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Capítulo 12

<<Quien no castiga el mal, ordena que se haga>>.  Leonardo Da Vinci. S. XV.


—¿Vais a salir?

—Sí, debo tratar unos asuntos con la familia de Mencía.

     Clara se levantó del sillón, y fue hacia él.

—¿Los hijos de Mencía?

—Si, la hermana de Mencía se ha hecho cargo de ellos por el momento, pero según tengo entendido, son demasiadas bocas que alimentar y quiero asegurarme que no les falte de nada.

—Dejadme ir con vos.

—Todavía estáis débil, prefiero que os quedéis aquí.

—No estoy tan débil como pensáis; simplemente, me duele un poco la cabeza, pero puedo caminar. Me vendrá bien despejarme. Os aseguro, que no me sucederá nada. Dejad que os acompañe, por favor. Me gustaría conocer a los niños.

     Diego se encontraba en la difícil tesitura de permitir que Clara lo acompañara, o prohibírselo. La conocía, y sabía que la muerte de Mencía la había afectado, a pesar de que la mujer llevaba poco tiempo a su servicio. No quería que nada perturbara su recuperación, y sin duda alguna, ver a los hijos de Mencía, la sumiría de nuevo en la tristeza.

—Diego, si no dejáis que os acompañe, iré a visitar a los niños en cuanto os descuidéis.

—¡Clara! No puedo permitir que salgáis...

—No podéis protegerme todo el tiempo; las cosas que tengan que ocurrir, sucederán, queráis vos o no. Es ley de vida, vivir o morir.

—¡No, si yo lo evito! —gritó Diego volviéndose.

     Clara se acercó a Diego, y rodeándolo con sus brazos, apoyó la cabeza en su espalda. Desde que había recuperado el conocimiento, su esposo no la había dejado en ningún momento a solas, y Clara sabía que estaba abandonando sus propias obligaciones. Cada vez, que lo pillaba mirándola, podía ver la angustia reflejada en su mirada. Amaba a su esposo más que a la vida misma, y no iba a tolerar que continuara atormentándose. Debía hacer algo, o Diego enfermaría de preocupación cada vez que a ella se le ocurriera moverse. Levantando el rostro, pero sin soltarle, le hizo volverse para que la mirase de frente.

—No podéis estar a mi lado todo el día preocupado porque me pueda suceder algo. Debéis continuar con vuestras obligaciones habituales, porque si continuáis así, el miedo controlará cada día de nuestras vidas. No soy una mujer débil, aunque os lo parezca. Y lo principal, es que el niño y yo estamos bien.

     Diego intentó soltarle los brazos de su cintura, incapaz de escucharla. No soportaba esas palabras, pero Clara apretaba sus manos con tanta fuerza, detrás de su espalda, que le impedía separarse de ella.

—No soy una rosa, a la que podáis guardar. Yo no estaré a vuestro lado cuando os marchéis de nuevo a la guerra, pero sé que volveréis junto a mí. En vuestra mano está, o vivir el día a día conforme venga, o estar amargados todo el tiempo.

—Clara, no podéis reprocharme que cumpla con mis obligaciones.

—Yo no soy una obligación, soy tu esposa. Y debemos continuar con nuestras vidas como hasta ahora.

     En el fondo, Diego sabía que Clara llevaba razón. Lo que reclamaba era justo, y era la primera vez que mostraba interés por algo. Tan solo quería acompañarlo. Sin embargo, si algo le sucedía, no lo soportaría.

—Diego, dejad que os acompañe —volvió a rogar— me gustaría hacerme cargo de esos niños. Es lo único que puedo hacer por Mencía.

—¿Estáis segura?

—Sí, por supuesto.

—Está bien, pero me prometeréis que tendréis cuidado, y que os cuidaréis.

—Os lo prometo. Lo de Mencía, fue un desgraciado accidente, nada más.

<<Un accidente que le había costado la vida a una persona, y que podría haberle arrebatado también a su esposa>> pensó Diego. No conseguía quitarse de la cabeza, la imagen del carro precipitándose hacia Clara. Y por si fuera poco, ni el dueño del carro, ni el carro, habían aparecido todavía. Nadie sabía nada, y no le gustaba nada todo aquello. Un hombre podía permanecer oculto, pero un carro no.

—De acuerdo, venid conmigo si ese es vuestro deseo.

