algún miembro de ambas familias muerto. La madre murió en el parto y la niña fue abandonada en la Casa Cuna; el padre de la niña, temiendo por la vida de su única descendiente, permitió que se criara lejos de él, a expensas de poder verla de vez en cuando. Ni siquiera la joven Clara María, conoce que tiene un padre fuera de estos muros. La intención de Don Francisco es reconocer a la joven como su hija, una vez que no corra peligro su vida. Don Francisco no tiene más descendencia que esta muchacha. Si en estos tiempos, la lucha entre ambos linajes ha estado tranquila, no es por la intención de ambas familias, sino porque los nobles se encuentran combatiendo en Granada.

—¿Francisco de Molina...? Recuerdo el nombre de ese caballero. Hace años, mi esposo y yo recibimos un memorial de agravios y quejas de ese noble, procedente de esta ciudad. Recuerdo la amonestación que remitimos —se levantó la reina dando pequeños pasos por la sala mientras escuchaba a la monja.

—Y la amonestación de sus majestades fue pública y efectiva, estuvo durante mucho tiempo colgada en la plaza. Recuerdo que la leí y aquello tuvo su repercusión porque pudimos respirar aliviados durante un buen tiempo. Pero a pesar de ello, las luchas continuaron tiempo después.

—El Rey fue claro en la amonestación... —aclaró la reina Isabel.

—Sí, y como le decía..., sirvió durante un tiempo para calmar los ánimos pero otras tragedias han sucedido desde entonces.

—Luego la muchacha es...

—Bastarda, su alteza..., como podéis imaginar. Pero las circunstancias de la vida hicieron que el expósito cayera en este convento y pudiéramos dar con el paradero de su progenitor, don Francisco de Molina. Éste, se hizo cargo de todos los gastos de la niña y por eso se ha criado entre nosotras todos estos años. Ha sido nuestro principal benefactor. Por eso, tenemos a nuestra disposición la magnífica biblioteca y la botica. Entiendo la urgencia de su alteza de disponer de los conocimientos de Clara María y estoy segura que le serán valiosos. Clara María es una muchacha espabilada, bondadosa e inteligente, versada en diversas artes y con muy buena disposición para el trabajo, estoy segura que ayudará al prójimo con su buen hacer. Sin embargo, es muy inocente en cuanto a la realidad que rodea estos muros. Su verdadero padre continua estando al tanto de su educación como podrá suponer, pendiente del más mínimo detalle que le pudiera acontecer y faltar. Y creo que si su alteza lo permite, debería transmitirle a don Francisco que la joven ya no se encontrará bajo mi tutela, sino bajo la custodia de su Majestad.

      La reina Isabel desaprobaba las infidelidades pero comprendía que las mujeres no podían opinar en los menesteres de la naturaleza infiel de los hombres. Así que comprendiendo el dilema, le autorizó la decisión.

—No os preocupéis, reverenda madre. Podéis informar al padre de la joven, del destino de la muchacha. Es más, si es vasallo de mi esposo, yo misma le informaré. Y en cuanto a su inocencia, no debéis temer por ella. Yo misma me ocuparé de mantenerla a salvo y que nada le falte. Y por supuesto, no sabrá nada al respecto de su procedencia, hasta que su padre decida hacer lo correcto. No crea que no estoy al tanto de los asuntos de Castilla. Conocía perfectamente las disputas de don Francisco de Molina y de don Luis de la Cueva. Durante años el rey Fernando y yo misma, hemos tenido demasiada manga ancha..., quizás no ha sido la casualidad que anoche me alojara en esta morada. Los caminos del Señorson inescrutables, ¿no le parece reverenda madre?

—Así es, Majestad —asintió la reverenda madre.


Campamento militar de los Reyes Católicos, inmediaciones en la vega de Granada.

29 de Abril de 1490.

Los reyes Isabel y Fernando, conscientes de la lucha sostenida contra el Rey moro y ante una Granada deshecha, estaban completamente decididos a preparar su última campaña. El plan era destruir trozo por trozo el reino nazarí y no quitarles Granada hasta haberle arrebatado todas las ciudades, villas y castillos que le rodeaban. Solamente despojada de sus tierras y de todas sus fuerzas, se quedaría Granada sola y débil como una madre sin sus hijos.

