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Capítulo 14

<<¡Cuan triste es, Dios mío, la vida sin ti! >>. Santa Teresa de Jesús. Monja de la Orden de las Carmelitas Descalzos. S. XVI.


Clara, acompañada de la hermana Ana y de la reverenda madre, entró en la sala donde esperaba Francisco de Molina. El hombre, que miraba por la ventana, se volvió en cuanto escuchó abrirse la puerta. Sus ojos, permanecieron fijos en el rostro de su hija, para luego bajar hasta su abultado vientre, no sin percatarse de que su hija vestía con el hábito de las religiosas.

     Durante unos segundos que se hicieron eternos, nadie pronunció palabra alguna, pero la tensión se palpaba en el ambiente. Las caras de preocupación y extrañeza, eran evidentes en las tres mujeres atentas a la figura de don Francisco.

—Buenos días, don Francisco... —saludó la reverenda madre.

—Reverenda madre... —correspondió el noble al gesto de cortesía de la religiosa con un simple movimiento de cabeza.

—No esperábamos su presencia esta mañana —le reprochó de una forma muy sutil pero efectiva la reverenda.

—Ni yo pensaba venir, si no hubiese llegado hasta mis oídos la noticia de que mi hija fue echada en plena noche y sin contemplaciones del palacio de los Cueva ... —dijo el hombre tenso, escupiendo las palabras.

—¿Cómo es posible que os hayáis enterado tan pronto? —preguntó la reverenda madre extrañada.

—Las malas noticias vuelan —contestó el Molina desviando la mirada hacia su hija.

     Clara observaba el suelo como si hubiese algo atrayente en él. No soportaba la presencia de ese hombre que se atrevía a buscarla, después de haber matado a su esposo.

—¿Cómo te encuentras Clara? —preguntó el de Molina.

     Clara, inspiró aire y sin querer posar la mirada, giró la cabeza hacia la única ventana de la sala. Intentaba controlarse, para no enfrentarse a ese hombre.

—¿No te atreves a mirar a tu padre? —preguntó Francisco de Molina serio.

     Clara, sin poder contenerse ya, levantó el rostro contrariada. La ira se apoderó de ella en ese mismo momento, y sin pensar en las consecuencias, le expresó a ese hombre lo que sentía por dentro.

—No sé qué pretendéis viniendo hasta aquí. Tuvisteis dieciocho años para ejercer de padre. Así que ahora, no os mostréis indignado por algo que vos mismo provocasteis; como si os sintierais ultrajado por el trato que os dispenso y máxime, cuando posiblemente, sois el culpable de la muerte de mi esposo. ¿Qué pretendéis? ¿Qué os trate como un padre? No os tengo ningún afecto, ni creo que vos a mí. Así que, no entiendo qué sentido tiene toda esta conversación. Ya habéis comprobado que estoy bien, y que al fin y al cabo, si me encuentro en esta tesitura, solo es consecuencia de vuestras propias acciones. No echéis la culpa de todo a don Luis. Mostráis tal odio, el uno hacia el otro, que no les importa a quienes hagan daño.

     La reverenda madre, se alarmó al escuchar las palabras de Clara, y miró de inmediato a Francisco de Molina para comprobar el efecto que habían causado en él. Su sorpresa fue mayúscula cuando el hombre, las sorprendió con una sonrisa. Estaba estupefacta, ese noble era peor de lo que ella pensaba. Nadie, hubiese mantenido esa fría calma, a no ser, que fuese culpable de lo que se le acusaba.

—Veo que sois, digna hija mía y eso, me complace. Nadie, se atrevería a hablarme como vos lo habéis hecho ahora mismo. No tomaré en cuenta vuestras palabras, en especial, por el tenso momento que estáis atravesando, y más estando en vuestro de duelo por la pérdida de vuestro esposo. Sin embargo, no tentéis mucho a la suerte. No suelo caracterizarme por tener mucha paciencia. Aprenderéis a conocerme, habrá tiempo para ello.

—No lo creo, don Francisco —afirmó Clara decidida.

—Ya lo creo que sí —mantuvo el de Molina el pulso con su hija—. ¡Pero vive Dios, que esta firmeza al hablar, y esta voluntad inquebrantable que mantenéis con vuestro padre, fortalece mi alma! Sois una mujer fuerte, Clara de Molina.

     La reverenda madre, decidió intervenir al comprobar el cariz que estaba tomando aquel enfrentamiento dialéctico. Clara podría perder los nervios, y don Francisco no era un hombre de fiar.

—¿A qué habéis venido, don Francisco? Ya habéis comprobado el delicado estado en el que se encuentra Clara, y lo que menos le conviene ahora, es tener ningún tipo de enfrentamiento, y mucho menos después de haber perdido a su esposo. Como comprenderéis, Clara se encuentra bastante afectada.

—Reverenda madre, no tenéis que interceder por mi hija. Me hago cuenta del trago amargo que está pasando, y desde luego, puedo comprender que me considere culpable de ese delito, pero le juro que nada tuve que ver en ello —afirmó don Francisco con una enorme sangre fría.