—Os lo agradezco —suspiró Clara aliviada.

—Pero, obedeceréis todo lo que os diga —ordenó serio.

     Clara asintió alegre.

—Es la primera vez que os veo sonreír desde hace días, y he echado de menos vuestras sonrisas. La única misión que tengo en esta vida es haceros feliz, y sin embargo, no lo parecéis.

—¿Por qué pensáis eso?

—Ya os lo he dicho. Desde que regresamos de Granada, son pocas las ocasiones en que os he visto alegre —dijo Diego apesadumbrado.

—¡Tenéis alma de poeta! —aseguró Clara.

—Y vos sois mi única inspiración —confesó Diego sobre su boca.

     Clara no dijo nada más. Acariciando su nuca, bajó el cuello de su esposo y lo besó.

—Prometo sonreíros todos los días... —prometió Clara.

—Os lo juro por lo más sagrado, que me encargaré de que así sea.


Palacio de los Molina. Tres meses después.

—¿Se ha perdido todo? —preguntó Francisco de Molina.

—Sí, mi señor. El incendio empezó de madrugada. Nadie advirtió el olor a humo, ni las llamas; todo el mundo estaba durmiendo a esa hora. Cuando hemos llegado, las tierras donde estaba el sembrado habían ardido por completo.

—¡Maldito de la Cueva! Si se piensa que no sé que ha sido él, está completamente equivocado. Seguro que esto ha sido por el incendio en su cuadra —gritó Francisco de Molina golpeando la mesa con el puño—. Juro que acabaré con ese malnacido, me las pagará todas juntas.

—¿Qué hacemos, señor?

—Traedme papel y pluma; debo escribir una carta y os encargaréis personalmente de llevarla.

—Sí señor.

      Francisco Ruíz salió de la sala, mientras el de Molina permanecía inmóvil ante la mesa. Con los nudillos golpeaba la lisa superficie con pequeños golpes, que le ayudaban a descargar la furia que sentía por dentro. Luis de la Cueva se había atrevido a quemarle sus tierras, debía de haber imaginado que algo así ocurriría. Demasiado tiempo había tardado en responder.

—Aquí tiene, señor.

     Don Francisco se sentó en la mesa, y en pocos minutos, terminó la carta sin sellarla con su emblema.

—Llevaréis esto al capitán Pérez del Pulgar. Decidle, que vais de parte de vuestro señor Don Diego de la Cueva. Nadie debe saber su procedencia. El capitán debe pensar que es el mismo Diego quien la ha escrito.

—Sí señor, pero ¿no sospechará nada? No lleva sello.

—Os presentaréis casi de noche, y procuraréis que nadie os reconozca. Pérez del Pulgar no os ha visto nunca, pero debéis ser cuidadoso. Algunos compañeros de ese desgraciado, permanecen todavía en la ciudad de Granada, y podrían llegar a reconoceros. Embadurnaros con algo que os haga oler mal y eso impedirá que del Pulgar se os acerque. Y en cuanto al sello, explicarle que vuestro señor no estaba en Úbeda, que tuvo una pelea con su esposa y que necesita entrar en acción.

—¿Estáis seguro, señor?

—¡Haced caso de lo que os digo!

—Sí, señor ¿Cuándo deseáis que parta?

—Mañana, antes del alba.

—De acuerdo, señor. Si no mandáis nada más, me retiro.

—Hacedlo, descansar hoy. Mañana, os espera un largo viaje.

Francisco Ruíz, salió del lugar y dejó a solas a su jefe.


Una semana después.

     Nada más entrar en palacio, el olor a dulces inundó las fosas nasales de Diego, y la de todos sus hombres. Con el correr de los días, Clara había cambiado la vida de todos, con una energía tan desbordante que incluso a él, le costaba igualarla. Se había convertido en la gracia salvadora de los hijos de Mencía, a pesar de que la tía de los niños había asumido la crianza de sus sobrinos. Diego acordó otorgarles unas rentas anuales para que todos pudieran vivir sin preocuparse por el dinero. Y eso, había otorgado a su esposa una vitalidad, que la llevaba a realizar cualquier cosa que pudiera mejorar la calidad de vida de los menores, así como la de las personas que convivían bajo el mismo techo que ella. Hasta su padre, había renunciado a hacerle frente.

