Capítulo 13
<<Que nada te traume, que nada te turbe, todo se pasa, solo Dios basta>>. Santa Teresa de Jesús. Monja de la Orden de las Carmelitas Descalzos. S. XVI.
Clara, ya se encontraba muy pesada. Su embarazo estaba llegando a su fin e inquieta, pasaba las horas enteras caminando despacio, de un lado para otro, y con la mirada puesta en la puerta del palacio, deseando ver entrar a Diego por ella. Le había prometido que regresaría para el nacimiento del hijo de ambos, y ya le quedaba muy poco.
—¡Señora!
Clara se volvió y comprobó que Juan de Alcaraz la reclamaba.
—Te he dicho muchas veces, que no me llames señora, puedes llamarme por mi nombre. Eres el mejor amigo de mi marido.
—Jamás osaría faltaros el respeto —contestó Juan.
—No puede faltármelo, si yo se lo permito —aseguró Clara.
—Aún así, sois la señora del palacio, aunque también seáis la esposa de mi mejor amigo... —sonrió el hombre.
—Veo que sois tan testarudo como mi esposo, por algo os lleváis tan bien —confirmó Clara sonriendo.
Al comprobar que el hombre se había quedado callado, Clara le preguntó:
—¿Queríais algo?
—Sí, me ha dicho el cocinero que en estos últimos días, apenas habéis probado la comida, ¿os encontráis indispuesta?
En el último mes, Juan había visto cómo aquella mujer había aumentado considerablemente de tamaño y estaba preocupado. Sus andares lentos, y el apetito que iba perdiendo, eran señal del desasosiego que invadía a la joven. Juan no era tonto, llevaba dándose cuenta, desde la semana pasada. Y además, el cocinero le había confirmado, que la señora había dejado hasta de llevar dulces a los niños de Mencía. Y eso era una clara señal de que las cosas no marchaban bien.
La mujer de Diego, no se separaba de la entrada del palacio, mirando desesperada hacia la puerta, como si así pudiese acelerar la llegada de su esposo. Cuando regresase, le daría una buena reprimenda a su amigo por preocupar a su esposa de esa manera. Decían que las mujeres embarazadas, debían estar lo más tranquilas posible, pero esta no lo estaba.
El tiempo que llevaba a su cuidado, había logrado que pudiera conocerla mejor. La joven se había ganado el afecto de todos los que trabajaban en palacio. Todos se desvivían por atenderla, a excepción de su suegro, que apenas le dirigía la palabra. La trataba con una total indiferencia, como si no estuviese allí, a pesar de que la joven disimulaba con bastante paciencia, la incomodidad que el anciano le provocaba con su carácter hosco. Hablaría con su amigo, del tratamiento otorgado por su padre a Clara. Quizás Diego, debería tomar una decisión drástica con respecto a eso. A lo mejor, alejarse de la presencia de su padre, les otorgaba más tranquilidad, porque convivir con semejante desprecio todos los días, iba degastando la convivencia.
Juan la acompañaba al convento cada dos o tres días, y de ahí, volvían a palacio después de que ella hubiese ayudado a las religiosas. No era una mujer dada a los lujos, ni a las maledicencias, eso sí, solo había una cosa en la vida por la que mostraba últimamente interés, su esposo. El cuál, todavía, no había llegado.
—No, por supuesto que no. Estoy bien, pero no me apetece mucho comer.
—Pues dejadme deciros, a pesar de que os pueda parecer atrevido, que para no comer mucho últimamente, habéis engordado un poco.
Clara sonrió por primera vez, desde hacía días.
—¿Un poco? ¡Me siento como un tonel, Juan! Mi hijo está creciendo mucho. Eso es bueno, creo...
—Entonces, ¿no vais a probar nada? No podéis abandonaros de esa forma. Diego me matará en cuanto se entere que no he cuidado de vos como debía.
—Vos, no tenéis culpa de que no tenga apetito. Os aseguro, que en cuanto tenga hambre, intentaré comer algo.
—Está bien, pero insistiré, si veo que no lo hacéis —contestó Juan.
En ese momento, unos porrazos fuertes en la puerta, asustaron a Clara que se volvió bruscamente mirando hacia ella.
—¡Dejadme a mí! Yo abriré... —dijo Juan extrañado por la fuerza de los golpes y la insistencia de quienes se hallaban al otro lado de la puerta.
Juan se apresuró, y quitando el cerrojo, abrió. Al otro lado, su hermano Antón y los hombres que lo acompañaban, lo miraron con gravedad.
—¿Qué sucede? —preguntó Juan echándose a un lado y permitiendo la entrada de los hombres que entraban cabizbajos.
Antón, junto con los demás, pasaron al interior del patio del palacio. Clara miraba ilusionada hacia los hombres, esperando que entrara por fin su esposo, pero al comprobar que el último entraba, y Diego no venía con ellos, preguntó:
—¿No viene mi esposo con ustedes? —preguntó Clara mirando a Antón.