     La vega de Granada era un paraje delicioso, con amplios y fructíferos huertos donde el agua brotaba de cualquier lado. Con unos cármenes, cuyos floridos jardines hacían las delicias de sus moradores. Pero todo llegaba a su fin, en el que ya no había vuelta atrás. Sobre todo para los habitantes que vivían en peores condiciones; con las puertas cerradas, la ciudad de Granada se iría quedando desabastecida. Y así fue como el rey Fernando decidió que precipitaría la conquista de Granada: por el hambre, llevando la desolación y la muerte a aquellos infieles a través del asedio. Emplazaría al enemigo e impediría la entrada y la salida del mismo hasta lograr la rendición.

     Para tal tamaña empresa, el rey Fernando al mando del ejército, contaba con fuerzas llegadas de todos los puntos de Castilla, Aragón e incluso extranjeros. Soldados de la Guardia real y de la Hermandad, vasallos de la corona, huestes nobiliarias con fuerzas auxiliares... además de las fuerzas de las órdenes militares que el rey Fernando controlaba. La inmensa mayoría de los jinetes pertenecían a la caballería ligera, montados a la jineta y armados con lanza corta, puñal, espada y coraza ligera. Y los peones estaban constituidos por tropas tradicionales: espadachines, ballesteros, espingarderos, lanceros,...

      Entre ellos, Diego de la Cueva, hijo de don Luis de la Cueva, era uno de los caballeros que se había incorporado a la lucha. Esa tarde, cansados del largo tedio, sus amigos y él bromeaban retándose a realizar hazañas imposibles con el único fin de matar la desidia provocada por el aburrimiento. Necesitaban entrar en batalla pero mientras tanto se divertían...

—Has perdido Diego, os toca pagar... —dijo uno de los cuatro amigos.

      Diego de la Cueva junto con su amigo Luis y los hermanos Alcaraz, Antón y Juan, formaban el grupo de caballeros menos temerario y más escandaloso del campamento. Jóvenes e impacientes, se habían formado bajo el mando del capitán Gonzalo Fernández de Córdoba y mientras esperaban con impaciencia las ordenes para emprender la lucha jugaban a ver quién sería el siguiente en perder.

—¿Qué estáis pensando? —preguntó Diego a sus amigos.

—¿Sabíais que en el campamento hay nuevas damas que acompañan a la reina? —preguntó uno de los hermanos Alcaraz.

—Sí, ¿por qué...? —preguntó Diego sin saber a dónde querían llegar sus amigos.

—Tenéis que intentar enamorar a una de ellas... —le retó don Luis.

—Eso está hecho... —dijo el joven con la soberbia que siempre lo caracterizaba.

—¡Bueno...! Pero no podéis seducir a cualquier dama. Según las malas lenguas, la joven en cuestión es escurridiza... —dijo uno de los hermanos.

—¡No será para tanto! ¿Qué os apostáis a que cae rendida bajo mi influjo? —preguntó Diego de la Cueva levantándose de la mesa donde bebían.

—Eso está por ver. Si perdéis, tendréis que pagar todas las rondas la próxima noche... —contestó don Luis socarrón.

—Y si sois vos el que pierde, os encargaréis de limpiar mi caballo durante una semana.

     Los tres amigos sonrieron mirándose entre sí y levantándose se precipitaron hacia el exterior del barracón, arrastrando a Diego con ellos. El campamento estaba formado por numerosos barracones de madera, tiendas de campaña y alguna que otra casa de piedra.

—¿Dónde está la dama en cuestión? —preguntó Diego con curiosidad.

—Esperad y veréis. No seáis tan ansioso... —dijo uno de los retadores mientras se iban acercando al lugar.

     Nada más llegar, Diego de la Cueva se quejó.

—Esto es el hospital..., os debéis de haber equivocado —dijo mirando de malos modos a sus acompañantes.

