Capítulo 19
<<El que quiere comer el ave, quita primero las plumas>>.
"La Celestina". Fernando de Rojas (1502).
Clara se sumió en un profundo silencio. La respiración de Diego, acariciaba la piel de su nuca y jamás, había sido tan consciente de un resuello como en ese momento. Con el brazo derecho, agarraba firmemente al pequeño, pero su mano izquierda sujetaba la mano de Diego; con fuerza, como si pudiera perderle; como si fuese a desaparecer de nuevo y jamás volviese a verlo. Ensimismada, miraba al frente, sin ver realmente el paisaje por donde cruzaban.
—¿Qué pensáis que os hace estar tan callada? —susurró Diego fijando la mirada en ella—. ¿No os alegráis de verme?
Clara no volvió la vista hacia atrás, pero el atisbo de una sonrisa asomó a su rostro después de tanto tiempo.
—Si no conociera vuestro carácter bromista, pensaría que os estáis burlando de mí... Si permanezco en silencio, tan solo es porque no termino de creerme que os halléis aquí —dijo Clara, quebrándosele la voz.
Diego no dijo nada, no era momento de hablar. Los demás, iban por detrás, atentos a su conversación y necesitaba estar a solas con su esposa para dar desahogo a todas las emociones que le embargaban desde que la había visto en aquel subterráneo.
—Lo sé, yo me siento igual que vos. No termino de creerme que haya podido sacaros de allí. Sin embargo, estoy preocupado...
—¿Por qué? —preguntó Clara tensándose—. ¿Acaso nos siguen?
Diego notó la tensión de su esposa.
—No os asustéis. No es eso. Gracias al Adelantado de Cazorla, he conseguido liberaros. Si estoy preocupado, es por ese hombre precisamente. No sé cómo saldrá de allí sin levantar la sospecha de Francisco Ruíz. Espero que se halle a bastante distancia cuando la mano derecha de vuestro padre se percate de vuestra ausencia.
—Rezaré porque así sea —dijo Clara pensativa.
Un par de horas después, a Clara le costaba permanecer despierta. Había perdido la noción del tiempo y no sabía cuánto tiempo llevaban cabalgando, pero el sueño estaba empezando a vencerla y temía que se le cayese el niño.
—¡Diego! —susurró Clara.
—Decidme.
—¿Queda mucho para llegar a donde nos dirigimos?
—Media jornada. ¿Por qué?
—Porque no sé, si voy a ser capaz de aguantar mucho más. Los ojos me pesan y los párpados se me cierran. Temo que se me caiga el pequeño.
Diego se preocupó ante el comentario.
—¿Por qué no me lo habéis dicho antes? —preguntó Diego deteniendo el caballo.
—No quería importunaros.
—¡Vos, no sabríais hacerlo aunque quisierais! Volveros de lado y dadme al niño —ordenó Diego ayudándola a sentarse de tal modo que pudiera apoyarse en él.
—No podéis llevar el caballo y sujetadnos a los dos.
—¿Dudáis de mi valía? —sonrió Diego con ironía.
—¿Qué sucede? —preguntó Antón, deteniéndose al lado de ellos.
—Clara se encuentra agotada. Llevaré al niño mientras duerme un poco... —contestó Diego.
Antón la miró y asintió, comprendiendo el cansancio de la mujer.
—¿Por qué no me lo entregáis a mí? Puedo llevarlo —aseguró Antón.
Diego observó a su amigo y sin vacilar, le susurró a Clara:
—¡Dádselo! Antón puede llevarlo hasta que lleguemos.
Clara asintió, agotada como estaba. El hombre se acercó con su caballo y cogiendo al niño entre sus manos, lo colocó de tal modo que su pequeña cabeza reposara en el hueco de su brazo. Por un segundo, se quedó observándolo maravillado. Jamás en su vida había tenido un recién nacido entre sus brazos.
—¡Tened cuidado de que no se os caiga! —le advirtió Diego.
—¿Por quién me tomáis? El que debe tener cuidado sois vos con vuestra esposa y procurar que no se os vuelva a perder... —aseguró Antón en tono de guasa.