El hombre la observó durante un segundo. Alarmado, observó la enorme tripa de la mujer, y no se atrevió a darle la noticia.
—¿Dónde está don Luis? —preguntó apresurado Antón.
—En el salón —contestó Juan serio.
—Acompañadme, debo hablar urgentemente con él.
Clara siguió a los hombres preocupada.
—¿Le ha sucedido algo a mi esposo? ¿Por qué no contestáis? —volvió a insistir.
Clara empezó a alarmarse, retorciéndose las manos, sobre todo cuando los hombres entraron al interior del salón. Clara, iba a entrar detrás de ellos, cuando Antón la detuvo.
—Será mejor, que usted espere fuera.
Juan miró a su hermano con gravedad, sin comprender qué estaba ocurriendo allí.
Don Luis, estaba revisando las cuentas de las últimas ventas cuando la puerta del salón se abrió, y los hombres que habían acompañado a Diego pasaron, sin pedir permiso siquiera. Sorprendido, comprobó cómo Antón cerraba la puerta en la misma cara de su nuera.
—¿Y mi hijo, Antón? ¿Por qué no se encuentra aquí?
—Señor, tengo que comunicarle algo... —dijo el hombre apesadumbrado.
Don Luis comprobó cómo todos habían bajado la mirada al suelo, sin atreverse a levantarla. La ansiedad lo invadió.
—¡Hablad, qué sucede! —ordenó Don Luis preocupado.
—Veréis..., nos quedaba muy poco para llegar a Úbeda, cuando sufrimos una emboscada —contestó Antón.
—¿Una emboscada? —gritó de nuevo Don Luis levantándose de la mesa.
Con paso rápido se acercó hasta donde estaba Antón, y cogiéndole de la ropa, gritó:
—¡Aseguradme, que no le ha pasado nada a mi hijo! ¡Decídmelo!
—No lo encontramos, señor —contestó Antón con un hilo de voz.
—¿Cómo que no lo encuentran?
—Estábamos en lo alto de un precipicio, sufrimos una emboscada, y no sabemos por qué, pero los disparos solo se dirigían hacia él.
—¡Decidme que no ha muerto! —gritó Don Luis con la cara desencajada y gritando como un poseso.
—Lo lamento, señor, pero hemos buscado por todo el barranco y no hemos hallado su cuerpo. Mañana, volveremos con más hombres a registrar de nuevo la zona.
—¡Juro por Dios, que si no me traéis a mi hijo, os mataré a todos! —gritó Don Luis perdiendo la razón—. Os marcharéis inmediatamente. No esperaréis a mañana.
Volviéndose hacia la mesa, derribó todas las cosas que tenía encima, y chillando, empezó a dar golpes en ella mientras los hombres contemplaban el dolor y la desesperación del padre de Diego.
Clara había escuchado lo suficiente. Con los ojos enrasados en lágrimas, se tapó la cara y llorando trastabilló hasta llegar al centro del patio. Unos sollozos desgarradores, se escaparon de su cuerpo, y cayendo de rodillas, se abrazó el vientre mientras su cuerpo se estremecía. Diego estaba muerto, y jamás volvería a verlo. No soportando ese dolor, se dobló sobre sí misma, aunque sin llegar a tocar el suelo con su frente.
—No puedes haberte ido de ese modo, prometiste que volverías. ¡No...! —gritó Clara mientras el llanto se apoderaba de ella.
El grito de Clara alarmó a Juan, que corriendo, salió del salón. Al abrir de nuevo la puerta, la joven estaba tirada en el suelo.
—¡Clara! —gritó Juan con el alma en vilo.
Corriendo se acercó hasta ella, intentando levantarla del suelo.
—¿Qué os sucede? —preguntó el hombre agachándose junto al cuerpo de la embarazada, consciente de que era probable que la joven hubiese escuchado la funesta noticia.
Con un llanto desgarrado, Clara levantó la barbilla y lo miró.
—¡Juan, mi esposo! ¡Decidme que no está muerto!
A Juan se le empeñaron los ojos, y negando con la cabeza fue incapaz de decir una palabra que aliviara esa pena. Ni él mismo podía consolarse.
—Dijo que vendría, dijo que vendría... —lloraba Clara desconsolada mientras negaba con la cabeza.
—Clara, tienes que ser fuerte en estos momentos. Los hombres partirán de nuevo a rastrear la zona —logró decir Juan—. Estás embarazada, y a Diego no le gustaría veros así. Debéis pensar en el bien de la criatura... —le pidió Juan agarrándola de los hombros.
—No puedo ¿Qué voy a hacer sin él? —preguntó Clara mirándole al rostro—. Le quiero con toda mi alma, Juan. Si él me falta, yo...
—Lo sé Clara, lo sé... —acertó a decir el hombre apenado.