      Poco a poco, y con una enorme determinación, había logrado que toda la servidumbre del palacio acatara sus órdenes. Las sirvientas, mantenían el palacio más limpio que nunca; incluso debía reconocer que hasta las habitaciones olían mejor y las sábanas de los lechos estaban siempre limpias. A pesar de las protestas de sus hombres, que se quejaban cada mañana, porque se levantaban oliendo a lilas. El jardín donde crecían las malezas, ahora rebosaba de hierbas aromáticas y hortalizas; sin embargo, había tenido que ordenar que un joven sirviente ayudara a cultivar todo aquel vergel. No quería que Clara hiciera ningún esfuerzo, y mucho menos cavar estando embarazada como estaba. Y por último, la comida había mejorado considerablemente; no sólo se había propuesto engordar a los niños de Mencía, a los cuáles les llevaba algo de comer casi a diario, sino que trataba de engordar a todos los que residían en palacio, incluido él; el cocinero, había desistido por completo en hacerle entender a su señora, que no era necesaria su presencia en lo que él consideraba su territorio. Pero al final, había terminado por compartir aquel espacio con la señora del palacio.

—¡Dios mío, huele fenomenal! —protestó Juan de Alcaraz.

     Diego sonrió a su amigo, mientras miraba a sus hombres.

—Sí, si la esposa de Diego sigue preparando esos dulces, te vas a poner tan gordo como los cochinos que hay en la cuadra —le advirtió su hermano Antón.

—¡Tú sí que estás gordo! No sé que daño puede hacerme unos pocos dulces... Después de todo el tiempo que pasa la esposa de Diego preparando esos manjares, ¿no esperarás que se los rechace?

—¡Dios no lo quiera! —contestó Antón—. Como ella no hace más que engordar con el hijo que lleva dentro, te piensas que debes imitarla.

—¡Serás idiota! —le dijo Juan.

—Diego, dile algo al tonto de mi hermano. Se cree que los demás vamos a dejar de comer, solo porque a él, no le gusten los dulces.

—Tu hermano lleva razón. Si os dijera que os estáis poniendo un poco hermoso, a los mejor os ofendería pero es la verdad. Sin embargo, una cosa os advierto, si os atrevéis a ofender a Clara de algún modo, yo mismo me encargaré de hacéroslo pagar.

—¡Tú también! —contestó Juan.

—¡Lo ves! Te lo dije —sonrió Antón.

—Jamás me atrevería a rechazar los dulces de tu mujer, y mucho menos entristecerla en su actual estado. Pero que sepáis, que acabaréis por comeros todo lo que os ponga. Esa mujer tiene manos de santo para la cocina.

     Diego sonrió. Era cierto que su esposa terminaba siempre imponiendo, de una forma muy sutil, su voluntad. A Clara, no solo se le daba bien la cocina, sino cualquier cosa que se le pasara por la imaginación.

—Señor, acaba de llegar una misiva —dijo uno de los sirvientes.

     Diego se volvió al escuchar al hombre.

—Hacedle pasar —ordenó Diego.

      Un soldado entró en ese momento, y Diego se puso en tensión.

—El capitán Pérez del Pulgar, os manda esta misiva, señor.

     Diego abrió el pliego de papel y durante unos segundos, se quedó callado.

—¿Cuándo tenéis orden de regresar? —preguntó Diego al hombre que esperaba una respuesta.

—Mañana a primera hora, señor.

—Descansaréis esta noche, y mañana os acompañaré a Granada.

—Gracias, señor.

—Mi sirviente dispondrá que os sirvan algo de comer, y os dirá dónde podéis descansar.

      Los hombres de Diego se quedaron callados, hasta que el soldado salió acompañado por el sirviente.

—¿Qué ocurre Diego? —preguntó Juan de Alcaraz.

—El capitán Pérez del Pulgar requiere mi presencia en Granada. Debo acompañarlo hasta las Alpujarras, por lo visto, el rey Boabdil abandona estas tierras y se marcha hacia Fez.

—Tendremos todo listo para partir mañana —declaró Juan.

     Diego se quedó pensativo durante unos segundos. Debía de pensar en Clara, necesitaba asegurarse que estaría bien protegida.

—Detente, Juan. Vos, no podréis acompañarme —declaró Diego mirándolo de frente.

