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Capítulo 16

<<El amor, todas las cosas vence>>. Francisco de Rojas. Escritor español. Siglo XV.


A Clara, un escalofrío le erizó el vello de los brazos y por si fuera poco, ese hombre que se hacía llamar padre, la miraba con una frialdad que la intimidaba. Agarrándose a la tela de su vestido, avanzó sin vacilar varios pasos más hasta llegar a la altura de don Francisco. Era consciente de las miradas posadas en ella, pero eso no la amedrantó.

—No puede ser que mi esposo continúe con vida, y que pretendáis retenerme aquí como si fuese vuestra prisionera. ¡Os exijo que me dejéis marchar! Me iré con mi esposo, queráis vos o no. Nada me retendrá —afirmó Clara intercambiando una larga mirada de desafío con su padre.

—Os equivocáis. Sois mi hija, y me debéis obediencia —contestó don Francisco sin permitir que ninguna emoción asomara a su rostro.

—¿Obediencia? ¿Quién os creéis que soy? ¿Uno de vuestros caballeros? Por supuesto que soy vuestra hija pero ante todo, soy la esposa de Diego de la Cueva y como tal, debo únicamente obediencia a mi esposo. Si en verdad, lo que deseáis es no perder a vuestra hija, permitiréis que vaya en su busca.

—¡Abandonad la sala! —ordenó don Francisco a sus hombres.

      Los caballeros miraron con gravedad a la hija de don Francisco. Para ellos, esa mujer no se merecía tener un padre como su señor. Se había casado con el de la Cueva y para ellos, ya era una deslealtad hacia su linaje.

     Clara sostuvo la mirada de don Francisco, a pesar de sentir todas aquellas miradas intimidatorias sobre ella.

    Solamente, cuando don Francisco comprobó que sus hombres habían abandonado la sala, se enfrentó a su hija abiertamente. No quería testigos de las palabras entre ellos.

—Voy a marcharme con mi esposo y vos, no lo impediréis —afirmó Clara.

—Por supuesto que os lo voy a impedir. ¿Acaso no os acordáis que fue precisamente su padre quién os echó a la calle solamente porque llevabais mi sangre?

—Mi esposo no tiene nada que ver con las maledicencias de su padre, al igual que yo tampoco soy responsable de vuestros actos. ¿Por qué no aceptáis que quiero a mi esposo? Yo no tengo ningún problema en intentar trataros como un padre. Vine a esta vida con una gran desventaja al no conoceros durante todos los años que pasé en el convento; una injusticia monstruosa que vos no hicisteis el menor intento por reparar y ahora me pedís, que abandone a mi esposo por vos... Si me dais una oportunidad, a lo mejor algún día pueda llegar a quereros, pero no podéis pedirme que abandone al hombre que amo —dijo Clara con toda la humildad posible.

—¡No necesito vuestro cariño!

—Entonces, ¿qué deseáis? ¿Es que acaso habéis perdido la cordura? —preguntó Clara incapaz de entender nada.

     Don Francisco se acercó a Clara y agarrándola con firmeza de un brazo, le advirtió:

—Si volvéis a hablarme con tal falta de respeto, os haré encerrar.

—¡No puede ser que estéis hablando en serio!

—Probadme, y veréis de lo que soy capaz.

—¡Dejadme marchar, os lo ruego!

—No renunciaré a mis herederos. Aunque vos, no seáis merecedora de llevar el apellido Molina.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó Clara asustada.

—Que si deseáis salir de aquí, sois libre de hacerlo, pero mis nietos serán criados como Molinas. Jamás, permitiré que Diego de la Cueva tenga ninguna autoridad sobre ellos.

—¡Por el amor de Dios! ¡Es el padre de mis hijos! No entiendo por qué me hacéis pasar por esto. ¿Es que acaso no he tenido ya suficiente castigo con los años que pasé sola sin la presencia de una madre o un padre, que ahora, os empeñáis en que mis hijos renuncien a su padre? —preguntó Clara desesperada.

—Desde que nacisteis, vuestro destino no era ser una Cueva, sino una de Molina y os comportaréis como obedece a vuestro linaje.

—¿Qué linaje? Si hasta hace bien poco, no sabía ni quién era. Tenéis que entrar en razón. Debéis dejar que regrese con mi esposo y no podéis pedirme que renuncie a mis hijos. ¡Jamás lo haré! —rogó Clara.

—Vuestro esposo está más muerto que vivo, y haceros a la idea de que no volveréis a verlo.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Clara asustándose.

—Si me obligáis, acabaré con él aunque sea lo último que haga en esta vida —la amenazó don Francisco. —¡Por favor, os lo ruego! Dejadme marchar. Vendré a visitaros con los niños. No os separaré de ellos, si es lo que teméis.