El hermano de Juan, junto con los demás, escucharon las palabras de la esposa de Diego. Entristecidos, se emocionaron al contemplar la triste estampa de esa joven. Don Luis cerró la puerta sin querer saber nada de su nuera, aislándose de todos.
Entre Antón y Juan, la llevaron a su aposento, y la acomodaron en el lecho como pudieron. Cuando Juan, comprobó que se había quedado tumbada, salió al pasillo contiguo al aposento, y le susurró a su hermano:
—No puede ser que haya muerto, Antón.
—Te aseguro que hemos buscado por todo el maldito barranco, y el cuerpo de Diego no aparece.
—Os acompañaré —dijo Juan.
—No, hacéis más falta aquí. Ya has visto el caso que le ha hecho Don Luis a su nuera. Creo que la mujer de Diego os va a necesitar. Vigiladla, y que no le suceda nada. Solo faltaría que encontrásemos a Diego, y que a ella le sucediera algo. Sería una tragedia aún mayor —dijo Antón volviéndose.
Juan contempló como su hermano se apoyaba en la pared, y colocaba el antebrazo en su frente, tapándose el rostro.
—No te puedes hacer una idea, de la ilusión con que Diego regresaba. Anhelaba llegar cuanto antes para ver a su esposa, quería acompañarla en el parto. No hacía más que hablarme de ella y de su hijo, hasta nombre le había puesto.
—A ella, le pasaba lo mismo. Llevaba casi una semana vigilando la arcada de la puerta —dijo Juan apesadumbrado—. ¿Cómo quería ponerle al niño? —preguntó Juan con lágrimas en los ojos.
—Como él..., decía que su hijo se llamaría como él...
—No puedo ser que esté muerto. Hasta que no lo vea con mis propios ojos, me niego a aceptarlo.
—Todas esas malditas detonaciones, estaban destinadas a arrancarle la vida ¡Han ido a matarlo Juan! Y yo, no pude hacer nada para salvarlo. Ese maldito caballo, se precipitó asustado hacia el barranco ¡Maldita sea! Descubriré quién lo hizo, y mataré al culpable.
Ambos hermanos se miraron un instante y el silencio se hizo entre ellos.
Clara, estaba rota de dolor pero aún así, escuchaba desde el lecho, las palabras de Antón. Habían matado a Diego, y un presentimiento le decía, que el culpable era su padre. Tanta obsesión por reconocerla como hija y ahora, Diego muerto...
Incorporándose, volvió a levantarse del lecho, caminando hasta la puerta. Clara abrió despacio, y se quedó observando los dos hombres que se volvieron al instante.
—¡Decidme, Antón!... ¿Lo hizo mi padre?
—Clara, debéis volver al lecho —le aconsejó Juan acercándose hacia ella.
Clara levantó el brazo, y lo detuvo con la mano.
—¡Dejadme hablar, Juan! ¿Antón, mi padre mató a Diego?
Antón miró a la mujer de Diego, y aunque dudó, le contestó.
—Es lo más probable.
—¿Con qué fin? —preguntó Clara.
—Una vez muerto Diego, y don Luis, su padre podría reclamar la herencia de vuestro hijo, y apoderarse de los bienes de los Cueva. Es lo que siempre ha deseado, ¿por qué creéis que os ha reconocido como hija? ¿En serio, pensasteis que el amor fraternal le movía?
—No, no soy tan ilusa.
La mente de Clara intentó asimilar la noticia.
—¿Y cómo podría manejar los asuntos de mi hijo? Yo soy su madre... —preguntó Clara de nuevo.
—Vos, no lo conocéis bien. Tiene tan poco escrúpulos, que no dudaría en entregaros en matrimonio a otro hombre, o incluso quitaros de en medio, si os convertís en una amenaza para sus propósitos.
—Ya veo... —dijo Clara—. ¿Qué me aconsejáis?
—Tanto vos, como don Luis, corren peligro en estos momentos. Muerto don Diego, nada se interpondrá en su camino, y lo más probable, es que ahora intente matar a don Luis.
—No lo permitiré —dijo Clara—. ¿Creéis que puede haber alguna posibilidad de que Diego esté vivo?
—No lo sé, señora. Le aseguro, que hemos pateado aquella montaña, pero es como si se lo hubiera tragado la tierra. Sin embargo, hasta que no aparezca el cuerpo, no se puede dar nada por hecho.
—Gracias, Antón —dijo mirando al hombre—. ¡Juan!
—Decidme, señora.
—No hace falta que os quedéis conmigo. Podéis acompañar a vuestro hermano en la búsqueda. Yo estaré bien. Además, prefiero que vos le acompañéis. Todos los hombres son pocos para buscar a mi esposo.
Al escuchar el deseo de Clara, Juan giró la cabeza hacia su hermano y ambos hombres, sopesaron la idea.
—Que así sea, señora, si es lo que deseáis —declaró Antón.