—De eso nada. Ahí mismo tenéis a vuestra damisela dispuesta a ser enamorada... —respondió Antón de Alcaraz.

     Diego echó un vistazo rápido a la entrada del hospital. La reina Isabel lo había creado con el fin de atender a los heridos y enfermos y en su interior, numerosos físicos y cirujanos, trabajaban para atender a los soldados durante el asedio.

—¿En el hospital? No es posible. Las damas acompañan a la reina en todo momento, no creo...

—Esta no. Durante el día atiende a enfermos..., por lo visto está versada en las artes curativas; y por las noches... —respondió Luis que había comprobado en varias ocasiones como la joven en cuestión entraba y salía del lugar.

—¿Y por las noches? —preguntó Diego con curiosidad.

—Por las noches se dedica a rezar. A lo mejor, conseguís que sea capaz de curaros ese ego tan grande que tenéis.

—Dejaros de misterios y acertijos y hablad claro... ¿Cuál es el nombre de la dama? —preguntó don Diego impaciente por acabar con la risa de sus amigos.

—El nombre de la dama no lo sabemos, pero su indumentaria no la hemos olvidado... —contestó don Juan con un brillo travieso en los ojos.

—Luego... la joven es de noble cuna pero no sabéis el nombre —intentó sonsacar don Diego.

—No conocemos quién es..., pero antes de que entréis, tenemos una condición —dijo don Luis incapaz de contener la risa.

—No habíamos hablado de condiciones... —respondió Diego con el entrecejo fruncido.

—Pues, habrá condiciones... En caso contrario, os resultaría muy fácil. Jugaríais con ventaja, las damas caen rendidas a vuestros pies en cuanto os ven... —intentó engañarlo don Luis.

—¿Qué condición? —preguntó de nuevo Diego de la Cueva.

—Tendréis que quitarle una prenda a la dama, en concreto una... —dijo don Luis, callándose durante unos segundos.

—¿Una...? —espero don Diego la respuesta.

—Una toca... —soltó sin más mientras los demás se partían de la risa.

—¡Habéis mentido como bellacos! No es una dama, es una monja... —protestó don Diego.

—Esa monja es una protegida de la reina. Esa es la apuesta, o la aceptáis o perdéis... —impuso don Luis mientras los hermanos Alcaraz los miraban sonrientes.

—Vosotros sabíais esto... —acusó Diego a sus amigos, con evidente enfado.

—Por supuesto, ¿qué os pensabais? ¿qué os lo íbamos a poner fácil? —dijo don Juan provocando las risas del resto.

—De acuerdo, acepto el reto. Decidme dónde está la monja y acabemos con esta apuesta cuanto antes.

—Ahí dentro la tenéis... —comentó Antón señalando la puerta del hospital—. Por la hora que es, no puede haber mucha gente en su interior.

—¿La toca...? —preguntó de nuevo don Diego, esperanzado de que se arrepintieran al tratarse de una religiosa.

Los tres asintieron a la vez.

—Esperaremos aquí vuestra vuelta... —fanfarroneó don Luis.

     Los tres amigos se quedaron fuera entusiasmados porque Diego perdería la apuesta. Envalentonado, y tomando aire, Diego se dispuso a entrar en aquel hospital dispuesto a callarles la boca a los tres mentirosos que tenía por amigos. Al entrar desde fuera, la luz del exterior impidió que pudiera ver el interior del lugar. Dentro estaba oscuro, pero una vez que su vista se adaptó, comprobó que al final de todas las camillas, una monja atendía a un hombre herido que permanecía tumbado. Sin duda, esa debía ser la monja. Caminando sin hacer ruido, llegó hasta el lugar y antes de que la monja se diera cuenta de su presencia, avanzó hasta ella. Seguramente, sería de edad avanzada, y aunque se enfadaría al principio, luego terminaría perdonándolo cuando le explicara el motivo de su insolencia y pusiera cara de súplica y de pena. Considerando que la mejor opción era actuar con rapidez y decisión, no dudó en despojar a la religiosa de su toca para llevarla ante sus pendencieros amigos.