—No permitiré que el de la Cueva regrese, y os encuentre aquí —afirmó don Francisco—. Y tampoco, volveré a repetíroslo más. Hoy recogeréis vuestras cosas.

—¿Por qué?

—Porque no continuaréis en palacio.

     Clara estaba desesperada, ante la tajante oposición de su padre a que no volviera a ver a Diego. Y haciendo lo único que le quedaba, se arrodilló ante su padre, mientras un llanto desgarrado se apoderaba de ella.

—¡Os lo ruego, no me separéis de mi esposo! Os juro por mi vida que haré todo lo posible por conoceros, pero dejadnos marchar. Mis hijos y yo necesitamos a Diego.

—¡Levantaos inmediatamente! Mi hija no se rebajará jamás por un de la Cueva.

—¡Por favor! —se agarró Clara a las ropas de don Francisco desesperada.

—¡Levantaos y dejad de llorar! Si persistís en vuestro empeño, no dudaré en acabar hoy mismo con él... —la amenazó don Francisco.

—¡No! —gritó Clara comprobando que era la segunda vez que amenazaba la vida de Diego—. No podéis hacer eso. Juro que si le hacéis el menor daño, acabaré con mi propia vida —le contestó Clara.

—En vista de que no entráis en razón, permaneceréis custodiada en vuestra habitación hasta que salgáis de palacio.

—¿A dónde queréis llevarme? —preguntó Clara limpiándose las lágrimas y poniéndose de pie.

     Debía actuar con cautela, si quería salir de allí. Debía mandar algún mensaje a Diego, era primordial que supiera que lo estaría esperando, el tiempo que hiciese falta.

—Ya os enteraréis cuando lleguéis al lugar.


     Dos hombres acompañaron a Clara hasta la misma puerta de su alcoba, y empujándola de malos modos, cerraron la puerta tras ella.

—¿Qué ha sucedido, señora? —preguntó Sarah preocupada.

     Comprobando su rostro abnegado en lágrimas, y el temblor que se había apoderado de ella, Sarah la cogió de los brazos y la llevó hasta el lecho.

—Sentaos y contadme qué ha sucedido.

—¡Dios mío, Sarah! —empezó a llorar Clara desconsolada—. Llevabais razón, mi esposo está vivo. Sin embargo, mi padre no permite que regrese con él.

—¿Por qué señora? —preguntó Sarah empezando a asustarse también.

—No sé qué idea descabellada se le ha pasado por la mente, pero pretende quedarse con mis hijos. Según él, se criarán como herederos del linaje de los Molina. ¡Y no puedo abandonarlos aquí! Si lo hiciese, jamás volvería a verlos. Antón y Juan llevaban razón. Ese hombre es capaz de matarme y acabar con Diego, con tal de salirse con la suya. Si no accedo a sus exigencias, me separará de mis niños.

—Debemos pensar en algo señora —dijo Sarah preocupada.

—Ya lo he pensado Sarah, pero hay que hacerlo con rapidez. Mi padre pretende llevarme a otro lugar para que Diego no me encuentre aquí. Debo enviarle un mensaje para avisarle, pero no sé cómo.

     Sarah la miró consternada, porque ella tampoco sabía cómo lograrlo sin salir de aquella alcoba.


—No debisteis impedir que entrara en palacio —dijo Diego enojado consigo mismo.

—¿Acaso no os distéis cuenta de que nosotros éramos dos y ellos más de veinte? En cuanto hubieses puesto un pie dentro, habrías acabado muerto. Debéis serenaros; así no conseguiréis recuperar a vuestra familia y sin la ayuda de vuestro padre, estáis solo en esto, Diego.

     Diego se detuvo en medio de la calle, y dirigiéndose hacia una sombra, se apoyó en la pared.

—¿Qué os sucede? —preguntó Antón a su lado.

—Nada, Antón. Necesito recuperar el aliento —contestó Diego.

     Antón comprobó la excesiva palidez de Diego, un sudor frío perlaba su frente.

—Estáis más grave de lo que parece, ¿verdad? Todavía no os encontráis repuesto del todo.

—Solo necesito descansar.

—Habéis estado al borde de la muerte... ¡Por todos los santos, Diego! ¡Si os caísteis por un precipicio! ¿A dónde pretendíais llegar en estas condiciones? Ha sido una locura adelantarnos y delatar que continuáis con vida. Debéis pensar lo que vais a hacer a partir de ahora —afirmó Antón.

—Lleváis razón, pero no puedo dejar las cosas como están. Ni tampoco deseo regresar a palacio; no puedo tener a mi padre enfrente, sin desear matarlo. Buscaré algún lugar dónde alojarme —contestó Diego.