—Sí, Antón. Quiero que remováis cielo y tierra, hasta que lo halléis. Y traedlo vivo, por favor... Si me disculpan, volveré a mi aposento —dijo Clara bajando la mirada.
—En una hora saldremos —le informó Juan de nuevo.
—Gracias, Juan. Rezaré porque lo traigan sano y salvo.
Clara se volvió, y entró en el aposento. Los dos hermanos se marcharon dejándola en la soledad de su alcoba. Ahora más que nunca, aquel aposento se hacía inmenso sin él. Clara cogió de una pequeña caja su rosario y durante toda la noche, rezó porque su esposo no hubiese muerto, y los hombres regresaran con él. Ella, se encargaría de curarlo. No permitiría que a Diego le ocurriese nada.
—Por favor Señor, te lo ruego, no permitas que mi esposo muera. Mi hijo no puede criarse sin su padre. Toda mi vida he añorado la presencia de una familia, y es lo último que deseo para mi hijo, que antes de nacer... Y yo, le necesito, le quiero tanto... —dijo Clara ahogándose con las lágrimas y los susurros.
Perdió la noción del tiempo en la que estuvo rezando, y cuando ya no pudo más, regresó al lecho y se acostó vestida.
—Si no vuelvo a veros, cumpliré vuestro último deseo; si nace varón, vuestro hijo se llamará como vos, Diego de la Cueva.
Y pensando en él, se quedó dormida.
Rodrigo Manrique, era el primer conde de Paredes de Nava y Gran Maestre de la Orden de Santiago. Regresaba de tierras castellanas, para incorporarse a su nuevo rango de adelantado mayor de Cazorla, en el Reino de Jaén. El Rey Fernando, le había confiado la vigilancia de esa parte del Reino, y hacia ese destino se dirigía con tan solo una guardia de cinco hombres.
—¡Señor! Mire allí, detrás de aquellos peñascos. ¿No parece aquello la pierna de un hombre? —preguntó uno de los soldados.
Rodrigo apremió al trote su caballo, y nada más llegar, se bajó apresurado.
—Así es.
—Parece que está muerto, señor —dijo el soldado.
—¿Qué hace un hombre en lo profundo de este barranco? —preguntó Rodrigo en voz alta.
El cuerpo estaba boca abajo y no le veían el rostro. Elevando la mirada hacia el cortado de piedra, no observó ningún ruido, ni nada extraño.
—Si cayó desde ahí arriba, le aseguro que tiene que estar muerto. Nadie sobreviviría a una caída desde allí —dijo otro soldado a su lado.
—Mire allá —señaló uno de los hombres—. Aquello, es un caballo.
Rodrigo se agachó, y girando el cuerpo del muerto, comprobó el amasijo de sangre.
—¡Es un caballero! Le han disparado —dijo otro de los soldados.
—Sí, y sin duda alguna, la caída lo ha matado —aseguró Rodrigo colocando sus dedos índice y corazón en la vena donde debía de haber pulso si hubiese estado vivo.
—¿Cuánto tiempo llevará muerto? —preguntó otro de los soldados—. El cuerpo no está corrompido. Han debido pasar horas...
—¡Por todos los santos! ¡Este hombre vive todavía! —gritó Rodrigo.
—¡No es posible, señor! —exclamó el soldado a su lado.
—¡Ayúdenme! Tiene que verlo un físico de inmediato, si antes no se muere por el camino.
Una semana después.
Su hijo, no solo había muerto, sino que encima, debía soportar el tormento de no poder darle cristiana sepultura. La rabia le carcomía por dentro, y el dolor que sentía era tan grande que había renegado hasta de Dios. Y por si fuera poco, la presencia continua de esa mujer era un recordatorio que le quemaba por dentro. Juan de Alcaraz, no la abandonaba en ningún momento, y como un perro fiel, intentaba animarla como si la vida de su esposo le hubiese importado. A él, no podía engañarlo. Esa perra, era igual que el asesino de su padre, una mentirosa.
—¡Señor! Don Juan de Segura acaba de llegar. Dice, que ha solicitado su presencia.
—Hacedlo pasar, y que nadie nos interrumpa.
—Sí, señor —dijo el sirviente.
Don Juan de Segura no conocía el motivo por el que le había mandado llamar don Luis, después de que la noticia de la muerte de su hijo, hubiese corrido como la pólvora por toda la ciudad.
—Lamento profundamente vuestra pérdida, don Luis —dijo don Juan.
El anciano asintió, con el rostro ceniciento. Don Juan de Segura observó la botella de licor casi vacía, el de la Cueva había estado bebiendo.
—He aprovechado la noche para que nadie advirtiera mi presencia. Sabéis que no debería de estar aquí, pero tratándose de las circunstancias...
Don Luis ni se inmutó, continuaba sin pronunciar palabra.
—¿Para qué me habéis hecho llamar?
—Necesito que me hagáis un favor —contestó don Luis.
—Vos, diréis.