—¿Por qué?

—No podría marcharme dejando el palacio sin alguien al cuidado de mi esposa. Os necesito aquí —afirmó Diego.

     Antón miró a su hermano Juan y luego, otra vez a Diego.

—Pero Diego, no podéis pretender que haga de niñera —declaró Juan—. Soy un soldado.

—Lo sé, y uno de mis mejores hombres, por eso debéis procurar que nada le pase a Clara en mi ausencia. Solo podré marchar, si sé que vos quedáis al cuidado de mi esposa y de mi hijo por nacer.

     Juan pasó la mirada de Diego a su hermano, y en ese momento, su hermano Antón sonrió asintiendo.

—Piensa, que por lo menos, estarás bien alimentado.

—¡Qué idiota eres, Señor! Madre, no te pudo parir más tonto.

—Ja, ja, ja... venga hermano, no te ofusques —dijo Antón pasándole el brazo por los hombros—. Tampoco tardaremos mucho en regresar, será cuestión de unas pocas semanas.

—Eso espero, porque la tarea que me encomendáis de vigilar a la esposa de Diego, no es nada fácil.

      Diego, asintió sonriendo.

—Lleváis razón, pero vos, sabréis hacerlo bien. Estoy seguro.


     Diego esperaba inquieto, a que Clara se acostara. Desde el lecho, observaba como su esposa se cepillaba el pelo, dejando caer las suaves hebras sobre sus hombros. Lo que para cualquier mujer parecía de lo más normal, para Clara era un momento único; disfrutaba del simple acto de peinarse, ahora que llevaba el cabello un poco más largo. Su mujer se había visto privada de tantas cosas en la vida, que ahora disfrutaba de las cosas más sencillas.

      Ninguno de sus hombres había dicho nada delante de ella y Diego, había pospuesto hasta la noche, darle la noticia de su marcha. No había querido ver la tristeza y la preocupación reflejada en sus ojos porque cada vez que la veía sonreír, tenía la sensación de haber luchado en cien mil batallas y que salía victorioso de cada una de ellas. Adoraba esa transformación, y no podía permitir que Clara no le obsequiara con otra de sus sonrisas cuando abandonara el lecho a la mañana siguiente. Entre sus brazos, podría consolarla durante la noche.

—¿Qué miras tanto? —preguntó Clara hincando la rodilla en el lecho para acostarse.

—A ti... —le contestó Diego.

—Me vais a degastar... —sonrió Clara.

—Posiblemente, pero eres lo más hermoso que tengo a la vista —dijo Diego observando su abultado vientre.

     Clara se acostó a su lado, quedando su rostro frente al de su esposo. Diego le cogió su mano, y besó su dorso.

—Acercaos..., quiero abrazaros —rogó Diego.

     Clara obedeció, y se situó prácticamente en su regazo, posando su pierna sobre la de su esposo y acomodando su vientre. Diego aprovechó el acercamiento, para acariciarla.

—¿Por qué tengo el presentimiento de que mi hijo crece a pasos agigantados dentro de su madre?

—¿Y por qué mi esposo siempre habla en masculino? 

—Si fuera niña, la querría lo mismo que a su madre. Sin embargo, he de deciros que en la familia de los Cueva, desde hace más de cien años, todos los primogénitos han sido varones.

      En ese momento, Clara sintió en su interior, como un bulto sobresalía por su piel y daba una pequeña patada. Diego, retiró la mano alarmado.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Diego asustado.

     Clara no pudo evitar reírse a carcajadas.

—¡Por Dios, si os vieseis la cara! Os habéis quedado blanco, ja, ja, ja...

—¡Clara!

—Llevo una semana así, cuando menos lo espero, se mueve y me hinca un pie o una mano. Por lo visto, tú hijo va a ser un poco inquieto.

—¡Es maravilloso! ¿Por qué no me lo habías dicho antes? —preguntó Diego sonriendo.

—Porque quería daros una sorpresa, y estaba esperando un momento como éste —dijo Clara feliz.

      Diego la abarcó con sus brazos, y besó sus labios.

—Estoy impaciente porque llegue el día y os pueda ver con mi hijo entre los brazos; estoy deseando ver su cara.

—Si Dios quiere, en menos de tres meses, lo veréis.

—¿Tres meses? Pensaba que solo faltaban dos —dijo Diego con el ceño fruncido.