—¿Qué amigo sería yo si os permitiera hacer eso? Vuestra vida corre peligro, aunque no lo creáis. Don Francisco de Molina pudo ser la persona que atentó contra vuestra vida; solo él, tenía motivos justificados para hacerlo. Así que lo mejor, es que no os dejéis matar de nuevo. Acompañadme a mi casa, allí podréis descansar y estaréis seguro. Mientras tanto, intentaré saber cuántos hombres hay de nuestra parte, vamos a necesitarlos a todos, si queremos recuperar a vuestra esposa y dejadme deciros una cosa, no habéis tenido un hijo... —dijo Antón mirándolo con gravedad.

     Diego palideció si cabe más, pensando en lo peor. Agarrándose a la ropa de su amigo para no caerse, esperó la nefasta noticia.

—¡Tuvisteis dos!

     Diego tuvo que sostenerse sobre la pared, para no caerse allí mismo. Durante unos segundos, no dijo nada, pero en cuanto asimiló la buena nueva, una gran sonrisa empezó a iluminar su rostro, a pesar del malestar que le sacudía todo el cuerpo.

—¿Dos hijos?

—Sí, disculpadme que no os lo dijera ayer, pero no me atreví en la casa de vuestro padre. Hay cosas que todavía desconocéis.

—¡Dos hijos!

—Sí, un hijo y una hija —contestó Antón sonriendo al ver la cara de incredulidad de Diego.

—¡Un hijo y una hija...! —repitió Diego incrédulo.

—Así es, y dejad de repetir las cosas; estáis haciendo que sienta envidia de vos ¡Maldita sea! —contestó Antón sonriendo.

—¡Dios mío, dos hijos! Soy padre de dos niños...

—¡Vamos! Debemos alejarnos de aquí. Ya habrá tiempo para que sepáis todo —contestó Antón.

     Mientras atravesaban las calles de Úbeda, Antón vigilaba siempre atento su espalda. No se fiaba del de Molina, podía haber mandado a sus hombres que les siguieran. Y Diego, estaba peor de lo que aparentaba. Había sido una locura, que regresara a Úbeda en esas condiciones.


     Diego, había terminado por quedarse dormido en el camastro de su amigo, nada más posar la cabeza en él. Era cierto que todavía no se hallaba recuperado. Llevaba un fuerte vendaje oculto debido a que tenía varias costillas rotas. Debía de haber dormido bastante, porque apenas había luz en el interior de la casa de Antón.

     La construcción era humilde, acorde a un caballero como Antón y aunque el joven no estaba casado, su hogar estaba en orden y limpio. Juan y Antón, habían vivido juntos en aquella casa.

—¿Ya estáis despierto? —preguntó Antón desde la puerta de la alcoba.

     Diego levantó el rostro.

—Sí, no habéis debido dejar que durmiera tanto. Debe ser muy tarde —declaró Diego.

—Lo necesitabais, vuestra cara de sufrimiento era imposible pasarla por alto. Esta noche, le haremos una visita al físico para que os examine de nuevo.

—No es necesario, Antón.

—Yo creo que sí. Abraham, el judío, puede decirnos con exactitud, qué os sucede y proporcionaros algún remedio que os alivie.

—¿Abraham, el físico que atendió a Clara?

—Sí, el mismo. El que después la atendió en el parto de vuestros hijos.

     Diego, prestó atención en ese momento, sobre todo al escuchar esas palabras.

—¿Por qué intuyo que hay algo que me estáis ocultando? —preguntó Diego suspicaz.

—Todo a su debido tiempo, Diego. Lo primero de todo, es comer algo antes de marcharnos. Los hombres, están impacientes en la sala esperando veros —respondió Antón.

      Diego, se levantó del camastro, a pesar del dolor que persistía en su costado y cuando salió, se encontró con siete de sus hombres.

—¡Diego de la Cueva, sois el único caballero que he visto regresar de la muerte! —señaló un voz malhumorada y gruñona.

     Diego se quedó estupefacto. Su amigo Luis estaba allí.

—¡Luis! ¿Qué diablos hacéis aquí? —preguntó Diego incapaz de quitar la vista de encima a todos esos hombres que habían luchado en Granada a su lado para terminar de posar la mirada en Luis de nuevo.

     Ambos hombres acortaron la distancia que los separaban, y terminaron por fundirse en un fuerte abrazo.

—¡Qué alegría volver a veros!

—En el fondo me habéis echado de menos —sonrió Luis.

—¡No sabéis cuánto!

—He llegado hoy a la ciudad, y primero me he encontrado con la noticia de vuestra muerte, y luego de vuestra inesperada resurrección. Desde luego, sois único en sorprenderme.

      Cuando Luis le estrechó con afecto, el quejido de dolor que emitió Diego, hizo que Luis lo soltara rápidamente.

—¡Sentaos, no estáis recuperado del todo por lo que veo!

—Sí, me temo que quizás me precipité un poco al regresar, pero estaba deseando ver a Clara.