—Mañana por la noche, ordenaré a Juan de Alcaraz que vaya en busca del físico, alegando que me encuentro indispuesto.
—¿Con qué fin? —preguntó don Juan.
—Le diré que no me encuentro bien, para alejarlo de palacio. Cuando se halle fuera, vuestros hombres le darán una paliza.
Juan de Segura estaba perplejo. No esperaba una orden de semejante naturaleza.
—¿Por qué motivo deseáis linchar a vuestro propio hombre? ¿Acaso cometió algún delito contra vos? —preguntó don Juan con curiosidad.
—El único delito que ha cometido Juan de Alcaraz, es el de la lealtad. Mi hijo, antes de partir, le hizo prometer que cuidaría de su esposa. Y sé, que si no es de ese modo, no podré echar a esa hija del demonio de aquí. No soporto más su presencia en esta casa.
—Pero, sabéis que luego vendrá a reclamaros.
—Cuando eso ocurra, esa furcia se hallará fuera. En cuanto vos hayáis cumplido con vuestro cometido, yo echaré a la hija del asesino de mi hijo. No la mato, que es lo que debería hacer, pero no quiero volver a verla en esta casa.
—¿Quiere que mate a don Juan de Alcaraz?
—No, no quiero que lo matéis, era el mejor amigo de mi hijo. Solo deseo que no pueda moverse durante una temporada. Lo suficiente, para que esa malnacida desaparezca. Solo ha traído la desgracia a esta familia. Mi hijo seguiría vivo, si no se hubiese casado con ella, pero acabaré con los Molina, se lo aseguro —afirmó don Luis.
—¿Tan seguro está de que ha sido él?
—¿Quién si no, desearía la muerte de mi hijo? Ha sido él, no lo dude.
—No se preocupe, le ayudaré en sus propósitos. Sabe que siempre estaré a su disposición. Sin embargo, tendremos que ser cautelosos con respecto a mi primo. No permanecerá impasible cuando se entere del trato que se le ha dispensado a su hija.
—Eso espero —dijo el de la Cueva echándose en el vaso lo que quedaba de licor en la botella—. Estaré esperándolo.
—Está bien, como deseéis —contestó.
Ya se disponía a salir del salón, cuando don Juan, con la mano en el pomo de la puerta, se volvió.
—Decidme una cosa, ¿qué haréis con vuestro nieto? ¿No os preocupa su destino?
—No sé de qué nieto me estáis hablando —contestó don Luis con la mirada perdida.
Juan de Alcaraz, abandonó el palacio en busca del físico. Don Luis, se encontraba mal y cuando el sirviente le instó a marchar en su búsqueda, se preocupó. Un mal augurio se había instalado en el linaje de los Cueva. Primero Diego, ahora, su padre, y Clara que estaba a punto de alumbrar en medio de tan dolorosas circunstancias. Nada podía haber salido peor.
No quería abandonar el palacio, pero los hombres no se hallaban en él. Cabizbajo, y pensativo, llegó al cruce oscuro de uno de los callejones, cuando un inesperado ruido, lo alertó. La piel se le erizó, y observando a dos hombres frente así, intentó volver sobre sus pasos. Sus capas, y la propia oscuridad, los ocultaban.
—¿Quiénes sois? ¿Qué buscáis?
—A ti, Juan de Alcaraz.
—¡Mierda!
Juan comprobó que le habían tendido una trampa, aquello era una encerrona. Dispuesto a todo, para salvar su vida, agarró con firmeza su espada, y esperó a que el primero atacara. Sin embargo, dos tipos más se acercaron lentamente por su espalda. Juan se alarmó. Con dos, hubiese podido defenderse, pero eran cuatro.
—¿Por qué hacéis esto?
—Solo estamos cumpliendo órdenes —dijo uno de ellos.
—¿Órdenes? —preguntó Juan—. ¿Órdenes de quién?
—No queráis saber tanto. A veces, es preferible no averiguar la verdad —respondió uno de ellos.
Juan luchó durante todo el tiempo que pudo, pero fue difícil esquivar el avance de los cuatro a la vez. Cuando consiguieron agotarlo, y arrancarle la espada, Juan tenía varias heridas por las que sangraba. Sin embargo, eso no fue impedimento para que de uno en uno, se ensañaran a continuación con él. Moliéndolo a palos, Juan solo pudo en pensar en Clara y en Diego, a los cuáles les había fallado. El último pensamiento, lo tuvo para su hermano.
Clara estaba dormida en su lecho, cuando la puerta de la alcoba se abrió repentinamente. Rebotando contra la pared, el ruido retumbó en la estancia, consiguiendo que se despertara sobresaltada. Incorporándose miró hacia el origen del ruido, y descubrió a su suegro.
—¡Don Luis! ¿Qué sucede?
—¡Levantaos ahora mismo!
—¡Pero...!
Clara no sabía qué sucedía. Haciéndole caso, se puso encima de la ropa de dormir, una bata de abrigo.