 A Clara María no le dio tiempo a reaccionar, el frío aire del lugar se coló sobre su nuca en el instante en que alguien le arrebataba la toca de la cabeza. Asombrada, y sin saber quién había osado dispensarla de su atuendo, se volvió para descubrir a un joven caballero enfrente de ella. Alto, elegante y extrañamente apuesto, Clara María se le quedó mirando.

     Diego se olvidó de respirar. No recordaba haber visto una visión más hermosa que le hubiera paralizado de semejante manera en toda su vida. Con el corazón en un puño, posó la mirada en el rostro sorprendido de aquella criatura angelical. Y en medio de la penumbra, la expresión de la novicia resultaba difícil de discernir, a pesar del asombro por su osadía. Su pelo cortado de manera desordenada, mostraba unos rizos rebeldes de color castaño intenso, los cuáles terminaban en un cuello esbelto, solo semejante al de un cisne; y una barbilla, hecha de la más pura perfección, solo apta para que un escultor la esculpiera. Como un tonto, se quedó sin habla, espantado por haberle arrebatado parte de su atuendo, sintiéndose el más miserable gusano del lugar. Sin embargo, fueron sus ojos, los que lo atraparon. Eran los ojos verdes más bellos que había visto jamás.

—Lo siento. Disculpadme... —intentó Diego hablar, con apenas un hilo de voz mientras un repentino tartamudeo hacía presa de su persona.

     Clara María continuaba sin emitir palabra alguna. Sorprendida por la acción del caballero, no era capaz de enfadarse siquiera, ya que nunca nadie, había osado semejante atrevimiento. Esperando una explicación por parte del joven, que la miraba como aturdido, no supo interpretar la expresión de su rostro.

—¡Maldita sea! —se quejó Diego en voz baja. Esa joven tenía la mirada más bella que había visto en mujer alguna. Como una madona italiana, permanecía impasible y silenciosa esperando una respuesta por su parte. Se sentía como un canalla cometiendo el más infame delito—. Perdonadme por este acto imperdonable. Espero que perdonéis mi atrevimiento, hermana... —dijo Diego de la Cueva incapaz de sostenerle la mirada, claramente avergonzado.

      En ese momento, un ruido procedente del exterior captó la atención de Clara María. Tres jóvenes caballeros, permanecían en la entrada y por sus gestos, debían de andar riéndose ante el hecho.

—No os preocupéis. Puedo hacerme una idea aproximada de lo sucedido... —contestó Clara María.

—<<Y encima el sonido de su voz se asemeja al más dulce de los ángeles...>> —pensó Diego de la Cueva cayendo en el pozo de la zozobra.

      Clara María volvió la vista hacia el caballero que tenía delante.

—He cometido la falta más grave que un caballero puede realizar sobre una sierva de Dios. Decidme la penitencia que he de cumplir para expiar mis culpas, hermana... —exigió Diego arrodillándose en el suelo.

      Clara María no dejó entrever el asomo de su sonrisa. Aquel caballero de noble gallardía estaba avergonzado, tal era su sonrojo, que ya se consideraba culpable de su pecado. Considerando que aquello podía ser suficiente penitencia le respondió en un perfecto latín:

—"Et nolite iudicare et non iudicabimini. Et non iudicabimini nolite condemnare et non condemnabimini. Et dimittite et dimittetur ei" .

     Fue el turno de Diego, de mostrarse sorprendido.

—No juzguen, y no se les juzgará. No condenen, y no se les condenará. Perdonen, y se les perdonará... —tradujo Diego literalmente de aquel breve responso carente de toda reprimenda.

      Incorporándose poco a poco, miró de frente aquellos ojos que brillaban por su inteligencia... y sintiéndose aliviado por el rápido perdón, no pudo evitar sentir una inquietante curiosidad por esa monja. ¡Por Dios santo...! ¿En qué estaba pensando? Era una religiosa, y poco más que una niña, ¿cuántos años tendría?

        Sosteniéndole la mirada y abochornado por su proceder, solo fue capaz de estirar el brazo y entregar el objeto de la afrenta. Sus ojos bajaron incapaces de sostener la mirada.