—¡Cómo no! Perdisteis los vientos por ella en cuanto la visteis por primera vez en Santafé.

—¡Cómo lo sabéis! Mi esposa es lo más valioso que tengo, a parte de mis hijos. ¡Tengo dos hijos, Luis! ¿Os lo podéis creer? —señaló Diego feliz.

—¿Cómo no me lo voy a creer? Si nunca habéis sido capaz de hacer las cosas a medias. Ya me ha puesto al tanto Antón de lo sucedido. Y también me ha asegurado que esta noche debemos salir a que os revise un físico.

—Así es... —contestó Antón—. Así que dejaros de palabrería sensiblera, que es cosa de mujeres y pongámonos todos a comer algo antes de partir. Diego, no ha probado bocado desde ayer.

—¿Y a qué esperamos? —preguntó Luis a Antón—. Sentémonos, y apuremos esas viandas que sueles tener por ahí escondidas.

—Sí, y que tú, tanto disfrutas —respondió Antón provocando la risa del resto de hombres.

      Mientras comían, Antón les explicó a todos ,parte de lo sucedido ese día, en casa de don Francisco de Molina.

—Debemos partir cuando sea noche cerrada. El Molina, debe tener sus hombres vigilando esta casa. Deberemos deshacernos primero de los hombres de Molina.

—¿Tú crees? Yo, no creo que eso sea así. Cuando he llegado, no he visto a nadie por los alrededores. Y si hoy estás tan seguro que no os siguieron, lo más normal es que el Molina haya puesto a vigilar el palacio de los Cueva, en vez de venir aquí.

—Puede ser que llevéis razón —contestó Antón.

—El Molina no sabe nada del enfrentamiento de Diego con su padre y por supuesto, desconoce que ha abandonado el palacio —replicó Luis.

—Debemos aprovechar esa circunstancia. Debo entrar en palacio como sea —dijo Diego pensativo con la vista fija en la mesa.

     Por su mente discurría el mejor modo de hacerlo.

—Lo haremos a su momento, pero ahora, quitaros ese pensamiento de la cabeza porque no seréis vos, quien se meta en la boca del lobo. En vuestro estado, no durarías ni un segundo en acabar muerto —sentenció Luis ante el apoyo general del resto de los hombres.


     Una vez que la noche se hizo cerrada, los nueve hombres abandonaron la casa de Antón. Con sigilo, se movieron por la ciudad, ocultos entre las sombras. Sin luna llena, era imposible que nadie se percatara de las sombras que se movían. En cuanto llegaron a la misma casa del Rabino, el hombre les abrió sorprendido de ver a tanto caballero reunido ante la puerta de su hogar.

—Lo siento, Abraham. Sé que os ponéis en peligro por ayudarnos, pero era necesario que esta noche viniéramos todos. Necesito que me ayudéis de nuevo.

—¿En qué puedo serviros, señor? —preguntó el anciano.

—Traigo, otro caballero para que le echéis un vistazo.

      Diego, que había permanecido oculto entre el resto, se asomó entre los hombres para que el físico lo reconociera.

—¡Don Diego! ¡Sois vos! —susurró el anciano impresionado.

—El mismo Abraham —contestó Diego con tono grave.

—¡Pasad, pasad al interior! No os detengáis aquí. Alguien podría escuchar las voces.

      El físico, les hizo pasar al interior de una sala. Por lo visto, habían interrumpido lo que estaba haciendo el anciano. Una mesa colocada al fondo, con una pequeña vela encima iluminaba un libro abierto.

—Os tendréis que esperar aquí. Enseguida, vendré con mis utensilios —señaló el anciano.

—No os preocupéis —señaló Diego—. Tardar todo lo que necesitéis.

—¡Abraham!

—¿Sí, señor?

—Podéis traer lo que guardáis en el interior —sugirió Antón.

     Nadie se percató de la mirada intencionada de Antón, y el ligero movimiento afirmativo de cabeza, dándole permiso a Abraham para que avisara a su hermano. Ninguno de los presentes tenía conocimiento de la suerte de Juan, y se iban a llevar una sorpresa.


     El físico, tardó unos minutos en regresar, y Diego se sentó en la silla libre de la mesa. Los hombres esperaban con gesto serio a que el físico llegara cuando una voz, desde el arco de la puerta, les interpeló.

—¿Alguien me podría explicarme qué hace tanto caballero cristiano reunido en una sinagoga judía a estas horas de la noche?

     Diego, levantó de repente la cabeza y se quedó helado sin saber qué decir; y Luis, que desconocía que Juan continuaba con vida, acortó la distancia que los separaba y abrazó a su amigo mientras decía:

—¡Malditos hijos de puta! Me habéis hecho creer que estabais muertos.

—Y así me hallaría, si no hubiese sido por la providencia divina —sonrió Juan a carcajadas.