—¿Dos? Si las cuentas no me fallan, es cuestión de tres.

—¿No será muy grande para vos? Sois menuda, y vuestras caderas son estrechas —dijo Diego preocupado.

—No os preocupéis por eso, vuestro hijo nacerá perfectamente.

—¿Cómo lo sabéis?

—Diego, he ayudado a traer algunos niños a este mundo. Os aseguro, que éste nacerá perfectamente. No es tan malo como parece.

      Diego, no opinaba lo mismo. No había pensado en el momento del alumbramiento hasta ese mismo instante. Acariciando a Clara, se quedó callado. Su lengua parecía haberse convertido en un trozo seco de cuero.

—¿Clara?

—¿Dime? —preguntó Clara acurrucada junto a él.

—Debo deciros algo, que no os va a gustar.

     Clara abrió los ojos de repente, y lo miró.

—¿Tan malo es? —preguntó comprobando el rostro de Diego. Su esposo se mostraba serio.

—Hoy he recibido una misiva de Granada, y debo marchar mañana hacia Santa Fe.

—¿Vais a luchar? —preguntó Clara asustada.

—No, no es eso —contestó Diego acariciando rápidamente el rostro de Clara—. El Rey Boabdil se marcha definitivamente de las Alpujarras, y debemos asegurar que su partida transcurre sin ningún tipo de incidentes.

—Entonces, ¿no vais a luchar?

—No, solamente nos aseguraremos de escoltarle hasta que llegue a la costa de Adra.

      Clara se quedó seria y pensativa.

—Estaré fuera tan solo unas semanas. Tengo pensado estar aquí cuando nuestro hijo nazca; no me lo perdería por nada del mundo.

—¡Eso espero! Porque de no ser así, os prometo que en vez de daros un hijo, os daré una hija —sonrió Clara mirándole con amor.

     Clara temblaba por dentro, pero no dejaría traslucir su preocupación ante su esposo. Un soldado debía estar tranquilo, y tener la mente fría cuando se marchaba del hogar, y no quería que nada lo perturbase.

     Diego, la miró y respirando hondo.

—Eso nunca pasará. Estaré aquí, y os aseguro, que me daréis un hijo.

     Clara lo abrazó desesperada y acercó su boca a él, necesitaba que esa noche le hiciera el amor.

—Besadme —rogó clavando su mirada en su esposo.

      Diego supo leer entre líneas, la preocupación de su esposa.

—No tenéis que rogarme, no os podéis ni imaginar lo mucho que os deseo —declaró Diego—. Esta noche, os mostraré otra forma de hacer el amor.

—¿Es que hay más formas?

—Eres una inocente esposa mía. Para la Iglesia, solo existe una, y es aquella en la que el único fin es procrear. Pero os aseguro, que hay muchísimas más... —dijo Diego comprobando las mejillas sonrosadas de Clara.

—¿Y por qué habéis esperado hasta ahora para aleccionarme? —preguntó la joven.

—¿Porque estaba esperando el momento oportuno? —contestó Diego imitando la respuesta de ella.

—¡Sois un descarado! Me contáis esto, solo para distraerme y que no piense en vuestra marcha. Y en el proceso, estáis logrando que me abochorne.

—¡Con que dudáis de mi capacidad amatoria!

      Clara sonrió, mientras con su mano libre, le tapaba la boca.

—¡Por supuesto! —le desafió Clara.

—No me dejáis más remedio que demostrároslo.

—¡Perderéis! —dijo Clara sonriendo.

—Ya os avanzo, que nunca he perdido una batalla.

—¿Acaso soy vuestra enemiga? —preguntó Clara con picardía.

—Esta noche, seréis mi prisionera. Os aseguro, que cuando acabe con vos, rogaréis que os libere de vuestro tormento.

—¡Dios mío! Si la hermana Ana os escuchara, os daría con una escoba en la cabeza... —rió Clara a carcajadas.

—Si me han de excomulgar, que sea por una buena razón —dijo Diego mientras la besaba.

       A pesar de llevar varios meses casados, Clara era todavía demasiado inocente, y sumado a su falta de experiencia, provocaba en Diego un sentimiento de ternura unido a un anhelo desesperado por poseerla.