—¡Sois muy gracioso! Al final, va a llevar vuestro hermano razón —contestó Diego enfadándose mientras Clara sonreía.
Antón apresuró al caballo y se adelantó con su diminuta carga, dejando a Diego tras él. Clara, se estrechó contra su esposo, como si pudiera retenerlo dentro de sí después de tan forzosa separación y Diego, acariciándola con ternura, la cobijó sobre él.
—Dormíos un poco. Os llamaré cuando estemos casi llegando.
En ese mismo instante, Rodrigo Manrique estaba a punto de salir del castillo de Sabiote. Sus hombres, habían sacado con disimulo los caballos de los hombres de Diego, sin que nadie se hubiese dado cuenta.
—¿Ya se marchan? —dijo Francisco Ruiz sonriendo.
—¡Sí! Asuntos urgentes me esperan. Os estoy sumamente agradecido de que nos dierais refugio anoche. Llevábamos varias jornadas de viaje y mis hombres necesitaban descanso. Dadle las gracias a Don Francisco. Espero tener la oportunidad de conocerlo en persona algún día.
—Mi señor estaría encantado de recibiros en Úbeda, quizás si os desviarais...
—Ya os he referido que las obligaciones de mi cargo me obligan a marcharme de inmediato —advirtió Rodrigo desde su caballo.
—Que tengáis buen viaje entonces, señor.
—Gracias.
En ese momento, Rodrigo volvió sobre su montura y se encaminó hacia la puerta del castillo, sabiendo que había cumplido con éxito la misión. Don Diego de la Cueva había recuperado a su esposa y podía marcharse tranquilo de allí. Sin embargo, no le gustaría estar en el pellejo de Francisco Ruíz cuando advirtiese la desaparición de la mujer y tuviese que darle las explicaciones oportunas a su señor.
Una hora después, Francisco Ruíz descubría la desaparición de sus prisioneros.
—¡Maldita sea mi estampa! ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? —preguntó Francisco a sus hombres.
—No lo sabemos, señor. Los hombres del Adelantado estaban vigilando.
—Ese canalla me ha engañado delante de mis narices. ¡Preparad los caballos! Si nos damos prisa, podremos darles alcance.
—¡Pero es el Adelantado de Cazorla! ¿Os atreveréis a alzar las armas contra él? —señaló uno de los hombres.
Francisco Ruiz levantó su espada y colocándola en el cuello del caballero que se había atrevido a contrariarle, le advirtió:
—Si tenéis algún inconveniente, podéis quedaros aquí. Ahora, no sé en qué condiciones os hallaréis.
El hombres asintió, sin quedarle más remedio. Francisco Ruiz había perdido la cabeza. Si se proponía atacar al Adelantado, era un delito que pagarían tarde o temprano.
—Está bien. No toméis en cuenta mis palabras.
El sol ya estaba en lo alto cuando la pequeña comitiva llegaba al castillo de Cazorla. Agotados después de toda la noche sin dormir, fueron recibidos por varios soldados.
—¡Don Diego! El señor, don Rodrigo, dio instrucciones precisas para que los alojásemos hasta que él llegase. Si me siguen, les llevaré al interior, donde podrán comer y descansar —dijo uno de aquellos hombres.
—Gracias, soldado. Hemos cabalgado toda la noche y reconozco, que el cansancio ha hecho mella en nuestras personas —ordenó Diego.
—En cuanto entren, podrán comer si lo desean.
—Se lo agradecemos —contestó de nuevo Diego bajando a Clara del caballo.
Su esposa, se dirigió hacia Antón, cogiendo al niño entre sus brazos. Y Diego, por instinto, se dirigió hacia Sarah, instándola para que le diera a su hija. Ambos padres, seguidos del resto de personas, siguieron a los soldados.
—He doblado la guarnición, señor.
—¿Creéis necesario tanta prevención? —preguntó Diego al soldado que se encontraba a cargo del castillo—. ¿Consideráis que los hombres de Molina podrían realizar una ofensiva?
—Hasta que el Adelantado no se halle en el interior del castillo, toda cautela es poca.