—¡Juan! —exclamó Diego levantándose y trastabillando hacia los dos hombres.

      Cuando Juan, se percató de la presencia de Diego, fue el turno de éste de quedarse impactado; la incredulidad pintada en su rostro fue muestra de las distintas emociones que traspasaron en un instante al hombre. Y el resto de los presentes, se quedaron también asombrados ante la aparición del hermano de Antón.

—¿Diego? ¡Diego! ¡Estáis vivo! —gritó Juan con un quejido, soltando a Luis y precipitándose hacia su otro amigo.

     Ambos hombres, se fundieron en un emotivo abrazo. Juan, soltó un quejido de alegría, y Diego sin poder evitarlo, se dejó llevar por la emoción, y rompió en un emotivo llanto. Cuando Abraham, entró en la sala, comprobó con una ligera sonrisa en el rostro, el emotivo encuentro de los dos hombres. Nunca, dos caballeros habían regresado de la muerte.

—¡Vuestra esposa, se va a llevar una sorpresa cuando sepa que habéis sobrevivido —declaró el anciano terminando de llegar hasta ellos dos.

—¡Lleváis toda la razón! —contestó Juan al escuchar las palabras del anciano.

     Diego, se separó ligeramente de su amigo, y se quedó mirando al físico.

—¡Abraham! ¡Tenéis que hablarme de mi esposa! ¡Decidme! ¿Cómo están los tres...? —preguntó impaciente Diego.

—Señor, sentaos y dejadme primero revisar esas heridas vuestras. Luego, habrá tiempo de explicaros todo lo que queráis saber —puntualizó el anciano con una sonrisa afable en el rostro.

      Cuando Abraham, descubrió el vendaje de don Diego y contempló su espalda, no le gustó para nada lo que vio.

—Decidme una cosa..., ¿cómo habéis podido sosteneros de pie con todas esas costillas rotas? —preguntó el anciano llamando la atención sobre sí del resto de los presentes.

—No es para tanto, Abraham.

—Ya lo creo que sí, señor. A mí, no podéis mentirme. Si es cierto que habéis cabalgado desde Cazorla, sabed que eso puede haberos ocasionado un percance mayor.

—¿Es eso cierto, Diego? —preguntó Juan, sentándose al lado de su amigo.

     Diego, fue consciente, de todas las miradas posadas en él. Era cierto, que no podía soportar el dolor, pero no podía retrasar más su regreso a Úbeda. Necesitaba tener a Clara a su lado.

—Era necesario...

—Fue una imprudencia... —dijo Antón.

—Y una insensatez. Os tenía por un hombre cabal... —dijo Luis mirándolo de malos modos.

—Yo no puedo amonestaros, siendo testigo como fui del sufrimiento de vuestra esposa —declaró Juan con pesar.

     Diego, giró el rostro hacia Juan y agarrándole de la manga, le preguntó asustado:

—¿Sufrimiento? ¿Qué sucedió...?

     Juan lo miró con tristeza y negando con la cabeza, no quiso apesadumbrar a Diego.

—La noticia de vuestra muerte, la sumió en un profundo dolor. Y por si fuera poco, vuestro padre la trató de una forma tan vil y cruel, que prefiero no hablar de eso. ¿Qué sentido tiene ya? Solo os ocasionaría más pesar.

—Por supuesto que tiene sentido para mí. Es mi esposa, ¡por Dios! Debo saber todo lo concerniente a ella, y necesito que no os guardéis nada, empezando por el físico... —dijo Diego mirando al anciano.

—Está bien, señor. ¿Qué deseáis saber? —preguntó el anciano.

—¡Todo! —ordenó Diego mirándolo de frente.

     Mientras los demás hombres, se acomodaron en la sala, el anciano cogió otra silla de la sala de al lado y se sentó en el centro de los hombres que expectantes, pusieron atención a sus palabras.

—Tenéis dos hijos que son como dos gotas de agua, tan parecidos a vos que es imposible negar que sois su padre —dijo el anciano con una sonrisa afable—. La niña, nació primero; venía mal y os aseguro, que vuestra esposa estuvo a punto de perder la vida; fue un verdadero milagro como decís los cristianos, que sobreviviera...

—¿Qué nombre les puso mi esposa? —preguntó Diego con un nudo en la garganta.

—Juana, se llama Juana como la madre de la señora —aseguró el físico—. El mismo día de nacer vuestra hija, don Francisco de Molina, le confesó a vuestra esposa que su madre fue doña Juana de Segura.

—La esposa de Juan de Segura..., el primo de don Francisco —añadió Juan.

     Diego y los hombres giraron el rostro sobre Juan.

—¿Cómo es posible? —preguntó Diego.