     Clara no tenía ni idea de la pasión que suscitaba en él. Ansioso por contemplarla, levantó su ropa de dormir, y se la sacó por la cabeza, quedando gloriosamente desnuda. Unos colosales y cremosos pechos debido al embarazo, lo llamaban a que se los lamiera. Quería escucharla gemir de placer y perderse en la turgencia de aquellas dos formidables cumbres. Diego era consciente, de que el simple roce de su lengua con uno de esos pezones, la llevaría al borde del éxtasis. Clara estaba tan sensible que la mayoría de las noches, le molestaba hasta la ropa de dormir.

      Dispuesto a demostrarle cuán equivocada estaba, Diego bajó la cabeza, y capturó entre sus labios, uno de aquellos botones. Clara emitió un jadeo, y el sonido no pasó desapercibido en el silencio del aposento. Levantando ligeramente el rostro, observó cómo su esposa cerraba los ojos y curvaba la columna, acercando aquella exquisitez a su boca.

     Clara gimió al sentir que su esposo tomaba posesión de sus pechos con su boca. El placer mezclado con el dolor se desató en ella, llegando como un rayo directo hacia el centro de su ser. Diego era un amante delicado y tierno pero esa noche, parecía estar desatado, dispuesto a mostrarle un mundo sensual totalmente desconocido para ella. Jamás imaginó que existiesen otras formas de hacer el amor, y sin duda, debían de ser pecaminosas para que Diego no se hubiera atrevido a mostrárselas hasta entonces.

      Su esposo tenía un carácter atrevido y seductor, y aunque la mayoría de las veces, trataba de ocultarlo, Clara era consciente de su contención. Un sexto sentido, hacía que Clara detectase el autocontrol de su esposo, pero esa noche, Diego irradiaba lujuria por todos los poros de su piel, y ella estaba dispuesta a ser su aprendiz. No soportaba esa lengua atrevida que chupaba, soltaba y volvía a capturar sus pezones. El placer se mezclaba con el dolor, y aquello se parecía en verdad a una tortura, así que intentó incorporarse intentando apresarle la cara con las dos manos. Necesitaba detenerlo. Quería que esa lengua abandonase sus pechos, y que subiera a su boca. Desesperada, intentó besarlo.

        Justo cuando Clara agarró su cabeza, Diego soltó el botón rosado, y lamió el arco perfecto de su pecho, mientras Clara gritaba de nuevo.

—Sujetaos mi dulce cautiva, porque no acabo más que empezar. Me vuelven locos estos pechos, tan llenos, esperando a estar repletos de leche para amamantar a mi hijo, pero te juro por lo más sagrado, que seré yo el que beba de vuestra dulzura esta noche. Me perdería en ellos durante horas, y solo desistiría hasta estar completamente saciado.

     Clara estaba tan excitada, que no era capaz ni de contestar a aquellas escandalosas palabras. Antes de que las palabras salieran de su boca, Diego bajó por su vientre, y llenó de besos su piel hasta llegar a su monte de Venus. Intentó cerrar las piernas y detenerlo, pero la fuerza de Diego se lo impidió. Con sus fuertes manos abrió sus piernas, colocando sus pies sobre sus hombros.

     Diego tenía a Clara, justo donde deseaba, y pensaba saborearla minuciosamente. Cogiendo sus nalgas con las dos manos, levantó sus caderas hasta su boca, y con un lamido lento, posó su lengua en el mismo centro de su sexo.

—¡Ah!... —se quejó Clara con un grito apagado.

      Levantando la mirada, Diego contempló cómo su esposa se agarraba a las sábanas, y las apretaba con fuerza hasta conseguir que sus nudillos quedaran blancos por la presión. Sonrió, ante la pasión desatada que se adivinaba en ella. Clara era puro fuego, y no se imaginaba si quiera, el dulce tormento que la esperaba.

—¡Clara! —exclamó Diego.

—¿Qué? —consiguió responder ella con un hilo de voz.

—Voy a daros la vuelta —le informó Diego.

—¿Cómo? —preguntó Clara incapaz de abrir los ojos.

—Quiero que os pongáis de rodillas.