       Clara María cogió apresurada la prenda y colocándosela precipitadamente volvió a ocultarse de las escrutadoras miradas masculinas.

—Lamento haber faltado a mi honor, hermana. No volverá a suceder... ¿Hermana? —intentó averiguar Diego su nombre mientras la religiosa lo miraba fijamente.

—Hermana Clara María... —respondió ella.

      Diego deseó no haber aceptado tal indigna apuesta. Inclinando la cabeza y a modo de despedida, salió de forma precipitada para no continuar avergonzándola.

—¡Clara María...! —recitaba Diego en su mente cuando escuchó de nuevo la voz angelical a su espalda.

—¿Y vos...? Señor caballero, ¿quién sois?

     Volviéndose y mirándola fijamente, respondió:

—Don Diego de la Cueva para servirle, hermana...

—Decidme don Diego de la Cueva... ¿Cuál era la apuesta? —preguntó Clara María con curiosidad.

—Debía robaros la toca... —susurró Diego, no con mucha sinceridad, puesto que el fin último, era enamorarla.

—¿La toca...? —preguntó Clara María—. ¿Y qué ganaríais con ello?

     Diego de la Cueva sonrió.

—Mi amigo se encargaría de limpiar mi caballo en una semana... —declaró don Diego.

       A Clara María le sorprendió el premio y sonrió. Y sin dudarlo ni un segundo, acortó la distancia y se detuvo frente a él.

—Pues entonces, tomad mi toca y reclamar vuestro premio. No es ofensa alguna, si yo os la ofrezco.

     Diego de la Cueva se quedó sin palabras. Cogiendo la toca, Diego asintió dándole las gracias mientras se volvía para dirigirse hacia la salida mientras sus amigos le esperaban.

—Aquí tenéis la toca. Gané la apuesta... —aseguró Diego de la Cueva saliendo del lugar.

—¡No puede ser! —aseguró don Luis.

       Diego de la Cueva no se molestó en continuar con la guasa.

—<<Hasta el nombre era delicioso>> —pensó abstraído en sus pensamientos mientras atravesaba el campamento. Jamás admitiría delante de sus amigos, que en realidad había perdido la apuesta. La dama no había sido enamorada pero él, había caído rendido a sus pies.


Campamento militar de los Reyes Católicos, noche del 14 de Julio de 1491.

Diego de la Cueva no pudo evitar vigilar en secreto a aquel ángel prohibido durante los meses siguientes al vergonzoso episodio. Por las tardes y acabada la faena, siempre buscaba algún hueco para observarla desde lejos. Sus ojos la buscaban ávidos, incapaces de observar ese andar elegante bajo el hábito cuando caminaba de forma enérgica, con la cabeza gacha y tan ensimismada en sus asuntos, que ni siquiera se percataba del interés que despertaba en el resto de soldados cuando atravesaba las calles del campamento. Era difícil que nadie se fijara en ella. Atraía todas las miradas a su paso, considerándose casi un miserable por la intensa atracción que despertaba en él.

      La incesante actividad que llevaba en el interior del hospital era vertiginosa. Diego de la Cueva se había informado sobre su cometido y no conocía ninguna dama de la reina que realizara tan encomiable labor y que dedicara tantas horas a su obligación. A veces, deseaba haber estado herido para ser merecedor de tales cuidados y poder estar a su lado.

      Acostado en su jergón e incapaz de conciliar el sueño esa noche, el objeto de su pensamiento se alejó de su mente, cuando unos gritos y llamamientos a las armas se escucharon desde el exterior. Colocándose rápidamente el calzón y el jubón, sus compañeros se afanaron por vestirse mientras echaban mano a las armas. Nada más salir al exterior, unas altas llamas amenazadoras, se precipitaban como lenguas de fuego a devorar todo lo que había a su paso.

—¡Rápido! ¡A los caballos! —Escuchó el grito del capitán, llamando a las armas.