—No lo sé, pero varias veces he visto a Juan de Segura en el palacio de vuestro padre, y aunque en principio me mantuve en alerta porque no me fiaba del primo del de Molina, ahora sé, que no se traía nada bueno con vuestro padre. Venía a altas horas de la noche, a escondidas.

—¿Creéis que mi padre y don Juan pueden haber estado actuando en contra de don Francisco? —preguntó Diego.

—Es posible —aseguró Juan—. Creo que deberíamos de averiguar qué relación les une. Si en verdad, don Juan de Segura no es tan leal como aparenta ser con el Molina por la infidelidad de su esposa, quizás pueda ayudaros a recuperar a doña Clara... —volvió a hablar Juan.

—Luis y yo, nos encargaremos de hacerle una visita a don Juan de Segura —aseguró Antón—. Es posible, que él tenga algo que ver en la emboscada a mi hermano. Si vuestro padre, la noche en que estaban esperando a Juan, no echó mano de sus propios hombres, ¿quién le ayudó a desembarazarse de mi hermano? El único que querría un mal para tu esposa, es don Juan de Segura.

—¡Malditos sean los dos! —gritó Diego enfadado.

—Sí, yo pienso lo mismo... Aquella noche, don Luis dijo estar indispuesto y me ordenó salir en busca del físico. Cuando llegué a un cruce, dos hombres estaban esperándome y cuando quise darme cuenta, otros dos más, me rodearon. Nadie sabía que yo iba a pasar por allí y precisamente a altas horas de la madrugada.

—¿Cómo conseguisteis llegar hasta aquí? —preguntó don Diego.

—Dos conocidos míos lo trajeron, señor —aclaró Abraham.

—Sí, gracias a esos dos hombres, y a la sabiduría del rabino, es que hoy estoy vivo para contarlo. Llevo oculto desde entonces, y mi hermano era el único que sabía de mi paradero. No nos hemos atrevido a decir nada, por temor a que terminaran con la faena que no lograron acabar.

—Ya veo... —dijo Diego apesadumbrado y mirando de nuevo hacia el rabino—. Rabino, ¿y decís que mi hija corrió peligro?

—La niña, el niño y vuestra esposa. Doña Clara, estaba tan agotada cuando llegué, que fue obra del destino que esa niña consiguiera sobrevivir. Vuestra esposa, estuvo a punto de morir, pero tenía tal empeño en que la criatura viviera, que resistió hasta el final. La llegada del niño, fue también una sorpresa... —sonrió el anciano a don Diego.

—Lleva vuestro nombre —se adelantó Juan comprobando la alegría de su amigo.

—No tengo palabras con qué agradeceros el que hayáis salvado a mi familia... Gracias, Abraham.

—No me las de, señor. Tiene que saber, que su mujer está prisionera en aquel lugar. Mi hija Sarah, se quedó con ella para ayudarla porque los primeros días no pudo ni moverse. Fue una orden de don Francisco y voy cada dos o tres días a asegurarme que siguen bien.

     Diego, que miraba con atención al anciano, le preguntó:

—¿Cuándo le toca volver?

—Mañana, señor.

—Eso es importante, Diego. El rabino podría conseguirnos información del interior de palacio —sugirió Luis.

—Debe de saber, que la señora está custodiada, y que el perro de don Francisco, la vigila a todas horas.

—¿Qué perro? —preguntó Juan serio.

—Francisco Ruiz, señor —contestó el anciano a Juan.

      Diego se tensó al escuchar ese nombre.

—¡Ese desgraciado! Como se atreva a hacerle algo a mi esposa, juro que lo mataré con mis propias manos.

—¡Maldito cabrón! —dijo Juan acordándose del encontronazo con él.

—Mañana, le llevará una nota a mi esposa. Necesito que sepa que la sacaré de allí.

—No se preocupe, señor. Así se lo haré llegar —contestó el anciano.

—Diego, vos no podéis estar paseándoos por la ciudad con la gravedad de vuestras heridas. Debéis descansar todo lo posible y recuperaros. No podríais levantar una espada, ni aunque vuestra vida dependiera de ello. Deberíais dejar las cosas en nuestras manos, por ahora... —agregó Luis.

—Creo, que lo más conveniente, es que mi hermano y tú, permanezcáis ocultos aquí hasta que consigamos respuestas, y vosotros dos os recuperéis del todo. Francisco de Molina no le hará nada a su hija, pero es muy fácil, que intente quitaros de en medio de nuevo.

     Diego inspiró fuerte, y sopesó lo que sus amigos le proponían. Unos segundos después, y delante de todo el mundo, apoyó las intenciones de ambos.

—Si a Abraham, no le molestan dos hombres en su casa, permaneceré aquí oculto. Aunque, cuanto más tiempo pasemos, más peligro corre el anciano por darnos cobijo en su casa. No os olvidéis de la Inquisición, Diego de Deza, es amigo personal del de Molina.