—¿Han encontrado a Diego?
—No volveréis a pronunciar el nombre de mi hijo, jamás. Saldréis inmediatamente de esta casa, y nunca volveréis.
—Pero, ¿no comprendo nada? ¿Qué os sucede? —preguntó Clara preocupada.
—Vos, y vuestro miserable padre, sois los responsables de que mi hijo haya perdido la vida. No quiero veros más aquí. Os marcharéis inmediatamente, si no deseáis que ordene que os echen a patadas —dijo don Luis.
Clara comprendió al instante. Su suegro la creía culpable de la muerte de Diego, cuando ella había adorado, desde el primer momento, el camino por el que pisaba su esposo.
—¿A dónde iré? Es de noche...
—No me importa lo que hagáis mientras salgáis de aquí. No quiero volver a veros jamás —dijo don Luis dando un paso hacia ella.
—Está bien, no os preocupéis. Dejadme vestirme, y me marcharé de inmediato.
—Saldréis así. No quiero que os llevéis nada de lo que hay en palacio.
Clara comprobó que su suegro había perdido todo rastro de cordura. Su mirada la alertó, ese hombre era capaz de cualquier cosa, y por nada del mundo, pondría en riesgo la vida de su hijo. El olor a bebida inundó sus fosas nasales, señal de que estaba bebido.
—De acuerdo... —contestó Clara.
Caminando delante de él, Clara intentó buscar con la mirada la figura de Juan de Alcaraz, pero el hombre no se encontraba por allí. Aquello, era muy raro. Los gritos de don Luis, debían haber alertado a todos los sirvientes.
Abriendo la puerta con fuerza, su suegro la observó mientras salía al exterior. Clara contempló la calle, era de noche y hacía frío. De pronto, el miedo la invadió. No sabía qué hacer, ni a dónde ir. Mirando hacia su suegro, comprobó cómo éste, cerraba con el cerrojo desde el otro lado. La oscuridad, la engulló.
—¡Señor! ¡No voy a poder con esto!¡Ayudadme, os lo ruego! —gimió Clara llorando mientras se cruzaba los brazos sobre su pecho, intentando retener algo de calor.
Mirando hacia ambos lados de la calle, le vino a la mente, la imagen del convento y de las hermanas. Ellas eran las únicas a las que podía acudir. Pegada a la pared, Clara bajó la cuesta en dirección hacia el lugar, rezando porque las monjas la escucharan, y la auxiliaran.
—¡Reverenda madre!
—¿Qué sucede hermana Ana? —preguntó la religiosa.
—Alguien está dando golpes en la puerta del convento. No sabemos qué hacer.
La reverenda madre se levantó del austero lecho, y colocándose por encima ropa de abrigo, acompañó a la hermana Ana hacia la entrada.
—Pero, ¿habéis preguntado quién es?
—Sí, pero no se escucha nada. Solo unos gemidos.
—Podría ser alguien herido —dijo la reverenda madre.
—O algún ladrón, reverenda madre. Por eso, no nos hemos atrevido a abrir.
—Está bien, apartaos... —dijo la religiosa cuando llegó al gran portón, y comprobó las numerosas hermanas que se habían levantado alarmadas por el escándalo.
—¿Abro ya? —preguntó la hermana Ana.
—Sí, habrá que saber qué sucede, aunque sea a estas horas tan intempestivas.
Cuando la hermana Ana abrió, las religiosas se llevaron una gran sorpresa. Una persona estaba acurrucada en el suelo. La reverenda madre se arrodilló, y cuando intentó levantarla, descubrió alarmada la identidad de la mujer.
—¡Clara! ¡Por todos los santos! ¿Qué estáis haciendo aquí, a estas horas?
—¡Madre! —gimió Clara llorando—. No tenía dónde ir. No puedo más.
La hermana Ana se echó sobre el cuerpo de Clara, para intentar levantarla.
—¡Levantaos, chiquilla del suelo! Os vais a enfriar, y caeréis enferma.
Con la ayuda de las hermanas, Clara obedeció y se incorporó. Las religiosas observaron alarmadas, el estado tan avanzado en el que se encontraba su embarazo.
—¡Cerrad la puerta de inmediato! —ordenó la reverenda madre.
—¿Qué os ha sucedido? —preguntó la hermana preocupada.
—Mi suegro, don Luis, me ha echado de palacio. No quiere volver a verme.
—Pero, ¿por qué? —preguntó la reverenda madre.
—Me considera culpable de la muerte de Diego... —dijo Clara arrojándose a los brazos de la religiosa.
La reverenda madre, solo pudo abrazar a la joven embarazada, no dando crédito a las palabras de Clara.
—¡Dios mío! Si no fuese poco el sufrimiento por el que pasáis, ahora os sucede esto y a punto de dar a luz como estáis.
—No sé qué hacer, madre. No puedo más... Quiero que mi esposo vuelva, lo necesito tanto —dijo Clara llorando mientras se caía arrodillada al suelo, sin fuerzas.