—Lleváis razón. Si necesitáis más refuerzos, mis hombres y yo, estaremos gustosos de acompañaros en la vigilancia.
—Si me permitís el atrevimiento, creo que no serían capaces ni de permanecer dos horas más con los ojos abiertos. Es evidente el agotamiento de todos ustedes, sobre todo el de las señoras.
Cuando volvieron la vista hacia las mujeres, Diego y los demás, sabían que ese soldado llevaba razón. Clara y Sarah, intentaban disimular, pero arrastraban los pies como si hubiesen llevado ellas mismas a los caballos.
En cuanto se adentraron en el interior del castillo, Sarah, ajena a la conversación entre los hombres, elevó la vista hacia la formidable sala noble que se hallaba ante ella. No era habitual que una fortaleza de esas características estuviese bien acondicionada, pero aquel lugar que sin duda estaría repleto de soldados, estaba en buenas condiciones. La sala olía bien, y animales no se veían por medio, por lo que el suelo estaba limpio. Los soldados acostumbraban a echar desperdicios a los perros y al final, todo acababa sucio.
—¡Sarah! —la llamó Clara—. ¿Os encontráis bien?
En ese momento, Sarah se dio cuenta que se había quedado sin moverse, observando el lugar.
—¿Os ayudo? —preguntó Juan detrás de ella.
—No, estoy bien. No sé qué me ha pasado.
Juan asintió y Sarah continuó caminando, detrás de los demás.
Era casi de noche cuando Rodrigo Manrique y sus hombres, subían por la cuesta del cerro que conducía al castillo. Después del caluroso día, una suave brisa balanceaba las agujas de los pinos y el olor natural de éstos, llegaba hasta él. La noche sería fresca.
Desde donde se encontraba, podía ver la figura sombreada de la fortaleza. Esperaba que Diego de la Cueva hubiese llegado sin mayor problema. Por la hora que era, la mitad de la guarnición del castillo debía estar casi cenando, incluido sus invitados y la otra mitad, estaría pendiente de su llegada.
De repente, un ruido extraño le hizo volver la cabeza hacia el lomo de su caballo y sin darle tiempo a reaccionar, una flecha le atravesó la armadura y se le clavó en el pecho. Derribándolo del caballo, intentó incorporarse todo lo de prisa que la armadura le permitía, pero al levantar la vista comprobó que sus hombres, a pesar de intentar protegerlo, no podían evitar el destino final que le esperaba. Todo sucedió demasiado rápido. No tenía forma de protegerse y el caos del desconcierto imperó durante unos segundos, los suficientes para que su enemigo tomara posiciones. Rodrigo clavó la vista en unos ojos turbios de odio que lo miraban fijamente y antes de que pudiera avisar a sus soldados, la ballesta de Francisco Ruíz, lanzó la mortal flecha dirigida a acabar con su vida. Con el impacto, sintió un dolor inmenso en su vientre y perdió el conocimiento de forma fulminante.
Diego y los demás, esperaban sentados en una mesa, a que Clara y la hija de Abraham terminasen con los pequeños para poder sentarse a comer. En una sala aparte, su esposa estaba amamantando de nuevo a sus hijos y mientras esperaban, Diego no quitaba la vista de encima de la puerta tras la que se encontraba su familia.
—¡No van a desaparecer! —le advirtió Luis.
Diego giró la vista y se quedó mirándolo.
—Es difícil desprenderse de esa sensación después de tanto tiempo sin ella. Ahora, no solo me preocupa mi esposa. Mucho me temo que mis hijos también estarán en peligro hasta que no acabe todo esto.
—¿Por qué decís eso? —preguntó Luis que no comprendía la magnitud del problema.
—Porque a Francisco de Molina solo le importan sus herederos —contestó Juan.
Diego escuchó preocupado lo que durante todo el camino había estado rondándole por la cabeza.
—¿No os distéis cuenta dónde se encontraba la esposa de Diego? —volvió a sugerir Juan a Luis.
Luis cayó al instante en que Clara estaba presa en aquel subterráneo.
—Complicada tarea la que tenéis por delante. Esos dos ancianos son un peligro tanto para vos, como para la propia Clara —dijo Luis.