      Durante unos segundos, Clara no entendió nada, pero confiando en él, obedeció y se colocó tal como le reclamaba Diego. Se sentía indefensa en esa posición. No veía a Diego y no sabía qué pretendía, pero antes de que pudiera preguntarle, las manos de Diego aferraron con fuerza sus caderas y extrañada esperó completamente excitada. La inquietud por lo desconocido, aumentaba su deseo sexual, provocando que su sexo palpitara. De repente, esa diabólica lengua se posó sobre su sexo, y gimió de nuevo.

     Diego se estaba dando un verdadero festín, primero con pasadas lentas y luego más rápidas. Poco a poco, fue preparando el terreno, mientras oleadas de placer invadían a su esposa. Jamás se había atrevido a solicitar de Clara que le permitiera el acceso a su cuerpo de ese modo, pero estaba desesperado por tomarla así. Su lengua torturó esos labios hinchados para reclamar aquel clítoris que esperaba ansioso. Diego era consciente que si la estimulaba en esa zona con sus dedos, llevaría a su mujer al orgasmo inmediato, pero necesitaba alargar más aquella tortura. Los gritos entrecortados de Clara, se entremezclaban con sus propios gruñidos de placer. Clara se retorcía intentando librarse de su lengua, pero al tenerla firmemente agarrada, no permitía que su presa pudiera escapar de su tormento.

—¡Diego! Deteneos, no puedo más.

—Ya os he escuchado en alguna ocasión decir eso mismo, y dejadme deciros esposa mía, que disfrutasteis de mis caricias.

—Esto no son caricias.

—Oh, mi cielo, ya lo creo que sí —continuó Diego lamiendo su feminidad.

       Clara se notaba mojada y acalorada, y era incapaz de soportar esa lengua empeñada en martirizarla. Estaba a punto de correrse en la boca de su esposo, y eso la llenaba de una enorme vergüenza.

—¡Dejadme que me vuelva! Necesito teneros dentro.

     Su esposo hizo oídos sordos y ni la escuchó. Continuó empeñado en acercarla cada vez más al borde del placer. Sin pedir permiso, Diego le hundió un dedo en el interior de su cavidad, y originó que un nuevo grito se le escapara de su garganta.

     Imitando, el movimiento de su pene, metió y sacó con lentitud el dedo hasta que el sonido del chapoteo de sus líquidos inundó el aposento. Desesperada, estaba a punto de alcanzar su liberación, y a pesar de que intentaba moverse para acompañar su movimiento, Diego no la dejaba. No soportaba aquella agonía.

      Diego sabía que Clara estaba punto de alcanzar el orgasmo. Sus músculos internos apresaban su dedo intentando hallar la satisfacción y él, no pudo esperar más para introducirse en ella. Estaba duro como un piedra y quería sentir ese calor húmedo apresándole su miembro. Sacando el dedo mojado de su interior, se puso de rodillas frente a sus glúteos, y abriéndole un poco más las piernas, introdujo lentamente su miembro en el interior de su cavidad. El jadeo de Diego, se entremezcló con el de Clara.

      Una descarga de placer recorrió a Clara desde sus pechos hasta su entrepierna. Se sentía completamente llena. Nunca se le hubiese ocurrido que se podía alcanzar el éxtasis en esa postura. Igual que una gata, Clara ronroneaba de placer cada vez que Diego entraba y salía. Sus fuertes manos sujetaban sus caderas imprimiendo cada vez más velocidad a los golpes con que sus testículos golpeaban su clítoris. De repente, las manos de Diego la levantaron del lecho y Clara se encontró pegada al pecho de su esposo. Diego la sujetó con firmeza junto a él, mientras con sus manos acariciaba sus pechos y culeaba, sacando su pene de su interior para volverse a introducir con fuerza. Clara cerró los ojos, presa de un éxtasis tan arrollador, que la incapacitó para pensar. Sin saber cómo, Diego tocó con sus dedos, el botón de su sexo y su orgasmo aprisionó con fuerza la piel de satén del pene de su esposo, mientras ambos gritaban de placer. Un chorro caliente de semen, inundó el interior de Clara, provocando que perdiera la consciencia en ese mismo instante.

     Diego abrazaba el cuerpo de Clara junto al suyo, respirando y jadeando entrecortadamente. Había tenido el orgasmo más espectacular de toda su vida. Poco a poco, dejó de mecerse en el interior del sexo de su esposa, mientras sujetaba su cuerpo para que no cayese hacia delante.

—¡Clara!

—¡Uhmm...! —consiguió decir ella.