—¡Clara! —exclamó la reverenda madre alarmada—. ¡Deprisa! Hay que conducirla a la celda. Si se desmaya en este frio pasillo, no podremos llevarla hasta el lecho.
Media hora después, Clara continuaba llorando, y las hermanas asistían impotentes al injusto tratamiento que había recibido Clara. La reverenda madre, preocupada, observaba cómo la pobre Clara se quedaba poco a poco dormida por puro agotamiento. Cuando sus párpados se cerraron, y se quedó dormida, escuchó la voz de la hermana Ana.
—¿Qué haremos, reverenda madre? —dijo la religiosa con los ojos enrasados en lágrimas.
La reverenda madre, giró la cabeza y susurró:
—Lo que siempre hemos hecho, protegerla de todo, y de todos. Cuidaremos de ella, y de su hijo. Ese hombre ha volcado sobre nuestra pequeña Clara toda la rabia y el dolor que siente por la pérdida de su propio hijo. Si por lo menos, hubiese intentado darle una oportunidad, habría visto la bondad de esta niña. Sin embargo, no ha querido reconocer el gran amor que sentían Clara y Diego, y no ha tenido el mayor escrúpulo para echarla en mitad de la noche, y encima en el avanzado estado en que se encuentra. Será un milagro si no pierde a su criatura. Esta noche, velaremos su sueño hermana Ana, y mañana, hablaremos con ella, e intentaremos tranquilizarla. Este siempre fue su hogar, y nadie nos obligará a echarla de aquí. Que las hermanas, no cometan la imprudencia de decirle nada a nadie. La presencia de Clara entre nosotras, debe pasar inadvertida. Debemos ser cautelosas. Clara se quedará con nosotras y la virgen guiará nuestro camino.
—Así sea, reverenda madre. Yo, no podría soportar que algo le pasase a la niña Clara —aseguró la hermana Ana apenada.
Esa madrugada, unos fuertes golpes, aporreaban la puerta del Rabino Abraham.
—¿Quién anda por ahí? —preguntó el anciano, atontado por el sueño.
—¡Abrid, traigo un herido! —dijo una voz conocida.
—¿Qué sucede? —preguntó el anciano abriendo la puerta de inmediato.
Justo en frente de él, su vecino y su hijo, traían a un hombre inconsciente.
—Hemos encontrado a este hombre en la calle tirado. Debieron asaltarlo durante la noche. No sabía dónde llevarlo Abraham, y tampoco queríamos dejarlo abandonado como un perro, pero temíamos que el inquisidor nos culpara de su muerte. ¿Qué hacemos?
—¿Os ha visto alguien?
—No, no ves que todavía está amaneciendo. Nos dirigíamos al campo a trabajar.
—Está bien, pasadlo dentro. Lo atenderé ahora mismo.
Varias horas después, Abraham junto con su hija Sarah, habían hecho todo lo que habían podido con el herido. Abraham sabía quién era. Era, el mismo hombre, que había acompañado a Diego de la Cueva cuando trajeron a su esposa. Le habían golpeado tan salvajemente, que tenía varias costillas rotas, a parte de dos heridas graves por espada.
—¿Qué haremos, padre? —preguntó Sarah preocupada—. Si se muere aquí, podrían acusarnos de brujería y herejía.
—Soy consciente de ello, hija mía. Sin embargo, soy físico y mi deber es curar personas, no dejarlas morir. No os preocupéis. Este hombre, vivirá.
—Si vos lo decís, padre.
Juan Segura, llevaba rumiando en su cabeza, una idea que le rondaba por la cabeza. Si era inteligente, podía quitar de en medio a dos de sus adversarios, sin que se diera cuenta. Luis de la Cueva, pensaba que estaba haciéndole un favor, cuando la realidad era totalmente distinta. Él, solo velaba por sus propios intereses. Necesitaba encender la llama, que terminara por destruir al hijo de puta de su primo, y al trastornado de la Cueva. Muerto su hijo, y repudiando a su nieto, los de la Cueva estaban acabados.
Colocándose la capa, se dispuso a partir hacia el palacio de su inestimable primo.
—Don Francisco, acaba de llegar su primo, Don Juan de Segura —indicó el sirviente.
—¿Si? —se extrañó Francisco de Molina.
Durante unos segundos, no supo, si recibirlo o no. Lo que menos le apetecía en ese momento, era verle la cara a ese desgraciado.
—¿Qué hago, señor? —preguntó el sirviente.
—Hacedlo pasar. A ver qué tripa se le ha roto —dijo don Francisco para sí.
Un minuto después, Juan de Segura, entraba al despacho.
—¡Primo!
—¡Juan! ¿Qué te trae por aquí?
—Te extrañará verme, pero en cuanto me he enterado del rumor, he venido a decírtelo... —dijo Juan de Segura mirando con detenimiento a su primo.