—Y no os olvidéis de los pequeños. Por mucho que le pese a Diego, su padre no dudaría en acabar con sus propios nietos si tuviera la oportunidad. Odia todo lo que tiene algo de sangre de los Molina. Fue un verdadero milagro que no acabara con la vida de Clara al enterarse de la muerte de Diego.
—Nunca podré perdonarle esa traición. Confié en él y sin embargo, descargó toda su impotencia sobre mi esposa que era inocente de todo.
—¿Qué sucede ahí afuera? —preguntó Juan interrumpiendo la conversación.
El interior del castillo estaba iluminado por las velas, pero fuera, era noche cerrada.
—Saldré a comprobarlo —dijo Diego apresurándose.
—Voy con vos —dijo Luis que no se separaba ya de Diego.
Juan miró detrás suya, comprobando que Clara se hallaba dentro. Su hermano Antón, dudó un segundo en seguir a Diego, pero prefirió continuar dentro. Tampoco se fiaba de dejar a su hermano a solas.
Al salir, Diego comprobó el caos de los soldados encima de las almenas. Sin pensar, corrió hacia los escalones que daban acceso a la parte superior y unos segundos después, comprendió lo que sucedía.
El soldado que les había recibido, supo de la presencia de don Diego a su lado y le dijo:
—¡Están atacando al señor don Rodrigo!
—¿Y a qué esperamos? ¡Salgamos en su busca! —gritó Diego volviendo sobre sus pasos.
—¡Están saliendo refuerzos desde la fortaleza! Si continuamos aquí, acabaremos todos muertos —dijo uno de los hombres de Francisco Ruíz.
—Lleváis razón, pero hubiese preferido acabar con ese mal nacido. No sé si el Adelantado está muerto. Debo acabar con él, me ha visto la cara —dijo Francisco Ruíz levantándose de los matorrales donde se hallaba oculto.
—¿Estáis loco? ¡Debemos retroceder! —volvió a gritar el caballero agarrándole de la manga y volviéndolo hacia atrás.
—Sé que me ha reconocido...
—Ya es tarde para remediarlo —advirtió el hombre—. ¡Dad la orden de retirada!
—¡Sea! —gritó Francisco Ruíz encolerizado.
Clara caminaba nerviosa, de una punta a otra de la sala. Angustiada, miraba hacia la entrada cuando en ese momento, el portón se abrió con un estruendo. El miedo le invadió el cuerpo, cuando un grupo de soldados entró con un herido. Lo llevaban a volandas.
—¡Depositadlo encima de la mesa! —gritó uno de esos soldados.
A pesar de la tensa situación, Clara pudo respirar aliviada cuando divisó a Diego entre los soldados.
—¡Corred! ¡Se nos va!
Juan y Antón, se acercaron apresurados.
—¿Qué sucede? —logró preguntar Juan colocándose detrás de Diego.
—Don Rodrigo está herido.
Cuando los hermanos Antón miraron hacia el Adelantado, comprobaron el grave estado de las heridas. Una flecha le atravesaba el hombro, pero otra estaba introducida en su estómago. El hombre no sobreviviría.
—¡Deprisa! ¡Avisad al físico! —ordenó Diego.
—No hay ningún físico, señor —contestó el soldado que custodiaba el castillo mirándolo con ansiedad.
—¿Y el físico que me atendió a mí? —preguntó Diego.
—Murió la semana pasada —declaró el soldado.
Juan y Diego volvieron sus miradas hacia las dos mujeres.
—¡Clara! ¿Podréis hacer algo? —preguntó Diego por encima de las voces de los soldados.
La mitad de la guarnición, que se hallaba en el interior del gran salón, giró la vista hacia ellas.
Clara, seguida por Sarah, se apresuraron a acercarse. Los soldados, hicieron un pasillo para permitirles el paso y cuando ambas, comprobaron las heridas de aquel hombre, Sarah fue la primera que habló.
—Yo le quitaré las flechas, mientras vos traéis todo lo que vamos a necesitar.