—¿Qué deseáis? —preguntó Clara impacientándose.

     Francisco de Molina sostuvo su mirada de nuevo, y con voz autoritaria le confirmó lo que pretendía.

—Dada la muerte tan inesperada de vuestro esposo, y el trato que habéis recibido de los Cueva, vendréis al hogar de vuestro padre. Soy el único pariente que tenéis. Vuestro sino será acompañarme en mis últimos días. Y entre los dos, cuidaremos de ese niño que está por llegar. Si os tuve al margen de mi vida todos estos años, no fue más que para evitaros que alguien supiera de vos. Mis enemigos, hubiesen aprovechado mi debilidad, para acabar conmigo. Sin embargo, no permitiré que sigáis alejada de mí por más tiempo. Aunque no lo creáis, me importáis.

     Clara odiaba a ese hombre que tenía enfrente. Mentía y podía verlo en sus ojos. Tenía una mirada fría, calculadora y poco de fiar. Y para ella, era un completo desconocido.

—Si es así, os estoy agradecida por vuestro ofrecimiento, pero he decidido permanecer junto a las hermanas...

—No lo permitiré. Vos..., vendréis conmigo. Tengo derecho a compartir los últimos días de mi vida con mi hija, y con mi nieto. No me privaréis de ello, ni siquiera vos misma. Ya me he perdido muchos años de vuestra vida —afirmó don Francisco.

—¡Por favor, don Francisco, permitid que Clara continúe aquí! Este ha sido su hogar, y vuelvo a insistir en el hecho de que contrariar ahora a Clara, en estos momentos, sería perjudicial en su estado. Está a punto de dar a luz, y lo que más le conviene ahora, es tranquilidad —intentó la religiosa apelar al sentimiento de compasión de ese hombre.

—No insistáis, reverenda madre. He venido a por mi hija, y no me iré de aquí sin ella. Cuanto antes lo entiendan, antes acabaremos con esta absurda conversación. Como vos misma habéis señalado, Clara necesita cuidados y atención. En palacio, tendrá a su disposición todas las comodidades que necesite, y los mejores físicos. Nunca le faltará de nada, y mi nieto, necesitará un hombre fuerte a su lado, que guíe sus pasos y su destino. ¿Puede usted hacer eso por el futuro heredero de los Molina? —preguntó don Francisco retándola.

     La reverenda madre se quedó sin argumentos que esgrimir delante de ese caballero. Era consciente, que a la larga, sería mejor para Clara permanecer con ese hombre. Preocupada por la reacción de la joven, desvió la mirada hacia ella.

     Clara no quería mirar a nadie. Estaba a punto de llorar, y no quería derrumbarse delante de ese hombre que decía ser su padre. Podría jurar lo que quisiera, pero ella sabía que don Francisco, era el culpable de la muerte de Diego. ¿Cómo podría convivir con el asesino de su esposo?

—Acudiré al Santo Oficio si es necesario para que intervenga en todo este asunto, incluso apelaré a la Reina. Pero le aseguro, que Clara terminará por ser, la hija de Francisco de Molina, y vivirá conmigo.

     Un pinchazo en el bajo vientre, sacudió a Clara. Echándose la mano a esa parte sin que se dieran cuenta, se acercó a la única silla libre que había y se sentó. Aquel hombre, las había puesto entre la espada y la pared, y no le quedaba más opción que acompañarlo.

—Está bien, iré con usted —dijo Clara derrotada.

     La reverenda madre, miró apenada a Clara. Adelantando unos pasos, acortó la distancia que las separaban.

—¡Clara! No debéis preocuparos. Estaréis bien, ya lo veréis.

     Clara asintió resignada, porque no había otra salida. Si al menos, su suegro, no la hubiese echado de palacio podría haber permanecido con él. Debía pensar en la seguridad de su hijo ante todo, y aunque se estuviese muriendo por dentro, tendría que aceptar marcharse con ese hombre.

—No prosigáis, reverenda madre. Lo he entendido.

—No os preocupéis por ella, reverenda. Clara estará bien. Podrá visitaros cuando lo desee.

—Gracias, don Francisco. Os lo agradezco. Ya sabéis, el profundo afecto que sentimos hacia Clara.

—Me hago cuenta de ello, y os estoy agradecido por lo que habéis hecho por ella todos estos años. Incluso, por abrirle la puerta del convento anoche, pero si no os importa, esta conversación ha demorado demasiado, y prefiero marchar ya, Clara debe descansar. Si podéis traer sus cosas...

—No traje nada más que mi persona... —agregó Clara.

     En ese momento, Francisco de Molina se acordó que el de la Cueva, había echado a su hija con solo la prenda de vestir que llevaba.

—Mejor, no necesitaréis nada que provenga de esa familia. Reverenda, luego ordenaré que os devuelvan el hábito que lleva Clara.

—Gracias, don Francisco.

—¡Clara! —llamó don Francisco a su hija, pidiéndole permiso para marchar.