—Seremos precavidos, pero creo que es lo mejor.

—No se preocupen por mí, señores. Llevo toda una vida atendiendo a las personas de esta ciudad. Mi oficio es curar, no podría echarlos a la calle, sabiendo el riesgo que corren. Nadie, sospechará que ustedes dos se ocultan en una sinagoga judía.

—Gracias, Abraham. Le estaré eternamente agradecido por todo lo que está haciendo por mi familia y por mí.

—No tiene por qué darlas, señor.


     A la hora acostumbrada, Abraham llamaba a las puertas de palacio. Nadie acudía a abrirle, y le extrañó que tardaran tanto. Cuando ya estaba a punto de marcharse, uno de los hombres de Molina, abrió el portón.

—Vengo a revisar a la señora, doña Clara.

     El hombre, miró de arriba abajo al físico y sin contestar, lo hizo pasar al interior.

—¡Esperad aquí! —ordenó el tosco hombre.

      En ese momento, Abraham se percató del trajín de caballeros formados en el patio central. Abraham, se asustó al contemplar a tantos hombres allí reunidos, aunque los caballeros charlaban entre ellos, ajenos a la presencia de Abraham.

—¡Físico! —lo llamó una voz conocida.

—¡Sí, señor! He venido a comprobar el estado de los niños y de la señora.

—¡Hacedlo, mi hija está a punto de marcharse!

—¿De marcharse, señor? —preguntó Abraham asustándose de repente—. ¿Pero mi hija?

—Vuestra hija, acompañará a doña Clara, por ahora —ordenó don Francisco sin dar pie a que el anciano increpara.

—Pero señor...

—Subid, inmediatamente a comprobar el estado de las criaturas. No será necesaria vuestra presencia de aquí en adelante.

—Está bien. Si da usted su permiso, subiré a examinarlos y a despedirme de mi hija.

—¡Hacedlo rápido!

—Gracias, señor.

      El anciano, subió la escalinata preocupado por su hija y por la señora Clara. Al llegar, dos hombres custodiaban la puerta.

—Tengo permiso del señor don Francisco para ver a la señora doña Clara.

     Los hombres no hablaron, pero abrieron la puerta permitiéndole el acceso a la alcoba de la señora.


      Cuando las dos mujeres escucharon el ruido de la puerta al abrirse, Sarah se llevó una sorpresa al advertir la presencia de su padre.

—¡Padre!

      Sarah corrió hacia él y se tiró al cuerpo del anciano, abrazándose a su cuello.

—¡Querida hija! ¿Estáis bien? —preguntó el anciano preocupado.

—Sí, padre. Qué alegría veros. Pensé, que no podría despedirme de usted —añadió la joven.

—Anciano, daos prisa. No tenemos todo el día —gritó uno de los hombres desde la puerta.

       Sarah, se separó de su padre, ante la mirada atenta de los dos caballeros.

—Y los niños, ¿cómo han pasado estos días? —preguntó el físico dirigiéndose hacia la señora Clara.

—Véalos usted mismo. Duermen y comen bien, aunque procuro hacer lo que usted me aconsejó. Doy de mamar primero a la niña, y luego al pequeño Diego. Lo único que me preocupa, es la tripa del ombligo del pequeño... ¿usted cree que esto tiene buen aspecto? —preguntó Clara con la preocupación pintada en el rostro—. Se la he curado todos los días, tal y como me dijo.

       Clara y Sarah, desnudaron a los dos niños, y el anciano comprobó que el cordón que había unido a la madre con los pequeños, estaba secándose como era lo normal.

—No os preocupéis. En unos días, se habrán secado del todo y se les habrá caído. No obstante, si consideráis que tarda más de lo normal, entonces aplícadle esta grasa alrededor —dijo el anciano pasándole un ungüento.

—¿Qué esconde ahí anciano? —preguntó Francisco Ruíz desde la entrada de la alcoba sorprendiendo a los tres—. Muéstreme eso.

     Clara se sobresaltó al escuchar la voz de aquel tipo y Sarah, se escudó detrás de su padre.

—No es nada, es solo un ungüento señaló el anciano mostrándole el cuenco.

—Está bien, no os demoréis.

      Clara se quedó contemplando al hombre de su padre, y al comprobar que permanecía en la habitación, adelantó dos pasos y le ordenó:

—¡Salid inmediatamente de esta alcoba!

—Permaneceré aquí, hasta que el anciano abandone palacio.

—¡Que salgáis de aquí inmediatamente! Estos son los aposentos de una dama —ordenó Clara temblando sin que aquel despreciable tipo lo percibiera.

—¡Ninguna mujer me da órdenes!

—Soy la hija de vuestro señor, y vuestro deber es obedecerme, ¿o acaso olvidáis quién sois vos? —preguntó Clara aparentando estar molesta.