—Seguidme señora —dijo uno de los soldados—. Yo os llevaré al lugar donde el físico guardaba sus utensilios. Encontraréis lo que necesitáis allí.
Clara corrió detrás del soldado, seguida de Antón y Luis. Diego les había hecho una seña con la cabeza para que no se apartaran ni un solo instante de ella. Cuando Clara y los demás desaparecieron de la vista de Diego, este fijó la mirada en la hija de Abraham.
—¿Podréis salvarle la vida? —preguntó Diego angustiado.
—No puedo prometeros nada —aseguró Sarah arremangándose—. Sabéis, que esta herida es muy grave —dijo Sarah mirando el estómago de ese hombre.
—¡Luz! —pidió Clara en cuanto regresó con lo que necesitaban—. Y por favor, necesitamos espacio para trabajar— ordenó Clara, dejando asomar una pizca del carácter que la caracterizaba cuando trabajaba en Santafé.
Diego instó al soldado para que ordenara a sus hombres que obedecieran a su esposa.
—¡Hacedles caso! Saben lo que se hacen. Son las únicas que pueden ayudar a don Rodrigo.
—¡Válgame Dios! El señor Rodrigo está en manos de la providencia...
—Se equivoca —dijo Diego mirándolo—. Está en manos de ellas y le aseguro, que no se darán por vencidas.
Los soldados obedecieron preocupados y se retiraron hacia atrás para que las mujeres pudiesen trabajar.
—¡Clara!
—Decidme Sarah.
—Necesitamos limpiar toda esta sangre. Primero, hay que retirar toda la ropa y la armadura... —dijo Sarah mientras con las manos ensangrentadas taponaba los dos boquetes que las flechas habían abierto en la carne de ese hombre.
—¡Diego!
—¿Qué necesitáis? —preguntó Diego a su lado.
—Hay que incorporarlo. Mientras dos hombres lo sujetan, otro debe romper el extremo de la flecha y sacarlo por la espalda. Nosotras, haremos el resto.
—¿Con cuál empezaremos? —preguntó Diego.
—La herida del estómago es la más peligrosa. Si no resiste eso, no habrá nada más que hacer —agregó Sarah.
Dos soldados se pusieron a ambos lados de la cabeza del Adelantado.
—Cuando quiera —dijo uno de ellos.
Durante todo el tiempo, Rodrigo Manrique permaneció inconsciente. Hicieron falta dos hombres más para romper los extremos de las flechas y extraerlas con cuidado de su cuerpo. Lo primero que hicieron fue despojarlo de la armadura. La sangre se escurría de entre los dedos de los hombres, pero a pesar de ello, pudieron cortar el metal y despojar al herido de sus ropas. Tarea distinta fue detener la hemorragia del estómago. Sin embargo, Clara y Sarah trabajaron codo con codo a lo largo de toda la noche para intentar salvar la vida de ese hombre. En ningún momento, ninguna de las dos mujeres se distrajo de la labor que se traían entre manos. Durante dos horas, el silencio imperó en la sala. Diego, permaneció todo el tiempo al lado de su esposa. Temía que con el agotamiento se desmayara. Y a parte, iba y venía de la sala de donde se encontraban sus hijos. Era consciente que el tiempo pasaba y que los pequeños debían de despertar de un momento a otro.
Media hora después, un llanto parecido al aullido de un gato, avisó a Diego de su presentimiento. Clara levantó el rostro y miró con cansancio hacia la sala de donde procedía el ruido. Sarah, levantó también la cara y le sugirió:
—Id y dadles de comer. No dejarán de llorar hasta que se vuelvan a dormir.
—Pero, todavía nos queda la herida del hombro —dijo Clara apesadumbrada.
—Ellos, pueden ayudarme, pero solo vos, podéis darles de comer.
—Sarah lleva razón. No os preocupéis, hay personas suficientes para ayudar a la muchacha. Yo os acompañaré —añadió Diego.
—Está bien —dijo Clara preocupada.
Limpiándose las manos en una jofaina de agua y arrastrando los pies, se dirigió hacia sus hijos, seguida por Diego.
En cuanto entró, Clara se dirigió hacia la niña y tomándola en brazos, se la pasó a su padre.