—¿Crees que puedes acostarte sin caerte?

    Ella negó con la cabeza mientras el miembro de su marido continuaba dentro de ella. Diego besó con cariño su hombro, Clara prácticamente estaba adormecida entre sus brazos. Sin embargo, el inconveniente era que ambos estaban de rodillas, y no eran capaces de separarse.

—Creo que esta noche dormiré enterrado en vos —declaró Diego.

      Clara no contestó, intentando recuperar la respiración. Como pudo, Diego se tumbó con ella en el lecho, sin soltarla, y Clara suspiró cuando su cabeza se posó en el brazo de su esposo. El silencio se hizo entre ellos, mientras Diego era incapaz de salir de su interior. Decidido a pasar esa noche en esa posición, estaba prácticamente dormido cuando ella susurró:

—No os demoréis en venir, esperaré ansiosa la próxima lección. Definitivamente, habéis descuidado mi educación.

      Clara no pudo ver la enorme sonrisa de satisfacción que lució su esposo en ese instante.

—Os aseguro, que volveré pronto... Dormiros, esta noche, velaré vuestros sueños.


Laujar de Andarax (Reino de Granada), tres semanas después.

     La hueste del Rey Fernando vigilaba desde lejos la marcha del Rey Boabdil. El Rey Fernando y la Reina Isabel habían firmado las capitulaciones para la partida del Rey moro, comprando sus posesiones por casi veinticuatro mil castellanos de oro. Sin embargo, la marcha del último sultán del Reino nazarí, se había retrasado por la prematura muerte de su esposa Moraima.

      Agazapados para no ser descubiertos, Pérez del Pulgar junto con los hombres que lo acompañaban, comprobaba cómo el séquito fúnebre enterraba a la que había sido su última reina. En ese momento, ocultos en un bello paraje rodeado de agua y de frondosos árboles, vigilaban el lugar donde se estaba produciendo el enterramiento.

—¿Qué habrá sucedido? —susurró Diego a Pérez del Pulgar.

—No lo sé Diego, pero era una mujer joven. Quizás la pena por abandonar la tierra donde nació, la haya llevado a la muerte.

—¿Crees posible una cosa así? Yo no lo creo. Nadie se muere de pena. El hambre, la guerra o la enfermedad... puede matar a una persona, pero no la pena.

—Cosas más imposibles han visto mis ojos —afirmó con rotundidad Pérez del Pulgar.

—¿Qué harán ahora? —preguntó Diego de nuevo.

—Según el Rey Fernando, Boabdil tiene permiso para embarcar en el puerto de Adra. Los Reyes han dispuesto una escuadra de cinco barcos para llevarlos hasta Berbería.

—Entonces, toca esperar.

—Así es, pero es cuestión de días que el último Rey moro abandone estas tierras.


Diez días después.

      Diego regresaba por fin a su hogar, deseoso de ver a su esposa. Le había prometido estar allí para el nacimiento de su primer hijo, y cumpliría su palabra. Apenas habían hecho noche en Granada tras la vuelta de Adra, y una vez informados los Reyes, Pérez del Pulgar le permitió regresar a Úbeda. Junto a sus hombres, cabalgaban con cuidado a través de las montañas escarpadas. Enormes paredes rocosas de gran altura, se entremezclaban con profundos valles de pinos. El suelo estaba resbaladizo, la noche anterior había llovido, y había que tener cuidado con el caballo para no caer en uno de esos precipicios.

     Diego, detuvo un segundo su caballo, al escuchar un ruido raro que no encajaba en medio de aquel lugar. Antón, que se encontraba delante suya, lo escuchó también y detuvo su montura. De repente, el sonido de un arma de fuego, rompió el silencio provocando que miles de pájaros asustados surcaran el cielo en busca de refugio.

—¡Al suelo! —gritó Diego a sus hombres, pero no tuvo tiempo para más. El impacto de la espingarda asustó al animal, provocando que se encabritara y fuera derecho hacia el barranco. A Diego, solo le dio tiempo a girar la cabeza y ver su hombro manchado de sangre. Le habían disparado.


Glosario de términos:

—Berbería: Durante el siglo XVI, Berbería era el término para referirse a las regiones costeras de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia.

—Espingarda: Arma de fuego utilizada por los españoles en el siglo XV.

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