—Algún día de estos... —la amenazó Francisco Ruiz.

—Francisco, es mejor que salgáis —sugirió otro de los hombres que estaba en la puerta—. Solo es el físico, que ha venido a lo de siempre.

      Francisco Ruíz, salió de la alcoba, claramente molesto por la actitud de esa mujer. Con su espada ceñida a la cintura, salió del aposento agraviado. Cuando la puerta se cerró tras él, ambas mujeres suspiraron aliviadas.

—¡Abraham, debéis ayudarme! Debéis hacedle llegar un mensaje a mi esposo —susurró Clara mirando hacia la puerta, muerta de miedo.

       El anciano, se adelantó a las pretensiones de doña Clara.

—¡Tomad antes de que entren! Es una carta que él mismo os envía. No temáis por él, se encuentra bien, pero me ha ordenado que os dijera, que os sacará de aquí.

     Clara cogió de inmediato aquella misiva, y la guardó en lo más profundo de su ropa.

—Decidle, que no puedo ir en su busca. Don Francisco ha perdido la sensatez y quiere llevarme lejos de mi esposo. Dígale, que no voy por propia voluntad. Que cuando le rogué que me permitiera marchar con mi él, me amenazó con matar a Diego y con arrebatarme a mis hijos. Rogadle que venga a buscarme, que estaré esperándolo pero avisadle que su vida corre peligro.

—No se preocupéis, señora. Se lo diré, no temáis por ello.

—¡Contadme! ¿Cómo está él? —preguntó con ansiedad.

—Todavía no está recuperado de sus heridas, pero ambos lograrán restablecerse.

—¿Ambos? —preguntó Clara extrañada.

—Don Juan de Alcaraz fue gravemente herido la misma noche que don Luis os echó de palacio.

—¡Oh, Dios mío! ¡Pobre hombre! ¿Y decís que los dos no corren peligro? —preguntó Clara de nuevo.

—No, no corren peligro, pero necesitan recuperarse —añadió Abraham sin querer añadir ningún detalle más que preocupara a la esposa de don Diego.

—Está bien. Decidle a mi esposo, que lo quiero con toda mi alma y que le estaré esperando —dijo Clara en el mismo instante en que se abría la puerta de nuevo.

—¡Fuera! —dijo la voz intimidatoria de Francisco Ruíz.

—¡Adiós, padre! ¡Cuídese! —dijo Sarah echándose al cuello de su padre.

—Y tú hija mía, haced lo mismo y cuidad de doña Clara y de los niños.

—Así lo haré, padre —dijo la joven comprobando como su padre se separaba de ella mientras sus carceleros cerraban la puerta de nuevo.

—¡Dios mío! —dijo Clara llorando—. Mi esposo no se olvidó de mí.

—¡Señora! Qué cosas tenéis, ¿cómo se iba a olvidar de vos? Nunca vi un hombre más enamorado y preocupado por vos cuando os sucedió el accidente del carro. Si hubieseis visto su cara de temor por perderos, no diríais eso.

—Tengo que leer la carta antes de partir. Necesito saber lo que dice —susurró Clara a su amiga.

—Yo permaneceré en la puerta, y escucharé si alguien intenta abrir.

—Gracias, Sarah.

      Con manos temblorosas, se sentó en una silla de la alcoba y abrió el pequeño pliego devorando las letras que su interior contenía.

<<Mi muy querida y amada esposa:

Desde mi lecho de muerte, me negué a abandonar esta vida sin volver veros aunque solo fuera un instante más. Luché durante días por volver a contemplar la luna en vuestra compañía y poder pasear en esos atardeceros a vuestro lado, con la única compañía de mi hijo y de vos; ahora sé, que fueron dos y me siento el padre más afortunado del mundo, deseando conocer a mis queridísimos hijos; añoro volver a ver vuestro hermoso rostro y borraros con besos cada una de las lágrimas que habéis derramado por mí. Sin embargo, tengo el alma encogida por esta separación a la que nos condenan y una profunda pena embarga mi corazón hecho añicos, por la grave ofensa cometida por mi propio padre contra vos. Os juro por lo más sagrado, que viviré el resto de mis días para resarciros de tamaño ultraje; pero debéis resistir amada mía, iré a por vos y a por mis hijos; no lo dudéis en ningún momento porque ningún Cueva, ni ningún Molina, conseguirá apartarme de vuestro lado. Con todo el amor de mi corazón y eternamente tuyo. Diego de la Cueva.>>

      Uno de los niños se quejó y Clara con la cara llena de lágrimas esperanzadas, se acercó hasta su pequeño querubín y cogiéndolo en brazos le susurró, arropándolo en su pecho:

—¡Mi pequeño Diego! ¡Qué afortunados somos! Vuestro padre vendrá a por nosotros. 

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