—Tomad a vuestra hija. Siempre tengo que darle de comer al pequeño primero, es el más protestón de los dos —añadió Clara mirando con profundo amor a su hija.
Cuando Diego cogió entre los brazos a la niña, una enorme sonrisa de satisfacción, asomó a su rostro.
—¡Es preciosa! Jamás pensé que pudiese tener un hija.
Clara sonrió y se volvió para agarrar al niño. Sentándose en un banco, se hizo a un lado la ropa y descubriéndose, empezó a amamantarlo. El pequeño se agarró desesperado al pezón de su madre mientras posaba un brazo encima del pecho. Clara, se quedó mirándolo, sin reparar en que Diego estaba observando la tierna escena mientras mecía a la pequeña.
—Os confieso, que hubo un momento en que me sentí derrotado y a punto estuve de salir de aquel subterráneo. Sin embargo, cuando escuché aquel jadeo de mujer, empecé correr hacia vos como un loco. Cuando os vi, no podía créemelo.
—Y yo me quede paralizada por el miedo cuando escuché el ruido del pasillo. No soy tan valiente como pensáis —se sinceró Clara.
—Os equivocáis —susurró Diego—. Y estos pequeños, son muestra de ello. A riesgo de perder vuestra vida, luchasteis hasta el final por darle una oportunidad de vivir a nuestros hijos. Sois la mujer más valiente que he conocido en la vida después de todo lo que os ha tocado vivir, y yo no sé que hubiese hecho sin vos.
—No fue para tanto... —respondió Clara.
—Por supuesto que lo fue. No os quitéis mérito. A riesgo de morir, no dejasteis de luchar hasta traer las vidas de nuestros hijos a este mundo. Solo por eso, mi muerte no hubiese resultado en vano.
—¡No digáis eso! —exclamó Clara—. ¡Vuestra vida, es demasiado importante para mí! Todos los años que hubiese vivido sin vos, habrían sido para cuidar de nuestros hijos, pero hubiese estado muerta en vida. La noticia de vuestra muerte..., me sumió en la más profunda tristeza. ¡Os quiero tanto, esposo mío! —declaró Clara levantando la vista, acariciando su rostro.
Diego, solo deseaba abrazarla, pero tendría que esperar.
—Sois lo más valioso que tengo en este mundo. Os quiero más que a mi propia vida, incluso por encima de la de mis hijos... —declaró Diego mientras se le humedecían los ojos a pesar de intentar hacerse el fuerte. Clara lo conmovía como ninguna otra cosa en el mundo. Un nudo en la garganta le impidió hablar, pero se acercó hasta ella y depositó un beso en su frente. Se sentía conmovido en lo más profundo de su alma por el amor que sentía hacia su mujer.
Clara sonrió a pesar del cansancio y continuó dándole de comer a sus pequeños.
Cuando Clara se aseguró que los niños se habían vuelto a dormir, salió de nuevo hacia el salón. La tristeza embadurnaba de preocupación a la multitud congregada.
—¿Cómo continúa? —preguntó Diego a Juan.
—Por ahora vive. Es lo único que podemos decir —añadió el soldado del Adelantado que había escuchado a don Diego.
Media hora después, Sarah se limpiaba la sudor de su frente. Y sin dirigirse a nadie en particular, añadió:
—Es todo lo que he podido hacer. Ha perdido mucha sangre y no sé el daño que las flechas hayan podido hacer por dentro.
—¿Creéis que podemos moverlo de lugar? —preguntó alguien detrás de ella.
—No deberíais, pero la corriente de aire que hay aquí, no es nada buena para el herido.
—Podemos coger entre todos la mesa y pegarla a la pared —aconsejó uno de los soldados.
Sarah miró hacia el lugar que señalaba el soldado y contestó:
—Es lo mejor. Sin moverlo, lo libraremos de la corriente. Sobre todo, porque cuando le suba la fiebre, si es que este hombre resiste, un mal aire podría llevárselo —añadió Sarah.