—Si es la noticia de que mi yerno ha muerto, ahórratela. Ya lo sabía —dijo Francisco de Molina sonriendo.
—Me temo, que es algo mucho peor.
Juan de Segura, dejó durante un leve intervalo, de hablar. Mirando con suspicacia al Molina, intentando captar su atención.
—Se trata de vuestra hija.
—¿De mi hija? —preguntó Francisco levantándose inmediatamente del sillón—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Ha dado a luz?
En ese instante, Francisco se asustó. Su hija podría haber perdido al niño, al enterarse de la muerte de su esposo, y entonces, todo habría sido en vano.
—No, no es eso.
—¡Hablad, pues!
—Se trata del de la Cueva. Tengo un informante entre los sirvientes del palacio, y por lo visto, anoche Luis de la Cueva, perdió por completo la razón.
—¿No se le habrá ocurrido hacerle algo? —preguntó Francisco enfurecido.
—Pues sí... —se regodeó Juan de Segura viendo la cara de preocupación—. Anoche, de madrugada, la echó de palacio con lo que llevaba puesto.
—¿Cómo? ¿Ese desgraciado se ha atrevido a echar a mi hija en plena noche?
—Así es primo...
—¡Lo voy a matar! —dijo gritando—. ¿Y dónde está mi hija? —preguntó preocupado.
—Nadie sabe nada de ella —contestó el de Segura.
—Como le haya pasado algo a Clara María, le voy a sacar las entrañas con mis propias manos. La muerte de su hijo, va a ser poco para lo que le haga —juró Francisco de Molina enfurecido—. ¡Maldita sea!
—Por lo visto, la culpa de la muerte de su propio hijo.
—¿Es que ha perdido por completo la razón? Si mi hijo adoraba a ese cabrón.
—Creo que en el fondo, lo que no soportaba era que fuese vuestra hija.
—Eso ha sido..., pero se ha jodido porque al final, he conseguido amargarle la vida. Saldré de inmediato en busca de Clara. En algún lugar debe de estar. No es posible que le haya sucedido nada.
—¿Dónde creéis que puede haber ido? —preguntó Juan de Segura haciéndose el despistado.
Durante unos segundos, Francisco de Molina lo pensó. Sin embargo, no tuvo ninguna duda.
—En el convento. El único lugar que conoce, es el convento de Santa Clara. Es el único sitio al que se le ocurriría ir.
—¡Debéis marchar de inmediato a por ella!
—Eso mismo haré. Después, tendré tiempo de sobra para ocuparme del de la Cueva. Si piensa que esta ofensa la voy a dejar pasar así como así.
—¿Vais a matarlo? —preguntó Juan de Segura regodeándose.
—Es lo que debería hacer, pero no, dejaré que sufra un poco más por la muerte de su hijo. Es lo que se merece.
—¿Queréis que os acompañe? —preguntó Juan de Segura.
—No, no hace falta. Prefiero hacer esto, yo solo. Vos, ya me habéis hecho un gran favor al advertirme de lo que ocurría. Lo principal, es que encuentre a Clara.
Media hora más tarde, la reverenda madre había conseguido apaciguar los ánimos de Clara.
—¡Clara! Sabéis que aquí, siempre os hemos tenido en alta estima.
—Sí, reverenda madre, y yo, os lo agradezco.
—No es necesario que os diga, que podéis permanecer aquí, todo el tiempo que sea necesario. Incluso, si queréis quedaros entre nosotras, os aceptaremos gustosamente.
—Pero, madre, sabéis que voy a tener un hijo.
—Sí, soy consciente de ello. Sin embargo, haré una excepción. Vos, y vuestro hijo, seréis bien recibidos.
—Gracias, madre. No sé qué haría sin ustedes. En estos momentos, no puedo pensar. La pérdida de Diego, ha transformado mi vida. No sé qué voy a hacer sin él... —dijo Clara echándose a llorar.
—Tienes que ser fuerte, hija mía. Nadie, se ha muerto de pena, y vos, tenéis un motivo muy poderoso para continuar luchando. Vuestro hijo, os necesita.
—Lo sé, madre, lo sé. Sin embargo, no puedo con este dolor...
—Todo pasará, hija mía. Ya lo verás.
En ese momento, la puerta de la celda de Clara se abrió, y una pálida hermana Ana, miró a ambas mujeres.
—¿Qué sucede hermana Ana? Cada vez que aparecéis con esa cara, me asustáis.
—¡Reverenda madre! Se trata de Clara...
—¿De mí? —preguntó Clara sin entender.
—Sí..., vuestro padre, ha venido para llevaros con él. Cuando ha preguntado por vos, no he sabido mentirle... —confesó la hermana Ana apenada.
Un grito de ansiedad, surgió de lo profundo de su garganta. Clara se levantó del lecho, y las piernas le fallaron.
—¡Dios mío! ¡No puedo irme con el asesino de Diego!
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