—Sí, podemos irnos cuando lo desee —afirmó Clara levantándose con esfuerzo de la silla.

—¿Os encontráis bien? —preguntó la hermana Ana al comprobar la cara descompuesta de la joven.

—Sí, hermana Ana. No os preocupéis, solo es el cansancio.

     Las religiosas, le dieron un abrazo a la joven, y después de despedirse de ella, la vieron salir en compañía de su padre. Unos minutos después, las monjas permanecían en el mismo lugar, sin poder digerir todo lo que había sucedido.

—Estoy preocupada, reverenda madre.

—No hace falta que lo digáis, hermana Ana. Lo mismo me pasa a mí. Clara, se ha ido en contra de su voluntad. Ese hombre no nos ha dejado más opción, al amenazarnos con la inquisición. Y lo que más me preocupa, es que creo que Clara llevaba razón. Es muy probable, que don Francisco haya matado a don Diego.

—¡Pobre niña mía! —dijo la hermana Ana.

—Y lo peor de todo, es que está a punto de dar a luz. Vayamos a la iglesia, hay que rezar por ella, lo va a necesitar. No podemos hacer otra cosa. Recemos porque Clara consiga poner en orden su vida, y por el alma de don Diego de la Cueva. Ese muchacho, no se merecía el triste final que ha tenido. ¡Con lo que quería a nuestra querida Clara!

     La hermana Ana asintió apesadumbrada.


Rodrigo, permanecía en la habitación con el físico. A pesar de la seriedad de las heridas, el caballero se resistía a abandonar esta vida, pero su estado era de tal gravedad que dudaba mucho que lo resistiera.

—¡Señor, he hecho todo lo que he podido por este hombre! Pero, es imposible saber, el estado actual de sus lesiones. Si cayó desde la altura que decís, es muy probable que esté roto por dentro. La herida, no se le ha infectado y he conseguido detener la hemorragia, pero ya no he podido hacer nada más. Solo cabe esperar, a que el Señor decida llevárselo, o dejarlo en esta vida.

—Gracias, físico. En verdad, lleváis razón en lo que decís. Sin embargo, debe haber algo más que se pueda hacer por el herido.

     El físico, negó con la cabeza, al escuchar las palabras del adelantado.

—No, señor. Solo queda esperar. El tiempo nos dirá, si este hombre vive, o muere.

—Está bien. Ordenaré al hermano fraile, que le administre los últimos sacramentos. Y que quede en manos del Santísimo.

     El físico asintió al escuchar las palabras.


     Clara, cruzó la magnífica puerta del palacio del Molina, sin reparar en la majestuosidad del lugar. No había querido decir nada delante de las hermanas, pero el dolor que sentía, se había acentuado conforme caminaba, y los metros que separaba el convento del palacio, habían sido una agonía. Deteniéndose, en el interior del patio, Clara permaneció pensativa e inquieta.

     Don Francisco, ajeno a todo, estaba dándole órdenes al sirviente para que preparara la habitación de Clara, cuando se volvió hacia ella. En ese instante, Francisco se percató de la mala cara de su hija.

—No es necesario que os mostréis tan mortificada. Si lo que os preocupa...

—No es eso, don Francisco... —le cortó Clara sin levantar el rostro todavía.

—Por la cara que mostráis, bien parece que os he traído a un calvario.

—Creo que estoy un poco indispuesta... —dijo Clara levantando en ese momento el rostro.

     Francisco de Molina, pudo ver en ese instante, el dolor en el rostro de Clara.

—¿Por qué no me habéis dicho nada? ¿Acaso me consideráis un monstruo? —gritó don Francisco en ese momento.

—Llevo media hora con un dolor fijo bajo el vientre. Creí que se me pasaría. Sin embargo, conforme subía por el camino, el dolor se ha hecho más persistente.

—¿Estáis de parto? —preguntó nervioso Francisco de Molina.

     Por primera vez en su vida, el hombre, no supo cómo reaccionar.

—Eso me temo. Creo que estoy empezando con los dolores —dijo Clara.

     Don Francisco, acortó la distancia que lo separaba de su hija, y cogiéndola de un brazo, rodeó la cintura de la muchacha, sin pensarlo siquiera. Y gritando a plena voz, llamó a los sirvientes del palacio.


Clara permanecía acostada desde hacía horas. No era tonta, había ayudado a traer al mundo a algún niño que otro y sabía reconocer, cuándo algo no marchaba bien.

—¡Señor, podéis hablar claro en mi presencia! —le rogó Clara al físico.

     Su padre, permanecía nervioso en la habitación, y al escuchar las palabras de Clara, la miró con gravedad.

     El físico, volvió la mirada hacia don Francisco, como solicitando permiso.

—¡Hablad, pues! Mi hija, no es una ignorante en estas lides. ¿Qué sucede? Lleva muchas horas de parto, y el niño no termina de salir.

—¡Señor! Me temo, que este niño no viene bien.

—¿Qué estáis diciendo, por Dios? —gritó don Francisco.

     Francisco de Molina, no pudo sentir más miedo en su vida. Su hija, y su nieto, corrían el peligro de morirse. A su mente, acudieron los recuerdos de una tumba. La madre de Clara, había muerto dando a luz. A su hija, podría sucederle lo mismo.

     Clara ahogó un llanto, intentando ahorrar sus fuerzas para dar a luz a su criatura. No se dejaría vencer, a pesar de lo que había dicho ese físico.

—¡Salid inmediatamente de aquí! ¡Sois un inútil! —ordenó don Francisco.

     Clara, advirtió el estado en que se encontraba don Francisco. Y ya, no supo qué pensar, ese hombre parecía realmente afectado por ella.

—Señor, ¿podéis hacerme un favor? —preguntó Clara.

     Don Francisco, giró la cabeza y la miró.

—¿Qué necesitáis? ¡Ya veis que ese inútil, no puede ayudaros! Ordenaré que traigan a alguien más.

—Eso precisamente quería. Hay un físico judío que me atendió hace unos meses. Hacedlo traer, a lo mejor, puede hacer algo por mí. Sin embargo, ya sabéis que está prohibido que atienda a los cristianos.

     Francisco de Molina la miró durante unos segundos, y sopesando la idea, le contestó.

—Ahora mismo, mandaré por él. Ya contenderé yo con la inquisición. Vos, resistir un poco más, vuestro hijo nacerá, y a vos no os sucederá nada. Os lo prometo, confiad en mí —aseguró el de Molina saliendo por la puerta de la alcoba de inmediato.

     Clara, tan solo tuvo tiempo de coger aire de nuevo, mientras otra contracción la obligaba a empujar de nuevo. Intentó permanecer tranquila, sabía que era necesario no perder la compostura. Había visto a varios mujeres gritar desesperadas por el dolor y eso, a la larga, solo conseguía debilitar más a la madre.

—¡Resistid, mi pequeño Diego! No puedo perderos también a vos; ya he perdido un Diego, y no perderé a dos.


     Media hora después, Abraham entraba en el aposento. Asustado y preocupado, no sabía qué sucedía. Dos hombres, habían ido a buscarlo, y le habían obligado a marchar con ellos, sin dar ni una sola explicación. Entrando en el aposento, temiéndose lo peor, y sin reparar en la mujer del lecho, comprobó que don Francisco de Molina, se hallaba allí.

—¡Señor! —exclamó Abraham—. ¿Me habéis hecho llamar?

—Sí, pasad. Necesito que atendáis a mi hija, lleva varias horas de parto, pero el físico que ha estado atendiéndola, dice que el parto no viene bien.

—¿Su hija? —preguntó Abraham reparando en ese momento en la mujer que se encontraba acostada. El miedo, le había impedido ver más allá de él.

      Al instante, reconoció a Clara, la esposa de don Diego de la Cueva.

—¡Señora Clara! ¿Qué os ha sucedido? —preguntó Abraham acercándose con rapidez hacia ella.

—¡Señor, creo que el niño no está bien colocado! ¿Podréis vos ayudadme? —preguntó Clara con la cara macilenta, y evidentes signos de padecimiento.

—¡Dejadme comprobar qué sucede! —añadió el hombre colocándose a los pies de la cama.

     Clara, estaba recostada sobre unos almohadones, con las piernas abiertas, y tapada por una sabana. El físico, se acomodó y cuando palpó el bajo vientre, se volvió hacia don Francisco de Molina y le dijo con firmeza:

—Mandad a mi casa a un sirviente, necesito que mi hija me traiga los útiles que suelo emplear en los alumbramientos. No sabía que los iba a necesitar, y los he dejado allí y de paso, decidle a mi hija que venga también. La necesitaré para que me ayude.

—¡Enseguida, mando dos hombres! —aseguró don Francisco, saliendo de la alcoba.

     Tras dar la orden, el de Molina, volvió a entrar.

—¿Qué sucede? ¿Por qué no termina de dar a luz? —preguntó don Francisco inquieto.

—No lo sé con exactitud, todavía. Hay algo que impide que el niño se coloque correctamente. Sin embargo, no es la primera vez que veo algo así. No me aventuro a asegurarle nada, pero intentaré hacer todo lo posible.

—¡Inténtelo, sabré recompensarlo! —aseguró Abraham.

—Gracias, señor, pero no hace falta que me recompense, mi oficio es curar a la gente. Ahora, si no le importa, necesito tranquilidad para centrarme en la señora. ¿Doña Clara?

—¿Dígame, Abraham?

—¿Tendrá fuerzas suficientes para resistir?

     Clara supo intuir, que el físico intentaba aclararle el gran riesgo que corría al haber pasado tantas horas de parto. Se encontraba agotada, y no era necesario que se lo explicara.

—No se preocupe, Abraham. Usted, haga su trabajo, que yo haré el mío. Aguantaré lo que sea necesario, pero mi hijo nacerá vivo —aseguró Clara, determinada a que su hijo viniese al mundo.

—Entonces, no continuéis hablando, y reservad vuestras fuerzas para cuando tenga otro dolor fuerte. Avíseme, cuando sea así...

     Clara asintió.

     Abraham sudaba tanto, que su hija Sarah, tenía que secarle la frente cada dos por tres. El hombre, tras muchos esfuerzos, había conseguido darle la vuelta a la criatura que venía de nalgas, y sacar un pie diminuto, mientras intentaba sacar el otro.

—¡Vamos, Clara! Ya tengo aquí el pie de la criatura. Aguante un poco más.

     Clara asintió, casi extenuada. Lloró, al saber que el pie de su hijo ya estaba fuera.

—¡Lo intentaré! —aseguró la joven agotada por tanto esfuerzo.

     Don Francisco, era consciente del enorme esfuerzo que estaba haciendo su hija por traer al mundo a ese niño, arriesgo de perder su propia vida. Preocupado y nervioso, temía por la vida de ambos. No quería que les sucediera nada. Acababa de traerla a su vida, y en el fondo, no quería aunque creía que no era así, quería a su hija. En cuanto escuchó al físico decir que un pie de la criatura asomaba, no pudo evitar mirar la escena. Un calor le subió por el cuerpo, estaba a punto de marearse por la impresión. En un abrir y cerrar de ojos, el físico, sacó el otro pie.

—¡Ya está aquí, señora! En el siguiente empujón, sale la criatura.

     Abraham, no añadió nada más, pero los pies del niño estaban amoratados. El niño estaba sufriendo. Si no se daban prisa, la criatura, se asfixiaría. De repente, la señora Clara, empujó de nuevo y el cuerpo de su hijo salió de su vientre, deslizándose hacia una nueva vida.

—¡Lo tengo! Ya está aquí, señora.

     Clara lloraba emocionada, intentando incorporarse para intentar ver a su pequeño.

—¿Qué ha sido? —preguntó la parturienta.

—Una niña... —dijo Abraham pasándole a su hija el recién nacido—. ¡Limpiadla bien, Sarah! Y aseguraos, de que no tiene nada en la boca —ordenó Abraham.

     Sarah, arropó al recién nacido en una tela, y apresurándose, obedeció las instrucciones de su padre. Sin embargo, un grito de Clara asustó a los presentes.

—¿Qué sucede, por el amor de Dios? —preguntó don Francisco acercándose de nuevo a la cabecera de Clara.

—¡Señora! —exclamó Abraham.

—¿Por qué sigo con los dolores, Abraham? ¡Me duele otra vez!

     El hombre, perplejo, observó que la cabeza de otro niño, coronaba la salida.

—¡Prepárese! Viene otro niño en camino. Estoy sosteniéndole la cabeza... —dijo Abraham preocupado.

—¡Otro! —exclamó Clara sin poder parar de gemir.

     Francisco de Molina, se sentó en el lecho donde su hija estaba dando a luz, y cogiéndole de la mano, le ordenó:

—¡Vamos, Clara! Haced un último esfuerzo.

     Clara asintió, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. En cuanto presintió el siguiente dolor, apretó todo lo fuerte que pudo, y gritó extenuada mientras su segundo hijo salía de sus entrañas.

—¡Ya está aquí! Ya se ha acabado, señora.... —sonrió el anciano mirando de frente a la madre.

—¿Qué ha sido?

—Un niño, esta vez, ha sido un niño —aseguró Abraham—. Habéis tenido, un hijo y una hija —exclamó el anciano sonriendo. Sarah, pasadle la niña a don Francisco si habéis terminado, y coged el niño; necesito sacar la placenta de la madre.

—Sí, padre —dijo Sarah obedeciendo a su padre.

     Francisco de Molina, se acercó cauteloso hacia la judía, y cogió en sus brazos a su nieta, y mientras la arropaba, contempló el diminuto cuerpo de su nieta. Estaba perplejo, había tenido dos nietos. Sonriente, acarició la mano diminuta de esa niña. Jamás, había tenido el cuerpo de un recién nacido entre los brazos.

—¡Sarah, comprobad que no ha tragado nada! Y pasadme, la aguja con el hilo de seda.

—Sí, padre.

—¡Dejadme verlos! —rogó Clara entre lágrimas.

     Don Francisco escuchó el ruego, y sin demorarse, se acercó al lecho y depositó el pequeño bulto de su nieta, en los brazos de su hija.

—¡Tomad, aquí tenéis vuestra hija! —aseguró don Francisco sonriente.

—¡Mi hija! He tenido dos hijos —exclamó Clara llorando mientras veía la carita amoratada de la pequeña—. ¡Abraham, la niña no tiene buen color! —advirtió Clara.

—No os preocupéis. Respira perfectamente. Es una niña sana, ya lo veréis —dijo Abraham.

—Tomad, señora. Aquí tenéis vuestro hijo —dijo Sarah colocándole al otro lado al varón.

—Un niño, como Diego quería... —dijo Clara llorando.

      Estaba contenta por el nacimiento de sus dos hijos, pero miraba apenada a sus dos criaturas ¡Qué distinto hubiese sido todo si Diego hubiese estado a su lado!

—¿Cómo le llamaréis? —preguntó Sarah.

—El niño se llamará Diego, como su padre. Y mi hija, no sé..., no había pensado en ningún nombre de niña. Siempre pensé que tendría un hijo —declaró Clara mirando ambas caritas.

—Podéis ponerle el nombre de vuestra madre —sugirió en ese momento Francisco de Molina.

     Clara giró el rostro, al escuchar sus palabras.

—¿El nombre de mi madre? Nadie me dijo nunca quién es mi madre, ni siquiera vos —declaró Clara conmocionada.

—Vuestra madre se llamaba Juana; era doña Juana de Segura —confesó el padre de Clara.

—¡Juana! ¿Mi madre se llamaba Juana...? —repitió Clara mientras agotada miraba de nuevo a la pequeña—. Sí, es un buen nombre; entonces, mi hija se llamará Juana, como su abuela —confirmó Clara—. Espero, que algún día, me habléis de mi madre.

—Lo haré, no os preocupéis.

—Sarah, cogedle a doña Clara los niños. Está muy agotada y ha sido un parto muy difícil. Debe descansar.

     Don Francisco, cogió de nuevo a la pequeña, y Sarah, al niño. Y en ese instante, Clara cerró los ojos agotada. A partir de ahí, ya no fue consciente de nada más.

—Tengo que darle las gracias. Ha sido un milagro lo que usted ha hecho por mi hija, y mis nietos —aseguró don Francisco agradecido.

—No lo crea, es mi trabajo, y es lo único que sé hacer —aseguró Abraham guardando las cosas que había utilizado.

—Dígame, ¿mi hija se encuentra bien?

—No puedo engañarle. Ya ha visto el esfuerzo tan grande que ha hecho, se encuentra muy agotada y ha perdido mucha sangre. Necesita mucho cuidado, y reposo, pero le confieso, que si no hubiese conseguido sacar al primer niño, su hija y sus nietos hubiesen muerto.

—Lo sé, soy consciente de ello. Por eso, le estaré siempre agradecido, y no se preocupe, Clara descansará todo lo que sea necesario. ¿Y mis nietos, se encuentran bien los dos? —preguntó don Francisco meciendo a su nieto entre los brazos en ese momento.

—El niño está perfectamente, pero la niña está un poco débil, al venir de nalgas ha sufrido un poco. La señora Clara, no andaba mal encaminada. Si llegamos a tardar un poco más, se hubiese axfiasiado.

—Pero, ¿le sucederá algo?

—Esperemos que no, no obstante, si a usted le parece bien, vendré a verla todos los días.

—Por supuesto, de hecho, quiero que su hija se quede aquí en palacio, mientras Clara la necesite. Veo, que ha sabido traspasarle sus conocimientos.

     Sarah levantó el rostro de inmediato, al escuchar las palabras de ese noble.

—¿Mi hija, señor? —preguntó Abraham asustado.

—Sí. Es una joven que sabe lo que se hace, y prefiero que Clara esté bien atendida. Creo que se encontrará más tranquila, si la atiende una mujer. Como usted, tendrá mucho que hacer, su hija permanecerá en palacio durante unos días. Solo, hasta que mi hija recobre fuerzas, y se reponga por completo.

—Está bien señor, si usted lo considera conveniente, así se hará. No obstante, vendré a examinar a la señora —contestó Abraham mirando a su hija.

     En silencio, se comunicaron sin palabras. Por el bien de Sarah, Clara y los niños debían sobrevivir.


Castillo de Cazorla, una semana después.

Rodrigo de Manrique, se hallaba en ese momento en la torre del homenaje, la zona más noble de toda la fortaleza. Construida con meticulosidad, comprobaba encima de la mesa, los planos del castillo. Tras la guerra de Granada, varios intentos de penetrar en ella, habían abierto algunas brechas en los muros, que había que reconstruir.

—¡Señor! El herido el físico solicita su presencia, está recobrando la consciencia.

     Rodrigo, se sorprendió y con paso apresurado, subió delante del soldado las escaleras hasta llegar a la zona donde se hallaba el herido. En uno de los rincones, se encontraba el hombre postrado.

—¿Ha podido decir algo? —preguntó don Rodrigo al físico.

—Sí, señor. Aunque, solo dice incoherencias.

—¿Ha dicho quién es? —preguntó Rodrigo.

—No, no me ha dado tiempo a preguntarle. En cuanto, se ha despertado, he mandado a por vos.

—De acuerdo, intentaré ver si consigo que me diga por lo menos su nombre.

—Acercaos, ahora está despierto —dijo el físico mirando hacia el cuerpo del herido.

     Rodrigo, se acercó, y sin dudarlo, se agachó junto a él. Al detectar el ruido, el hombre giró despacio el rostro hacia los hombres que habían a su lado.

—¿Puede hablar? —preguntó don Rodrigo.

—Si... —respondió Diego con un hilo de voz.

—¿Cómo se llama?

—Diego..., Diego de la Cueva —respondió Diego con bastante dificultad.

—¿De dónde es?

—De Úbeda, señor. ¿Y mis hombres? ¿Dónde están?... —preguntó Diego cerrando de nuevo los ojos.

     Justo cuando iba a responderle don Rodrigo, el caballero perdió de nuevo el conocimiento.

—Por lo menos, ha conseguido averiguar quién es —dijo el físico.

—Es un milagro que este hombre esté vivo todavía. No quiero que nadie sepa de su paradero aquí. Ha preguntado por sus hombres, y dice ser de Úbeda. Hasta que no consiga averiguar por qué le dispararon, nadie debe saber que este hombre continúa vivo.

—Por supuesto, don Rodrigo. Se hará como usted desee.


     Antón, estaba muerto de preocupación. Nadie, sabía darle explicaciones sobre el paradero de su hermano. Había intentado hablar con don Luis, y lo único que le había dicho, es que lo había mandado a en busca del físico porque se había indispuesto, y que no había aparecido.

—¡Y una mierda! —pensó Antón muerto de preocupación. No se tragaba esa explicación. Justo la noche en que don Luis echaba de palacio a la mujer de Diego, su hermano desaparecía sin dejar rastro.

     Había tenido que amenazar a los criados que esa noche estaban en palacio, para averiguar qué había sucedido con doña Clara. Con temor en los ojos, los sirvientes le explicaron que don Luis, sin la menor consideración, había levantado a la pobre mujer, y la había echado en plena noche sin tener en consideración alguna su estado. Nada más que de pensarlo, la rabia le carcomía por dentro. Con los dientes enclavijados, Antón presentía que don Luis se había quitado de encima a su hermano. Con el aprecio que Juan tenía a Diego, nunca hubiese permitido que la mujer de Diego anduviera sola por la noche, y encima embarazada como estaba. Había sido un estúpido al creer, que Clara era como su padre, cuando el verdadero sinvergüenza, había sido don Luis. Si Diego viviese, y supiese el trato recibido por su esposa, seguro que atravesaba a su padre con su espada. Tal acto de indignidad, no tenía justificación. Ya no sabía tampoco, dónde buscar a la esposa de Diego, y aunque había intentado sonsacar a algún criado del Molina, eran tan fieles a ese perro, que no había conseguido averiguar nada.

     El último lugar que le quedaba por acudir, era el convento de Santa Clara. A lo mejor, las monjas, conocían el paradero de la mujer. Llamando con firmeza a la puerta, a los pocos segundos, una de las religiosas, abrió.

—¿Qué desea caballero? —preguntó la hermana Ana.

—Soy uno de los hombres de don Luis de la Cueva —respondió Antón.

     Nada más pronunciar esa frase, la monja intentó cerrarle la puerta en las narices. Antón, tuvo el tiempo justo para impedírselo, y aunque se hizo daño al sujetar la puerta con fuerza, consiguió que no la cerrara del todo.

—¡Por mil demonios! ¿Se puede saber qué le pasa, hermana? ¿Acaso todo el mundo se volvió loco? —preguntó Antón irritado mientras forcejeaba con la hermana.

—¡Marchaos de aquí! No queremos tener nada que ver con la familia de los Cueva —dijo la hermana Ana con su carácter más hostil.

—Necesito que me ayudéis —gritó Antón—. No encuentro a la señora Clara, y pensé que a lo mejor ustedes conocían su paradero —rugió el hombre.

      La hermana Ana, al escuchar el ruego de ese hombre, detuvo el intento de cerrarle la puerta del convento.

—¿Para qué queréis saber de ella? Después de la maldad que cometió vuestro señor contra la pobre Clara ¿Es que acaso no tuvo suficiente con echarla?

—¡Por Dios, os lo ruego! Yo nada tuve que ver con esa tropelía.

—La pobre Clara estaba totalmente abatida por la muerte de don Diego, y si no hubiese tenido suficiente, don Luis tuvo que echarla de noche. ¿Sabe el miedo que pasó mi niña deambulando sola por esas calles y con esa barriga? ¿Puede hacerse usted una idea?

—Lo sé, pero le juro por la memoria de don Diego, que por eso mismo me hallo buscándola. Estoy preocupado y no sé nada de la señora desde entonces; ni siquiera de mi hermano Juan, que estaba encargado de cuidarla.

     La hermana Ana, abrió la puerta por completo, al escuchar lo ocurrido.

—¡Pasad, la reverenda madre os lo explicará! —dijo la monja permitiéndole el paso al interior.

—Gracias.

—Esperad aquí. Enseguida, voy a buscarla.

—No se preocupe, esperaré lo que sea necesario.

     La religiosa abandonó el lugar, y pocos minutos después, apareció junto a la reverenda madre.

—Me ha informado la hermana Ana que estaba preguntando por doña Clara —dijo la reverenda.

—Así es, reverenda madre. La misma noche en que desapareció la señora, mi hermano que estaba encargado de custodiarla, desapareció también. He buscado en toda la ciudad, y no doy con ninguno de los dos. Me temo, que algo ha debido de sucederles.

—¿Está seguro? Porque nosotras, no sabemos nada de su hermano. Sin embargo, Clara María, acudió aquí, en mitad de la noche, en busca de refugio. Al fin y al cabo, este fue siempre su hogar. Pasó la noche, y a la mañana siguiente, don Francisco de Molina, vino a buscarla y se la llevó.

—¿Don Francisco de Molina? —preguntó extrañado Antón.

—Sí, la misma cara pusimos nosotras cuando a primera hora se presentó ante nuestra puerta. No sabemos cómo pudo enterarse tan rápido. Hablé con Clara y le ofrecí quedarse entre nosotras, apenas estaba tranquilizándola, cuando su padre vino en su busca.

—Todo esto es muy extraño. Ahora sé, que la mujer de Diego está en el palacio de los Molina, pero no sé dónde buscar a mi hermano, y lo peor, es que me temo que le haya sucedido algo. Juan, nunca hubiese permitido un ultraje hacia Clara. Menos mal que Diego no vive para verlo.

—Sí, sabemos que don Diego quería mucho a Clara María. No crea que no estamos apenadas por su pérdida. Lo único que hemos hecho desde entonces, es rezar por su alma.

—Gracias, hermana. No creo que logren saber nada sobre el paradero de mi hermano, pero si se enteran de algo, les agradecería que me avisaran.

—Así lo haremos, señor. No se preocupe.

—Gracias por todo.

—¿Saben si doña Clara María ha dado a luz? —preguntó Antón mientras salía a la calle.

—No señor, y estamos preocupadas también. No sabemos nada de ella desde entonces.

—Si me entero de algo, les avisaré.

—Gracias, caballero —dijo la reverenda madre—. Que el Señor, guíe sus pasos.


     Dos semanas después, Antón continuaba sin saber del paradero ni de su hermano, ni de Clara María. No había conseguido averiguar nada de la esposa de Diego, a pesar de preguntar por ella con insistencia a los criados de Francisco de Molina. Y con respecto a don, Luis actuaba como si Clara María no hubiese existido jamás. No podía comprender, como después de perder a su hijo, don Luis actuaba como si el niño que esperaba Clara, no le tocase nada. Diego, tenía que estar revolviéndose en su tumba. ¡Maldito fuera!

     Acompañado por los muchachos, estaban bebiendo en la cantina, cuando uno de los muchachos que le servían el vino, se acercó hasta él.

—¿Eres Antón de Alcaraz?

—Sí, ¿qué quieres? —preguntó Antón sin levantar la mirada.

—Alguien os busca ahí fuera —dijo el muchacho.

—¿Quién me busca?

—Un judío.

—¿Un judío? ¿Y qué quiere un judío de mí? Decidle que se marche. No deseo hablar con nadie.

—Ha insistido mucho, señor —dijo el muchacho.

—Está bien, decidle que pase.

—No puede, señor. Está prohibido que los judíos entren en la taberna.

—¡Vaya mierda! Está bien. Yo mismo saldré —dijo Antón tambaleándose—. Esperadme aquí, enseguida vengo.

     Los hombres asintieron mientras le veían salir hacia la puerta.

     Era de noche, y Antón no distinguió en la oscuridad a nadie, pero de pronto, una sombra surgió del callejón.

—¿Para qué me buscáis? —preguntó Antón.

—¿Sois Antón de Alcaraz? —preguntó a su vez la voz.

     Antón, no conseguía ver el rostro de la persona que le hablaba, pero supo que era un anciano.

—Sí, soy Antón de Alcaraz —contestó Antón irritado.

—Tengo una cosa para vos. La persona que me la ha dado, dice que sabréis a quién pertenece —dijo Abraham.

—¡Queréis dejaros de misterios! ¡Hablad claro pues!

—¡Acercaos! —pidió el anciano—. Tomad.

     Antón, se acercó tal como el anciano le pedía, sin comprender qué perseguía con tanto misterio. En cuanto llegó al callejón, el anciano le susurró.

—¡Debéis hablar en voz baja! ¡Le aseguro que corro peligro viniendo hasta aquí! Tomad, el dueño de esto, me ha dicho que os lo entregue.

     El anciano, abrió la mano, y puso sobre la del caballero, una daga.

—¡Dios mío! ¿De dónde habéis sacado esto? Es la daga de mi hermano. ¡Hablad! —dijo Antón cogiendo a aquel hombre de la ropa, acercándolo hasta él.

—¡Por favor, no gritéis! Si llamáis la atención sobre nosotros, todos correremos peligro.

—¿Sabéis dónde se encuentra mi hermano?

—Sí, señor. Acompañadme.

     El corazón de Antón, le dio un vuelco dentro del pecho. Su hermano estaba vivo.


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