Su aspecto era tan desastroso que Juan Alcaraz le aconsejó:
—Deberían acostarse un rato. Llevan muchas horas sin dormir y están al borde del desmayo...
—No puedo. Hay que vigilar... —añadió Sarah.
—Si vemos que empeora, las llamaremos —añadió Diego.
Sarah miró a Clara y la esposa de Diego asintió con la cabeza.
—No podemos hacer más por este hombre, Sarah. Debemos descansar para cuando le suba la fiebre. Nos necesitará.
—Como siempre, lleváis razón, Clara.
—¡Soldado! ¿Dónde pueden descansar mi mujer y esta joven? Allá dentro, donde están mis hijos, solo hay un camastro.
—No se preocupe, señor. Llevaremos de inmediato otro para que las mujeres descansen. Aunque ustedes, también pueden dormir en la sala contigua. Nosotros vigilaremos al señor don Rodrigo.
—Así sea —añadió Diego.
A esa misma hora, en el palacio de los Molina, don Francisco miraba de frente a su mano derecha. Los sirvientes, le habían despertado informándole de la aparición de los hombres que se suponían que debían estar en el castillo de Sabiote.
—¿Se puede saber por qué os hayáis aquí a estas horas tan intempestivas?
—¡Señor! Han sucedido unos hechos que debéis conocer.
—¡Hablad! ¿Dónde está mi hija? ¿Y mis nietos? Se suponía que debíais custodiarlos. Si Diego de la Cueva tiene vigilada la entrada de palacio, sabrá que os hayáis aquí.
—No creo que eso sea así.
Francisco Molina entrecerró los ojos y bajando los párpados, miró con curiosidad a su hombre.
—¿Qué queréis decir con eso?
Francisco Ruiz mostró su rostro más inocente y empezó a relatar los hechos a su conveniencia.
—El Adelantado de Cazorla se llevó a la señora Clara...
De pie, y agarrado al respaldo del sillón de madera, Francisco de Molina no daba muestras del enfado que bullía en su cuerpo. Diego de la Cueva le había arrebatado a su hija en sus mismas narices. Sin embargo, ese no era el mayor problema. Volvería a recuperar a su hija de nuevo aunque tuviese que acabar hacerlo él mismo. Lo peor, era la intervención del Adelantado de Cazorla.
—¿Estáis seguro que fue el mismo Adelantado quien liberó a mi hija? —preguntó el de Molina—. No comprendo cómo pudo liberarla estando en el interior del castillo. Con que la mantuvieseis lejos de la vista de ese hombre, hubiese bastado.
—Señor, no sé cómo pudo pasar. Le aseguro que su hija estaba bien custodiada.
—Teníais a la mitad de mis hombres con vos, y no fuisteis capaz de esconderla. No penséis que me olvidaré de vuestra incompetencia. Y esto va también para los demás —amenazó el de Molina a los hombres que tenía delante.
El caballero que había advertido a Francisco Ruiz, levantó la mirada del suelo, mirando con hostilidad al culpable de todo. Mirada, que no pasó desapercibida para el de Molina. Echando un vistazo rápido, comprobó que allí, había gato encerrado.
—¿Hay algo más que no me hayáis contado? —preguntó el de Molina.
—Nada señor. Os he explicado los hechos, tal como sucedieron.
—Está bien. Id a descansar. No son horas de salir en mitad de la noche.
Francisco de Molina llamó a los sirvientes que se hallaban despiertos y les ordenó que alojaran a los caballeros por esa noche.
—Dormirán en el interior de palacio.
—Gracias, señor —añadió Francisco Ruíz.
—Mañana, continuaremos hablando.
Con ese último comentario, Francisco de Molina dio por terminada la conversación y todos los presentes salieron dejándolo solo.
Era ya casi el amanecer, cuando Diego observó salir a una soñolienta Sarah de la sala donde descansaba su familia.
—Habéis dormido poco —señaló Diego.
—Lo suficiente, señor.
—¿Y mi esposa? —preguntó Diego.
—Desde que los niños nacieron, apenas ha descansado. No quise decir nada delante de la señora, pero apenas duerme más de dos o tres horas seguidas. En cuanto posó la cabeza en el lecho, se quedó dormida.