     El rey Fernando ya dormía, cuando la Reina, inquieta, velaba en oración al ángel custodio de su ejército. De repente, la intensidad de la luz de las velas la distrajo y dirigiéndose a una de las criadas le ordenó:

—Retirad esa vela. Con una que dejéis es más que suficiente, me distrae.

     La sirvienta apartando la vela y colocándola detrás de la cama de su alteza, se retiró a descansar dejando a la monarca en tan noble propósito. Una vez que la reina Isabel terminó de rezar, se preparó para acostarse cuando al levantar la mirada comprobó horrorizada que su cama empezaba a arder. El grito despertó al rey, que levantándose rápido y a medio vestir, ordenó a la reina salir inmediatamente de allí.

     El fuego prendió con tal rapidez la cama y de ahí a las cortinas, que devoraron en seguida las tiendas de los monarcas. Sin embargo, la reina tuvo el tiempo justo de coger el contador de papeles y salir tras el rey. Corriendo, se afanó en llegar la tienda donde dormían el príncipe y las infantas y sacándolos de allí, un escudero criado del príncipe, les llevó hasta la estancia del Conde de Cabra, a cuya tienda, bastante retirada del aposento real, no habían accedido las llamas.

      El rey Fernando creyendo que el incendio era un ardid del enemigo, ordenó partir al ejército contra los infieles para hacerles frente.

—¿Todo listo? —preguntó el rey a uno de los vasallos que le acompañaban.

—Sí, su alteza —respondió Francisco de Molina.

—¡Acabemos con los infieles...! —ordenó el monarca y acto seguido, abandonaron el campamento.

       Diego de la Cueva, marchaba a la retaguardia del ejército, preocupado por el miedo y la confusión que había dejado atrás. Su intención, nada más ver el caos, había sido comprobar que ella estuviese bien, pero el llamamiento rápido del capitán, le había impedido confirmar que nada malo le había ocurrido a su ángel. Solo esperaba que Dios protegiese a los que habían quedado en el campamento y que, a aquel espíritu divino que le quitaba el sueño, no le hubiese sucedido nada.


Varias horas después, el grueso del ejército cristiano regresaba al destrozado y quemado campamento. Una vez confirmado que el incendio había sido casual y que todo había sido ocasionado por la llama de una vela, el rey dio la orden de regresar. Aliviado, Diego no veía el momento de llegar al campamento.

—¿Sabéis qué? —dijo don Luis a los demás.

—¿Qué...? —preguntó Diego.

—Ese incendio tenía un propósito.

—¿Y se puede saber, en nombre de Dios, qué oscuro propósito puede tener que un campamento entero se queme? Seguro que se han perdido la mayoría de los enseres.

—Lo sé, no hace falta que os alteréis... pero creo que el fuego eran luminarias para festejar la próxima victoria contra los infieles. Estoy seguro de ello —dijo don Luis con fanfarronería.

      Diego sonrió ante el absurdo comentario de su amigo, pero no sería él quien desmintiese tal afirmación si quería pensar así.

—Os mostráis muy seguro de vuestras palabras, espero que sean proféticas... —contestó don Juan que le iba a la zaga.

      En ese instante, a lo lejos, Diego de la Cueva detectó en su flanco derecho al hombre que más odiaba del mundo.

—¿Qué os sucede? Os habéis puesto serio de repente... —preguntó don Juan—. Tal parece que no os agradase regresar.

—Mirad quién está allí. No soporto la presencia de ese indeseable... Y por supuesto, que estoy deseando regresar... —contestó Diego ocultando su apresuramiento.

      Luis que conocía muy bien a Diego, creyó que su amigo estaba disgustado por la presencia de don Francisco de Molina.

—No sé cómo continúa vivo... —añadió don Luis en voz baja.

—Algún día acabaré con esa alimaña... Se ha ganado el afecto de su alteza y no hay día que desaproveche la oportunidad de reforzar los lazos con el rey. ¿Habéis visto con quién está?

—No... —contestó don Luis.

—Fijaos bien..., es el Duque de Cádiz. Sabe que el Duque es uno de los preferidos de su Majestad. Según las malas lenguas, planea algún tipo de alianza con la Casa del Duque pero no logro saber cómo. Sin sobrinos y sin nadie que herede su linaje, está condenado a la extinción. Es lo único que ese mal nacido ha sabido hacer bien.

—Ya estamos casi llegando —exclamó don Luis aliviado— ...daos prisa amigos míos. Hoy me toca pagar a mí...

     Diego estaba seco por beber algo. Sin embargo, debía hacer algo antes de reunirse con los demás. Nada más llegar y bajar del caballo, Diego se apresuró a acomodarlo en la cuadra.

—En un rato, me reúno con ustedes... —aseguró Diego.

—¿Dónde vais ahora, Diego? —preguntó don Luis.

—Tengo un asunto urgente. Empezad sin mi.

     Si a don Luis le extrañó, no preguntó nada más a su amigo.


Clara María solo tuvo tiempo de vestirse de forma precipitada, colocándose el hábito encima del cuerpo y sin siquiera ponerse su cinturón y la toca en la cabeza. Había salido fuera para ver qué ocurría y sin pensarlo si quiera, se dirigió corriendo hacia el hospital para intentar salvar lo más valioso, pero las llamas habían devorado con tal rapidez el lugar que había sido imposible sacar lo que quedaba dentro. Así que contemplando el desastre, no le quedó otra opción que ayudar a las personas que iban llegando al lugar donde se encontraban los físicos y los galenos para que les aliviasen las quemaduras. Sofocando las llamas, se habían quemado el rostro, las manos y parte de los brazos y en esa tarea se encontraba en ese preciso momento.

—Tenéis que intentar no mojaros las manos en unos días, podría... —Clara María perdió el hilo de la conversación cuando su mirada se posó en un caballero que subía por la calle. Lo reconoció al instante.

      La noche había sido larga pero el amanecer ya pintaba de rojo la madrugada de aquel día, cuando perdió la concentración. Don Diego de la Cueva la miraba con intensidad, conforme se acercaba a ella.

      Diego observó cómo su ángel se percataba de su presencia, olvidándose de lo que estaba haciendo en ese instante. Se sintió afortunado, al comprobar que Clara María seguía ilesa. No se hubiese perdonado el que le hubiese sucedido algún percance. Y para su maldito deleite, no llevaba aquel maldito trozo de tela que ocultaba parte de su cabeza, por lo que pudo recrearse con los detalles de sus rebeldes rizos. Manteniendo una expresión imperturbable sostuvo su mirada hasta acercarse a ella, no quería que descubriera el interés que despertaba en él.

     Clara María permaneció quieta en el sitio sin poder apartar la mirada de aquellos ojos penetrantes e hipnóticos. Unos mechones de abundante cabello castaño le caían sobre la frente a aquel hombre, otorgándole un carácter peligroso y fascinante a su pesar. Como una pecadora y cayendo en lo más hondo, bajó la vista hacia aquellas caderas estrechas y esas piernas largas y musculosas que se adivinaban bajo las calzas.

—¡Señor, perdonadme por estos pensamientos impuros! Os prometo rezar diez Padrenuestros en cuanto pueda, pero no me culpéis... —pensó Clara María viendo acercarse cada vez más al caballero que aquel día le había quitado la toca.

        Sin duda el demonio, tuvo que crearlo para perdición del género femenino. Una fluida elegancia al caminar mostraba una seguridad en sí mismo difícil de obviar y más con aquella ropa rayando en la indecencia. ¡Por Dios! No había visto calzas más provocadoras en su vida. Se suponía que una novicia, no debía fijarse en esos menesteres.

     Cuando don Diego estuvo a solo cinco pasos de distancia, pudo comprobar por sí mismo que al ángel no le había sucedido nada. La blancura de su tez, ahora estaba llena de manchas oscuras de hollín pero en vez de restarle belleza, le daba una naturalidad exquisita y encantadora, que provocaba pasarle la mano y retirarle los tiznajos de su rostro. Sin decir nada, la miró detenidamente, intentando encontrar una palabra para describirla. Era preciosa, aunque ese término se quedaba corto para ella.

—¡Hermana! Solo vine a asegurarme que no os había sucedido nada... —añadió don Diego al tenerla frente a sí.

—Como podéis comprobar, no hay que lamentar ninguna pérdida humana —aseguró Clara María incómoda por el interés del caballero. No había vuelto a verlo desde el incidente de la toca—. Gracias por vuestro interés, don... —de repente, Clara María se olvidó de hablar.

—Don Diego de la Cueva... —se presentó de nuevo Diego, extrañado por que a ella se le hubiese olvidado su nombre—. ¿Se preguntará qué hago aquí?

     Clara María asintió, olvidándose del hombre al que estaba ayudando.

—Solo quería asegurarme de que no os había sucedido nada... y espero no haberos importunado por mi atrevimiento... —aclaró don Diego sin apartar la vista de la novicia.

        Asombrada porque aquel caballero se hubiese interesado por ella, no supo qué responder, hecho que a Diego no le pasó desapercibido.

—No, me habéis importunado, don Diego. Agradezco vuestro interés y como podéis vos mismo comprobar, me encuentro perfectamente.

      Diego hubiese dado cualquier cosa por pasar su mano por aquel corto cabello y tocar la suave piel de su rostro. Hasta ese punto llegaba la locura que se había apoderado de su persona. Sentimientos contradictorios por una religiosa. Sabiendo que debía retirarse, antes de ponerse en evidencia, Diego acertó a decir:

—Si necesitáis algo, solo tenéis que pedírmelo.

     Clara asintió sin responder. Se había quedado sin palabras.

—¿A qué os referís?

—A que si vuelven a levantar el hospital, no me importará contribuir a su reconstrucción... —aclaro Diego girando la mirada hacia los restos quemados.

—¿Y sus obligaciones? —preguntó Clara María con evidente interés.

—Cuando acabe con ellas, puedo echarle una mano donde haga falta... —aseguró Diego con sinceridad—. Al fin y al cabo, debo de expiar de algún modo mi pecado.

       La extraña conversación era seguida por el herido que escuchaba sin disimulo y al que ambos ignoraban. En ese instante, Clara María miró hacia el enfermo y un leve sonrojo tiñó de rosa sus mejillas.

—Muchas gracias por el ofrecimiento. Imagino que la reina Isabel determinará lo que se debe hacer. No debe molestarse por ese pequeño pecado, ya le dije que no tenía importancia —contestó Clara María con un tono de voz más bajo.

      El ruido de un caballo, quebró la extraña conversación entre Clara María y el caballero. Y ambos comprendieron, que era el momento de acabar con aquello.

—Hermana... —dijo Diego inclinándose y atreviéndose a coger los delicados dedos femeninos entre los suyos, mientras depositaba un suave beso en el dorso de la mano.

      Cuando Diego de la Cueva soltó su mano y se giró, regresando por dónde lo había visto llegar, Clara María se quedó unos segundos, sin poder reaccionar... Nunca nadie, la había besado. Era la primera vez en su vida que un caballero hacía algo así. A pesar de la inocencia del acto.

        Diego de la Cueva no se volvió, pero pudo sentir la intensidad de la mirada femenina clavada en su nuca, mientras se grababa a fuego, en lo más profundo de su alma, el sabor de ella.


        Aquí les dejo la imagen de don Diego de la Cueva.

Glosario de términos:

Calzas: Prendas de vestir que cubrían la parte inferior del cuerpo humano.

Cármen: Tipo de vivienda urbana típica de la Ciudad de Granada, con un espacio verde anexo, jardín y huerta a la vez.

Hueste: Durante la Edad Media, una hueste era una palabra militar técnica que definía la reunión transitoria de mesnadas y gente de guerra (soldados), compuestas de infantería y caballería... Las mesnadas, se componían de vasallos, pudiendo ser caballeros, órdenes militares, e incluso confederaciones con extranjeros.

Jubón: Prenda de vestir ajustada que cubre el tronco del cuerpo, generalmente con faldones, sin mangas o con mangas fijas y se llevaba con calzas.

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