Diego se preocupó por ella.
—Si me disculpáis, debo comprobar el estado del herido—dijo Sarah acercándose.
—¡Adelante!
Diego y varios soldados que estaban allí, la observaron y unos minutos después, le preguntaron:
—¿Cómo lo veis?
—Le ha subido la fiebre muchísimo; hay que bajársela —dijo la joven mientras cogía unos lienzos, los humedecía en agua y empezaba a pasárselos por la frente.
Cuando Diego comprobó que allí no podía hacer nada más, se dirigió hacia la sala donde dormían Clara y los pequeños. Entró sigiloso y cerró la puerta. Sin hacer ruido para no despertarlos y a golpe de vista, comprobó que Clara dormía, ajena a todo. Lentamente, se dirigió hacia el improvisado lecho donde se encontraban los pequeños. Uno al lado del otro, permanecían quietos como dos pequeños querubines y al rato de estar observándolos, volvió la vista hacia el lugar donde descansaba Clara, mirando el lugar con envidia. Hubiese dado lo que fuese por poder estar en su aposento, pero no podía quejarse porque por lo menos, estaban a salvo. Eso era mucho más de lo que podía decir del Adelantado, que había arriesgado su vida por recuperar a su familia. Tapando bien a los pequeños, unos breves pasos lo guiaron hacia su esposa. Sentándose en el borde del lecho, se dijo que solo quería verla dormir pero unos minutos después, se tumbó a su lado y posando su brazo en la cintura de ella, la acercó hacia su cuerpo. Por fin, la tenía junto a él. Había añorado su presencia más de lo que hubiese imaginado jamás. Con el dorso de sus dedos, acarició su brazo y cuando descansó su cabeza junto a la de Clara, se quedó dormido velando el sueño de sus ángeles.
A esa misma hora, un hombre entraba en el despacho de Francisco de Molina. Éste, levantó la mirada y con una seña, le hizo pasar.
—Llevo esperándoos desde anoche ¿Seréis vos quien me contará lo que sucedió realmente? —preguntó don Francisco.
El caballero asintió y cerrando la puerta tras de sí, narró todo lo acontecido a su señor.
—¿Estáis seguro que Francisco Ruiz quiso propasarse con mi hija?
—Sí señor. Eso fue lo que dijo la señora Clara delante de todos los presentes. Era de noche, y dos mujeres con dos recién nacidos no se hubiesen atrevido jamás a salir de la fortaleza sin un buen motivo. Vuestra hija le temía.
—¿Y estáis seguro que la encarceló? —volvió a insistir don Francisco.
—Podéis preguntar a cualquiera de los demás hombres. Algunos, por temor a Ruiz, no hablaran. Pero otros, os contarán la misma versión que yo os he contado. No pudimos advertir la desaparición de la señora Clara porque estaba en el subterráneo. La mantuvo prisionera durante días. A ella, a la hija del físico, a vuestros nietos y al caballero que intercedió por ella.
Don Francisco de Molina permaneció en silencio durante varios segundos y al final, susurró:
—Todo el mundo sabe que para comerse el ave, hay que quitar primero las plumas. Francisco Ruiz cometió una gran equivocación y fue, la de verse como esposo de mi hija y dueño de todo, sin mi consentimiento. Solo yo, decidiré su futuro, y nadie más. Por ahora, nadie debe saber que estoy al tanto de todo. Si el Adelantado de Cazorla no muere, buscará un culpable y no será mi cabeza la que se clave en la pica y luzca en medio de la plaza de Úbeda.
—Se hará como ordene, señor.
—Id con los demás y procurad que nadie os vea salir de aquí.
—Sí, señor.
Francisco de Molina asintió y cuando comprobó que el hombre cerraba la puerta, se dejó caer en el sillón. Pensativo, sopesó todas las alternativas y consecuencias que acarrearía las acciones de ese imprudente. Cuando los minutos fueron pasando, se quedó dormido en el sillón con un único pensamiento en la mente:
—<<Nadie se burla de mí y vive para contarlo. Eres hombre muerto, Francisco Ruíz>>.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro